Eterno XX
La Tumba de un Dios
(326-323 a. C)
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Alejandro Magno, Emperador de toda Asia |
Alejandro nació en
356 a.C. en Pella, capital del reino de Macedonia. Hijo del rey Filipo II y de
Olimpiade de Epiro, desde niño fue educado para la grandeza. Su tutor fue nada
menos que Aristóteles, quien le enseñó filosofía, ciencia, política y
geografía. Alejandro creció admirando a Aquiles y los héroes homéricos,
convencido de que también él estaba destinado a la gloria.
A los 16 años, ya
gobernaba Macedonia en ausencia de su padre. A los 18, lideró la caballería
macedonia en la Batalla de Queronea (338 a.C.), donde los griegos fueron
derrotados. Un año después, Filipo fue asesinado y Alejandro, con solo 20 años,
se convirtió en rey.
Nada más subir al
trono, aplacó rebeliones en Grecia, destruyó la ciudad de Tebas como
advertencia, y luego centró su atención en el verdadero objetivo de su padre:
la conquista de Asia.
Campañas contra el Imperio Persa
En el año 334 a.C., Alejandro
cruzó el Helesponto con su ejército y pisó Asia por primera vez. Comenzó su
campaña contra el Imperio Persa, que entonces dominaba vastos territorios desde
Anatolia hasta la India.
- Batalla del Gránico
(334 a.C.): su primera gran victoria en Asia Menor.
- Batalla de Issos
(333 a.C.): venció a Darío III, quien huyó dejando atrás su familia.
- Fundó Alejandría en
Egipto, fue proclamado hijo de Amón en el oasis de Siwa y adoptó una imagen
divina.
- Batalla de
Gaugamela (331 a.C.): la gran victoria que selló la caída del Imperio persa.
Darío huyó, fue traicionado y asesinado por uno de sus sátrapas.
Tras conquistar
Babilonia, Susa, Persépolis y Ecbatana, Alejandro se convirtió en el rey de
Asia. Pero no se detuvo. Persiguió a los últimos leales a Darío y llegó hasta
Bactria y Sogdiana (actual Afganistán y Asia Central), donde enfrentó duras
resistencias locales y conoció a Roxana, con quien se casó.
La conquista del Indo y la batalla contra el rey Poros
En el año 327 a.C.,
Alejandro cruzó el Hindú Kush hacia la India, donde enfrentó nuevas culturas y
reinos. Se enfrentó a rebeldes en las colinas y fortificaciones de los Aspasios
y Assakenos, demostrando un espíritu incansable.
En el año 326 a.C.,
llegó al río Hidaspes, donde el rey Poros (Purushottama) lo esperaba con un
ejército numeroso y elefantes de guerra. La Batalla del Hidaspes fue una de las
más difíciles de su carrera.
Alejandro cruzó el
río en plena tormenta, sorprendió a Poros y lo venció tras un combate feroz.
Admirado por el valor de su rival, no solo le perdonó la vida, sino que lo dejó
gobernar como aliado y sátrapa.
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Demetrio de Pella, Guardia personal de Calas |
326 a.C.
Grupos de botes
golpearon la orilla. Alejandro descendió con los cascos empapados. Detrás,
Caronte, Hefestión, Calas, Demetrio y Hegéloco formaron la escuadra real.
El campamento avanzó
hasta los muros de adobe. La ciudad de Malí, pequeña y rodeada de canales, se
defendía tras enrejados de madera.
—El cumplimiento se
acerca —le susurró Moira cuando Alejandro marcó la línea de frente—. He visto
tu sangre fluir aquí. —Dejó una piedrecilla sobre el escudo de Alejandro, el del mismísimo Aquiles—. No
hoy. No aquí.
Alejandro alzó la
cabeza.
—Susurras miedo, no
advertencias —respondió él. El brillo en sus ojos enmudeció a los soldados.
Hefestión bajó la
lanza y acarició el pomo de su espada. Krates revoloteó sobre su hombro.
—Deberíamos
retroceder hasta tener otra visión —sugirió él.
—¿Retroceder? —Calas
lo interrumpió, con la lanza alzada—. En Malí no hay vuelta.
Moira lanzó un
silencio al aire. Alejandro cortó su mirada con la suya.
—Preparad la
infantería. —Ordenó—. No queda otra.
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Calas, Oficial de Alejandro Magno, Hijo pequeño de Parmenión |
La infantería formó
círculo alrededor de la muralla. Las lanzas se clavaron en el fango. Los
escalones se alzaron contra la piedra cimbra. Habían colocado escaleras por
doquier, pero ninguna llegaba a tocar la barandilla.
—¡Movimiento! —gritó
Alejandro—. ¡Subid escalera tras escalera!
Los soldados subieron
apresurados. Las maderas crujieron bajo el peso. Tres se rompieron y rodaron al
suelo.
Alejandro corrió al
flanco derecho y apoyó su escalón en la muralla. Subió, su espada relució al
sol. Una docena de defensores lo enfrentaron con arcos y mazas.
—¡A mí! —gritó y su
espada cortó la primera garganta.
Los macedonios lo
siguieron, tropelosos, hasta que Alejandro en persona abrió un hueco. Allí quedó
solo. Tres lanzas lo enfrentaron. A su lado, su escudero cayó bajo la primera
estocada.
Un segundo soldado
murió cuando una maza quebró su brazo. El tercero gritó y atacó al rey con
furia. Alejandro esquivó y repelió, pero una flecha cruzó la muralla y le
enterró una punta bronceada en el costado. Salpicó un hilo de sangre. Su
armadura se hundió unos centímetros.
Apareció Hefestión en
lo alto de la escalera. Se deslizó y protegió a Alejandro con su escudo.
Hegéloco cruzó entre ambos y calibró la posición.
—¡Calas, arriba!
—rugió Hefestión.
Subieron apresurados
los tres. El escudo troyano chocó contra otra flecha hueca. Alejandro tomó aire
con brutalidad, entonces tembló y bajó la rodilla.
—¡Detrás! —ordenó
Moira, desde abajo, con el arco al hombro—. Tirad hacia el montón.
Escucharon el sonido
de flechas partir el aire y jamugas caer.
Los defensores se
retiraron hacia el interior del recinto. Calas, Hegéloco y Hefestión
mantuvieron a Alejandro firme entre sus brazos.
—Sostén la daga —dijo
Hegéloco, y mostró la punta de la flecha, rota en el cuero—. Tira tú.
Hefestión tomó la
daga y rasgó la tela con precaución. Jugó con la piel y la mesa del pulmón, y
entonces tiró de ella. Alejandro retorció los dedos del enfado. Cayó de
rodillas.
Hegéloco sujetó una
piel con agua junto a Moira. Esta dejó que el agua quedara tibia y la vertieron
entre sus cabellos.
—Respira —dijo ella.
—Respiré demasiadas
veces hoy —respondió Alejandro, la voz ronca y agrietada.
La herida goteó hasta
que dejaron salir el aire. Su cara quedó pálida.
—Alejaos —indicó
Moira.
El silencio llegó con
la noche, y los criados aplicaron vendas. Él sangró en silencio durante la
guardia.
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Moira, Adivina de Alejandro Magno |
En el año 326 a.C.,
en la ciudad fortificada de los malios, Alejandro se enfrentó al borde de la
muerte. Desoyó a sus generales, ignoró a los adivinos, rechazó los presagios de
Moira y lideró personalmente un asalto temerario. Subió el primero por una
escalera de asedio sin esperar a su guardia. En la cima, entre las almenas,
combatió solo durante minutos eternos, espada en mano, hasta que una flecha le
atravesó la armadura y se hundió en su pulmón. Cayó de rodillas. Sangró. Y por
primera vez, pareció mortal.
Salió vivo de milagro
con los ojos cerrados y la flecha aún incrustada entre las costillas.
Lo llevaron en
volandas al campamento. Glaucias, el médico personal de Hefestión, tuvo que
sanar con manos firmes, y limpiar la herida junto al corazón. Alejandro perdió
el conocimiento. No habló durante días. No se movía. No respiraba con
facilidad.
Y entonces ocurrió:
la noticia de su muerte se esparció como fuego por las llanuras del Indo.
Los persas celebraron
en secreto. En Egipto se rezó por su alma. En Grecia, los espartanos brindaron.
En los reinos fronterizos, príncipes que se habían arrodillado al paso de su
ejército comenzaron a reunirse en conspiraciones. Sus propios generales
murmuraban en las tiendas, temiendo lo inevitable. Alejandro había muerto. El
Imperio temblaba.
Pero no era la
primera vez que se le daba por muerto. Ni sería la última.
Al quinto día, Moira
entró en su tienda con una antorcha encendida y hojas de mirra. Murmuró
palabras olvidadas al oído del rey y dejó caer cenizas sobre su pecho. Esa
misma noche, Alejandro abrió los ojos. Sus labios no pronunciaron palabra, pero
miró el techo como si volviera de un lugar muy lejano.
Al amanecer, pidió
agua.
Días después,
apareció en la puerta de su tienda, pálido, con vendas bajo la túnica y un
bastón en la mano. El ejército estalló en vítores. Algunos lloraron. Otros se
arrodillaron. Un soldado gritó:
—¡No ha muerto! ¡Ni
los dioses pueden matarlo!
Alejandro no sonrió.
Solo levantó la mano. Y la marcha continuó.
Pero en sus ojos,
desde aquel día, había algo nuevo. Algo más frío. Como si al borde del
Aqueronte hubiera visto algo que no quiso contar.
Y aunque el mundo
supo que vivía… muchos aún juraban que el verdadero Alejandro había muerto en
Malí.
La campaña contra
Malí concluyó no con una victoria estruendosa, sino con un silencio espeso,
lleno de heridas mal cerradas y miradas bajas. Alejandro había tomado la
ciudadela, sí, pero el precio fue tan alto que ni siquiera él lo ignoró.
Los muros
ennegrecidos ardían aún en algunas esquinas cuando las trompetas no sonaron. Alejandro,
vendado, débil, fue trasladado fuera de la ciudad en una litera de cuero
rígido. No montó a caballo. No habló en la plaza. No mostró el cuerpo de los
vencidos.
Los malianos,
diezmados, se retiraron a los arrozales del sur. Sus líderes fueron colgados de
los árboles sagrados por orden de Calas, pero Alejandro ni siquiera miró cuando
lo informaron. En su tienda, con la herida del pulmón aún supurando, el rey
solo pidió agua y silencio.
Moira quemó un puñado
de hojas negras sobre una tinaja de bronce. Caronte se mantuvo cerca, inmóvil,
con los cuchillos enfundados, vigilando cada sombra de la tienda. Hefestión
ordenó la retirada desde el río y supervisó la construcción de balsas. Nadie
discutió sus órdenes.
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Selene, Yegua de Alejandro Magno |
Alejandro, aún sin
poder montar, ordenó embarcarse por el río Hidaspes primero, luego el Acesines,
y finalmente el Indo. Mandó construir galeras, barcazas de fondo plano y botes
de remo con la madera que quedaba. Ptolomeo trazó mapas mientras los bematistas
contaban los pasos desde la orilla. Querían saber hasta dónde se extendía el
mundo.
—Volveremos por la
línea del agua —dijo Alejandro, la voz aún ronca—. Y esta vez, no para
conquistar. Quiero ver el océano.
El ejército descendió
con el cauce. No había cantos. No había saqueo. Solo remos que golpeaban el
río, el rumor de los cocodrilos que volvían a mostrarse entre los juncos, y las
miradas cansadas de miles de hombres que habían ido más lejos que ningún otro
ejército conocido.
Y en el fondo de
todos ellos, la misma pregunta:
¿Dónde acababa el
mundo?
El silencio fue su
única respuesta.
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Plano de pierna de Demetrio |
325 a. C.
Las lluvias no
cesaban en las tierras del este. El campamento, clavado en una colina de barro,
respiraba humedad y humo de brasas apagadas. El toldo de la tienda de los
cirujanos se agitaba con fuerza, y dentro, Demetrio apoyaba el muñón sobre un
tronco cortado. Tenía el rostro pálido, pero los ojos bien abiertos.
—Me niego a quedarme
como un perro cojo. No fui hasta la India para que me arrastren de vuelta
—gruñó.
Hefestión dejó un
jarrón con agua en el suelo y le tendió un rollo de papiro.
—Aristóteles ha
contestado. Con dibujos. Instrucciones.
Glaucias, médico
personal de Hefestión, había salvado la vida de Demetrio tras la amputación de
su pierna en el templo del Colmillo Roto. Controlaba las infecciones, cambiaba
las vendas y supervisaba el uso de la prótesis encantada. Por orden directa de
Hefestión, no delegaba su cuidado: lo atendía cada día con precisión y
silencio.
Demetrio extendió el
papel con dedos temblorosos. Allí estaba: una pierna de madera reforzada con
láminas delgadas de bronce, atada con cuero. Un artilugio extraño, ajeno al
mundo de la guerra.
—¿Eso cree el viejo que
va a funcionar?
—No lo escribió para
darte esperanza. Lo escribió porque cree que puedes usarla. —Hefestión se puso
en pie—. Pero no va a moverse sola.
Horas después, Moira
entró en la tienda de los cirujanos sin que nadie la anunciara. Llevaba el
manto negro con el broche de obsidiana. Se agachó junto a Demetrio. Él no alzó
la cabeza.
—El sabio propone
hueso y hierro —dijo ella—. Pero hay cosas que no caben en un esquema.
Abrió un pequeño saco
y sacó una rama seca, retorcida como una serpiente muerta. La apoyó contra la
prótesis recién tallada. Susurró palabras antiguas, y una brisa leve recorrió
la tienda, sin que soplara viento alguno.
—No me vendas
consuelos —murmuró Demetrio.
—No lo haré. Pero
esta madera viene de Dodona, el bosque de Zeus. Nadie que camina con ella lo hace
solo.
Demetrio no
respondió. Se colocó la prótesis. Le ayudaron a atarla. Se irguió con un
gruñido. Avanzó un paso. Luego otro. El pie de bronce raspaba la tierra, torpe
pero firme.
—No correré —dijo.
—Tampoco los árboles
lo hacen. Pero nunca caen —respondió Moira.
Afuera, el viento
había cesado. Una hoja cayó sobre la tierra mojada.
Esa noche, Demetrio
se quedó solo, con el plano de Aristóteles abierto sobre las rodillas y la
prótesis apoyada junto a él. Trazó con los dedos una línea del dibujo.
—Grecia... —susurró—.
No sé si volveré, maestro. Pero su idea ya camina.
Desde Atenas,
Aristóteles escribió una frase más al margen del pergamino, antes de enviarlo:
“Donde falta la carne, que hable la voluntad. Donde no
llegue el cuerpo, llegue una idea.”
Moira, desde fuera de
la tienda, lo leyó sin tocarlo. En su collar, el ojo negro de obsidiana pareció
estremecerse.
—Aún hay mapas por
dibujar —dijo en voz baja.
Y se marchó hacia la
oscuridad.
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Ptolomeo, Capitán de Caballería y Biógrafo de Alejandro Magno |
325 a.C.
El río Indo corría
ancho, bajo un sol oculto en nubes grises. Las orillas temblaban con el lodo
que tragaba el agua. Alejandro bajó de su montura, quitó el casco y se apoyó en
el escudo que sostenía la mano. Calas, Ptolomeo, Hefestión y Moira lo observaron
frente al cauce.
Varios cocodrilos
asomaron la cabeza, inmóviles, entre la maleza. Sus ojos brillaban como cuentas
de ónix.
—Son iguales a los
del Nilo —dijo Alejandro, alargando la voz sobre el agua.
—¿Piensas que nacen
de la misma fuente? —preguntó Moira, alzando la corteza seca que usaban de
cuenco.
Alejandro alargó la
mano, la sumergió en el río. Cerró los dedos al recoger un puñado de limo.
—Tal vez haya un
túnel bajo la tierra. Un río que se bifurca como el sueño de un dios.
Hefestión torció la
cabeza, taladrando con la mirada el agua.
—¿Crees que podrías
escribirle eso a tu madre?
—Quiero que lo sepa,
que entienda —respondió Alejandro—. Que comprendamos que el mundo es único.
Ptolomeo alzó una
ceja.
—No te conviene
mezclar sentimientos con conquistas —dijo con voz baja.
Alejandro sonrió sin
humor. La tierra escurría entre sus dedos.
—Escribiré a
Olimpiade. Hoy mismo.
Más tarde, en una
tienda junto a la ribera, Hefestión sacó un papiro nuevo. En el extremo, la
firma redonda de Aristóteles.
—Me lo hizo llegar nuestro
viejo maestro —dijo entregando el rollo a Alejandro—. Instrucciones sobre medir
distancias, calcular longitudes, corregir errores.
El papiro tenía
dibujos: balanzas, xenones, bastones de medición.
—Las distancias que
creía haber cruzado… —dijo Alejandro, con la mirada clavada en los trazos—…
quizás son otras.
Moira se inclinó,
rozó las líneas con la yema del dedo.
—Parece más un plano
que un pergamino.
—Toma —le ofreció
Alejandro con un gesto leve—. Modifícalo si lo crees oportuno.
Moira lo enrolló con
cuidado.
—Agregaré signos de
viento, de lluvia y de luna —dijo ella—. Dejaré testimonio de cómo respiramos
aquí.
Esa noche, junto al
fuego, Alejandro rompió la carta a su madre. Hizo tiras pequeñas, sin quemarla.
—No debo enviar algo
incompleto —dijo. Hefestión le pasó otra copa.
—No hay prisa
—respondió él—. Mejor que reciba una verdad clara.
—Mi padre me enseñó
un mundo ideal —murmuró Alejandro—. Tú, sin embargo, me haces ver el mundo
real.
Moira alzó la mirada
hacia su rostro.
—Eso cuesta más sudor
que una batalla.
Al amanecer,
Alejandro los guió hacia el curso superior del Indo. Hefestión registraba cada
paso. Dos bematistas marcaban el terreno. Moira lo observaba en silencio, anotando
sombras en la hoja de palma. Ptolomeo revisaba el plano de Aristóteles. Calas
miraba al rey con admiración y algo de temor.
—Ahí sube el río
—dijo Alejandro, señalando una bifurcación—. No conecta con Egipto.
Moira soltó el lápiz.
—La geografía es mayor
que las teorías —dijo—. Y tú la estás escribiendo.
Alejandro paró su
caballo.
—Entonces seguiremos
descubriendo —respondió—. No por conquistar. Sino por saber.
Y cruzaron el Indo,
con las botas en el lodo, sin volver la vista a lo que había sido. Un mapa de
verdad empezaba a nacer.
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Gigantes de Hierro |
325 a. C.
Se encontraban en los
valles brumosos al sur del Indo, en el noroeste de la India, donde los caminos
se hundían entre acantilados de roca roja y antiguos árboles de hojas negras.
El aire olía a cobre y a lluvia estancada. Allí, en las laderas perdidas del
Sindh, aparecieron los que no llevaban nombre.
La niebla no se
levantó aquella mañana. El sol apenas logró filtrarse entre las nubes sucias
que flotaban sobre las colinas rojas del Indo. Los macedonios avanzaban en
silencio, con las lanzas al hombro, los escudos pegados al cuerpo, los ojos en
la bruma. Desde hacía tres días cruzaban aldeas vacías, caminos sin rastros,
campos con vacas muertas atadas a sus yugos.
—¿Son hombres?
—susurró Calas, con la lanza floja entre los dedos.
Hefestión no respondió.
Moira se agachó, tomó un puñado de tierra y lo olió. Luego levantó la vista.
—No nos temen.
Tampoco nos conocen.
Entonces llegaron. No
bajaron del cielo ni emergieron de la tierra. Estaban allí, al otro lado del
paso, los Hombres de Hierro: gigantes con armaduras oscuras, rostros cubiertos
por máscaras de cobre pulido. Eran más altos que los persas, más robustos que
los sogdianos. Algunos portaban espadas de dos manos. Otros lanzas con puntas
dobles. No llevaban estandartes ni dioses pintados. Sólo una marca en el pecho:
un círculo rojo atravesado por una línea vertical.
Alejandro descendió
de su yegua blanca Selene, diosa de la luna, frente a ellos y cruzó la línea de
los suyos sin apartar la mirada. La brisa movió su capa de cuero mojado. Uno de
los guerreros de hierro, con un casco con cuernos negros, parecía el jefe, alzó
el hacha sobre la cabeza, luego la clavó en el suelo, con fuerza. Alejandro no
retrocedió y desenfundó su espada.
—No quieren hablar
—murmuró Hefestión.
—Mejor —respondió el
rey—. Hoy no he traído palabras.
—Escudos en media
luna —ordenó Calas—. Nadie retrocede. Si caigo, sigue Hegéloco. Si cae
Hegéloco, sigue Demetrio. Y si cae Demetrio… —miró al joven de la lanza
torcida, el último del flanco izquierdo— …entonces muerde al enemigo.
Las lanzas bajaron al
unísono. Los hombres cerraron filas. El aliento salía por entre los dientes,
blanco, helado, en aquel valle donde el sol no se atrevía a caer.
—No tienen alma
—gruñó Hegéloco—. Pero sus armaduras parecen más duras que los nuestras.
—Entonces apuntad a
donde no hay coraza —dijo Calas—. Cuellos. Rodillas. Axilas. Sangrarán y
caerán.
Uno de los Hombres de
Hierro se adelantó. Una cabeza más alto que cualquier soldado de Calas. Llevaba
una maza de púas con el mango cubierto de clavos. Alzó el arma.
—¡Ahora!
Entonces la batalla
estalló.
El primer choque fue
brutal. El hierro contra el hierro. Sonó como un trueno contenido. Las espadas
macedonias se doblaban contra aquellas armaduras. Las lanzas se partían sin
herir. El cuerpo a cuerpo comenzó sin piedad.
La primera línea de
macedonios se agachó. La segunda lanzó por encima. Las lanzas rebotaron. Una se
partió. Otra quedó colgando de un hombro de metal.
—¡Caronte!
Desde la retaguardia,
el asesino se descolgó del risco. Cuchillos en ambas manos. Se dejó caer sobre
la espalda del coloso, hundió el acero bajo el casco. El gigante se estremeció,
giró sobre sí, y cayó como un árbol derribado.
Calas avanzó. Su
escudo chocó contra otro de los Hombres. La lanza rebotó en el pecho de metal.
Cambió el ángulo. Golpeó a la rodilla. La pierna cedió. Un hacha cayó desde un
lado. Demetrio, con la pierna de madera atada al muslo, reía con rabia.
—¡Así se hace!
—¡A por el siguiente!
—gritó Calas.
Hegéloco, trepó por
el lomo de uno de esos gigantes y hundió su espada entre las junturas de la
nuca. El coloso cayó, sin emitir sonido. Giró sobre su propio eje. Su lanza en
la otra mano, trazó un arco y arrancó el casco de otro. Vacío por dentro. Solo
ceniza.
—Están huecos
—escupió.
—Entonces vaciémoslos
todos —gruñó Calas, con sangre en la frente y tierra en los dientes.
Demetrio, aún con la
pierna de madera, blandía su hacha con precisión. Cada tajo iba a la
articulación. Cada golpe buscaba el hueco. Pero por cada uno que caía, otro
tomaba su lugar.
Moira observaba desde
la ladera. Tenía el puño alzado. El viento cambió y las antorchas se
encendieron solas. Un zumbido invisible parecía repeler las flechas enemigas.
La tierra vibraba bajo sus pies.
—No son de carne
—clamó Moira—, pero sangran.
Krates, el halcón de
Hefestión, giró en el cielo tres veces y descendió en picado. Una señal. Un
presagio. Hefestión no preguntó. Solo alzó su lanza.
Calas lo vio al
fondo, cruzando la línea enemiga como un rayo plateado.
—¡Hefestión al
centro! ¡Romped línea! ¡Vamos, seguidme!
Y entonces Calas
rompió la formación. Cargó. El escudo por delante. La lanza apuntaba al hueco
en el cuello del próximo enemigo.
Escudo de Alejandro Magno,
Recogido de la tumba
de Aquiles en Troya
Los Hombres de Hierro
retrocedieron. Dieron un paso. Otro. Luego desaparecieron entre las sombras del
bosque sin una palabra.
El silencio enterró
el campo. Las armaduras quedaron vacías.
Moira recogió uno de
los cascos. Sacudió ceniza negra y tenía rastros de metal fundido.
—No eran hombres
—murmuró.
—¿Y entonces qué
eran? —preguntó Demetrio. mientras se se apoyaba sobre su nueva pierna de
bronce, madera y cuero, ahora manchada de barro y sangre.
Ella lo miró.
—Lo que espera al
final de todo imperio.
Veinticuatro
armaduras vacías sobre el suelo bajo un sol pálido.
Alejandro alzó la voz
con firmeza:
—Recoged todo.
Enterradlo lejos. Nadie hablará de esto.
Sus tropas
obedecieron.
Esa noche no hubo
celebraciones. Solo vigías.
Cuando amaneció, la
tierra elevó un ligero humo donde había caído el primero de aquellos seres.
—Aquí termina el
hechizo —dijo Moira, con la mirada clavada en el suelo.
Y el humo se llevó
las huellas del monstruo que nunca debió existir.
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Río Ifasis, el final del camino |
Río Ifasis, Punjab -
325 a.C.
El barro tragaba las
ruedas del carro de suministros. Los bueyes resoplaban. Los soldados no
hablaban. Solo avanzaban entre cañaverales torcidos y ríos sin nombre. Desde la
ribera, Moira cerró el puño sobre un puñado de hojas mojadas. Su talismán de
obsidiana brilló un instante.
Dartmoorh observó
desde la sombra de una higuera. No llevaba la capa de espía. Ya no era
necesario. El campamento olía a podredumbre y derrota. El sol se había rendido
a las nubes.
—No seguirán mucho
más —murmuró a Ptolomeo, que afilaba un cuchillo sobre una piedra plana.
—No quieren seguir.
Ni un paso —respondió él.
—¿Y tú?
Ptolomeo no alzó la
mirada.
—Yo escribo. No
elijo.
El ejército acampaba
sin levantar tiendas. Los hombres dormían al raso, con las lanzas a los pies.
Algunos, ya sin sandalias, enterraban los dedos en la arena húmeda del Ifasis
como si pudieran enraizarse.
Alejandro recorría el
límite del campamento. Su capa arrastraba el barro. Krates, el halcón de
Hefestión, giraba en el aire sin atreverse a descender. Moira se le cruzó en el
camino. No le hizo una reverencia.
—Tus hombres están
rotos —dijo ella.
—Pero no vencidos
—respondió él.
Ella alzó una rama
seca. En ella había colgado un cascabel de bronce.
—Éste cayó hoy del
cuello de un niño muerto. En una aldea vacía.
Alejandro tomó el
cascabel. No dijo nada. Sólo lo metió en su faja y siguió caminando.
En la colina, Calas
entrenaba a los suyos con lanzas de madera. Golpeaban postes viejos con gritos
secos. Hegéloco miraba en silencio, una venda sucia cubría su brazo, otra herida
para la colección. Demetrio se había quitado la pierna de madera y bronce.
Tallaba algo nuevo en ella, un símbolo que Moira le había enseñado.
—Quieren volver a
casa —dijo Dartmoorh a Moira, que observaba desde la sombra de una carreta.
—Tú también quieres.
Y sin embargo, aquí estás —dijo Moira.
—Y tú —añadió
Dartmoorh.
Ella no contestó.
Sólo apoyó la frente en la madera caliente y cerró los ojos.
Por la noche,
Alejandro convocó a los generales. No habló del mar. No habló de conquistas.
Les mostró un mapa de tela gastada, dibujado por los bematistas, marcado con
sangre seca.
—Éste es el borde del
mundo —dijo.
—Ése es el borde de
tus hombres —le contestó Hefestión.
Alejandro bajó la
mano. Guardó el mapa. Miró a cada uno. Solo Ptolomeo sostenía su mirada. Solo
Ptolomeo escribía todavía su historia.
Esa noche, no hubo
arengas. Solo un viento nuevo. Uno que soplaba hacia el oeste.
![]() |
Darthmoor, Espía de Alejandro |
El campamento dormía
bajo el cielo sin estrellas. Las antorchas, apagadas. Solo quedaba el
resplandor del brasero en la tienda del rey. Hefestión aguardaba fuera, con la
lanza del dios Pan apoyada sobre una rodilla y el halcón Krates inmóvil en el
antebrazo.
Dentro, Alejandro no
hablaba. Tenía los ojos clavados en el mapa extendido sobre la mesa baja. Las
rutas trazadas en cera se perdían al este, más allá del Ganges. La puerta de
lona se agitó.
Calas entró sin
aviso.
—No vendrán. Ni uno
más.
Alejandro no alzó la
vista. Su dedo recorría una línea hacia el horizonte.
—Aún hay ciudades.
Costas. El fin del mundo está cerca.
—El fin del ánimo,
más bien —corrigió Calas. Su mirada se volvió hacia Hefestión—. Se niegan.
Hasta los veteranos.
Hegéloco y Demetrio
aguardaban fuera, junto a Caronte. El asesino afilaba su daga con una piedra
negra. Nadie hablaba.
Dentro, Alejandro
cerró el puño sobre el mapa. La cera se agrietó. Luego se puso en pie.
—Que se vayan. Pero
yo seguiré.
Hefestión entró sin
esperar señal.
—Tú sin ellos no eres
rey. Eres un viajero con corona.
El silencio pesó.
Alejandro miró la llama.
Y al amanecer, sin
trompetas ni proclamas, Alejandro ordenó continuar. La conquista no había
terminado. Las tiendas se desmontaron. Las bestias de carga arrastraron los
restos de un sueño.
—No volvemos. El
ejército me seguirá —dijo Alejandro a Hefestión.
Moira caminó sola
hasta la orilla del Ifasis. Su manto se pegaba al barro. El río no hacía ruido.
A su lado, Dartmoorh observaba los remos que cortaban la superficie.
—El mundo es más
grande de lo que creían —susurró Moira.
—Y nosotros, más
pequeños de lo que fingimos ser.
—contestó Dartmoorh.
Un cocodrilo cruzó
bajo el agua. Ninguno lo señaló. Ninguno se movió.
Alejandro subió al
primer bote sin mirar atrás. La flota improvisada comenzó a descender por el
río. Los remos golpeaban al unísono. No era marcha de conquista, sino de huida.
Demetrio se sentó
junto a Hegéloco. Aun con su pierna de madera, mantenía la espalda recta.
Caronte iba detrás, el rostro cubierto con su capucha.
—El rey está roto
—murmuró Hegéloco.
—No. Solo ha visto lo
que hay más allá del límite —respondió Calas, desde el bote contiguo.
Esa noche, nadie
encendió hogueras.
Y al amanecer, Moira
miró al cielo nublado y dejó caer en el agua un círculo de hueso tallado. No se
hundió. Flotó.
—Todavía hay un
camino —susurró.
Pero no dijo hacia
dónde.
![]() |
Hegéloco Guardia personal de Calas |
Partieron hacia Susa,
capital persa, al amanecer, cuando el sol se derramaba pálido sobre las aguas
quietas del Ifasis. A sus espaldas, la selva india ardía en cantos de aves
invisibles y un vapor dulce que cubría los árboles como un sudario. Alejandro
no volvió la vista. Detrás quedaba el fin del mundo. Delante, el regreso. Pero
no era un retorno: era una marcha fúnebre.
El ejército se movía
en columnas largas por la ribera seca del gran río. El calor del día golpeaba sin
clemencia. Los bueyes resoplaban. Los caballos bajaban la cabeza. Los hombres,
con las túnicas empapadas y las sandalias partidas, no hablaban.
Las tierras del
Punjab cedieron paso a llanuras doradas, salpicadas de aldeas abandonadas y
templos rotos. Al caer la noche, los fuegos del campamento brillaban como ojos
enfermos. Nadie cantaba. Nadie reía.
A medida que el
paisaje cambiaba, también lo hacía el cielo. Las lluvias se volvieron viento
seco. Los árboles desaparecieron. La arena del desierto de Gedrosia se alzó
como cuchillas. Hombres y animales cayeron allí, tragados por la sed. Pero
Alejandro no se detenía.
En Carmania, la
columna se volvió sombra de sí misma. Los supervivientes arrastraban los pies
sobre el polvo cuarteado. Las estatuas de los dioses eran abandonadas a los
lados del camino. Y sin embargo, aún seguían al rey. No por gloria, sino porque
no sabían dónde más ir.
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Barsine-Estatira, Segunda Esposa de Alejandro |
En Susa, los muros de
alabastro brillaban bajo el sol. Alejandro caminó entre fuentes y alfombras
persas, con Moira a su lado. Ella alzó un cuenco de oro lleno de vino y lo
olió, los labios apretados.
—Tus hijos emergerán
del fuego y el agua —dijo ella sin apartar la vista del vino.
—¿Qué ves? —preguntó
Alejandro, apoyando la mano en el pomo de su espada.
Moira vertió unas
gotas en su palma y las dejó evaporar. Sus ojos se clavaron en las figuras que
el humo reveló.
—Un solo imperio,
pero dividido en corazones —respondió ella.
La plaza central
ardió en música. Calas afiló un pequeño cuchillo para cortar la cinta que unía
a Ptolomeo y Artacama. Él alzó la cabeza y dejó que su nueva esposa persa le
tomara la mano, devolviéndola con sonrisa tensa. Artacama era una noble persa,
hija del sátrapa Artabazo II.
Moira, cubierta con su túnica negra, observó a Hefestión y a Dripetis, la joven princesa, hermana menor de la esposa real, de este modo Hefestión y Alejandro fueron cuñados. El general sostuvo la mano de la princesa mientras ella colocaba sobre su cabeza una corona de flores blancas.
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Parisátide, Tercera Esposa de Alejandro |
Un coro rompió en
cántico, y Alejandro apareció con Barsine-Estatira de la mano. La hija de Darío
caminó con la cabeza alta, cubierta por un velo crudo, mientras el rey la unía
a sí con una cadena de oro.
La ceremonia no cesó.
Alejandro abrazó a Parisátide, hija de Artajerjes III, y colocó sobre su dedo
un anillo de marfil. Un murmullo recorrió la serpentina de nobles y soldados.
Moira se acercó al
rey.
—Señor, los signos
indican buena fortuna. Pero también sombras.
Alejandro alzó la
mirada hacia el horizonte del palacio.
—Que esas sombras
permanezcan fuera —respondió con voz firme.
Al caer la noche, en el gran banquete, las
mesas fueron cubiertas con platos persas y copas griegas. Todos bebieron a la
salud de la nueva estirpe: Helenos, Persas y el lazo entre ambos. Brindaron por
Héfestión y por los esposos, por la paz que suponían.
Moira dejó caer una
lágrima mientras Hefestión alzaba la copa por su esposa. Alejandro, sentado
junto a las dos princesas, las contempló. La promesa no sólo de sangre, sino de
una paz duradera, brillaba en sus ojos.
—Hoy —susurró Moira a
la sacerdotisa Calíope—, se tejen los cimientos del futuro.
Ella asintió y vertió
su copa nuevamente.
Y bajo las estrellas,
Susa celebró un nuevo amanecer: el de un imperio unido.
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Dripetis, Esposa de Hefestión |
La tienda nupcial de
Dripetis olía a incienso, jazmín y miedo. Las manos de las sirvientas habían
trenzado su cabello negro en espirales que parecían grilletes. El vestido
ceremonial caía sobre su figura como una jaula de seda bordada en oro. Estaba
sentada en el diván, los ojos secos de tanto llorar, la espalda recta como una
lanza quebrada.
Las cortinas se
abrieron. Hefestión entró con paso firme y lento. Llevaba la túnica blanca de
los generales macedonios, sin espada. El pecho descubierto bajo una capa azul
noche le daba aspecto de estatua viviente. Su rostro no era el de un
conquistador. Era el de un joven que deseaba ser amado sin tener que destruir
nada.
Dripetis no se
levantó.
—He venido solo a
verte —dijo él.
Ella apretó los
labios.
—¿Y a consumar el
regalo? ¿Como si fuera un vino que se ofrece al campamento?
Hefestión no
respondió. Se arrodilló frente a ella, sin romper la distancia. Sus ojos no
buscaban su cuerpo, sino algo más profundo. Tal vez verdad. Tal vez perdón.
—No he elegido esto
—dijo ella—. No a ti. No a esta noche. No a Babilonia. No a los hombres que
llaman amor a la conquista.
El general bajó la
cabeza.
—Yo tampoco elegí la
guerra. Pero aquí estoy. Herido de todas las formas menos por una mujer. Y ni
siquiera eso me dieron a escoger.
Ella lo miró por
primera vez. Había una tristeza en él que no correspondía al hombre que vencía
en batallas. Ni al que cabalgaba junto a un dios.
—¿Entonces por qué
estás aquí?
Hefestión abrió la
palma y sacó un pequeño rollo de papiro. Lo desenrolló con cuidado y, en persa
claro y sin acento, comenzó a recitar:
«Si he de amarte,
será como la arena ama al río,
sin atraparlo, sin
retenerlo,
solo siguiendo su
curso,
solo muriendo un
poco, cada vez que se aleja.»
Cuando terminó, no
alzó la vista. Pero sintió el temblor en la voz de ella.
—¿Has escrito tu eso?
Hefestión asintió.
Dripetis se inclinó,
lo tomó de la cara con manos suaves y le besó la frente. Después apoyó la
cabeza en su pecho. No habló. No hizo falta. Esa noche no fue de posesión, sino
de alianza secreta entre dos jóvenes que no se habían buscado, pero se habían
encontrado.
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Artacama, Esposa de Ptolomeo |
La música resonaba de
nuevo en el gran pabellón de las bodas. Cientos de antorchas iluminaban a los
recién casados: persas, macedonios, hijos de mundos distintos bebiendo del mismo
vino. Alejandro danzaba con sus nuevas esposas, y Ptolomeo reía a carcajadas
mientras besaba la mano de Artacama, su esposa persa.
Entre la multitud,
una sombra miraba sin brindar. Darthmoorh, la espía. Sus labios se mantenían
quietos pero sus ojos ardían. Artacama llevaba la joya que ella había querido.
Su amante había besado otra boca. Su nombre se había olvidado en la mesa de los
altos mandos.
Miró a su alrededor
buscando algo. Un rincón, un escape, un cuchillo. Pero sus ojos chocaron con
los de Calas. El único oficial sin anillo. Sin esposa. Sin cadenas.
Él no bebía. Solo
observaba.
Ella dio un paso
hacia él.
Y en medio del oro y
la música, entre perfumes y promesas vacías, empezó otro juego. Uno sin
alianzas, sin poemas. Solo filo. Solo deseo.
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Darthmoor, Amante de Ptolomeo |
Mientras las flautas
resonaban en los patios y las copas se alzaban bajo las bóvedas doradas del
palacio, Calas permaneció en la sombra. No llevaba anillo. No tenía prometida.
A diferencia de sus camaradas, no había aceptado a una esposa persa.
No fue por desdén, ni
por orgullo. Fue por algo más peligroso.
Dartmoorh caminaba
entre los nobles como un reflejo de sí misma: invisible cuando lo deseaba,
deslumbrante cuando lo permitía. Nadie sabía con certeza de qué lado estaba.
Alejandro la usaba como espía, Ptolomeo la tomaba como amante… pero fue Calas
quien la miró sin pretensiones, sin órdenes, sin máscara.
Una noche la siguió
hasta los jardines del templo de Anahita. Allí, entre columnas cubiertas de
jazmín, ella lo esperó. No hablaron mucho. Bastó una sola vez. Y desde
entonces, ni ella quiso pertenecer a nadie, ni él pudo fingir que deseaba a
otra.
En la penumbra, Dartmoorh
guio sus manos con dulzura. Calas la amó sin urgencia, descubriendo su piel
como quien recita un poema olvidado. Sus cuerpos se buscaron despacio, sin
vencer, sin rendirse, hasta unirse como brasa y aceite. Fue un acto sin
conquista, solo entrega.
—¿No tomarás esposa,
Calas? —le preguntó Hefestión en el banquete, con una copa aún llena.
—No esta noche
—respondió él—. He bebido bastante.
Dartmoorh lo
observaba desde la terraza. No brindó. No sonrió. Desapareció tras un velo de
humo.
Y Calas no se casó.
Nadie supo por qué.
Nadie lo preguntó dos veces.
Pero Moira, desde el
fondo de la sala, lo vio mirar a quien no debía. No dijo palabra. Solo cerró
los ojos, como si la visión ya se le hubiera mostrado hacía tiempo.
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Krates, Halcón de Hefestión |
El rumor volaba de
tienda en tienda, bajo el polvo y el calor. Al amanecer, los soldados veteranos
encontraron sus nombres en tablillas de arcilla, al pie del mástil real.
—Licenciados —escupió
Cliotas, arrojando una piedra al fuego—. Como si fuéramos caballos cojos.
Nicanor bajó la
mirada hacia la lista, la boca tensa.
—Mi nombre también
está —dijo.
Un grupo de
macedonios se reunió junto al carro de armas. Muchos iban cojeando o con
cicatrices abiertas. Otros no. Los más jóvenes observaban desde la sombra con
rostros crispados.
—No se trata de los
viejos —gruñó uno de ellos con el peto aún manchado del último combate—. Quiere
llenarse de persas. Y nos manda a casa como si hubiésemos estorbado.
El humo de la carne
chamuscada se elevaba mientras los carros del campamento central se abrían
paso. Entre ellos marchaban jóvenes con túnicas babilonias, lanzas nuevas,
armaduras brillantes. Algunos hablaban griego con acento. Uno de ellos sonrió
al pasar.
—Mira eso —dijo
Cliotas al oído de Nicanor—. El bastardo lleva la capa de la Guardia Real.
—Y el brazalete de
los hipaspistas —añadió Nicanor—. Alejandro le ha dado el rango de lojo.
En la tienda del rey,
Alejandro se ceñía el cinturón con ayuda de un esclavo egipcio. Estaba solo,
salvo por Hefestión, que no decía nada. El vino de Amatunte reposaba sin tocar.
—¿Sabes qué quieren?
—dijo Alejandro al fin, sin mirarlo—. Quieren que conquiste el mundo… con ellos
en el centro.
Hefestión movió la
cabeza apenas.
—¿Y si no los
necesitamos más?
Alejandro tomó la
espada y la apoyó sobre la mesa.
—Les di más gloria de
la que jamás soñaron. Más botín del que sus nietos sabrán contar. Les permití
mirar a los ojos a los Reyes de Reyes. Ahora gobernarán Macedonia si es lo que
desean.
Fuera, los cánticos
de protesta crecían. Alguien gritó su nombre. Luego otro. El eco se multiplicó
como un trueno sucio.
Alejandro salió de la
tienda sin su guardia. Subió al altar de piedra, frente al campamento. El sol nacía
sobre el río.
—¿Eso es lo que sois
ahora? ¿Hombres que lloran por volver a sus casas mientras aún queda mundo por
conquistar? ¿Es así como los llamarán en los siglos venideros? ¿Como los que
abandonaron a Alejandro cuando más necesitaba de ellos?
¡Os he licendiado con
oro, con honores, con gloria! No como cobardes, sino como héroes. Os ofrezco
descanso, sí, pero jamás os exilié. Es un regalo, no un castigo. Y sin embargo,
protestáis… ¿Por qué? Porque he vestido a persas con nuestras capas, porque he
dado armas a los que fueron nuestros enemigos.
¿Y qué hicisteis
vosotros, cuando tomamos Susa? ¿Quiénes saquearon sus templos, quiénes
violaron, mataron y se emborracharon con sangre y botín? No fueron los persas.
Fueron macedonios. ¡Fuisteis vosotros!
¿Y ahora os ofende
que los eduque en nuestra lengua? ¿Que los entrene con nuestra disciplina?
¡Estoy construyendo un imperio, no una taberna para nostálgicos de Pella!
¿No os enseñé que el
sol no distingue razas cuando cae sobre nuestras lanzas? ¿No lucharon ellos a
nuestro lado en Hidaspes, en Gaugamela, en los pasos del Hindú Kush?
Decidme, ¿quién
sangra más por Macedonia: el que la lleva en la boca o el que la lleva en el
pecho?
¡Llevais años
pidendomelo! ¡Marchaos! Regresad a vuestros campos, a vuestros hijos, a
vuestras esposas. La Historia os abandona.
Yo seguiré adelante.
Con nuevos soldados, con nuevos hermanos. Y cuando llegue el día en que el
mundo pronuncie mi nombre, no os incluirá. Porque no recordaré a los que me
dejaron. Solo a los que me siguieron hasta el fin.
Los veteranos se
miraron entre ellos. Algunos bajaron la cabeza. Otros apretaron la mandíbula.
Esa noche, Alejandro
no bebió. Hefestión lo encontró en la tienda, junto a una carta sin sellar.
—¿Lo esperabas?
—No —murmuró
Alejandro—. Pero lo sabía. Nunca están conformes.
Al fondo, alguien
removía los odres de agua. El vino no olía igual.
La noche en Opis olía
a brea quemada y sudor seco. Desde las terrazas del palacio real, las antorchas
dibujaban círculos rojos sobre los cascos de los veteranos que rodeaban la
entrada. No cantaban. No gritaban. Esperaban.
—Podrían entrar ahora
—dijo Hegéloco, con la lanza apoyada en el muro—. Rompen una de las puertas y
se acabó.
Caronte no respondió.
Apretaba los dientes, con los ojos clavados en los más cercanos.
Uno de ellos lanzó
una piedra. Golpeó la columna de mármol y rodó por las escaleras. Luego otra.
Luego una voz:
—¡Alejandro, sal!
¡Habla con tus hombres!
El palacio permaneció
en silencio. Arriba, las estatuas de los dioses parecían vigilar con desprecio.
Al amanecer,
Alejandro se presentó en la sala del trono con el peto limpio, sin adornos, la
espada al cinto. Caminó entre columnas sin mirar a nadie.
—Caronte —dijo—.
Tienes los nombres. Que caigan hoy.
El asesino asintió.
Sacó la lista de su manto. La entregó a Hegéloco sin decir palabra.
Horas después, los
soldados alzaban tablones de madera frente al campamento. Formaron un círculo
de piedra y silencio. En el centro, seis hombres de rostro gris esperaban de
rodillas, con las manos atadas a la espalda.
Uno lloraba. Otro
reía.
Hegéloco caminó entre
ellos sin prisa. Sacó la espada, la limpió con un trapo rojo y la entregó a
Caronte. Este levantó la mirada hacia Alejandro, que observaba desde lo alto
del altar.
El primero cayó sin
sonido. El segundo gritó. Al cuarto, la hoja se trabó en la clavícula. Hubo que
girarla para acabar el trabajo.
Cuando el último
cayó, Alejandro descendió del altar. Pisó los charcos oscuros sin mirar los
cuerpos.
—¡Macedonios! —alzó
la voz—. ¡Persas! ¡Egipcios! ¡Escitas y bactrianos! Desde hoy, no sois tropas.
Sois hermanos.
El murmullo fue
corto. Nadie respondió. Solo el eco del río contestó desde más allá de las
murallas.
—Vuestra sangre ha
regado el mundo. Pero aquí —señaló el suelo— aquí la sangre es una sola. El que
levante la voz contra un hermano… se levanta contra mí.
Miró a Hefestión, que
observaba en silencio, con los brazos cruzados. Luego giró hacia los oficiales.
—Quemad los restos.
Que no quede cabeza que hable más que yo.
Cuando se marchó, el
viento alzó la capa manchada de Caronte. Una mosca zumbaba cerca de uno de los
cuellos abiertos.
![]() |
Antípatro, General de Alejandro Magno |
En la sala de mármol
verde, Alejandro revisaba la lista de los veteranos que partían. Hombres
heridos, padres de familia, héroes de Hidaspes y Tiro. Cada nombre pesaba. No
por nostalgia. Por utilidad perdida.
—Macedonia necesita
savia nueva —dijo Hefestión.
—Y necesita alguien
que la seleccione bien —respondió Alejandro.
Las puertas se
abrieron sin anuncio. Antípatro entró con paso firme. Su barba, ya blanca,
contrastaba con los rostros frescos que llenaban el campamento. Era el último
de los viejos leones.
—¿Me has llamado por
mí o por lo que represento? —preguntó sin rodeos.
Alejandro se puso en
pie.
—Por ambas cosas. Los
licenciados regresan a casa. Llévalos contigo. Recluta jóvenes. Fortalece el
corazón de Macedonia.
Antípatro entrecerró
los ojos.
—¿Y qué harás tú
mientras? ¿Vestirás más persas con capas reales?
Hefestión dio un
paso, pero Alejandro alzó la mano.
—Yo construiré algo
que tú no comprendes. Tú cuida lo que dejamos atrás.
—Tu madre no me
quiere cerca de ti —dijo el viejo general—. Hace años que sus cartas me acusan
de deslealtad.
Alejandro se acercó y
colocó la carta sellada en su palma.
—Y aun así, te envío.
Porque la historia no se escribe con miedo.
Antípatro lo observó
un segundo más. Luego giró sin inclinarse.
El viejo se inclinó,
sin respeto, sin miedo. Luego se marchó.
![]() |
Olimpiade, Madre de Alejandro Magno |
Nunca volvió.
Un esclavo dijo
haberlo visto en Pella, entrando al palacio donde residía Olimpiade. Algunos
afirmaron que cenaron juntos. Otros que discutieron a gritos.
Al amanecer, solo
Olimpiade seguía en la casa.
Las puertas estaban
abiertas. Las ánforas intactas. Pero nadie volvió a ver a Antípatro.
Cuando Alejandro
preguntó por él, la reina sonrió sin mostrar los dientes.
—Regresó al polvo del
que salió. Ya no hay sitio para muertos en tus ejércitos.
Alejandro no replicó.
Pero desde ese día, el nombre de Antípatro no volvió a pronunciarse en su
presencia.
![]() |
Hefestión Consejero y Comandante de caballería |
Ecbatana, Otoño del
año 324 a.C.
La primera vez que se
divisaron los muros de Ecbatana, eran manchas oscuras al fondo del valle, entre
colinas violetas. La ciudad los recibió con su aroma a granadas y mármol. Pero
no hubo desfiles. Ni laureles. Ni vino. Solo puertas abiertas y ecos de pasos
antiguos.
Al pie de los montes
Zagros, Ecbatana, también conocida como Hagmatana, fue una de las capitales del
Imperio medo y luego una importante ciudad del Imperio aqueménida (situada en
lo que hoy es Irán occidental)
Alejandro decide usar
Ecbatana como base para reorganizar su ejército y pasar el invierno antes de
llegar a Susa.
Las montañas rodeaban
Ecbatana con un silencio viejo, como si los dioses mismos contuvieran el
aliento. Las hojas rojizas de los arces danzaban entre los patios del palacio,
arrastradas por un viento seco que olía a ceniza y a sangre. Bajo los toldos
púrpura del salón oriental, la música aún resonaba. Flautas, risas apagadas,
pasos sobre mármol. Y sin embargo, el corazón de la ciudad había empezado a
apagarse.
—No responde —murmuró
Glaucias mientras apartaba la sábana empapada que cubría el torso desnudo de
Hefestión—. La fiebre no cede. El pulso... cae con cada hora.
Alejandro lo observó
desde el umbral. No dijo nada. Las antorchas proyectaban sombras largas sobre
su rostro. Tenía el manto suelto, sin broche, y la túnica arrugada bajo la
armadura ceremonial que aún no se había quitado desde los juegos del día
anterior. Su mirada no era de rey, ni de conquistador. Solo quedaba el amigo.
El hermano.
—¿Qué le has dado?
—preguntó al fin, sin levantar la voz.
—Infusión de corteza
negra y vinagre de granado. También mostaza seca para el sudor. Ningún dios ha
querido responder. Ayer comió alimentos solidos tras su mejoría…
Alejandro cruzó la
estancia con pasos lentos. El mármol bajo sus sandalias estaba frío. Se
arrodilló junto al lecho y tomó la mano de Hefestión. Seguía ardiendo. Apretó
los dedos con suavidad, como si al hacerlo pudiera devolverlos al mundo de los
vivos.
—Despierta. No estás
autorizado a irte sin mi permiso —susurró.
Del otro lado de la
cortina, los sirvientes habían dejado de moverse. Nadie respiraba. Las voces
que aún se escuchaban fuera, en los jardines, seguían celebrando sin saber. La
victoria sobre los cármatas. El triunfo del otoño.
—Tu presencia ya no
es necesaria aquí —añadió Alejandro, mirando a Glaucias.
El médico bajó la
cabeza, dejó la bandeja de ungüentos sobre una mesa baja y salió en silencio.
Nadie se atrevió a detenerlo.
Cuando estuvieron
solos, Alejandro posó la frente sobre el pecho de Hefestión. La piel ardía como
la de un hombre que duerme en llamas. Cerró los ojos. Murmuró algo en voz baja,
una plegaria que ni los dioses del Olimpo ni los de Babilonia habían escuchado
jamás.
![]() |
Glaucias, Médico de Hefestión |
Nada funcionó.
A los siete días, el
aliento de Hefestión cesó.
La noticia se
extendió al amanecer. Los heraldos no corrieron. No hizo falta. El rumor caminó
solo, de boca en boca, arrastrando silencio y miedo. Hefestión, compañero del
rey desde los días de la escuela en Mieza, el hombre que marchó junto a él en
el Gran Camino de Asia, yacía muerto.
Los estandartes del
palacio cayeron al suelo. Las guirnaldas de los juegos fueron arrancadas. Nadie
tocó la flauta ni levantó una copa. Solo el eco de las órdenes de Alejandro
rompía el aire como cuchillos.
—Quemad el templo de
Asclepio —ordenó frente al altar del dios médico—. No salvó a mi hermano.
—¿El templo, mi
rey...? —preguntó Calas, con voz insegura.
—No queda nada que
deba honrarse en sus piedras —replicó Alejandro.
Esa misma tarde, las
columnas del templo sagrado ardieron. El fuego subió al cielo como una lengua
roja. Los sacerdotes no hablaron. Nadie lo hizo. La ciudad entera observaba el
humo como se contempla una señal de mal agüero.
Alejandro, que había
dirigido asedios y vencido a imperios, no gritó. Se abalanzó sobre el cuerpo
inerte, con los ojos abiertos como una bestia sin presa. No permitió que nadie
lo tocara. Pasó el día entero allí, abrazado al cadáver, sin comer, sin beber.
Solo al anochecer lo arrancaron de su lado, y él cayó sobre su lecho como un prisionero
derrotado. No habló. No dormía. La fiebre del duelo lo consumía.
![]() |
Kallias, guardia personal de Alejandro y Asesino Tebano |
La noche descendió
sobre Ecbatana como un sudario. Las hogueras ardían más rojas, más bajas, y el
silencio era tan denso como el humo.
Caronte aguardaba junto
a la tienda real. Las antorchas le marcaban los pómulos con luz temblorosa. No
preguntó nada cuando lo hicieron pasar. Dentro, Alejandro estaba solo, sentado
sobre un tapiz sucio, con los pies descalzos y la mirada hundida en el vacío.
—Majestad —dijo el
asesino con la cabeza inclinada.
El rey no alzó los
ojos.
—Glaucias.
—Lo trajeron esta
mañana. Sigue esperando audiencia.
Alejandro arrastró la
mirada hasta la soga que había dejado junto al vino. La sostuvo unos segundos,
luego se la tendió a Caronte, sin palabras.
—Hazlo al anochecer
—dijo al fin—. Que lo vean todos.
Caronte no se inmutó.
—¿Lo colgamos en la
puerta sur?
—Sí —respondió el
rey, con la voz rota—. Junto al pozo. Que los caballos huelan el miedo cuando
pasen.
—¿Motivo?
—Fracaso —susurró
Alejandro.
El silencio volvió a
cerrar la tienda. Caronte dio media vuelta sin esperar más.
—Y Caronte —dijo
Alejandro cuando el asesino ya salía—. No uses soga nueva. No merece la honra.
El asesino tebano
asintió sin decir nada y desapareció entre las sombras. Afuera, los perros ya
aullaban.
Glaucias fue hallado
colgado al amanecer. Nadie preguntó. Nadie lloró por él.
(Cuando Hefestión enfermó posiblemente de fiebre
tifoidea, Glaucias fue el encargado de su tratamiento. Según las crónicas antiguas,
Hefestión mostró signos de mejoría, y Glaucias le permitió comer alimentos
sólidos, lo cual habría agravado la enfermedad y provocado su muerte pocos días
después).
El Luto del León
El campamento olía a
humo apagado y a tierra mojada. Los estandartes imperiales, antes firmes sobre
los mástiles, colgaban como pieles muertas. No quedaban risas ni aclamaciones.
Ni coros de flautas ni vino en las jarras. Solo hombres callados, cubiertos con
capas negras, y el rechinar apagado de cuchillas contra crines.
Alejandro caminó
entre ellos sin hablar. Sostenía una daga curva entre los dedos y, con cada
paso, pasaba la hoja por la crin de un caballo. Uno, otro, otro más. El viento
arrastraba los mechones por la arena, como si las monturas también lloraran.
Ningún soldado osó detenerlo. Ninguno preguntó por qué. Todos lo sabían.
Cuando terminó con el
último animal del destacamento real, se detuvo ante su propia montura. Selene
lo miró, inmóvil, como si hubiera comprendido. Sin ceremonia, Alejandro le
cortó la crin hasta el cuero, luego se llevó la daga al cráneo. Un tajo seco.
Un segundo. Un tercero. La sangre bajó en hilos finos por la frente. Nadie lo
detuvo.
—Nada se celebrará
—dijo en voz alta, sin girarse—. Ni bodas, ni nacimientos, ni victorias.
Dos heraldos bajaron
la mirada. Uno de ellos dejó caer el tubo de bronce que usaba para las
proclamas.
—Fuera músicos. Fuera
luces. Apagad las antorchas del templo.
El edicto viajó como
una sombra. Al anochecer, los patios quedaron vacíos, los santuarios a oscuras,
las calles llenas de ceniza. Un caballo blanco, enjaezado con oro, aguardaba
junto al féretro cerrado de Hefestión. Marcharían hacia Babilonia, pero no por
conquista. No aún. Iban en cortejo.
![]() |
Roxana, Princesa Bactriana y primera esposa de Alejandro Magno |
Esa noche, Roxana
entró en la tienda del rey sin ser anunciada. No llevaba adornos ni corona.
Solo un velo negro sobre los hombros y los ojos secos. Alejandro, de pie frente
al brasero, ni se volvió.
—Vienes a consolarme
—murmuró él.
—Vengo a decirte la
verdad —contestó ella.
Él no respondió. El
fuego ardía consumiendo incienso y mirra. Los pliegues de su túnica colgaban
sucios, rasgados. Había dormido en el suelo tres noches. No quedaba oro en su
figura, solo sombra.
—La fiebre lo mató
—dijo ella.
La daga voló desde la
mesa. Cayó con fuerza contra una vasija, que se hizo añicos.
—Mientes —escupió
Alejandro— le envenenaste.
—No.
Avanzó hacia ella.
Sus pasos pesaban como piedras. La tomó del cuello y la empujó contra el mástil
de la tienda. Roxana no gritó.
—Le envenenaste
—repitió él— me querías solo para ti.
La mujer lo miró. Sin
pestañear. La voz le salió rota, apenas un hilo.
—Estoy en cinta.
La mano del rey
tembló. Se abrió paso entre sus dedos la conciencia de lo que hacía. La soltó.
Roxana cayó de rodillas, jadeando.
Alejandro retrocedió
hasta el trono portátil y se dejó caer. La sombra del fuego le cubría la mitad
del rostro. En los ojos, algo se quebraba por dentro.
—Un hijo —susurró.
Ella no contestó.
Siguió en el suelo, con la mano en la garganta.
—Él debía ver esto. Debía
estar conmigo cuando naciera. Cuando gobernáramos juntos. Cuando todo
terminara.
Se quedó en silencio.
Luego, se incorporó, sin mirar a Roxana.
—Mañana partimos. Que
todo Ecbatana vea cómo camina el cadáver de un dios.
En la oscuridad, el
viento ululó entre las tiendas. Y en ese instante, nació el eco de un presagio
que ninguno supo escuchar.
El dios de Alejandro
Meses después de
Ecbatana, en las arenas del desierto y las sombras de Babilonia...
El desierto se abría
como un horno sin fin. Los hombres caminaban en silencio, con la piel agrietada
y los ojos llenos de polvo. Alejandro marchaba al frente, sin capa, sin sombra,
con la urna de plata vacía entre sus brazos. Ninguno osó mirarla.
El oasis apareció al
amanecer, una grieta entre las dunas, custodiada por columnas de piedra y
serpientes doradas. El santuario de Siwa no rugía, no hablaba, pero esperaba.
Alejandro no pidió
permiso. Atravesó las cortinas del templo y se adentró hasta la cámara del
dios. Allí lo aguardaba el sacerdote: un anciano enjuto, con el rostro cubierto
de ceniza y los labios cosidos por el ayuno. Nadie más entró.
—Habla —ordenó el
rey—. Dime cómo debe ser honrado Hefestión.
El sacerdote inclinó
la cabeza hacia las brasas del altar. Un humo verde brotó de las piedras, y cuando
levantó la mirada, sus ojos eran de cal y negrura.
—Como a un héroe.
Como a un dios.
Las palabras no
salieron de su garganta. El viento las trajo desde algún lugar lejano, como si
hablara el propio Amón. Alejandro no respondió. Se dio media vuelta y salió del
templo con la sentencia tatuada en el pecho.
![]() |
Magos Caldeos |
Alejandro avanzaba
por la llanura con la urna sellada entre sus manos. El oro bruñido reflejaba la
luz del atardecer, pero no brillaba más que sus ojos rojos, donde no quedaba ni
una lágrima. Hefestión viajaba con él, en silencio. No lo dejaría solo hasta
haber cumplido su promesa: un funeral digno de un dios, en el corazón del
mundo. En Babilonia.
La comitiva se movía
como un cortejo fúnebre eterno, entre estandartes bordados y tambores apagados.
Antes de cruzar las puertas del sur, Alejandro se detuvo. Un mensajero traía
noticias de los exploradores: habían rodeado el mar de Hircania, y los Coseos,
montañeses salvajes del norte, aún no enviaban embajada. Alejandro alzó la
vista al firmamento y ordenó lo inevitable:
—Sometedlos. No
quiero rincones libres bajo mi sol.
Mientras el ejército
partía hacia aquellas sierras indomables, liderado por Ptolomeo, él siguió su
camino hacia Babilonia.
A dos jornadas de las
murallas, salieron a su encuentro los magos caldeos. Llevaban túnicas negras,
ceniza en los ojos y la voz cubierta de siglos. Hablaron en lengua antigua y
sus rostros no mostraron miedo, sino advertencia.
—Oh rey de reyes, el
cielo murmura peligro. Si entras por las puertas de Babilonia, algo sagrado se
romperá. El augurio es oscuro.
Alejandro no
parpadeó. Sujetó la urna con más fuerza y caminó entre ellos sin responder.
Sólo al llegar a la cima de la colina, giró el rostro:
—Hefestión debe
entrar por la puerta de los dioses. Que los augurios se inclinen ante él.
Nadie se atrevió a
replicar.
Desde la muralla, la
ciudad de las estrellas esperaba. Los jardines colgaban como los velos de una
novia antigua. Las torres de Babilonia se alzaban hacia el cielo, pero Alejandro
traía algo más alto que ellas: la memoria de su único igual.
Atrás quedaban los
montes, la jungla y los años de gloria. Delante, el altar de su duelo.
Y la muerte,
aguardando paciente en el umbral.
El funeral a un dios
Babilonia despertó
con el luto. Las murallas se cubrieron de paños negros. En las torres no hubo
trompetas ni danzas. Ni siquiera el río cantaba.
En la llanura
central, el ejército formó un círculo perfecto alrededor de la gran pira. El
humo subía recto, sin vacilar. La mirra ardía mezclada con huesos. Nadie habló.
Alejandro observaba
desde lo alto, con la mirada clavada en las llamas. Cuando los huesos se quebraron,
no parpadeó. Cuando el cráneo se partió en dos, tampoco.
—No irá al río —dijo
al fin—. No volverá al barro como los demás.
Ptolomeo se atrevió a
hablar.
—¿Dónde entonces,
señor?
—Bajo el altar. Que
se alce un túmulo de piedra negra. Cien columnas. Que cada rey futuro camine
entre ellas con la cabeza baja.
—¿Y si no lo hacen?
—Entonces no serán
reyes.
La urna de plata fue
sellada con cera y sangre. Alejandro descendió hasta el altar con ella,
mientras el pueblo miraba desde los tejados. Clavó la urna en el centro del
suelo, y cuando se alzó, su túnica blanca estaba cubierta de ceniza.
—Desde hoy, Hefestión
será fuego. Será templo. Será eternidad.
Y así se hizo. La
obra duraría meses. Costaría más que una ciudad entera. Pero nadie discutió.
Nadie preguntó.
Esa noche, Alejandro
durmió sobre la piedra, junto a la urna. No soñó.
Cambiado
Alejandro no volvió a
ser el mismo.
Marchaba por el
campamento sin hablar con nadie, se sentaba frente al fuego sin ver las llamas.
Mandó construir nuevas galeras, exigió informes sobre tribus del sur, preguntó
por tierras más allá del mar. No buscaba gloria. Buscaba algo que pudiera
quemar tanto como el dolor que lo atravesaba.
—¿A dónde vamos
ahora, rey? —preguntó Ptolomeo, un día al amanecer.
Alejandro alzó la
mirada. Sus ojos estaban huecos.
—A donde haya guerra.
Aquel fue el
principio del fin. Lo que murió en Ecbatana no fue solo un hombre. Fue el
corazón del imperio. Y sin corazón, hasta los dioses se derrumban.
El Dolor del Rey
En Babilonia, la
ciudad que una vez perteneciera a Nabucodonosor y luego al Gran Darío,
Alejandro no celebró la victoria. Caminaba entre columnas con los pies
descalzos, vestido de luto, con la barba sin cortar y los ojos huecos.
Hefestión había muerto, y con él, la parte más humana de Alejandro.
—No quiero oro.
Quiero justicia —dijo una mañana, de pie ante su consejo.
Los generales
agacharon la cabeza. Nadie osó contradecirle.
—Lo que Jerjes robó a
Grecia regresará ahora a Grecia. Las estatuas, los templos profanados, los
dioses exiliados… todo volverá. Que los persas aprendan que en mi imperio los
muertos también regresan a casa.
Y así fue. Se
organizaron caravanas y galeras. Las estatuas de mármol, arrancadas siglos
antes de Atenas y de los santuarios del Peloponeso, salieron de las bóvedas de
Susa y Persépolis rumbo a su tierra natal. El pasado robado volvería a caminar
entre los hombres.
Pero Alejandro no
pensaba solo en los muertos.
Desde la sala del
trono, en una noche sin viento, trazó con su propio dedo sobre un mapa de
papiro:
—Quiero una flota. No
mercantes. Naves de guerra. Grandes. Suficientes para dominar el mar Eritreo.
(Se refería al actual
Golfo Pérsico, aunque los cartógrafos lo llamaban de mil formas: mar de los
Persas, mar del Sol, mar Inferior. Para Alejandro, sería el primer paso hacia
Arabia, y más allá.)
—Los Coseos —añadió
con voz ronca—. No enviaron embajada. No honraron a Hefestión. Que su error les
cueste fuego y sangre.
A la mañana
siguiente, los ingenieros ya trabajaban sobre los troncos húmedos que bajaban
desde las colinas. En las dársenas de Babilonia, las primeras naves comenzaron
a alzarse como monstruos dormidos, con mascarones tallados en forma de león y
casco de ciprés.
La ciudad vibraba con
tambores fúnebres y martillos de guerra. Alejandro, aún de luto, preparaba su
última campaña. Su mirada ardía, no por la conquista, sino por el vacío que le
dejaba el único hombre que había amado sin condiciones.
El mundo seguiría temblando
bajo su sombra.
Pero él ya no temía a
la muerte. Porque la había probado por dentro.
El Último Crepúsculo
Babilonia ardía en
celebraciones. Bajo las columnas pintadas de azul, diez mil macedonios tomaron
de la mano a diez mil mujeres persas; el murmullo de lenguas mezcladas cubría
los jardines colgantes como un canto nuevo. Se acuñaron monedas con un rostro
doble—griego y aqueménida—y la ciudad se proclamó capital de un mundo donde el
sol no se ponía.
En la sala del
banquete, Alejandro alzó la copa turquesa. Las cicatrices plateadas que
cruzaban su torso brillaban a la luz de las lámparas. Diez heridas lo
acompañaban, recuerdo de Gránico, Tiro, el Indo… pero el rey sonreía: hablaba
de Arabia, de naves fenicias que surcarían mares aún sin nombre.
Entonces, una punzada
detrás de los ojos; un sudor frío le nubló la voz. Se llevó la mano al pecho.
Nadie lo vio vacilar, solo Ptolomeo. El vino se tiñó de un temblor funesto.
Alejandro se retiró entre vítores que no presagiaban nada.
Las fiebres lo
atraparon como un enemigo invisible.
El Vaso de Dionisio
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Dionisio, dios del vino |
El cuerpo de
Alejandro ardía bajo los lienzos empapados en vinagre. El sudor le empapaba el
pecho y sus labios murmuraban nombres sin sentido. Calíope, sacerdotisa de
Dionisio y herborista de secretos antiguos, enviada por Olimpiade, la madre de Alejandro, para ayudar con sus augurios a su hijo. Se inclinó sobre él sin apartar la
mirada de sus ojos velados. Algo no encajaba. Esa fiebre no era de este mundo.
—Esto no es paludismo
—susurró, tocando la frente del rey—. Hay manos envenenadas en tu vino, hijo de
Zeus.
Esperó a estar sola.
En su tienda de lino oscuro, encendió una lámpara de aceite perfumado y
extendió sobre la mesa todas las raíces, sales y resinas que conocía. Separó
los compuestos comunes de la farmacopea egipcia y macedonia. Luego, en un
cuenco de plata grabado con racimos de uva, vertió gotas de vino consagrado,
savia negra y un polvo escarlata traído de la India, cuyo nombre ni los
escribas se atrevían a registrar.
—Dionisio, padre de
la locura, abre mis ojos —murmuró, dejando caer unas ramas de alluda seca—. Que
la verdad hierva en el veneno.
Una liebre joven,
blanca como el mármol, temblaba en una jaula de caña. Calíope tomó una caña
hueca, la llenó con el antídoto oscuro y se lo vertió por la garganta. El
animal arqueó el lomo, gimió. Un instante de silencio... Luego los ojos le
estallaron en un chorro de sangre y el cuerpo se sacudió espasmódico antes de
vomitar una bilis espesa, negra como brea. Murió a los pies del altar.
Calíope dio un paso
atrás. Se limpió las manos con vinagre y miró el cuenco con desdén.
—Parece que esto no
cura...
![]() |
Dionisio, dios del Éxtasis |
La tienda estaba
sellada con telas negras embebidas en humo de mirra y brea. Nadie podía entrar
sin ofrenda de sangre.
Calíope no sabía si
Alejandro había sido envenenado. Ni cuándo. Ni por quién. Solo sabía que había
palidez en sus labios, fuego en sus sueños y frío en su estómago. Y no podía
esperar.
—Si el veneno existe,
—murmuró— lo devoraré antes de que lo haga él.
Sobre una mesa de
bronce fundido, desplegó sus elementos: raíces de eléboro negro, fragmentos de
hígado de lince, tierra del Oráculo de Dodona, polvo de meteorito, leche de
loba y vino de arbusto de cinamomo destilado en plata.
Pero no bastaba. Eso
era medicina. Lo que necesitaba era "magia".
Calíope invocó a
Dionisio, su “agrios theos”, el dios embriagado de muerte y renacer. Encendió
las antorchas de resina con fuego de hueso, y los hombres del thiasos danzaron
a su alrededor, envueltos en pieles de ciervo y vino derramado. Uno a uno,
golpeaban el suelo con zuecos de madera y gritaban su nombre:
—¡Iakchos! ¡Iakchos!
¡Dionysos!
En el centro del
círculo, un joven fue conducido como cabra al altar. No ofrecieron una víctima
cualquiera: fue un escita, un prisionero al que habían embriagado tres días con
néctar mezclado con mandrágora. Rió cuando lo degollaron. Rió hasta que no pudo
más.
Calíope recogió la
sangre en una crátera consagrada. En ella mezcló el vino sagrado, las resinas,
los metales, el veneno de víbora común, lágrimas de mercurio y una gota del
sudor de Alejandro, recogido durante la fiebre.
El líquido
chisporroteó. Cambió de color. Olía a viña quemada y a flores podridas.
—Este no es un
antídoto para un veneno —dijo—.
—Es un escudo contra
todos.
Al enfriarse, el
brebaje quedó negro y opaco, denso como tinta. Solo debía tomarse una vez. Si
había veneno, lo absorbería. Si no lo había, alteraría el cuerpo, lo volvería
"otro", inmune a futuros venenos... pero no sin precio.
—Algunos pierden el
habla. Otros se despiertan diferentes.
—Pero viven.
Esa misma noche, lo introdujo en una copa de ónice y se la ofreció a Alejandro, dormido, febril, a medio camino entre este mundo y el siguiente.
¿Qué contiene este mega-antídoto?
Una mezcla simbiótica
de ciencia, brujería y locura:
- Venenos diluidos
(como el de víbora, eléboro y acónito) para generar respuesta inmunitaria.
- Metales rituales
(polvo de meteorito y plata) para enlazar toxinas.
- Componentes
animales (leche de loba, hígado de lince) como “contravenenos naturales”.
- Magia orgiástica:
sangre humana embriagada, danza extática, invocación dionisíaca.
- Sudor del propio
Alejandro: para que el antídoto sea "personal", vinculado a su
esencia.
![]() |
Dionisio, dios del Teatro |
El sudor empapaba las
sábanas. Alejandro, con los labios resquebrajados y los ojos perdidos en el
techo de mármol, apenas podía moverse. El aire en la sala olía a resina, aceite
y enfermedad. A su alrededor, los generales aguardaban en un silencio espeso.
Calas rompió la fila
de hombres armados y alzó la voz:
—Abrid paso. Vamos a
salvarle.
Le seguían Demetrio,
con su pierna de madera y metal, y Hegéloco, rostro endurecido por las noches
sin sueño. Entre ellos caminaba Calíope, cubierta por una capa de lino oscuro,
encapuchada, los dedos aferrados a un cáliz humeante.
Ptolomeo, erguido al
pie del lecho real, levantó la mano.
—¿Qué hacéis aquí?
Nadie os ha llamado.
—Alejandro no tiene
tiempo —contestó Calas—. Dejadnos trabajar.
—Tú no das órdenes
aquí —escupió Ptolomeo— ¡Fuera!
El ambiente se cargó.
Hegéloco dio un paso adelante, pero Calíope lo detuvo con un gesto. Con la otra
mano se retiró la capucha. Su rostro, pálido y sereno, contrastaba con el
fulgor oscuro de sus ojos.
—Si no le permitís
beber esto —alzó el cáliz—, su muerte será vuestra. Todos lo verán. Todos lo recordarán.
Las palabras quedaron
flotando. Nadie respondió. Ninguno se atrevió a cruzar esa línea.
Calíope caminó hasta
el lecho. Se arrodilló a un lado del rey y le sostuvo la cabeza. Alejandro
entreabrió los labios y ella acercó la copa. El líquido era espeso, negro, con
vetas rojas que burbujeaban. Un olor ácido invadió la estancia.
Alejandro bebió.
Uno de los oficiales
carraspeó. Otro tocó el pomo de su espada.
—Tranquilos —dijo
Calas, sin girarse.
El rey tragó. Cerró
los ojos. Su garganta se estremeció, pero no convulsionó. La copa quedó vacía.
—¿Y ahora? —preguntó
Ptolomeo.
Calíope no respondió.
Acarició el cabello húmedo del rey y luego se puso en pie.
—Ahora, esperad.
Demetrio miró a su
hermano. Calas no quitaba los ojos de Alejandro. Hegéloco miró de reojo a los
centinelas.
Fuera, la tarde moría
lenta sobre Babilonia. Dentro, el tiempo se detuvo. Nadie hablaba. Nadie se
atrevía a moverse.
El cáliz vacío tembló
un instante sobre el suelo de piedra.
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Sarcófago de Alejandro Magno |
Primer día: sudor
leve, voz firme, órdenes dictadas desde el lecho.
Tercer día: temblor,
visión doble, marcas de malaria o veneno, los médicos discutían.
Quinto día: el pulso
se ralentizó; el ejército exigió verlo. Los guardias intentaron cerrar las
puertas, pero la muchedumbre se abría paso en llanto y confusión.
Séptimo día: los
oficiales, Ptolomeo, Seleuco, Perdicas, rodearon el lecho perfumado con resina;
ninguno se atrevió a pronunciar la pregunta que ya pesaba en sus ojos.
Ptolomeo se inclinó,
acercó la lámpara y susurró:
—El imperio necesita
tu voz. Dinos a quién dejas tu manto.
Alejandro, con los
labios cuarteados, no respondió. Miró la corona vacía sobre la mesa y, apenas
audible, murmuró:
—“Al más fuerte.”
Después, pidió que
acercaran a sus soldados. Uno a uno, los veteranos desfilaron; algunos creyeron
verlo sonreír, otros juraron que sus ojos ya estaban velados. Cuando el último
hoplita salió, el rey de treinta y dos años cerró los párpados. El noveno día,
la fiebre apagó la llama.
El rugido del duelo
recorrió el campamento. Olimpiade lloró en Pella; Sisigambis, madre de Darío,
se dejó morir en Susa. Nadie había conocido un nombre que encendiera tantos
corazones, y nadie supo qué hacer sin él.
En la cámara
mortuoria, Ptolomeo dejó caer un manto púrpura sobre el cuerpo embalsamado. Su
mirada se posó en la puerta, donde los demás generales discutían ya sobre
tronos futuros. Perdicas exigía el anillo de sello; Cassandro desenfundaba
ambiciones; Antígono calculaba rutas hacia Frigia. Todos temían lo mismo: que
el imperio se quebrase bajo su propio peso.
—Llevad su cuerpo a
Egipto —susurró Ptolomeo a sus capitanes—. Su gloria me abrirá las puertas del
Nilo.
Así comenzó el
cortejo dorado: un sarcófago de oro macedonio y marfil persa, arrastrado por
sesenta mulas reales, rumbo a un destino que cambiaría de manos tantas veces
como ciudades fundó el difunto. La corona se quedó en Babilonia, vacía,
presidiendo los consejos de guerra como si el fantasma del rey dictara aún su
voluntad.
¿Seré yo el más fuerte?
Al caer la noche,
Ptolomeo subió a la muralla oriental. Miró el río brillar bajo la luna y
recordó la primera carga en Queronea, cuando eran solo muchachos con sueños
imposibles. Bajo él, las antorchas del imperio se dividían ya en cuatro
caminos.
—No habrá otro igual
—murmuró.
El viento del
desierto trajo un eco de cascos lejanos y, por un instante, pareció que la voz
de Alejandro aún guiaba la marcha. Pero era solo la historia encendiendo su
propia leyenda, mientras las estrellas se inclinaban sobre el cadáver de un
hombre que había creído ser hijo de Zeus y había hecho al mundo dudar de no
serlo.
En ese último
crepúsculo, Oriente y Occidente permanecieron hermanados apenas por un cadáver
y por la promesa de cuarenta años de guerras. Aun así, en cada rey que alzó la
espada, en cada general que soñó con la gloria, latía la misma pregunta:
“¿Seré yo el más
fuerte?”
En los siglos que
siguieron a su muerte, la figura de Alejandro Magno creció como un mito, y su
final, repentino, envuelto en sombras y rumores, alimentó más leyendas que
certezas. Hoy, casi dos milenios y medio después, los historiadores siguen
debatiendo lo que ocurrió en los últimos días del conquistador. Su cuerpo,
conservado durante semanas sin mostrar señales de descomposición, ha hecho
sospechar que su alma partió mucho antes de que su carne dejara de latir.
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Dionisio, dios de la Fertilidad |
Las ruedas crujieron
sobre la arena seca con un sonido hueco, lento, como un tambor fúnebre. El
sarcófago brillaba bajo el sol de Babilonia, más oro que carne, más mito que
hombre. Sesenta y cuatro mulas arrastraban aquel coloso dorado entre columnas
desmoronadas, bajo arcos tapizados de laureles negros. Los soldados caminaban
en silencio. No portaban estandartes. Solo lanzas invertidas y el polvo del
mundo.
Calíope avanzaba
junto al carro. No vestía de blanco. Llevaba una túnica púrpura, ribeteada en
hiedra, como en los días de las bacanales. En la mano, un tirso sin guirnaldas.
El dios que representaba ya no celebraba victorias. Hablaba con los muertos.
—Alejandro ha dejado
de ser rey —dijo—. Ahora pertenece al otro lado.
Moira, cubierta por
un velo oscuro, no levantó la vista.
—No al otro lado. A
muchos. Cada uno lo tomará para sí. La leyenda no será suya.
—¿Y el cuerpo?
—El cuerpo arderá si
lo dejamos —dijo Calas—. O lo robarán.
—Por eso irá a Egipto
—intervino Demetrio, apoyado en su lanza—. Ptolomeo ya ha movido tropas. Querrá
el cuerpo. Y el símbolo.
Calas giró el rostro
hacia el sarcófago.
—No pensaban
enterrarlo en Alejandría. No al principio.
—Macedonia no basta
para un dios —murmuró Calíope—. Ni su madre lo aceptó.
Las mulas se
detuvieron junto a la gran nave. El río les aguardaba. Dos trirremes negras,
decoradas con esfinges, llevaban semanas listas. El general Perdiccas dio la
orden sin palabras. Los marineros colocaron rampas, y la mole dorada comenzó a
subir.
El viento soplaba
desde el este. Moira alzó la cabeza.
—¿Lo oís?
Hegéloco frunció el
ceño.
—¿Qué?
—Los nombres. Vienen
con el viento. Aníbal. César. Napoleón. Ninguno ha nacido aún, y ya lo
recuerdan.
Durante dos años, no
hubo más prioridad. Se trazaron planos, se fundieron estatuas, se vaciaron
cámaras del tesoro. La tumba debía elevarse más alta que cualquier templo, más
sólida que las pirámides. El mármol llegó desde la isla de Paros, las columnas
desde Jonia, el oro desde las minas de Asia.
—Doscientas imágenes
del rey —exigió Calas a los escultores—. Cada una distinta. Cada una verdadera.
—Nadie sabe cómo era
realmente —respondió uno de ellos.
—Nadie lo sabrá
nunca. Por eso deben creer que lo sabéis.
![]() |
Dionisio, dios de las Fiestas |
—Un dios entre dioses
—dijo, mientras mojaba el pincel.
El sepulcro se alzó
como una ciudad. Las puertas de bronce eran tan altas como las torres del
palacio real. Sobre el frontón, las palabras talladas no hablaban de imperios,
ni de conquistas. Solo una frase:
"Lo que no puede
morir no pertenece al tiempo."
Calíope se acercó al
muro del santuario, donde la piedra todavía conservaba la humedad del amanecer.
Desenfundó la pequeña cuchilla de hueso que colgaba de su cuello y, sin pedir
permiso a nadie, comenzó a trazar líneas con la punta manchada de sangre y resina
negra. No hablaba. No temblaba.
La figura de
Alejandro yacía en el centro, rodeado por llamas rituales y una corona de
serpientes. A su alrededor, como sombras esculpidas en el granito, talló los
rostros de aquellos que siempre estuvieron con él: Hefestión, Ptolomeo,
Calístenes, Filotas, Parmenión, Tito Clito, Calas... Pero detrás, casi velados,
surgieron otras figuras.
Ojos afilados.
Sonrisas que no eran humanas. Capas oscuras sin broche. Pieles sin edad.
—Los vástagos
—susurró Calíope, sin dejar de dibujar—. Hijos del hambre eterna. Siempre han
estado aquí.
Nadie se atrevió a
interrumpirla. Hefestión observaba en silencio. Calas frunció el ceño.
—¿Qué pintas ahí?
—musitó Hegéloco, sin apartar la mano de su lanza.
—La verdad que no se
cuenta. Los que aconsejaban en la penumbra, los que ofrecieron dones que ningún
dios reconocería. Vampiros de Jerusalén. Vigilaban desde los márgenes del
mundo. dormidos desde sus tumbas. Cuando el mundo ardió, se acercaron más.
La hoja rasgó la
piedra con suavidad ritual. Entre los rostros familiares se dibujaron los de
los heraldos oscuros, siempre en segundo plano. Eran figuras antiguas,
ambiguas, con pupilas dilatadas y manos largas. Observaban. Escuchaban. A veces
guiaban.
—¿Nos protegieron?
—preguntó Calas.
—No. Solo observaron.
Hasta que vieron en él una llama digna de su recuerdo.
Calíope limpió la
cuchilla y guardó silencio. La piedra hablaba ahora por sí sola. Y los rostros
de los vástagos seguían ahí, vigilando desde las sombras del tiempo.
Cuando todo estuvo
terminado, volvieron a atar la urna a su carruaje. Las mulas habían sido
reemplazadas. Las otras murieron por el esfuerzo o el miedo. Cuarenta soldados
armados hasta los dientes escoltaban la procesión. Al llegar a Alejandría, el
cielo se volvió gris. Nadie habló del presagio.
La tumba fue colocada
en el centro del complejo. Se sellaron las puertas con una mezcla de sal y
plomo. Se encendieron mil lámparas. Los Ptolomeos juraron guardarla. Nadie más
entró.
Años después, la
tumba desapareció.
Demetrio y Hegéloco
la buscaron hasta su vejez. Calíope dijo haberla visto en un sueño. Moira
guardó silencio.
—¿Dónde está?
—preguntó Calas una noche, bajo el cielo sin estrellas.
Calíope lo miró, sin
sonrisa.
—Donde nadie puede
encontrarla. Donde aún respira.
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Calíope, Sacerdotisa de Dionisio |
Los mapas colgaban
rasgados en la tienda. El viento de Babilonia los agitaba con furia. Los bordes
quemados, los nombres escritos con sangre. Desde el Indo hasta el Nilo, el
mundo había llevado un solo nombre. Ahora, cada general reclamaba un pedazo.
Calas trazó una línea
con el cuchillo sobre la piel curtida.
—Aquí. Antígono ya
mueve hombres desde Frigia. Y Lisímaco toma ciudades en Tracia. Solo uno de
ellos acabará con cabeza sobre los hombros.
Demetrio entró, con
la capa polvorienta y el sonido de su pierna autómata.
—Se han matado entre
hermanos en Susa. El río lleva cadáveres.
—¿Y los nuestros?
—Esperan. No por
lealtad. Por oro.
Calíope alzó los ojos
de los huesos que revolvía sobre el altar. Tenía la frente manchada de vino
seco.
—El imperio ha
muerto. Lo sabéis, ¿verdad?
Calas guardó el
cuchillo.
—El imperio no es una
idea. Era él. Y está enterrado.
—No enterrado.
Dividido —dijo Hegéloco desde la entrada—. ¿Y si alguien intenta juntar los
pedazos?
—Harán falta dioses
para eso —susurró Moira.
Se hizo un silencio.
Solo el murmullo de las telas.
Moira se acercó a la
mesa. Desenrolló un paño. Dentro había una pequeña figura de marfil: Alejandro
sobre Selene, lanza en alto. Sin corona. Sin divinidad. Solo carne y caballo.
—Esto estaba en la
tumba de Calístenes. Lo escondió antes de morir. "Guarda la última
verdad", me dijo.
Calíope se inclinó
sobre la figura. Tocó el marfil con la yema de los dedos.
—Lo vi en sueños. No
como rey. No como dios. Sino como un muchacho que corre por las colinas de
Pela, con los pies descalzos y un perro detrás. Antes de la sangre. Antes de
Amón.
Demetrio miró el
cielo oscuro a través del hueco de la lona.
—¿Qué haremos ahora?
Calas recogió los
mapas. Los arrojó al brasero. Las llamas devoraron fronteras.
—Lo que él no pudo.
Sobrevivir.
Al día siguiente, los
muros de Babilonia se cubrieron de lanzas clavadas. Cada lanza sostenía una
cabeza. No había enemigos en ellas, sino compañeros.
Los soldados miraban
sin hablar. No preguntaban. Sabían que habían cruzado un umbral. Ya no seguían
a un rey. Seguían a sombras.
En la plaza del viejo
templo, Calíope derramó vino en el suelo. El licor se volvió negro al tocar la
piedra.
—La época de los
héroes ha terminado.
—No —corrigió Moira—.
Solo han cambiado de rostro.
Calas no respondió.
Se alejó por la avenida sin estandartes. Las sandalias golpeaban las losas como
un tambor de guerra. A ambos lados a un paso tras él, sus fieles hermanos guardianes,
Demetrio y Hegéloco.
Una semana más tarde,
en Egipto, Ptolomeo hizo abrir una cripta secreta bajo el templo de Serapis.
Mandó colocar en ella un sarcófago idéntico al de Alejandro. Dentro, un cuerpo
sin rostro. Cubierto de oro. Rodeado de mentiras.
—Ahora sí lo poseo
—dijo.
Pero el verdadero
cuerpo ya no estaba allí.
Y nadie supo jamás a
dónde lo llevaron.
El Silencio de
Anfípolis
El caballo se negó a
avanzar. Rechazó la brida, golpeó el barro con los cascos y giró en redondo.
Los soldados que escoltaban el carruaje retrocedieron. El aire olía a tormenta
y a traición.
—No quiere pasar
—dijo Hegéloco.
—Ningún animal cuerdo
cruzaría este bosque —contestó Demetrio, con la mano ya en la empuñadura.
Calas descendió del
lomo. Se agachó junto al barro. Sus dedos tocaron algo firme bajo la tierra. Un
adoquín roto, cubierto de líquenes.
—Anfípolis —murmuró.
Calíope bajó del
carro. Vestía de negro. Bajo la túnica, llevaba amuletos de bronce y una rama
de hiedra seca. Se acercó al borde del claro, sin apartar la vista de los
árboles. El viento agitaba las hojas como si susurraran algo antiguo.
—Aquí la enterraron
—dijo Moira, que la seguía con los ojos—. Lo vi hace años, en los charcos del
templo. Una mujer sola, abrazada a un niño muerto, alejandro IV, hijo de Roxana
y Alejandro Magno, heredero al trono.
—¿Roxana? —preguntó
Demetrio.
—No murió de fiebre
—respondió Calas—. Casandro lo mandó. Lo hizo en silencio, sin proclamas, sin
juicio. Nadie lloró.
—Yo sí —susurró
Calíope.
El claro se abrió
ante ellos. Había un túmulo bajo los robles, cubierto por hierba salvaje. No
tenía inscripciones. Solo piedras blancas colocadas en círculo.
—Nadie vino a
reclamar los cuerpos —dijo Hegéloco—. Nadie buscó venganza.
—Porque no eran solo
cuerpos —dijo Moira—. Eran promesas rotas. Y a nadie le interesa recordar lo
que ya no puede cumplirse.
Calíope se arrodilló
frente al túmulo. Abrió una pequeña bolsa de cuero y sacó un colgante de oro.
Tenía la forma de una estrella de ocho puntas.
—Esto estaba en las
cámaras de Susa. Pertenecía a Estatira —dijo—. Roxana la mató para proteger lo
suyo. Pero ahora...
Cavó con las manos.
Hizo un hueco entre las raíces. Dejó el colgante dentro.
—Que descansen
juntas. Ya no hay imperio que las separe.
Una voz emergió del
bosque. Fina, como un canto antiguo.
—No están solas.
Los cinco se giraron.
Entre los árboles apareció una anciana cubierta de ceniza. Tenía los ojos
opacos. En una mano sostenía un bastón de madera negra, en la otra, un pequeño
cuchillo manchado.
—Yo las cuidé —dijo—.
Las vi morir. Y las escondí donde ningún general vendría a mirar.
—¿Quién eres?
—preguntó Calas.
—La que barre los
huesos. Nadie más.
El cielo crujió. Un
rayo partió un árbol en la distancia. La mujer desapareció entre ramas, sin
dejar huella.
Demetrio rompió el
silencio.
—¿Qué hacemos ahora?
—Ya lo hemos hecho
—dijo Calíope—. El linaje de Alejandro terminó aquí. Pero no su sombra.
Calas miró el túmulo
por última vez.
—¿Y si aún queda un
heredero? ¿Y si alguien lo oculta?
—Entonces será mejor
que no lo encuentren —dijo Moira—. No en este mundo podrido de traidores.
Las nubes cubrieron
la luna. En la oscuridad, el túmulo pareció moverse.
O quizás fue solo el
recuerdo.
![]() |
Moira, Viuda de Calístenes |
El rumor los había
llevado hasta Alejandría, aunque nadie en su sano juicio seguía voces que
salían de una tumba sellada. Nadie, salvo Calíope.
—No está en la cripta
real —dijo ella al cruzar el umbral del templo de Serapis—. Ese cuerpo no
duerme donde creen que duerme.
Los guardias del
templo los dejaron pasar tras ver el sello real de Olimpiade en el brazalete de
Calas. A cada paso, los mosaicos del suelo crujían como cáscaras viejas. El
aire apestaba a sal, polvo y promesas rotas.
—¿Qué buscamos,
exactamente? —preguntó Hegéloco con el ceño fruncido.
—Un vacío —respondió
Calas—. Y dentro del vacío, un cuerpo que cambió el mundo.
—O lo que quede de él
—dijo Demetrio ajustándose su pierna animada de madera, metal y cuero.
Moira se detuvo
frente a una estatua de Isis. Su mirada quedó fija en el altar ennegrecido por
el humo de los años.
—La leyenda no mentirá —dijo al fin—. Cleopatra robará el oro. Pero no profanará el cuerpo. Esconderá el sarcófago.
—¿Dónde? —preguntó
Calas.
Moira alzó una mano
hacia una trampilla disimulada tras la escultura. Demetrio la abrió. Un aire
denso, antiguo, escapó de las entrañas del templo.
Descendieron en
silencio.
Las antorchas apenas
rompían la oscuridad. Al fondo del pasillo, una sala circular contenía un
sarcófago colosal, cubierto de polvo y telarañas. No tenía nombre grabado, solo
el símbolo de Amón-Ra, desgastado por el tiempo.
—No es de Alejandro
—murmuró Hegéloco.
—No —dijo Calíope—.
Es el de un faraón. Pero lo usaron para esconder lo que no debía arder.
Calas apoyó la mano
sobre la tapa. Una vibración leve, apenas perceptible, recorrió la piedra.
—Está aquí —dijo—.
Puedo sentirlo.
—¿Y qué harás si lo
abres? —preguntó Moira—. ¿Reclamar su poder? ¿Exigir su herencia?
—Quiero ver su rostro
—respondió Calas sin mirarla.
Demetrio y Hegéloco
empujaron la tapa. El sonido de la piedra al rozar la piedra rasgó el silencio
como un grito.
Dentro, un cuerpo
yacía envuelto en vendas. El rostro, cubierto por una máscara de oro macizo,
mostraba ojos cerrados, mandíbula firme. Una cicatriz cruzaba la mejilla
izquierda. No parecía dormido. Parecía acechando.
—¿Está... intacto?
—susurró Demetrio.
—No envejeció —dijo
Moira—. Quizá el tiempo no le toca. O quizá lo espera.
—Napoleón lo buscó
—dijo Calíope—. Y otros antes que él. Algunos afirman que lo llevaron a
Venecia, bajo San Marcos. Yo lo vi aquí, en sueños, envuelto en oro, bajo el
símbolo del sol.
—¿Lo movieron?
—preguntó Calas.
—O hay más de un cuerpo
—murmuró Moira—. O más de un Alejandro.
Hegéloco dio un paso
atrás.
—Esto no es una
tumba. Es un santuario.
—No —dijo Calíope,
con los ojos fijos en la máscara—. Es una trampa.
Una corriente helada
atravesó la sala. Las antorchas parpadearon.
La máscara giró
levemente. Solo un gesto. Pero no había viento. Ni manos que la movieran.
—¡Atrás! —gritó
Demetrio.
La piedra tembló bajo
sus pies. Desde las paredes, comenzaron a brotar símbolos tallados, líneas de
escritura que no habían estado allí un momento antes.
—Sellado por un pacto
—leyó Calas—. Que nadie despierte al que duerme con los ojos del fuego.
—Ya no duerme —dijo
Moira.
—¿Y si no es
Alejandro? —preguntó Hegéloco.
—¿Y si lo es?
—replicó Calíope.
Desde el fondo del
sarcófago, algo brilló. Un fragmento de estrella. Una luz que no debía existir.
Calas estiró la mano.
—¡No lo toques!
—gritó Moira.
Demasiado tarde.
El oro se agrietó. Un
sonido metálico llenó la sala. No venía del sarcófago, sino de los muros. Como
si algo los rodeara desde fuera.
—Nos han encontrado
—dijo Calíope.
—¿Quién? —preguntó
Demetrio.
Ella no respondió.
Las antorchas se
apagaron a la vez.
Negro.
Silencio.
Algo despertó.
![]() |
Biblioteca de Alejandría |
Las antorchas no
ardían. No quedaba luz, pero algo se movía dentro de la oscuridad. Un roce de
vendas. Un susurro bajo la piedra.
—¿Estáis aquí?
—susurró Calas.
No recibió respuesta.
Una llama azulada se
encendió en el pecho del cuerpo. No era fuego, sino una luz densa, líquida, que
se filtraba entre las vendas del cadáver. Cada pulso iluminaba las paredes con
sombras imposibles. Las escrituras del sarcófago ardieron con esa luz, como si
un dios respirara entre las grietas.
—¡Retrocede! —gritó
Moira.
Demetrio ya apuntaba
con la lanza. Su brazo temblaba.
—¿Qué es eso?
—preguntó Hegéloco.
—No es un cuerpo
—respondió Calíope—. Es un vínculo.
La máscara de oro se
agrietó desde dentro. Un gemido profundo se alzó, no con voz humana, sino con
un eco que parecía arrastrar siglos enteros. Las vendas se despegaron por sí
solas. Primero un brazo, luego un hombro. El pecho comenzó a moverse.
Respiraba.
—No... —murmuró
Calas—. No puede ser...
Los ojos del cadáver
se abrieron. No eran humanos. No tenían iris ni blanco, solo un resplandor
dorado como el de una forja encendida. Cuando se incorporó, el sarcófago crujió
bajo su peso.
—¿Quién... me llama?
—la voz no provenía de su garganta, sino del aire.
Calíope cayó de
rodillas.
—Señor de Asia,
heredero de Zeus, amado por Amón... —dijo con la cabeza inclinada—. Hemos
venido para conocerte. Y advertirte.
—No soñé la muerte
—dijo la figura, mientras se alzaba por completo.
El cuerpo conservaba
cada músculo, cada rasgo intacto. Pero el tiempo no lo había tocado porque no
era tiempo lo que lo sostenía. Era algo más antiguo.
—Fuiste traicionado
—dijo Moira—. Envenenado en Babilonia.
—Todos lo fuimos
—dijo él—. Pero yo... no terminé.
Extendió el brazo. Su
mano tembló, como si el mundo dudara si obedecerlo. Las piedras del santuario
vibraron.
—¡Detén esto! —gritó
Calas—. ¡No eres un dios!
—Tampoco soy un
hombre.
Una ráfaga de luz
brotó desde su espalda. No eran alas, sino algo más vasto: una sombra en forma
de imperio, un recuerdo vivo del poder que había sido suyo. El eco de ejércitos
marchando. El estruendo de ciudades fundadas. Un rugido de nombres olvidados.
—Volverán a oír mi
nombre —dijo Alejandro.
—¿Volverás a
conquistar? —preguntó Calíope.
—No. Esta vez vendrán
a mí.
Los muros se
abrieron. El santuario tembló como una criatura despierta. La ciudad entera de
Alejandría pareció sentirlo. En las calles, los perros aullaron. En el puerto,
las aguas se alzaron sin luna. Las estatuas cayeron sin que nadie las tocara.
—¿Qué eres ahora?
—preguntó Moira.
Él la miró con ojos
que no pestañeaban.
—Soy lo que ocurre
cuando los dioses abandonan el cielo... y dejan un trono vacío.
Los ojos de Calíope
se llenaron de lágrimas.
—Eres el heredero del
mundo.
—Soy el mundo —dijo
él—. Y acabo de despertar.
Un estruendo rasgó el
techo del templo. La piedra se abrió al firmamento, pero no al cielo habitual.
En lo alto, las estrellas se arremolinaban en espiral, como si hubieran girado
sobre un solo punto: él.
Entonces habló una
última vez:
—Venid. O huid. Da lo
mismo. Todo vuelve a mí.
Y con esa palabra, el
suelo se quebró. La luz lo devoró.
![]() |
Alejandro Magno hecho Dios |
Las hipótesis
médicas: entre la fiebre y la sangre
Algunos
investigadores apuntan con decisión hacia la malaria, una de las enfermedades
endémicas del valle del Éufrates. Los síntomas registrados en las crónicas
—fiebres intermitentes, sudoración excesiva, debilidad progresiva— encajan con
la forma más grave de esta enfermedad, posiblemente provocada por el Plasmodium
falciparum. Alejandro, agotado tras años de campaña, debilitado física y
emocionalmente tras la muerte de Hefestión, y con heridas que no llegaron a
sanar del todo, pudo haber sucumbido con rapidez ante un enemigo microscópico
al que no podía aplastar con su ejército.
Otros expertos
contemporáneos han planteado una teoría más moderna: leucemia aguda. Esta
explicación se basa en su debilitamiento progresivo, la fiebre sin foco
infeccioso claro y la aparente inmunosupresión que sufrió. De ser cierta,
significaría que la muerte de Alejandro no fue provocada por el enemigo, ni por
los dioses, ni por veneno… sino por la silenciosa traición de su propia sangre.
Pero la hipótesis más
perturbadora… es la más humana
Hoy, sin embargo, la
mayoría de los investigadores y expertos en historia antigua coinciden en una
sospecha creciente y firme: Alejandro no murió por enfermedad, sino por la mano
de otros hombres.
Una conjura, un
complot silencioso, cuidadosamente orquestado por quienes vivían en su sombra.
Porque la sombra de Alejandro no se proyectaba, aplastaba. Ya no era el joven
prometedor de Macedonia, sino un dios viviente, una figura que fundía culturas,
derribaba imperios y hablaba con oráculos. A su paso, desaparecían las
jerarquías, se resquebrajaban las tradiciones. Había que detenerlo. Y ¿qué
mejor que hacerlo cuando ya no quedaban amigos leales como Clito o Hefestión
para protegerlo?
Los candidatos al
complot son numerosos:
Cassandro, hijo de
Antípatro, enemigo declarado de las políticas orientalizantes del rey.
Antípatro mismo, a
quien Alejandro había amenazado con despojar de su poder en Grecia.
Iolao, copero del rey
e hijo de Antípatro, quien pudo haber envenenado el vino.
Incluso Perdicas, que
al no recibir la sucesión explícita, pudo haber decidido que el mundo no debía
seguir gobernado por un semidiós.
Los testimonios
antiguos, como los de Diodoro, Plutarco o Curcio Rufo, coinciden en detalles
inquietantes: una enfermedad demasiado prolongada, unas fiebres que no
respondían a tratamientos conocidos, un silencio denso entre los oficiales más
poderosos, un lecho de muerte rodeado de miradas más ansiosas que dolidas.
¿El veneno? De ser
cierto, debió de ser un agente lento, casi indetectable, capaz de hacer parecer
a la muerte como una consecuencia natural. Algunas fuentes especulan con
estricnina, otras con venenos vegetales orientales usados por los persas y
conocidos por médicos de la época.
La verdad… tal vez
nunca se sepa
Alejandro murió en la
cúspide de su gloria, sin nombrar un sucesor, dejando un imperio más vasto que
cualquier otro conocido por la humanidad. Y quizá ese fue el problema. Un solo
rey. Cientos de ambiciosos. Ninguna ley.
La conjura, si
existió, fue el acto final de un drama colosal. No necesitaba la daga en el
cuello. Solo un veneno en el vino… y tiempo. Tiempo para que el mundo se
desgarrara por su ausencia. Porque como él mismo había dicho:
“No hay nada
imposible para quien se atreve.”
Pero incluso
Alejandro, el que nunca perdió una batalla, no pudo vencer al filo invisible de
la traición. Y su muerte, más que un final, fue el principio de un nuevo caos:
el nacimiento sangriento del periodo helenístico.
![]() |
Imperio y rutas de Alejandro Magno |
Cronología
de Alejandro Magno
(356
- 323 a.C.)
Infancia
y juventud (356 - 336 a.C.)
- 356 a.C.
– Nace Alejandro en Pella, capital de Macedonia, hijo del rey Filipo
II y Olimpiade de Epiro. Según la leyenda, nace la misma noche en
que el templo de Artemisa en Éfeso es incendiado.
- 343-340 a.C.
– Es educado por Aristóteles, quien le enseña filosofía, ciencias y
artes. Alejandro desarrolla un interés en la Ilíada de Homero y en la
cultura griega.
- 340 a.C.
– A los 16 años, Filipo lo deja como regente de Macedonia mientras está en
campaña. Enfrenta y derrota a una tribu rebelde, fundando la ciudad de Alejandrópolis.
- 338 a.C.
– Acompaña a Filipo II en la batalla de Queronea, donde Macedonia
derrota a Atenas y Tebas. Lidera la caballería y juega un papel clave en
la victoria.
- 337 a.C.
– Filipo se casa con Cleopatra Eurídice, lo que provoca tensiones
con Alejandro y Olimpiade. Alejandro se exilia brevemente en Epiro y después
en Iliria.
- 336 a.C.
– Filipo II es asesinado en Aigai por Pausanias de Orestis. Alejandro, con
solo 20 años, es proclamado rey de Macedonia.
Consolidación
del poder en Grecia (336 - 334 a.C.)
- 336 a.C.
– Sofoca revueltas internas y elimina posibles rivales, incluidos el hijo
de Cleopatra Eurídice.
- 335 a.C.
– Marcha contra Tebas, que se rebela contra su gobierno. La ciudad
es destruida y sus habitantes vendidos como esclavos, salvo sacerdotes y
descendientes de Píndaro.
- 334 a.C.
– Inicia su campaña contra Persia. Cruza el Helesponto y visita
Troya, donde rinde homenaje a Aquiles.
- Batalla del Gránico
– Primera gran victoria contra los sátrapas persas de Asia Menor. Abre
paso a la conquista de Anatolia.
Conquista
del Imperio Persa (333 - 330 a.C.)
- 333 a.C.
– Batalla de Issos: Derrota a Darío III, quien huye dejando
atrás a su familia.
- 332 a.C.
– Conquista Tiro y Gaza tras largos asedios. Luego entra en Egipto,
donde es recibido como libertador y declarado "Hijo de Amón".
- 331 a.C.
– Batalla de Gaugamela: victoria decisiva contra Darío III, quien
huye nuevamente. Alejandro es proclamado rey de Asia.
- 330 a.C.
– Entra en Persépolis y la incendia. Poco después, Darío III es
asesinado por Bessos, su propio sátrapa. Alejandro lo persigue y lo
ejecuta.
Expansión
hacia Asia Central e India (329 - 325 a.C.)
- 329-327 a.C.
– Campañas en Bactria y Sogdiana (actual Afganistán y Uzbekistán).
Se casa con Roxana, princesa sogdiana.
- 327 a.C.
– Inicia la expedición a la India.
- 326 a.C.
– Batalla del Hidaspes contra el rey Poros. Tras la
victoria, Alejandro lo deja como gobernador y funda Alejandría Bucéfala,
en honor a su caballo Bucéfalo.
- 325 a.C.
– Su ejército se niega a seguir avanzando en el río Hífasis. Regresa por
la ruta del desierto de Gedrosia, donde sufre grandes pérdidas.
Últimos
años y muerte (324 - 323 a.C.)
- 324 a.C.
– Regresa a Babilonia y organiza la unificación entre griegos y persas con
las Bodas de Susa. Su amigo Hefestión muere, lo que lo
afecta profundamente.
- 323 a.C.
– Se enferma en Babilonia y muere el 10 o 11 de junio, a los 32
años. Su causa de muerte sigue siendo un misterio (posiblemente fiebre
tifoidea, malaria o envenenamiento).
Legado
- Tras su muerte, su imperio es dividido entre sus
generales (Diádocos), dando origen a reinos como el Egipto
ptolemaico, el Imperio seléucida y la Macedonia antigónida.
- Su influencia se mantiene en la difusión de la cultura
helenística por todo el mundo conocido.