Capítulo 63: Eterno XVIII: Fuego Negro (328-327 a. C.)

 

Eterno XVIII

FUEGO NEGRO

 (328-327 a. C)

 

Clito, el Negro,
Lugarteniente y General de Alejandro
¿Y Tito Clito?

—¿Clito? —susurró Calístenes al ver pasar una sombra entre los puestos.

No hubo respuesta.

Las antorchas parpadeaban sobre lanzas apoyadas en la tierra húmeda. El historiador avanzó unos pasos, cruzó el humo de un caldero medio apagado y miró entre las tiendas. Nada. Solo un perro famélico masticando un hueso demasiado delgado para ser de cabra.

 

Tres años. Tres campañas. Tres años de silencio, de ausencias en los consejos, de malas miradas de los oficiales, de rumores que crecían entre los soldados como ratas en la basura. Clito el Negro, hermano de leche de Alejandro, ya no era uno de ellos. Al menos, no a la luz del día.

Aquella noche, las tiendas de los oficiales dormían bajo la luna apagada. Clito y su grupo ya cabalgaban lejos. Kallias, el asesino tebano, abría la marcha. Detrás iban Klaus y Drago, dos espartanos de rostro partido y ojos sin alma. Nadie les oía llegar. Nadie les veía salir. Aquel no era un escuadrón de guerra, era una jauría.

—Dartmoorh no ha cambiado de bando —dijo Clito en voz baja—. Pero hay quienes quieren que lo creamos.

Kallias señaló con la cabeza el pergamino abierto sobre la roca. El símbolo en tinta roja parecía un sol partido. El mismo que había aparecido en los cadáveres del último destacamento al oeste del Indo.

—Son griegos —dijo Drago, cruzando los brazos—. Pero no de los nuestros.

—Mercenarios —añadió Klaus—. Pagados por los persas.

—Pagados para sembrar dudas —dijo Clito—. Y la duda es más eficaz que el veneno. 

 

Los encontraron al alba, acampados en un desfiladero. Ocho hombres. Ninguno vio venir la muerte. Kallias rebanó gargantas sin levantar polvo. Klaus partió columnas vertebrales con su hacha. Drago empaló con su lanza al último clavándolo a un olivo. Ni una palabra. Ni un prisionero.

Dartmoorh apareció al final, entre las sombras, vestida con ropas que no eran suyas y un pendiente de Ptolomeo en la oreja izquierda. No dijo nada. Solo miró a Clito y asintió.

—¿Confiamos en ella? —preguntó Klaus.

—Confiamos en Alejandro —respondió Clito—. Y ella también.

 

Esa noche, no volvieron al campamento. Cabalgaron hacia el santuario olvidado, donde Calíope y las sacerdotisas de Dionisio les esperaban. Los cánticos brotaban de las cuevas como humo espeso. Clito bajó del caballo y se acercó a la piedra negra del altar. Alguien lloraba al fondo, tal vez una madre, tal vez una huérfana. Calíope le entregó la daga ceremonial. El filo tenía grabado un racimo de uvas y un ojo cerrado.

—El dios quiere sangre —dijo ella.

—¿No tiene y suficiente? —preguntó Clito, sin apartar la mirada de la piedra.

—Eso lo decide él —susurró Calíope, y dejó caer un cuenco lleno de vino espeso y oscuro. No era vino.

 

Los rumores se arrastraban como serpientes entre los soldados. Que Clito bebía sangre. Que Clito hablaba con muertos. Que Clito devoraba bebés en luna nueva. Él no los apagaba. Tampoco los alimentaba. Le bastaba con que vivieran, eso enmascaraba aun mejor la verdad.

—No es cierto lo del niño ¿verdad? —le dijo Hefestión una vez, cruzándose con él.

—¿Y si lo fuera? —respondió Clito, sin detener el paso.

Hefestión no insistió y le volvió a perder entre las sombras.

 

A ojos de todos, Clito era un perro oscuro al que Alejandro aún no había atado. Nadie sabía por qué seguía libre, por qué se le permitía entrar en la tienda del rey sin anunciarse, por qué a veces desaparecía uno de los suyos y luego se descubría que era un traidor. La respuesta siempre estaba en los ojos de Alejandro: jamás dudó de Clito.

—Sigues vivo —le dijo una mañana, al verlo regresar con el rostro cubierto de polvo y la túnica rasgada.

—Siempre que tú lo estés —respondió Clito.

—¿Y mis compañeros?

—Alejandro, sabes que no los toco, ni los tocaré. Siguen siendo mis compañeros también. Aunque ellos no lo sepan.

Alejandro le puso una mano en el hombro. 

—Para nosotros siempre serás Tito Clito, aunque el mundo te tema.

Clito bajó la mirada, sin mostrar nada. Luego giró la cabeza, atento a un rumor lejano. Su rostro volvió a oscurecerse.

—El mundo aún no ha visto nada —dijo.

Y se marchó sin hacer ruido.

 

Alejandro Magno, Señor de Asia
Soldados cansados

Bactria, 328 a.C.

Acaba la campaña de Bactria que al fin se volvió una provincia del Imperio macedonio. Alejandro Magno nombró como primer sátrapa griego a su hermano de leche Clito “el Negro”.

—¡Volvamos a casa! —gritó un veterano desde la línea de carga.

Los hombres que lo rodeaban no respondieron, pero la súplica se clavó en el aire igual que una lanza. El sol ardía sobre los carros llenos de oro, vasijas, sedas y esclavos de ojos negros.

Un burro resbaló en el barro y cayó de rodillas; su amo no lo azotó, solo se sentó a su lado y se tapó la cara con ambas manos.

—Llevamos seis años marchando —murmuró alguien.

Clito el Negro cruzó el campamento en silencio, con la capa oscura arrastrando polvo y su escudo colgaba a la espalda. Detrás de él, tres jinetes vigilaban sin hablar. Su armadura no brillaba. Su rostro tampoco. Lo miraban con recelo, incluso quienes le debían la vida.

Un muchacho de Peonia intentó detenerlo con una pregunta:

—¿Ya es oficial, señor? ¿Bactria es parte del Imperio?

Clito no detuvo el paso.

—Pregúntale al escriba que lleva el sello real.

 

En la tienda de mando, Alejandro se inclinaba sobre un mapa. Las montañas dibujadas al este no tenían nombres. A su lado, Hefestión se mantenía firme, con los labios apretados y las manos cruzadas detrás.

—Han enterrado cuchillos entre los haces de leña —dijo Clito al entrar—. También monedas de plata falsa. Hay demasiado botín para carrear ¿Tú sabes lo que eso significa?

—No estamos en Macedonia —respondió Alejandro sin alzar la mirada.

—No, pero ellos sí. Cada día un poco más. Quieren volver.

Alejandro alzó la cabeza. Sus ojos ardían.

—¿Y tú? ¿Dónde estás tú, Clito?

Clito avanzó un paso. Tiró sobre la mesa una bolsa con joyas bactrianas, desgarrada y manchada de sangre.

—Treinta años. Eso he dado. A tu padre, y a ti. ¿Quieres saber dónde estoy? Ahí —señaló la bolsa—. Donde están todos los demás. En las patas rotas de nuestros caballos. En la espalda de los esclavos que ya no se levantan. En las manos de esos chicos que no han visto su aldea en media vida.

Alejandro no parpadeó.

—Te he nombrado sátrapa. Te he dado una provincia.

—No me diste nada. Me la gané. Cada ciudad, cada montaña. No necesito tu corona ni tus laureles. Lo que quiero es que escuches lo que nadie se atreve a decirte.

Un silencio denso se extendió en la tienda.

—Quieren volver —dijo Clito—. No solo los soldados. También tus generales.

Hefestión apretó los labios.

—¿Y tú hablas por ellos?

—No. Hablo por mí. Porque alguien tiene que hacerlo.

Hefestión dio un paso al frente. Su voz sonó más baja, pero firme.

—Todos estamos cansados, Clito. Yo también. Hemos visto demasiados ríos teñidos de sangre. Pero volveremos. No como hombres vencidos, sino como los que doblegaron al mundo. Haremos historia.

Clito no respondió. Miró a Alejandro, luego a Hefestión. La mirada era de hielo.

—Que os aproveche la historia.

Salió de la tienda sin inclinar la cabeza ni despedirse.

Alejandro se quedó en silencio. Sus dedos recorrían los bordes del mapa sin verlos. Hefestión lo miró de reojo.

—Déjame hablar con él —pidió.

Alejandro asintió despacio, con los ojos clavados en las montañas sin nombre.

—Hazlo. Pero no intentes salvar lo que ya ha muerto.

 

Hefestión alcanzó a Clito junto a las fogatas del campamento. El general mayor observaba las llamas como si pudieran ofrecerle otra respuesta.

—¿Te vas a callar también tú? —preguntó Clito sin girarse.

—No vengo a callar —respondió Hefestión—. Vengo a recordar.

Clito bufó y escupió al suelo.

—¿Recordar qué? ¿Cuando éramos soldados y no sombras de un dios?

—Cuando creíamos en algo más grande que nosotros.

Clito giró, lentamente.

—¿Tú aún lo crees?

—Sí. Porque aún veo a Alejandro cuando me mira. No al dios, no al rey, al hombre. Al amigo que luchó a mi lado en las montañas de Tesalia.

—Ese hombre murió en Asia —gruñó Clito—. Lo enterramos sin saberlo, bajo una capa de incienso y oro persa.

—Quizá —admitió Hefestión—. Pero si se ha perdido, no lo encontraremos dándole la espalda.

Clito bajó la mirada. Las llamas le pintaban el rostro con sombras largas.

—No quiero morir en una tierra que no es mía —murmuró.

Hefestión se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Entonces no mueras. Lucha. Quédate. Haz que recuerde.

Clito no respondió. Solo cerró los ojos.

Y el fuego, por un instante, pareció menguar.

Esa noche, en el campo, los fuegos iluminaban entre gritos sueltos y canciones apagadas. Un anciano afilaba una lanza desgastada. A pocos pasos, dos jóvenes se peleaban por un pellejo de vino.

Un tercero los separó:

—¡Basta ya! Nos vamos a matar entre nosotros antes de volver a ver el Egeo.

—¿Seguro que volveremos? —preguntó uno.

—¿Cuándo? —dijo otro.

 

Mientras tanto, Clito cabalgaba solo hasta la cima de una colina. Desde allí, se veía el mar de tiendas extendido hasta el horizonte. Los estandartes macedonios no ondeaban. Estaban quietos, apagados, dormidos como los hombres que los portaban.

Al pie del monte, un niño bactriano cortaba madera. Cantaba en un idioma que Clito no entendía. Lo observó en silencio. Luego desmontó, se arrodilló ante una piedra plana y sacó su daga.

Grabó una palabra en la roca.

Nadie supo cuál.

 

En el centro del campamento, Alejandro dormía bajo techo de seda púrpura. Un esclavo apagaba las lámparas una por una. Hefestión aún no dormía.

—¿Crees que Clito te volverá a hablar así? —preguntó.

—No —respondió Alejandro—. Porque la próxima vez, no hablará.

—¿Y tú Alejandro?

—Yo tampoco.

 

Calas, Dearco de Alejandro Magno
¿Deserción?

La tienda olía a sudor. Las antorchas iluminaban los rostros callados. Calas, sentado sobre un pellejo de oso, mantenía el brazo izquierdo vendado hasta el codo. Apretaba los dientes cada vez que el dolor regresaba, pero no decía una palabra.

—¿Crees que nos dejará con vida? —preguntó Hegéloco, apoyado contra una lanza clavada en la tierra. Su mirada no se apartaba del suelo—. Si yo fuera Alejandro, ya me habría degollado en mitad del campamento.

—No lo ha hecho —respondió Hefestión—. Y si no lo ha hecho, es porque aún le sois útiles.

—¿Útiles? —bufó Demetrio, con la cicatriz de su cuello palpitando—. Ni Parmenión ni Filotas están ¿Quién nos protege ahora?

—Calas —intervino Calístenes desde la penumbra. Cerró el libro que llevaba abierto en las rodillas y lo dejó a un lado—. Vosotros servís a Calas ahora. Y Calas aún camina entre los vivos.

—Camina, sí —murmuró Calas, mirándose la venda—. Pero a veces dudo de por cuánto tiempo más.

—No digas eso —dijo Hegéloco. Dio un paso adelante y lo señaló con el índice—. Si caes tú, caemos todos. Y no pienso permitirlo.

—¿Entonces qué propones? —preguntó Hefestión, cruzando los brazos—. ¿Desertar? ¿Huir al este con los sogdianos? ¿Buscar el perdón de Spitamenes?

Hegéloco no respondió. Se llevó la mano al cinturón y desenvainó el cuchillo. Nadie se movió. Ni siquiera cuando apretó la hoja contra la palma y la cortó con firmeza. La sangre le chorreó entre los dedos.

—No confío en Alejandro —dijo—. Pero sí confío en mi hermano.

Extendió el puño hacia Calas.

Demetrio lo miró. Luego a Calas. Suspiró con rabia, sacó su propia daga y repitió el gesto. La sangre le cayó sobre las botas.

—Ya estoy condenado de todos modos —gruñó—. Que al menos mi lealtad sirva para algo.

Calas no apartó la vista de ellos. Se arremangó con dificultad y alzó el antebrazo.

—Os acepto como hermanos. Pero obedeceréis sin cuestionar. Si yo caigo por vuestra culpa, mi sangre os arrastrará con ella.

Los tres cruzaron los antebrazos, uno tras otro, apretando con fuerza hasta que la sangre se mezcló.

—¿Satisfecho, Hefestión? —preguntó Hegéloco—. No desertamos. Pero no por Alejandro.

—Lo estáis por él sin saberlo —respondió Hefestión—. Nadie escribe la historia desde la sombra. Y vosotros acabáis de mancharos de gloria… o de muerte.

Calístenes anotó algo en el margen de su libro y sonrió sin alegría.

—La historia no perdona la sangre. Solo la recuerda.

Fuera, el viento del desierto sacudió las cuerdas de la tienda. Dentro, la lealtad acababa de sellarse en carne viva.

 

Hefestión Consejero y Comandante de caballería

El polvo del camino

En ruta hacia el norte.

Las ruedas del carro chirriaban sobre el suelo reseco. Los cascos de los caballos levantaban nubes de polvo que cubrían las capas, los escudos, los estandartes. A lo lejos, las montañas del Hindu Kush se deshacían en bruma, mientras las columnas de soldados se extendían como una herida viva sobre la tierra.

Alejandro cabalgaba en silencio con sus ojos atentos al horizonte. Hacía una semana que habían dejado Bactria, y el paso por las gargantas les había costado sangre y vidas. Los sogdianos conocían cada piedra, cada desfiladero.

—No quieren rendirse —dijo Ptolomeo, a la izquierda de Alejandro, cubierto de polvo hasta los párpados—. Pero tarde o temprano nos abrirán las puertas. Todos lo hacen.

Alejandro no contestó. Su mirada se perdió entre los riscos.

—Ya no luchan por su tierra —comentó Calístenes, desde la litera que compartía con sus escribas—. Luchan por orgullo. Por miedo. Spitamenes está convirtiendo la resistencia en una idea.

Calas, el joven oficial, cabalgaba unos pasos más atrás. Había ganado prestigio en las montañas, pero el norte le imponía respeto. Nadie sabía qué esperarlos más allá del Jaxartes.

—Los escitas no pelean como los persas —dijo a Hegéloco, que ajustaba su espada a la silla—. No nos enfrentarán de frente. Harán que nos desangremos con escaramuzas.

—Y nosotros los haremos venir al centro —gruñó Demetrio—. Alejandro tiene un plan. Siempre lo tiene.

Hefestión, al frente de un grupo de exploradores, regresó a galope tendido.

—Avanzan patrullas escitas por el este. Pequeñas, rápidas. Pero nos siguen.

Alejandro levantó la mano. Los oficiales se acercaron.

—El enemigo nos observa. Bien. Que vea. Que cuente nuestros pasos, nuestros carros, nuestras heridas. Que crea que estamos cansados.

La columna reanudó el paso. Los hombres caminaban en filas apretadas, los cascos brillando bajo el sol, los estandartes ondeando sobre un paisaje cada vez más hostil. Atrás quedaban las ciudades, los festines, las bodas. Delante, el río helado y la sangre.

En el horizonte, un ave giraba sobre las llanuras del norte.

 

Hegéloco, Hijo bastardo de Parmenión y
Guardia personal de Calas
La lanza en el río helado

Ribera sur del Jaxartes.

El agua mordía con dientes invisibles. La corriente era hielo en movimiento, y las barcazas crujían al enfrentarlo. Los hoplitas, apiñados sobre las tablas, aferraban sus lanzas con las mandíbulas apretadas, el aliento formando nubes breves entre sus labios.

Alejandro inspeccionaba la ribera con el casco bajo el brazo. La mirada fija en las colinas del norte, donde los jinetes escitas formaban una línea sin fisuras, la tierra misma parecía haberse levantado en forma de guerreros en su defensa.

—No retrocederán —dijo Hefestión, llegando a su lado con el caballo ya ensillado.

—Mejor así —respondió Alejandro—. Quiero ver cómo se rompen.

Calístenes anotaba desde la retaguardia, sentado sobre un fardo de víveres, entre el jadeo de los caballos y el chisporroteo de las antorchas. Cada línea de su pluma nacía del rugido de la historia viva.

Ptolomeo, al mando de las falanges, ajustaba las posiciones. Su voz retumbaba sobre los gritos de los oficiales.

—¡Escudos juntos! ¡No os abráis aunque el mundo se hunda!

En un claro, Calas se pasaba la mano por el cuello. Su yelmo nuevo le apretaba, pero no se quejaba. Miró a su izquierda. Drago probaba el filo de su hoja. Kalus murmuraba a su caballo. Kallias no apartaba los ojos de Alejandro.

—No dejaremos que lo toquen —dijo Drago.

—Que lo intenten —gruñó Kalus.

El cuerno sonó. El suelo vibró con el empuje de los cascos. Las barcazas avanzaron.

Flechas negras cruzaron el cielo. Una rozó la mejilla de Alejandro. Otra se clavó en la espalda de un soldado que apenas había comenzado a rezar.

—¡Al agua! —gritó Alejandro, ya saltando al río.

Hefestión cayó a su lado, espada alzada. Calas fue el primero en seguirlos, seguido por la escolta real. Drago abrió paso a tajos, Kalus cubrió a Kallias mientras los escudos enemigos se cerraban sobre la orilla. Fuego Negro protegía al Rey.

El combate estalló como un trueno. Lodo, sangre, acero.

—¡Romped la línea! ¡Al centro! —bramó Alejandro.

Ptolomeo, desde un promontorio, lanzó a las falanges. Sus hombres se hundieron en la corriente y emergieron entre los escitas, como una muralla en movimiento.

—¡Clavadles el pecho al suelo! —gritó.

Los enemigos trataban de retroceder, pero las lanzas de Calas emergieron por el flanco. Los escitas, cercados, pelearon con la furia de un pueblo sin retirada.

Un escita saltó hacia Alejandro. Kallias lo interceptó con el escudo. Drago lo remató de un tajo. Alejandro no se detuvo. Su lanza atravesó dos cuerpos antes de romperse.

—¡Seguid! ¡Aplastadlos! —rugió.

Hefestión luchaba sin desviar la vista de su rey. Calas gritaba órdenes a su pelotón mientras el barro se teñía de rojo.

Cuando el sol empezó a caer, los escitas huían. Algunos cruzaron el río a nado. Otros no llegaron. El campo quedó cubierto de cuerpos.

En la ribera, los soldados recogían a los heridos. El humo se alzaba desde las chozas cercanas. Alejandro se quitó el casco.

Ptolomeo llegó con la cara manchada de sangre y barro.

—Spitamenes no estaba aquí.

—¿Otro señuelo? —preguntó Alejandro.

—Un anzuelo con garras —dijo Hefestión, limpiando su espada.

—Y lo hemos mordido —añadió Calas, exhausto pero en pie.

Alejandro miró al norte. El viento agitaba su capa, y en el río, una lanza giraba entre remolinos.

—Lo atraparemos —dijo.

Calístenes cerró su cuaderno. Había escrito sangre sobre páginas. Y aún quedaban más.

El río arrastraba las últimas sombras del día. Y una promesa sin forma: la guerra no había terminado.

 

El barro devoraba los tobillos. La sangre oscura empapaba la nieve. Entre gritos y acero, la batalla se tragaba el día.

Calas cayó sobre los jinetes con una furia que no era propia de su edad. Tenía la cara salpicada de lodo y las manos entumecidas por el frío, pero su espada no vaciló. Hundió la hoja en un cuello, giró el cuerpo y usó el escudo para romper la nariz de otro enemigo que se le vino encima.

Ptolomeo, al mando de la falange, empujaba hacia el centro. Sus órdenes eran golpes de voz, secos, directos. Se abría paso entre escudos astillados y lanzas rotas. Un escita se le echó encima con un hacha doble. Ptolomeo atrapó el golpe con su antebrazo, se agachó y lo ensartó por el costado sin frenar el paso.

Hefestión lideraba la caballería. Su lanza rugía con cada carga. Cortó a uno por la cintura, esquivó un tajo al pecho y cabalgó por encima de un cuerpo aún temblando. Junto a él, Alejandro guiaba su montura como un dios entre hombres. Tenía la mirada encendida, el rostro surcado de polvo y sangre seca. Alzó la espada y señaló hacia el corazón del enemigo.

—¡Ahí está su fuerza! ¡Id a por ella!

Kallias, con la mandíbula partida por un golpe, se mantenía en pie. Golpeó con el escudo, retrocedió un paso, hundió el acero en la clavícula de un escita que se le vino encima. Kalus, a su lado, protegía la retaguardia de Alejandro, girando en círculos como un lobo en celo. Lanzó un grito y le voló la pierna a un enemigo de un solo tajo.

Drago rugía. Tenía el brazo izquierdo colgando por un tajo, pero blandía el hacha con la derecha como si nada. Saltó sobre un grupo atrincherado en unas rocas y los barrió a todos. Uno trató de escapar. No lo logró.

Calístenes, entre tanto, escribía. No con tinta, con su mirada. Observaba cada movimiento, cada caída, cada grito. Llevaba una daga oculta, pero aún no la había necesitado. Seguía a la sombra de los héroes, anotando en su memoria la historia con los ojos abiertos para no perderse nada mientras escribía.

Los escitas comenzaron a quebrarse. Primero los flancos, luego el centro. Ptolomeo cerró el avance. Alejandro se adelantó.

—¡No los dejéis huir! ¡Que cada uno lleve esta derrota tatuada en la carne!

La última carga los partió en dos. Los escitas abandonaron los cadáveres y se disolvieron entre la estepa. Algunos intentaron cruzar el río. La corriente se los llevó.

Cuando todo terminó, Alejandro desmontó. Caminó entre los cuerpos. Recogió una lanza rota y la arrojó al agua.

—Este no fue un combate. Fue un juicio —dijo en voz baja.

Hefestión se acercó, sangrando por el costado.

—¿Y cuál fue el veredicto?

—Culpables —respondió Alejandro.

El viento sopló desde el norte. La batalla había terminado. Pero la guerra, no.


 El Sendero del Este

El campo de batalla, orillas del Jaxartes.

La última luz del día bañaba el horizonte, un rojo oscuro como la sangre que regaba la ribera del río Jaxartes. El aire, espeso y cargado del olor a hierro y sudor, aún resonaba con los ecos de los combates. Las fuerzas griegas se aglutinaban alrededor de los caídos, apilando los cuerpos de los escitas como montones de piedra, dejando que el río, implacable como siempre, los arrastrara lejos, hacia el norte, hacia tierras que aún desconocían.

Alejandro, de pie entre el caos de su victoria, observaba en silencio. Su mirada no vacilaba, y su rostro, a pesar de las heridas y el barro, mantenía una calma inquietante. Su espada, aún cubriendo la sangre de su último enemigo, colgaba de su cinturón. No era una victoria cualquiera, no era la derrota definitiva de Spitamenes. Solo una batalla más, una gota más en el océano de una guerra interminable.

Hefestión se acercó, el rostro tenso bajo el yelmo, pero su voz suave como siempre.

—Mi rey, el enemigo ha escapado. Ya no hay huellas frescas. Spitamenes sigue su marcha hacia el este.

Alejandro giró hacia él, y por un momento, en sus ojos brilló una chispa de furia contenida. El viento revoloteaba la capa de su rey, y las huellas de las botas de los hombres que aún se movilizaban por la ribera formaban un sendero polvoriento que se perdía en la oscuridad que avanzaba.

—¡Lo atraparemos! Si se adentra más allá de las montañas, mejor. Allí no tendrá dónde esconderse.

El general griego, mirando el campo de batalla en ruinas, no pudo evitar hacer una pausa. La escasa luz del sol poniente apenas tocaba las afiladas líneas de los lanzadores de espadas. — ¿Será sabio ir tan al este, mi rey? Los territorios más allá del Oxus son traicioneros, los hombres de Spitamenes bien podrían esconderse en las vastas llanuras...

—Lo haremos —cortó Alejandro, su voz cargada de autoridad.— Si el río Jaxartes no los ha detenido, ni la batalla de hoy nos lo hará. ¡Los persas son débiles, y esta tierra nos pertenece ahora!

Con un gesto tajante, Alejandro dio media vuelta y montó su corcel, un animal de guerra de ojos fieros que respondía con un resoplido al contacto de sus riendas. Hefestión subió detrás de él sin hacer preguntas. Sabía que no había alternativa en los ojos de su rey. Pero los oficiales griegos, reunidos en el campamento cercano, murmuraban entre sí, con una inquietud palpable.

En la distancia, Ptolomeo se acercó, cubierto de barro y polvo, su casco desprovisto de plumas.

—Mi rey, —dijo, inclinando la cabeza con respeto,— los hombres están cansados. Muchos de ellos apenas han comido en días. Si vamos a continuar, debemos reorganizarnos.

Alejandro levantó una mano, una orden silenciosa.

—Que los hombres descansen, Ptolomeo. Mañana al alba partimos. Preparad los suministros, y asegurad las líneas. El enemigo no tendrá tiempo de descansar.

Ptolomeo asintió, sus ojos llenos de una preocupación que no pudo esconder del todo.

—¿Y qué hay de los persas? ¿Estás seguro de que podemos avanzar hacia el este sin causar más desconfianza entre nuestros propios hombres?

La pregunta flotó en el aire, suspendida entre ellos. Alejandro no la respondió de inmediato, pero su mirada fija hacia el este era como una llama en la oscuridad.

—Haremos lo que sea necesario —dijo al fin, su voz profunda, llena de un fervor imparable.

—La marcha no se detendrá. Si Spitamenes ha huido hacia el Oxus, lo encontraremos. Y, cuando lo hagamos, no tendrá dónde esconderse.

Mientras las órdenes se transmitían de boca en boca, el ejército comenzó a reorganizarse en la penumbra del atardecer. Los hombres se dispusieron a descansar, pero la atmósfera era de vigilia. Nadie podía dormir realmente. Todos sabían que el enemigo aún estaba cerca, acechando desde las sombras.

Alejandro se alejó un poco, observando el campamento desde las colinas cercanas. Las luces de las fogatas reflejaban su rostro decidido.

—El este nos pertenece —murmuró para sí mismo.— Ya no somos griegos, ni persas. Somos algo nuevo, algo que solo yo puedo liderar.

La visión de las tierras lejanas, más allá del Oxus, comenzaba a formarse en su mente. Territorios desconocidos. Imperios esperando a ser conquistados. Y en sus ojos, brillaba la certeza de que esta era solo otra etapa en su ascensión hacia el poder total. La pregunta ya no era si podían seguir adelante, sino cuándo.

—Mi rey, —dijo Hefestión, acercándose,— tus hombres te siguen, pero hay quienes se sienten inseguros con este nuevo rumbo. La vestimenta persa, los títulos, la forma en que nos presentamos ante los pueblos conquistados...

Alejandro le interrumpió, su tono firme.

—Hefestión, lo que estamos construyendo no es un imperio griego ni persa. Es un imperio nuevo. Uno donde todas las naciones y culturas tienen un lugar. ¿Te crees que los persas nos habrían respetado de no haber tomado su propio lenguaje, sus costumbres?

—Pero hay quienes te llaman... el persa. Y algunos de nuestros hombres lo ven como una traición.

Alejandro lo miró fijamente.

—No he venido a conquistar tierras. He venido a conquistar mentes. No seré otro rey cualquiera. Seré el único. Cuando la historia se cuente, nadie hablará de griegos o persas. Hablarán de Alejandro.

Con esas palabras, volvió a girarse hacia el campamento, donde las fogatas danzaban, iluminando los rostros de sus hombres, cansados pero llenos de una voluntad inquebrantable. El camino hacia el este comenzaba al amanecer. La persecución de Spitamenes era solo el principio de lo que sería una nueva era, una era en la que Alejandro no solo gobernaría, sino que transformaría el mundo.

—Preparaos —dijo con una voz baja, pero llena de autoridad.— En cuanto amanezca, cruzaremos el Oxus y marcharemos hacia las tierras desconocidas. Y allí, Spitamenes no tendrá dónde escapar.

 

Ptolomeo, Capitán de Caballería
y Biógrafo de Alejandro Magno
El eco de las montañas

Las tribus sogdianas también mostraron resistencia. Alejandro tuvo que enfrentarse a líderes locales como Spitamenes, quien lideró una revuelta contra él. Esto llevó a varias batallas y escaramuzas. (Actual Uzbekistan, Asia Central)

El viento silbaba entre los riscos. A lo lejos, un cuerno sogdiano lanzó su último lamento.

Hegeloco aún respiraba con dificultad. Su lanza seguía clavada en el costado de un caballo enemigo.

—Ese era el tercero hoy —gruñó, extrayendo el arma con un tirón seco.

—Y el último —dijo Ptolomeo, desmontando con las botas manchadas de barro y sangre. Miró hacia el desfiladero. Las siluetas enemigas ya se perdían en la niebla—. Retroceden. Pero volverán.

Hefestión, más atrás, arrancó la hoja de su espada del pecho de un cadáver y escupió.

—No les basta con morir. Siempre quieren hacerlo cantando.

—Son sogdianos —comentó Hefestión, sin dejar de caminar entre los cuerpos—. La muerte no los detiene. Pero el miedo sí.

Entre los muertos, un joven enemigo aún jadeaba. Tenía el muslo abierto y un colgante de hueso en el cuello. Hefestión lo levantó del suelo.

—¿Dónde está Spitamenes?

El muchacho lo miró con rabia. Ptolomeo se adelantó, observó el colgante.

—Esto es sagrado para ellos. No lo llevaría un peón.

—Habla —insistió Hefestión.

El sogdiano escupió sangre. Calístenes se acercó, abanicándose con una tablilla de arcilla.

—Dile que si habla, vivirá. —Dijo Hefestión.

—Díselo tú —le respondió Hefestión mientras sacaba su daga.

La punta presionó la lengua del joven. Este tragó saliva.

—Nur... Nur, en el sur... bajo el lago...

Hegéloco le partió el cuello sin esperar la orden.

—Mucho habla para un cadáver —comentó Hegéloco.

Hefestión le arrancó el colgante de su cuello muerto y se lo guardó, sin molestarse por la muerte del enemigo.

Ptolomeo alzó una ceja.

—¿Nur? ¿Has oído hablar de eso?

Calístenes bajó la tablilla, pensativo.

—Una aldea maldita. Los sogdianos la llaman "la garganta sumergida". Dicen que bajo el lago hay ruinas antiguas… y algo más.

—¿El qué? —preguntó Demetrio, acercándose con la lanza aún manchada.

—Un templo sin puertas. Sellado con huesos —respondió Calístenes—. O eso cuentan.

Hegéloco miró al horizonte, donde la niebla ocultaba las colinas.

—Si Spitamenes se esconde ahí, lo sabrá todo este valle.

Hefestión guardó el colgante en una bolsa de cuero. No dijo nada. Miraba el cadáver con la expresión dura de quien ya ha resuelto lo que sigue.

—Mañana al alba —dijo al fin—. Descenderemos hacia el sur. Cruzaremos el lago si hace falta.

Ptolomeo asintió, pero Calístenes se mantuvo inmóvil.

—¿Y si ese lago no quiere ser cruzado?

Hefestión se volvió hacia él.

—Entonces lo secaremos.

Dio media vuelta, su capa rozó la sangre al girar. Detrás, los demás lo siguieron. Las botas hundiéndose en el barro, las órdenes gritadas por los capitanes, el fuego reavivado en las antorchas.

Solo Calístenes se quedó atrás un instante. Se agachó, recogió un poco de tierra bajo el cadáver, la guardó en un saquito y susurró:

—Veremos si tus muertos protegen al vivo, Spitamenes.

Luego se marchó tras ellos, bajo un cielo sin luna.

Esa noche, el campamento olía a carne asada y aceite de armas. Las hogueras ardían con fuerza. El vino pasaba de mano en mano. Pero no se cantaban himnos.

Ptolomeo leía un mapa sobre la arena, bajo la luz de una lámpara. Alejandro se mantenía en silencio, mirando las montañas lejanas.

—Es una ratonera —dijo Hefestión—. Esa grieta no lleva a un templo, lleva al infierno.

—¿Y tú cuándo viste un infierno que no mereciera una visita? —dijo Hefestión.

Calístenes se sentó junto a ellos con su tablilla y la pluma manchada de hollín.

—He hablado con los prisioneros —dijo—. En Nur hay una gruta. Dicen que Spitamenes bebe sangre de sus propios hijos.

Alejandro no apartó la vista del fuego.

—¿Es cierto?

—Solo su sombra puede responderlo —dijo Calístenes.

—Hefestión —ordenó Alejandro—, ve con ellos. Llévate a Calístenes, a Parmenión y a quien necesites. Quiero la cabeza de Spitamenes antes de la luna nueva.

—¿Y si no la tiene? —preguntó Hefestión.

—Entonces traed su sombra.

 

Bajo el signo de hueso

El amuleto colgaba entre los dedos de Hefestión, aún manchado con sangre seca. Lo dejó caer sobre la mesa. El hueso repiqueteó sobre la madera.

—No era un peón cualquiera —comentó—. Esto lo llevan los jinetes del clan real. Tal vez un primo de Spitamenes… o su hermano.

Calístenes lo tomó con cuidado. Lo acercó a la lámpara. Una espiral grabada en la superficie palpitaba con una oscuridad que no venía del aceite.

—No lo toques sin guantes —le advirtió Moira desde la penumbra.

Calas entró sin anunciarse. A su lado caminaban Demetrio y Hegéloco. La capa de Calas aún arrastraba polvo de la llanura.

—¿Y bien? —preguntó, mirando a Hefestión.

—Tenemos un punto —respondió él—. Una caverna en la garganta del sur. Hegéloco la encontró. Con su yelmo puesto.

Hegéloco sonrió, aunque nadie lo vio. Su casco bruñido reposaba sobre el codo.

—No hay guardias —informó—. Solo ecos. El aire sabía a cobre y la piedra tenía runas que no conozco. Vi huesos. Humanos. Las voces venían del fondo, no hablaban… cantaban.

Demetrio cruzó los brazos.

—¿Seguro que no era el viento?

—El viento no entona letanías —dijo Calístenes.

Hefestión se inclinó sobre el mapa extendido. Marcó un punto al sur de las colinas.

—Salimos al anochecer. Necesito hombres que no tiemblen si la piedra responde.

—Os daré a mis mejores diez —dijo Calas—. Yo iré también.

Moira alzó la vista desde el rincón. Caminó hacia Calístenes sin mirar a los demás. Llevaba un anillo negro en la mano y un velo oscuro sobre los hombros.

—No entres allí sin protección —le dijo—. Las runas no adornan, sellan. Hay dioses que no piden sacrificios… los devoran.

Calístenes sonrió con una sombra de tristeza.

—¿Y tú? ¿Qué harás si no vuelvo?

—Guardaré el anillo hasta que arda en la mano —respondió ella.

Se quedaron en silencio. Hefestión les dio la espalda, recogía sus cosas. Calas ya hablaba con sus guardias, afilando órdenes con voz baja.

La noche cayó sin aviso. Un cuerno sonó entre las filas. Las sombras se alargaron como lenguas negras en la arena.

Y bajo la luna de Sogdiana, partieron hacia la caverna. Sin canciones, sin estandartes.

Solo hueso. Y voluntad. 

 

Calístenes, Historiador de Alejandro Magno
y Embajador de Macedonia

Entrada al Infierno

La gruta se abría como la boca de un gigante dormido, una grieta que respiraba entre vapores sulfurosos. Las antorchas temblaban, arrojando sombras danzantes sobre el umbral.

—Apesta a mierda y a dioses viejos —murmuró Hefestión, acariciando el filo de su espada.

—No jures. Te escuchan —le advirtió Calístenes, encorvado sobre un códice lleno de símbolos sogdianos.

—¿Quieres quedarte fuera con tus letras? —bufó Ptolomeo.

—Prefiero ver cómo mueren los héroes. Así sabré cómo escribirlo —replicó, sin alzar la vista.

Hegéloco no dijo nada. Encendió su antorcha y cruzó el umbral. Tras él, el grupo: Hefestión, Ptolomeo, Calístenes, Calas, Demetrio… y unos cuantos soldados, aún valientes. Dentro, la oscuridad era total. Las paredes estaban cubiertas de sal negra y runas talladas que ardían con una luz roja. El aire sabía a cobre. Huesos humanos crujían bajo sus botas.

La sala circular se abría como un vientre de piedra viva, iluminada por antorchas clavadas en cráneos. El altar, tosco y ennegrecido por hollines antiguos, ocupaba el centro. A su alrededor, cinco figuras encapuchadas murmuraban plegarias en una lengua olvidada. Spitamenes dominaba la sala como un dios primitivo, su torso desnudo cubierto de cicatrices y pigmentos terrosos. El rostro anguloso, sombreado por una melena enmarañada, parecía esculpido para el grito y la furia. Alzaba los brazos, invocando algo más antiguo que el lenguaje, mientras las campanas de hueso vibraban sobre su cabeza. Su voz, rota por la arena y el odio, tejía un cántico que helaba la sangre. Frente a él, la joven temblaba, aferrada a la copa tallada en jade oscuro. No la miraba. Él solo miraba el techo, parecía esperar a que el cielo, de una vez, se partiera. Desde su antebrazo abierto, la sangre fluía lenta, espesa, llenando el recipiente con una cadencia casi ceremonial.

—Hay que matarla —susurró Calístenes—. Es el eje del ritual.

Hefestión tensó su arco.

—A la señal —ordenó Calas.

Demetrio ya se deslizaba entre las columnas de piedra, hacha en mano.

—¡Ahora! —gritó Calístenes.

Tres flechas surcaron el aire. Hefestión clavó la suya en el pecho de Spitamenes. Hegéloco apuntó a la joven, pero solo logró herirla en el muslo. El cántico se quebró. Spitamenes rugió como una bestia, y Ptolomeo lo alcanzó con un lanzazo en las tripas.

Demetrio se abalanzó sobre un encapuchado. Su hacha cortó carne y hueso, partiendo al enemigo por la mitad. Sangre, gritos y fuego.

—¡A la izquierda! —gritó Ptolomeo, mientras bloqueaba un golpe con su escudo.

Hefestión degolló a otro encapuchado. Calas intentó ordenar la carga, pero sus hombres retrocedieron, pálidos de terror al ver la sombra que comenzaba a alzarse del altar.

—¡Sombra! ¡Sombra verdadera! —gimió uno, huyendo.

Spitamenes, aún en pie, alzó un cuchillo de obsidiana.

—¿Te has hecho sombra? —escupió Hegéloco, arrojándose sobre él.

—Ya no me puedes matar —jadeó el sogdiano.

—Entonces muere en la oscuridad.

La espada de Hegéloco se hundió en su estómago. El altar tembló. La gruta rugió. Y sobre ellos, el techo pareció resquebrajarse como un cielo a punto de partirse.

 

Spitamenes,
Señor de la Guerra Sogdiano

Desde el Infierno

Debajo del altar, las losas crujieron con un gemido seco. Un aliento pútrido, más viejo que la memoria, brotó de las grietas. La tierra tembló. Algo se arrastraba desde las raíces del mundo.

—Atrás —gruñó Hegéloco, alzando el escudo.

Las antorchas titilaron al unísono cuando emergió la criatura: un ser amorfo, de piel cenicienta y bocas abiertas en los hombros, que exhalaban un jadeo constante. Garras negras sustituían sus manos. Medía lo que un caballo, pero se movía como un lobo. Un látigo de sombra palpitaba tras su espalda.

—¡Por Heracles! —bramó Ptolomeo, cargando con escudo y espada.

El monstruo le arrebató el arma con una sola garra. Hefestión, rápido como un resplandor, se lanzó al costado de la bestia y hundió el puñal bajo una de las bocas. Un chorro de bilis ardiente salpicó las rocas. El aullido fue brutal. Las campanas de hueso repicaron como risas de muertos.

—¡Al cuello! —rugió Demetrio, lanzando su hacha. Erró por un palmo. El ser lo derribó de un zarpazo. Hegéloco se interpuso y voló contra una columna.

Calístenes, temblando, sacó el frasco con aceite que había pedido llevar. Sus manos no dejaban de temblar.

—¡¿Tienes algún conjuro, maldita sea?! —gritó Calas, bloqueando una embestida.

—¡No soy mago, soy historiador! —respondió Calístenes, retrocediendo tras una estatua caída.

—¡Entonces lanza el aceite! —gritó Calas, y arrojó el suyo. El líquido resbaló por la piel del monstruo como lágrimas de fuego sin prender aún.

El cadáver de Spitamenes, bajo el altar, murmuraba con los ojos en blanco.

—¡Cállalo! —bramó Hegéloco.

Calas corrió, saltó sobre el altar y hundió su espada en el pecho del sacerdote muerto. La voz cesó. Pero la criatura rugió como si hubiese perdido su médula.

Ptolomeo y Demetrio estaban paralizados, los rostros pálidos como ceniza.

—¡Fuego, Calístenes! ¡Usa el fuego! —vociferó Calas, antes de girarse hacia sus hombres que huían—. ¡Quedaos, cobardes! ¡Hades os partirá el alma si dais un paso más!

El monstruo embistió a Hefestión. Él no esquivó. Sacó la lanza que jamás había usado: la del dios Pan. Era negra como la noche y vibraba con una furia animal.

—¡Por Alejandro! —rugió—. ¡Vuelve al infierno, engendro!

La lanza se hundió con un crujido visceral. La criatura chilló con mil gargantas, y su cuerpo empezó a temblar. Hegéloco se alzó, sangrando, y de un tajo limpio decapitó al ser.

—La cabeza es para Alejandro. Quemad lo demás.

El cuerpo sin cabeza se derrumbó y se volvió humo. Las paredes se agrietaron. Luego, solo el silencio… roto por el tintineo agudo de las campanas de hueso, que seguían colgando como si celebraran la matanza.

Los hombres jadeaban, cubiertos de sangre y polvo. Muchos bajaban la cabeza, incapaces de sostener la mirada de Calas.

Calístenes corrió hacia la joven herida. Seguía viva, aunque el muslo sangraba profusamente.

—La necesitamos con vida. Es testigo —dijo, mientras vendaba la herida con jirones de su propia túnica.

Hegéloco, aún cubierto de sangre, alzó la lanza y empezó a picar las runas en la pared.

—Destruidlas. Que nadie vuelva a invocar esto.

—Ayudadle —ordenó Calas.

Pero Calístenes alzó la mano.

—Esperad… un momento.

Desenrolló su códice y, con manos aún manchadas de aceite y miedo, copió las runas. Solo entonces asintió.

—Ahora sí.

Las lanzas chocaron contra la piedra. Las runas se hicieron polvo. Y con ellas, el último eco del infierno.


Dios Oscuro del Inframundo

Días después, Alejandro miró la cabeza de Spitamenes clavada en una estaca frente a su tienda. Ptolomeo la examinaba como a un animal extraño.

—No pesa nada. Ni carne, ni hueso —murmuró.

—¿Era él? —preguntó Alejandro.

Hegéloco bebía en silencio. Hefestión asintió mientras afilaba su espada.

—¿Y el templo? —insistió el rey.

—Enterrado —dijo Ptolomeo—. Nadie encontrará nada. Ni rastro.

—¿Qué había dentro?

—No había luz —dijo Calístenes—. Solo fuego y sombra. Lo he escrito todo, puedes leerlo esta noche si quieres.

—Quémalo —ordenó Alejandro señalando la cabeza—. Y no digáis ni una palabra más. Calístenes deja de escribir sobre esto.

Hegéloco se alejó sin mirar atrás. Calístenes cerró su códice.

Pero una frase quedó escrita al fondo de la última hoja:

Las sombras sangran.

 

Talestris, Reina Amazona
Encuentro con las Amazonas

El sol pegaba sobre las piedras del valle sin una nube en el cielo. El séquito de Alejandro cabalgaba en silencio. Calas adelantó a su guardia personal y alzó una mano.

—Algo se mueve allí —dijo, señalando una línea de jinetes al borde de la colina.

—¿Bactrianos? —preguntó Demetrio, echando mano al arco.

—No —respondió Hegeloco, entornando los ojos—. No son hombres.

Desde la cumbre, descendieron en formación. Todas montaban sin silla, sin armadura visible. Arcos curvos en la espalda, lanzas en los flancos. Cuerpos firmes, ojos firmes. Una de ellas desmontó primero. Caminó con la firmeza de quien no teme a los hombres ni a los dioses. Alta, de piel cobriza, rostro ovalado con pómulos marcados y una cicatriz leve en el mentón. Su trenza negra le caía hasta la cintura. Sobre la frente, una corona de hueso tallado brillaba bajo el sol, austera y sagrada.

—Yo soy Talestris, reina de las Amazonas —dijo con voz clara.

Hefestión sonrió, sin bajar la guardia.

—No venimos a matar.

—Entonces, ¿a qué? —preguntó Ptolomeo, sin apartar la mirada de la lanza que ella apoyó en el suelo.

—Vengo por la semilla del rey de los hombres.

Un murmullo recorrió la escolta macedonia. Calístenes anotaba ya en su tablilla.

—¿Quieres un hijo de Alejandro? —preguntó Clito.

—Una hija —corrigió Talestris—. Una heredera nacida del fuego de Ares y el hierro de Macedonia.

Alejandro desmontó. No habló de inmediato. Caminó hasta ella, la miró a los ojos.

—¿Y si digo que no?

—Entonces, nos iremos —respondió Talestris—. Pero tu linaje perderá la sangre más fuerte del Caspio.

Alejandro se volvió hacia Hefestión. Su amigo negó con la cabeza.

—Esto es una locura.

—Tal vez lo es —respondió el rey—. Pero Ares nunca fue sensato.

Una amazona de cabello dorado y mirada desafiante desmontó sin prisa. Su figura esbelta atrajo más de una mirada, pero ella solo se dirigió a Clito. Se detuvo frente a él, lo observó de arriba abajo y, sin decir palabra, le rozó el mentón con los dedos. En sus labios asomó una sonrisa torcida.

—Parece que no solo la reina busca descendencia —murmuró Hegéloco, sin apartar los ojos de la escena.

 Ptolomeo se adelantó un paso, cruzando los brazos con gesto inquisitivo.

—¿Y si nace un niño? —preguntó, mirando fijamente a la mano derecha de la reina.

Ésta no titubeó. Alzó la barbilla, impasible.

—Lo matamos.

La respuesta cayó como una lanza en la tierra. Algunos hombres se removieron incómodos. Ptolomeo no.

—¿Eso te hace sonreír?

—Eso me hace libre —respondió ella, con una leve curva en los labios.

Él no sonrió. Dio un paso más, hasta quedar frente a frente.

—Si nace un niño de ti y de mí… será el heredero del mundo.

La mujer lo miró con sus ojos dorados, cargados de juicio y deseo. Luego, sin decir palabra, se volvió. Caminó hacia su tienda sin mirar atrás. Ptolomeo la siguió.

 

—¿Alguna de vosotras quiere que le haga un niño? —dijo Hegéloco, acercándose con su sonrisa fácil.

—Una niña —corrigió una amazona de ojos oscuros y gesto severo.

—Una niña, claro —rectificó él, alzando las manos con fingida inocencia.

Dos mujeres se le acercaron, tan directas como el acero. Lo tomaron de los brazos y lo arrastraron riendo hacia una tienda con el mismo ímpetu con el que se lanzan a la caza.

 

—¿Alguien sabe de hierbas o hechizos? —gruñó Calas, tocándose un costado vendado—. Esta maldita herida aún arde.

Una mujer alta, con cabello trenzado y ojos como la obsidiana, se acercó sin decir palabra. Lo examinó con una mirada seca y después le hizo un gesto para que la siguiera. Calas no dudó. Al entrar en su tienda, el olor a resina y sangre seca lo envolvió como un presagio.

 

Hefestión observaba todo desde el margen, sin moverse. Varias guerreras lo miraban, algunas se acercaron… pero él negó con la cabeza. Se mantuvo firme. No por desdén, sino por lealtad. A Alejandro. A sí mismo.

 

Calístenes levantó la mirada hacia Moira, que limpiaba con cuidado una lanza.

—¿Y tú…?

—Ni se te ocurra —le cortó ella, sin mirarlo siquiera.

Calístenes bajó la cabeza, pero sonrió. Abrió su tablilla y empezó a escribir con rapidez. Luego se acercó a las hogueras donde las piedras sogdianas estaban dispuestas en círculo. Moira lo siguió, resignada.

—¿Sabes leer estas runas? —preguntó él.

—No. Pero puedo enseñarte a no morir leyéndolas mal.

Pasaron la noche descifrando símbolos, explorando los enigmas que las amazonas grababan en silencio. Palabras perdidas sobre linajes, pactos de sangre y secretos enterrados bajo el desierto.

 

Demetrio, por su parte, ya no estaba en la plaza. Una amazona de cuerpo ágil lo había tomado del brazo sin pedir permiso. Él no había resistido. Ni una palabra. Solo rió, mientras la seguía a la tienda como quien entra a una tormenta sabiendo que no saldrá igual.

 

Fuera, la luna se alzaba sobre las tiendas. El campamento no dormía. No esa noche.

Entre los hombres del mundo y las hijas de Ares, se tejía algo más que deseo.

Se entrelazaban destinos.

Se abrían grietas en la historia.

Y nadie sabía aún qué nacería de ellas.


Durante trece días y trece noches, Alejandro y Talestris no salieron de la tienda de campaña. Nadie los vio. Las amazonas acampaban fuera, en formación perfecta. Ni una risa, ni un canto.

Hefestión recorría los bordes del campamento sin hablar. Al amanecer del día catorce, Alejandro salió y la sonrisa no le cabía en la cara.

—¿Y bien? —preguntó Hefestión.

—He visto otro tipo de guerra.

Talestris montó sin hablar. Antes de irse, clavó su lanza en el suelo, frente a Alejandro.

—Si nace una hija, la llamaré Artemisa.

Las jinetes se alejaron sin mirar atrás. Calístenes guardó su tablilla con cuidado.

—Nadie se va a creer esto… —murmuró.

Clito no respondió. Solo miraba la lanza clavada en la tierra, como si fuera un presagio.

 

La hoguera ardía entre tiendas manchadas de polvo y sangre seca. Las risas de los soldados llenaban el aire con el humo del cordero quemado. Hegéloco se inclinó hacia el fuego, los dientes relucientes tras la copa de vino.

—¿Has visto, Demetrio? —dijo, guiñando un ojo—. Hubo una que le acarició el mentón a Clito. Esa mujer tenía músculos en los muslos que podían partir lanzas.

Demetrio escupió un hueso al suelo y soltó una carcajada ronca.

—¿Esa? La vi bajarse del caballo sin mover una ceja. Y Clito... Clito tragó saliva como un paje en su primera orgía.

Los hombres rieron.

—¿Y Alejandro? —preguntó uno desde la sombra—. ¿De verdad estuvo trece días con la reina?

Hegéloco alzó tres dedos.

—Trece noches, bestia. Los días se los pasó diciéndose a sí mismo que “meditaba sobre la unión de culturas”.

—¡Unión, dice! —bufó Demetrio, levantando la copa—. Esa reina lo unió bajo las piernas, eso sí.

Las carcajadas estallaron de nuevo. Al fondo, Calas cruzó entre las tiendas, el rostro severo bajo la luna. Los soldados bajaron la voz.

Demetrio murmuró:

—Nos mata si oye esto.

Hegéloco alzó la copa en su dirección.

—Mi hermano mata muchas cosas. Pero no los chismes buenos.

—¿Qué creéis que querían de verdad? —preguntó un joven pelirrojo—. ¿Solo hijos?

Hubo un silencio breve. Luego Demetrio, con la voz más baja:

—Querían probar al rey. A ver si era dios... o solo hombre.

—¿Y qué ha sido? —insistió el pelirrojo.

Hegéloco sonrió. Su sombra tembló sobre la tienda.

—Trece noches, hermano. Ningún hombre aguanta eso. Solo los malditos héroes o los dioses.

 

Demetrio, Guardia Personal de Calas
Su último acto

Samarcanda, 328 a. C.

Samarcanda ardía en vino, humo y música. Los macedonios brindaban por la gloria, por las heridas cicatrizadas y por las que aún sangraban. En el salón del banquete, antorchas iluminaban los rostros sudados de los generales. Las copas rebosaban vino puro, los macedonios eran los únicos griegos que no lo rebajaban con agua. Los griegos presentes murmuraban desde las esquinas, horrorizados… Solo los bárbaros bebían así.

—¡Por el León de Macedonia! —gritó Hefestión, levantando su copa—. ¡Por el hijo de Zeus!

Alejandro sonrió sin moverse del trono. En su mejilla brillaba una gota de vino. Calístenes murmuró algo a Ptolomeo. El sabio no bebía.

Clito, con los codos sobre la mesa y la boca torcida, lanzó una carcajada áspera.

—Sólo he conocido a un León de Macedonia… se llamaba Parmenión —dijo murmurando— Hijo de Zeus, ¿eh? —alzó la voz—. ¿Y también padre de la victoria?

Las conversaciones cesaron. Hasta los músicos dejaron caer sus laúdes.

—No empieces, Clito —murmuró Hefestión, sin apartar la vista de su copa.

—¿Y por qué no? —Clito se puso de pie—. Toda la gloria de este salón se la debe a un hombre que ya no está. A Filipo, su padre. El verdadero rey.

Alejandro dejó la copa en el suelo. Ptolomeo dio un paso hacia él, pero el rey alzó la mano.

—¿Vas a negarlo? —siguió Clito—. ¿Acaso no fui yo quien salvó tu vida en el Gránico? ¿O también eso te lo regaló Zeus?

Un murmullo de incomodidad recorrió la sala. Hefestión se incorporó. Calas ya tenía una mano en la empuñadura de su espada.

—Calla, Clito —dijo Alejandro en voz baja—. Has bebido demasiado.

—No más que tú. Pero tú no tienes derecho a silenciarme. Sin mí, estarías podrido en una zanja persa.

Alejandro se levantó. Sus ojos, fijos en Clito, no parpadeaban.

—Quitaos de en medio.

Los guardias dudaron Ptolomeo se adelantó y sujetó a Clito por un brazo.

—Ya basta. Vamos, fuera.

Lo arrastraron hasta el patio, mientras él soltaba insultos. Pero al cabo de unos minutos, una puerta lateral se abrió. Clito regresó solo.

—Qué perversa costumbre han aprendido los griegos de los persas —recitó, clavando la mirada en Alejandro—. Adorar a los mortales como si fueran dioses.

Nadie se movió. Alejandro cogió una copa y la arrojó contra el suelo. Luego se giró y le arrancó la lanza a Hegéloco.

—¡Majestad! —gritó Calístenes.

Demetrio se interpuso, pero fue empujado a un lado. La lanza voló. Se hundió en el pecho de Clito. El guerrero retrocedió dos pasos. Miró a Alejandro, como si no entendiera. Después cayó de espaldas.

El silencio cayó como una losa. Hefestión soltó la copa. Ptolomeo quedó sin respiración.

Alejandro miró la lanza atravesando a Clito. Retrocedió. Las manos le temblaban. Se giró y desapareció por la cortina del fondo.

Alejandro había matado a Clito.


Dos monedas

Calístenes se acercó al cuerpo. A pesar del silencio, el zumbido del vino, de la sangre caliente aún palpitando bajo la piel muerta, le retumbaba en los oídos. Se arrodilló junto a Clito, tocó con dos dedos su cuello, buscando el pulso inexistente. Lo confirmó con la mirada grave de un testigo que lo había visto todo.

Se levantó sin decir palabra y siguió a Alejandro, que ya había abandonado el salón como un relámpago oscuro. Lo encontró en la tienda real, con los puños cerrados, derribando ánforas, gritando a la nada, a los dioses, al padre ausente y al hijo imposible de ser.

—Majestad —musitó Calístenes.

—¡Fuera! —rugió Alejandro, sin mirarlo—. ¡Largo de mi vista!

Calístenes retrocedió, sintiendo por primera vez que había perdido a su amigo, no en cuerpo, sino en espíritu. La tela de la tienda cayó tras él como una sentencia.

En el patio, Hefestión se arrodilló junto a Clito. Tenía los ojos nublados y las manos temblorosas. Con gesto lento y reverente, le cerró los párpados con los dedos. De su propia bolsa sacó dos monedas, y se las colocó sobre los ojos.

—Perdóname, hermano —susurró, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla—. Esta guerra nos ha devorado a todos.

Ptolomeo respiró hondo y se adelantó. Su voz, seca como el acero, resonó entre los hombres que aún no sabían si moverse o llorar.

—Llevadlo a mi tienda. No merece pudrirse aquí entre los restos de este festín.

Demetrio, pálido, asintió sin decir palabra. Se agachó junto a Ptolomeo y lo ayudó a levantar el cuerpo. La lanza aún asomaba por el torso. Ninguno se atrevió a retirarla. El camino hasta la tienda del general fue breve, pero cada paso retumbó como un tambor funerario.

—¡Se acabó la fiesta! —bramó Calas desde el centro del salón—. ¡Fuera todos!

Las antorchas temblaron con su voz. Los músicos recogieron sus instrumentos en silencio. Los oficiales se retiraron, cabizbajos, sus pasos pesados. El vino ya no sabía a victoria.

Y en medio del desorden, Hegéloco no se movió. Se llevó la copa a los labios con lentitud. Observó el lugar donde había caído Clito. Una sombra le cruzó la mirada, pero sus labios apenas se curvaron.

Clito había matado a su padre, por orden del mismísimo Alejandro.

El círculo se cerraba.

Y el infierno, una vez más, se disfrazaba de justicia.

 

La culpa

El silencio después fue como un abismo. Nadie respiraba.

Alejandro, solo en su tienda, se tambaleó como un hombre maldito. Las telas colgantes se movían con el viento, pero él no las sentía. Se arrancó el manto púrpura de los hombros y cayó de rodillas sobre la alfombra manchada de vino. Gritó, desgarrando la noche, como si pudiera expulsar con la voz el peso del crimen.

—¡Clito! —rugió— ¡Hermano…! ¡Padre…! ¡Traidor…!

Sus manos buscaron su rostro como si quisiera arrancarse los ojos, la piel, la memoria. Aulló. Con los dedos llenos de furia se arañó la cara, dejando surcos que pronto se tiñeron de sangre. Tropezó con una urna de cenizas rituales y la volcó sobre sí mismo. Se las echó sobre la cabeza con desesperación, cubriéndose como un penitente antes de su sacrificio.

—¡Soy un asesino! —clamó, mirando al techo de la tienda, como si esperara que Zeus lo fulminara.

Tomó su espada. La desenvainó con violencia y la sostuvo contra su pecho.

—¡No merezco este mundo! ¡No merezco este reino ni la sangre que derramamos por él!

Entraron Hefestión, Ptolomeo y Calístenes, alertados por los gritos.

—¡Majestad, no! —Hefestión corrió hacia él y sujetó su muñeca, con lágrimas en los ojos.

—¡Alejandro, por los dioses! —exclamó Ptolomeo, sujetándolo por los hombros.

—No puedes seguir destruyendo lo que amas —dijo Calístenes, con la voz rota.

Lucharon contra él. Alejandro se debatía, como un toro herido. Pero la fuerza lo abandonaba por momentos, consumido por la culpa. Finalmente cayó hacia adelante, con la espada entre las manos, sin fuerzas para empujarla. Hefestión lo abrazó desde atrás, temblando.

—Te necesitamos —susurró—. No nos dejes.

Alejandro gimió como un niño atrapado en la noche. Su cuerpo se sacudía, cubierto de ceniza y lágrimas. Las velas se apagaban una a una, como si incluso la luz no pudiera resistir ese dolor.

Calístenes lo miró en silencio, con los labios apretados. Comprendió entonces que el más grande de los reyes era también el más frágil de los hombres.

Y que, a veces, el precio del poder era destruir lo que se amaba más.

 

Durante tres días no salió de su tienda. El incienso se apagó, la comida quedó intacta en los platos de plata, y las sombras se alargaron como buitres en torno al campamento. Los soldados evitaban la tienda real como si en ella habitara una plaga.

Algunos afirmaban que se había arrancado la túnica a jirones, maldiciendo el día en que empuñó una espada. Otros juraban que pidió una daga a uno de sus sirvientes y que éste huyó despavorido. Ninguno se atrevió a confirmar nada.

En la tienda de oficiales, la tensión era un veneno.

—¿Y si le da por matarnos a todos? —susurró Calístenes a Hefestión al segundo día, apenas moviendo los labios.

Hefestión no respondió. No podía. Llevaba dos noches sin dormir, con la culpa latiéndole en las sienes.

—Clito era su hermano de leche —añadió Calístenes, como quien enumera razones para temer.

—Y el que le salvó la vida en el Gránico —dijo Calas, de pie junto a la entrada—. Si él cayó por una palabra... nadie está a salvo.

El silencio que siguió pesaba más que una lanza.

Ptolomeo, sentado junto al fuego, alzó la vista. Su rostro estaba pálido, la mandíbula apretada.

—No es Alejandro quien está encerrado en esa tienda. Es un dios que ha descubierto que sangra —dijo con voz baja—. Y no hay nada más peligroso que un dios herido.

Fuera, la lluvia comenzó a golpear las tiendas con dedos fríos.

En algún lugar, un perro aulló.

Y Samarcanda, que tres noches antes había ardido en vino y música, ahora callaba como una tumba.

 

¿El siguiente?

La tienda de mando se mantenía en penumbra, apenas iluminada por la luz trémula de una lámpara de aceite. Calístenes, Ptolomeo, Hefestión y Calas estaban sentados en círculo, las espadas descansando junto a sus sillas. Hegeloco y Demetrio, los dos guardias de Calas, permanecían de pie, atentos, como estatuas. Pero el silencio no duró mucho.

—¿Puedo hablar con claridad? —preguntó Hegeloco, rompiendo el aire como una piedra en agua quieta.

Hefestión lo miró largo rato antes de responder.

—Ten cuidado con lo que dices.

—Es solo que… todos lo hemos visto venir —dijo Hegeloco, cruzando los brazos—. Primero Filotas. Luego mi padre, Parmenión. Ahora Clito. ¿Quién será el siguiente?

Ptolomeo se incorporó en su asiento, la sombra de su perfil temblaba en la lona de la tienda.

—Alejandro es un dios —declaró con firmeza—. Puede hacer lo que quiera.

—No es ningún dios —replicó Calístenes con frialdad—. Es Alejandro. Nuestro rey. Y está perdiendo el rumbo.

Un silencio helado siguió a sus palabras. Hefestión tragó saliva, mientras Calas bajaba la vista.

—¿Remordimientos? —murmuró Hefestión, más para sí que para los demás—. ¿Eso fue lo que hizo hablar a Clito? ¿Eso fue lo que lo mató?

—Remordimientos, sí —respondió Hegeloco sin titubear—. Tal vez llevaba demasiado tiempo tragándose la culpa. Tanta sangre… algún día tenía que reventar.

—No puedes decir eso —espetó Hefestión, girándose hacia él—. Estás insinuando que traicionar a Alejandro es comprensible. Eso, Hegeloco… es peligroso.

—No insinúo nada —replicó él—. Sólo digo que ya pasó con Filotas.

—Filotas se lo buscó —intervino Calístenes, rápido, con un gesto severo—. No fue culpa de Alejandro.

Hegeloco sonrió, pero sus ojos no tenían alegría.

—¿Seguro? ¿Estamos todos seguros? ¿O sólo repetimos lo que es más cómodo creer? Yo digo que esto no fue solo orgullo y vino. Esto fue destino… y miedo. Y el próximo podría ser cualquiera.

—No te atreverías a decirle eso a él en la cara —dijo Calístenes, con tono más débil, casi resignado.

—¿Y tú? —dijo Hegeloco, cruzando la mirada con él—. ¿Te atreverías tú?

Ptolomeo se levantó de golpe, sus ojos brillaban de rabia contenida.

—¡Basta! No he venido aquí para oír veneno. Alejandro… es mi amigo. Mi hermano. No voy a hacerle daño. No pienso formar parte de esto. Me voy a preparar el funeral de Clito.

Se marchó sin mirar a nadie, dejando tras de sí una estela de inquietud.

Hefestión lo observó marchar. Luego miró al suelo, como si esperara encontrar respuestas entre las arrugas de la lona.

—Clito no debía morir así —susurró.

—Nadie debía —añadió Calístenes, más para sí mismo que para los demás.

En el fondo de la tienda, el aceite de la lámpara parpadeó. La llama osciló. Nadie habló más.

Y en el silencio, cada uno entendió que la sombra que Clito había dejado no se iría fácilmente.

Ni de Alejandro.

Ni de ellos.

Ni del mundo.

 

Cuando Alejandro volvió a salir, el rostro estaba demacrado. No dijo una palabra. Caminó solo hasta el lugar donde ardía el cuerpo de Clito y recogió su daga carbonizada.

Calístenes lo observó desde lejos.

—Ha cambiado —murmuró a Ptolomeo con los ojos enrojecidos de tanto beber—. Esa lanza ha matado a algo más que un amigo.

El fuego subía hacia las estrellas.


 

Aristóteles, Mentor de Alejandro

Misiva a Aristóteles

A mi tío y maestro, Aristóteles de Estagira, 

desde los confines de la Bactriana, 

Calístenes, tu sobrino, en la sombra de los dioses.

 

Salve.

Hoy la tinta con la que escribo parece sangre, y mi mano tiembla no por el frío de estas tierras lejanas, sino por lo que mis ojos se vieron obligados a contemplar. Clito el Negro ha muerto, y ha muerto por la lanza de tu discípulo más glorioso, Alejandro, rey de los macedonios, hijo de Filipo, heredero de Aquiles… y verdugo de su propio amigo.

Sí, tío. Clito, el salvador de Alejandro en Gránico, el que arrancó la muerte de sus costillas aquel día, ha sido atravesado por su mano, en un banquete donde el vino fue más fuerte que la razón, y las palabras más afiladas que el acero.

Todo comenzó con brindis y risas, ecos de victorias pasadas y conquistas futuras. Pero las copas no tardaron en llenarse de orgullo, y las lenguas se soltaron. Clito, viejo lobo de la guerra, habló con verdad, como los hombres que han vivido demasiado para temer a los reyes. Recordó a Filipo. Lo comparó y criticó a Alejandro.

Alejandro lo miró, al principio con asombro, luego con la furia de un dios ofendido. Hubo gritos. Hubo desafíos. Los guardias vacilaron. Nadie se atrevía a intervenir. El rey cogió una lanza.

Clito no se retiró. Estaba borracho, sí, pero no era eso lo que lo sostuvo firme. Era su férrea lealtad, su dolor por lo perdido, su desprecio por la adulación de los nuevos cortesanos. Se quedó. Y Alejandro... lo mató.

Una sola estocada. En el vientre. Profunda. Clito cayó sin decir palabra. Murió antes de tocar el suelo.

El silencio después fue como un abismo. Nadie respiraba. Alejandro, horrorizado, quiso arrancarse los ojos, la piel, la culpa. Lo vimos gritar. Se echó ceniza sobre la cabeza. Quiso clavarse la espada. No lo dejamos. Aún no.

No sé si los dioses lo han perdonado. Yo no puedo. No todavía.

Maestro, ¿en qué momento los héroes se convierten en tiranos? ¿En qué hora la gloria se corrompe en locura? ¿Es esto parte de la virtud o el precio de rozar la divinidad?

Te ruego que me respondas. Necesito la sabiduría de tu pluma, pues la mía ya no encuentra consuelo.

 

Calístenes 

Escribano de la historia, 

testigo de la tragedia. 

Leal, pero no ciego.

 

Respuesta de Aristóteles

A Calístenes, 

hijo del deber, 

voz entre los imperios, 

desde Estagira.

 

He recibido tu carta, y con ella, el eco sangrante de una tragedia que ya sospechaba en los vientos. El destino, siempre atento a las cumbres, ha comenzado a cobrarle al joven León de Macedonia el precio de su altura.

Lo que relatas no me sorprende, pero me hiere. No por lo inesperado, sino por lo inevitable.

Alejandro, a quien instruí con esmero y esperanza, ha cruzado el umbral que separa al hombre del mito. Y ese umbral, querido sobrino, se paga con sangre.

Has sido testigo del momento en que un rey, cegado por su reflejo, ha confundido la verdad con traición, la crítica con desafío, la amistad con amenaza. Herir a un enemigo en el campo es justicia. Matar a un amigo en el vino es ruina del alma.

Te diré algo que no enseño en los libros: el que asciende demasiado rápido deja su sombra atrás. Y sin sombra, el hombre deja de ser hombre.

No te apresures a juzgarlo, aunque tampoco lo absuelvas. Los dioses te han puesto en el ojo de la tormenta, no para alabar ni condenar, sino para escribir. Eres su cronista, no su juez. Guarda tus lágrimas para ti, pero no tus palabras para el mundo.

Tampoco olvides que tú también eres hombre. No permitas que el dolor te robe el equilibrio. Ni que la cercanía al poder te arranque la libertad del pensamiento.

Sigue escribiendo. Porque lo que tú ves, nadie más lo verá. Y lo que tú calles, el mundo jamás lo sabrá.

 

A Clito, la memoria. 

A Alejandro, la advertencia. 

A ti, la responsabilidad.

 

Aristóteles

 

Carta de Aristóteles

Fragmento de una carta de Aristóteles a Hermias de Atarneo  Escrita en Estagira, invierno del año 328 a.C.

 

“Me ha llegado noticia del asesinato de Clito, el Negro, a manos del propio Alejandro. Lo mató en un banquete, tras una riña cargada de vino y palabras que no debieron pronunciarse, aunque quizás tampoco callarse.

Los macedonios beben vino puro, lo sé, y también sé cuán rápido se inflama el alma cuando la copa rebosa. Pero en este caso, no ha sido el vino, sino la hybris.

Clito le había salvado la vida en el Gránico. La misma madre los amamantó cuando su madre no pudo. Era más que un amigo. Era su sombra.

Que un rey pueda matar a su sombra sin pestañear no indica fuerza, sino que el espíritu se ha torcido.

Me preocupa la deriva del muchacho. Antes quería ser Aquiles, ahora juega a ser Dioniso. Pronto no sabrá si lleva la corona de un dios o la máscara de un loco.

Que los hombres poderosos teman a sus enemigos, pero teman más a sus propias manos. Porque las manos de Alejandro han matado a su hermano de leche. Y ese crimen no tiene tribunal ni castigo, salvo el que dicta el alma cuando callan los aplausos.

Si aún queda razón en él, pedirá consejo. Si no, me lo pedirán los que sobrevivan.”

 

Calíope, Sacerdotisa de Dionisio

Providencia

La noche en Samarcanda pesaba como ceniza. Más allá de las tiendas y el bullicio apagado del campamento, ardía una hoguera rodeada de piedras. El humo olía a mirra y hojas secas. Calíope se sentó con las piernas cruzadas, los brazos desnudos cubiertos de ceniza ritual. Una mancha de vino oscuro le cruzaba la frente.

Calístenes llegó sin saludar, con la tablilla bajo el brazo. No se quitó el manto. Se dejó caer a su lado y escribió sin mirar el fuego.

Moira, en cambio, se acercó despacio. Caminaba como si pisara tumbas. En la mano llevaba una daga curva, de plata negra. No preguntó si podía sentarse. Lo hizo junto a Calíope, con el metal apoyado sobre las rodillas.

—El vino no lo mató —dijo la sacerdotisa, sin apartar la vista de las llamas—. Lo mató el dios. Dionisio solo sonríe al principio. Luego exige.

Calístenes alzó una ceja.

—¿Y tú, que le ofreces copas, lo excusas?

—Yo no excuso. Yo advierto. Alejandro cruzó el monte Nisa. No volvió solo. Algo más lo cruzó con él.

Moira cerró los dedos sobre la daga.

—Clito no creía en eso. —Dijo en voz baja.

—No hacía falta que creyera —respondió Calíope—. Bastaba con que hablara.

—Le dijo la verdad —añadió Moira, y al fin alzó la mirada—. No debía morir por eso.

—Los reyes no matan por lo que oyen —murmuró Calístenes, anotando algo con los dedos manchados de cera—. Matan por lo que temen. Y Alejandro temió a Clito porque lo amaba.

El fuego se quejó. Calíope echó un puñado de hojas. El humo cambió de color.

—Lo atravesó con rabia —dijo—. Con lágrimas detrás de los dientes. Lo mató igual que uno rompe un espejo que devuelve un rostro que no soporta.

Miró a Moira.

—¿Dónde lo has llorado?

Moira bajó la mirada hacia el fuego.

—No lo he llorado.

Nadie habló durante un rato. Solo se oían los ruidos lejanos del campamento, algún relincho, risas apagadas, un cuenco al caer.

Calístenes rompió el silencio.

—El ejército murmura. Algunos creen que Clito no ha muerto. Que fue otro quien cayó. Otros dicen que Alejandro busca la manera de traerlo del inframundo. A cualquier precio.

Calíope sonrió sin alegría.

—Si baja al Hades, no lo hará con flores. Lo hará con sangre. Y no será la última. Clito fue la tercera sombra rota. Las demás vendrán. Una a una.

Moira cerró los ojos un momento.

—Cuando regrese, si regresa, no será el mismo.

—Ya no lo es —dijo Calíope.

Las llamas se alzaron de pronto, como si una lengua invisible las hubiera tocado. El humo ascendió en espiral y se perdió entre las estrellas. Sobre ellos, la luna permanecía inmóvil, blanca y sin rostro.

 

Pira de Clito
Fuego Negro

El humo de la pira aún reptaba por el campamento cuando Alejandro emergió de la tienda. Llevaba tres días sin hablar con nadie. Ni consejeros, ni sacerdotes, ni amigos. Solo el vino, la sombra de Clito y el cuchillo de la culpa, que no dejaba de girar en su pecho.

Sus pasos resonaban sobre la tierra pisoteada como el tambor de un juicio silencioso. Los soldados apartaban la mirada al verle pasar, como si la muerte caminara con él.

Frente a la tienda de los caídos, lo esperaban tres figuras que no bajaban la cabeza. No vestían túnicas lujosas ni portaban lanzas ceremoniales. Solo acero en la cintura y lanzas agarradas con fuerza y el luto sellado en los ojos. Eran los tres hombres más fieles a Clito: Kallias, el asesino de Tebas, piel curtida y mirada sin pestañear; Drago, el espartano que jamás dormía; y Klaus, su gemelo en la guerra, más bestia que hombre, con su rostro cubierto de cicatrices y siempre en silencio.

Alejandro se detuvo a dos pasos. El viento sacudió su capa de general. Las cenizas seguían cayendo del cielo como un recordatorio.

—Clito era mi hermano —dijo con voz ronca, seca, como arrancada de dentro—. Y lo maté con estas manos.

Los tres guerreros no respondieron. Ni un parpadeo. Solo los nudillos apretados de Kallias traicionaban el temblor.

—Os he fallado a todos —añadió Alejandro, mirando a cada uno como si esperara el filo de una espada—. Pero no volveré a hacerlo.

Drago ladeó la cabeza, desconfiado.

—¿Qué quieres de nosotros, rey?

Alejandro sacó la daga ennegrecida por el fuego de Clito y la clavó en el suelo.

—Vuestra lealtad. No como soldados... como hermanos. A partir de hoy, lleváis su nombre sobre el pecho. No permitiré que su recuerdo se pudra en las crónicas.

Klaus dio un paso al frente.

—¿Y nuestras familias?

—Comerán del oro real mientras viva uno solo de los míos —juró Alejandro—. Nadie bajo mi estandarte os tocará sin pagarlo con sangre. Ahora sois mis hermanos. No por obligación, sino porque él me amaba. Y yo le fallé.

Kallias se arrodilló, no por sumisión, sino por respeto. Tomó la daga del suelo y la entregó al rey.

—Entonces lleva su arma. Y con ella, termina lo que él empezó.

Alejandro la sostuvo entre los dedos. El bronce aún olía a humo. La hoja ennegrecida por el fuego aún conservaba la forma, pero ya no reflejaba la luz; era un pedazo de noche solidificada.

Sin apartar la mirada de los tres, apretó el mango con firmeza y apoyó el filo en su palma abierta.

La sangre brotó densa, caliente, oscura como el vino de las tumbas. Cayó al suelo en silencio.

—Clito me dio esta vida. Con su muerte... me la ha recordado —dijo, tendiendo la hoja ensangrentada a Kallias.

Alejandro con la mano extendida y sobre ella la daga ennegrecida de Clito se la pasó a Kallias, que hizo lo mismo. Drago y Klaus le siguieron sin vacilar.

Y uno por uno, estrecharon la mano del rey.

El rojo de los cuatro se mezcló entre los dedos, chorreando hasta el polvo, formando una unión que no se rompería con palabras ni decretos, sino solo con la muerte.

—Desde hoy —dijo Alejandro con voz áspera—, nadie os tocará sin enfrentarse a mi espada. Ningún enemigo, ningún rey, ningún dios.

Los cuatro entrelazaron las manos ensangrentadas. El fuego de las antorchas tembló con una ráfaga de viento que bajó de las montañas.

—En honor a Clito el Negro —murmuró Kallias.

—Somos Fuego Negro —dijo Klaus el que jamás hablaba.

—Y seremos los últimos en caer —añadió Drago.

—O los primeros en arder —concluyó Alejandro.

La leyenda acababa de nacer.

 

Kallias, Asesino Tebano de Clito
El Vacío de la Victoria

La victoria había sido alcanzada a un coste tan alto que incluso la grandeza de Alejandro no pudo evitar sentir la frialdad del vacío en su pecho. La muerte de Clito el Negro, su hermano de sangre, había dejado una cicatriz en su alma que no era visible, pero sí profunda. Los ecos de aquel golpe resonaban en su mente, como una daga clavada que, aunque retirada, seguía sangrando. Nadie habló de la verdad que había pasado aquellas tres noches, solo se murmuraba entre las sombras sobre los ojos brillantes de Alejandro, su furia descontrolada y las lágrimas que nadie vio caer.

Los días después de la tragedia fueron grises. Alejandro se había encerrado en sus aposentos, negándose a ver a su ejército, a sus consejeros, a sus amigos. Hefestión fue el único que se atrevió a cruzar la puerta de la sala en la que su amigo se recluía. Era tarde, ya pasaba la medianoche cuando entró, sigiloso, y encontró a Alejandro frente a un fuego apagado, mirando una copa vacía, como si pudiera encontrar la paz en el vino que nunca lo había calmado.

—Alejandro —dijo Hefestión con voz suave—, es hora de salir.

Alejandro levantó la vista lentamente, los ojos grises como la laguna Estigia, la expresión más fría que Hefestión jamás había visto en él.

—¿Salir? —replicó, su voz ronca—. ¿Para qué? ¿Para caminar entre los mismos hombres que me dejaron a asesinar a Clito? ¿Para mirar a aquellos que aún creen que soy el rey que alguna vez fui?

Hefestión dio un paso hacia él, sin apartar la mirada.

—Clito no quería que esto te destruyera. Ni él ni nadie.

Un largo silencio llenó la sala, pesado, denso. Finalmente, Alejandro se levantó de su asiento, agarrando su capa y poniéndosela con movimiento automático. Pero antes de salir, se detuvo frente a Hefestión.

—¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar? —preguntó, aunque sabía la respuesta. Sabía que Hefestión nunca habría matado a un hombre tan cercano, tan querido.

Hefestión, sin dudar, lo miró directamente.

—Seguiría adelante. No por ti, no por mí. Sino por el futuro que debemos construir. Clito, como todos los que caen en nuestra senda, lo hubiera querido así.

Alejandro miró por la ventana, al campamento que se extendía más allá de las murallas de la ciudad conquistada. Las tiendas de los soldados, las llamas de los fuegos que nunca se apagaban, el sonido de las voces lejanas que gritaban y celebraban. No podía negar que sentía algo profundo dentro de él, un vacío, un desasosiego. Y entonces lo vio: la figura de una mujer, observando en la distancia, rodeada por una escolta de hombres.

Era Roxana, la hija del sátrapa Oxiartes. Con su porte sereno y su mirada penetrante, la princesa había sido capturada durante la caída de la Roca Sogdiana, un territorio que Alejandro había sometido con mano de hierro. Pero ella no era solo una cautiva, sino también una pieza estratégica en su juego para consolidar su imperio. A medida que se acercaba, el corazón de Alejandro palpitaba con algo que no era solo política.

Roxana entró envuelta en sedas azules, con el porte de una reina y los ojos oscuros como la noche antes de la tormenta. Su cabello, negro y ondulado, caía hasta la cintura como un río de sombra. Llevaba brazaletes de oro y un collar de jade. Cada paso suyo tenía la gracia de una pantera. Alejandro la miró y el mundo pareció detenerse un instante.

Hefestión, observando la dirección en la que Alejandro miraba, sonrió amargamente.

—¿Roxana? —preguntó, sabiendo bien que su amigo no estaba simplemente viendo a una prisionera.

Alejandro asintió lentamente, como si despertara de un sueño. Sus ojos, siempre decididos, mostraban una chispa de algo nuevo, algo que jamás se habría permitido antes.

—Quizás haya algo en ella que ni yo mismo esperaba encontrar —murmuró, sin darse cuenta de que hablaba en voz baja, solo para él.

Hefestión, que había seguido su mirada, suspiró con resignación. Sabía lo que venía: más que un matrimonio político, más que una alianza para reforzar el dominio de Alejandro sobre el vasto territorio que ahora controlaba. Con Roxana, el conquistador estaba comenzando a tejer su propia tela de araña emocional.

 

Roxana, Princesa Bactriana,
Esposa de Alejandro Magno
Roxana, su esposa

Año 327 a.C. 

Bactria ardía aún entre las cenizas del asedio cuando Alejandro la vio por primera vez. No fue en el fragor de la batalla, sino en el murmullo posterior, en un banquete ofrecido tras la caída de la fortaleza de la Roca Sogdiana. Allí, entre las columnas derruidas y las copas de vino oriental, una joven danzaba.

Roxana.

La llamaban la joya de Bactria. Hija de Oxiartes, uno de los últimos sátrapas rebeldes, no vestía como una prisionera. Movía las manos con la dignidad de una reina, y su rostro, esculpido por los dioses del este, dejó a los presentes sin aliento. Hasta los veteranos más curtidos callaron al verla. Alejandro no apartó los ojos de ella en toda la noche.

Los rumores corrieron como la pólvora: que era la mujer más hermosa de toda Asia, que un dios la había engendrado, que traería fortuna o ruina al conquistador. Pero Alejandro no escuchó a nadie. En una decisión que sorprendió incluso a Hefestión, su inseparable compañero de armas y, según muchos, también su alma gemela, el rey la tomó por esposa.

No fue una simple unión política. Aunque muchos vieron en ella una jugada estratégica para sellar la lealtad de la nobleza persa y orientalizar su imperio, el fuego que ardía en sus ojos no era diplomacia. Roxana, aun siendo su cautiva, rechazó las primeras pasiones del rey. Fue entonces cuando Alejandro, en un gesto que no se esperaba de él, dejó a un lado la conquista para ofrecer su mano.

—No serás esclava ni botín —le dijo—. Serás reina.

Hefestión presenció aquel momento en silencio. No hubo celos, pero sí una sombra en su mirada. Había combatido junto a Alejandro desde los dieciséis años, había compartido con él la gloria y la sangre, el vino y los secretos. Ahora debía compartir también su corazón.

A la mañana siguiente, Alejandro convocó a sus oficiales más cercanos. La noticia ya se había esparcido como fuego por el campamento, y no pasó mucho tiempo antes de que todos supieran que el rey había decidido tomar por esposa a la princesa bactriana. No había vuelta atrás; ya nada sería igual.

Durante la ceremonia, que se llevó a cabo con la solemnidad de un ritual político, Alejandro miró a Roxana con admiración. Ella, por su parte, mantenía su mirada fija en el suelo, como si aceptara lo inevitable. No era una joven que soñaba con el romance, sino una mujer que entendía su lugar en el juego de los dioses y los hombres. Y mientras el fuego de las llamas iluminaba la noche, todos en el campamento sabían que este matrimonio cambiaría para siempre el destino de Alejandro.

Los ecos de la tragedia de Clito aún resonaban, pero a partir de ese momento, Alejandro dejaría atrás su duelo personal y se sumergiría en una nueva etapa de su vida, donde las decisiones que tomara con Roxana serían tan cruciales como cualquier batalla librada. La marcha hacia la India, hacia la gloria eterna, continuaría, pero ahora, en su corazón, una semilla había germinado. Una semilla que lo unía más al Oriente que a su propia Macedonia.

Y así, entre las ruinas de la batalla, nacía la leyenda de Alejandro, el rey conquistador, pero también el hombre enamorado, quien seguiría caminando, no solo por su imperio, sino por el legado que dejaría en las tierras lejanas que aún tenía que someter.

Roxana fue la primera esposa de Alejandro. Desde ese día, cabalgó junto a él en la marcha interminable hacia el este, mientras el conquistador se adentraba cada vez más en los misterios de Oriente, alejándose del macedonio que fue. Algunos decían que con cada paso, Alejandro se perdía más en la tierra de los dioses antiguos; otros que fue en los ojos de Roxana donde encontró la inmortalidad.

Pero nadie lo sabía con certeza.

Solo que, después de ella, ya nada fue igual.

 

Drago, Mercenario Espartano de Clito
La leyenda del Fuego Negro

La fogata crepita en el corazón del campamento. Los más jóvenes, soldados y escuderos, se agrupan en torno a un anciano cubierto con un manto de lana. Su rostro, surcado de arrugas, parece de piedra vieja, y su voz, aunque quebrada por los años, posee una fuerza que obliga a escuchar

—¿Queréis oír una historia de verdad? —gruñó el anciano, escupiendo junto al fuego—. No de princesas ni de monstruos, sino de hombres. De lealtad, sangre… y traición.

Los muchachos asintieron en silencio, sus rostros iluminados por la llama.

—Entonces escuchad… la historia del Fuego Negro. No la hallaréis en los cantos de los bardos cobardes ni en las crónicas doradas de los reyes. Esta se susurra entre veteranos, como un conjuro que aún arde.

—Clito el Negro… así lo llamaban. Hermano de leche de Alejandro, su sombra, su protector desde que los dos eran apenas críos con dagas de madera. Clito lo salvó más de una vez. Le dio la espalda a Filipo por él, enfrentó a persas, escitas, a los propios dioses si hacía falta. Clito caminó por las sombras para que Alejandro no tuviera que hacerlo. Pero en una noche de vino y furia, Alejandro le atravesó el corazón de Clito con una lanza. Lo mató por decirle una verdad. Por recordarle que no era un dios.

—Tres días se encerró el rey. No comió, no habló. Sólo el humo de la pira de Clito subió al cielo, y con él, parte del alma de Alejandro.

El anciano miró a los presentes uno por uno, como si les juzgara. Se acariciaba nerviosamente una vieja cicatriz que tenía en la palma de la mano.

—Pero no terminó ahí. El cuarto día, tras orar sobre los restos de Clito, recogió su daga carbonizada de la pira humeante y fue hasta donde aguardaban los tres guardias de Clito: Kallias, el asesino tebano, rápido como el rayo y mortal como la peste. Y los gemelos espartanos, Drago y Klaus, hijos de Esparta, paridos por el hierro. Hombres que solo respondían a Clito.

—Alejandro no les pidió lealtad. Les ofreció sangre.

El anciano levantó la mano, marcando el gesto.

—Sacó la daga quemada que había tomado del cuerpo de Clito. Se hizo una herida en la palma, profunda. Luego se la dio a Kallias. Después a los otros dos. Y cuando los cuatro se dieron las manos sobre el hierro aún caliente, el fuego se alzó tras ellos como si los dioses mismos lo hubiesen aceptado.

—“Desde hoy somos Fuego que no se apaga”, dijo Alejandro. “Negro como la noche en que cayó Clito. Fuego Negro seremos, hasta que el mundo arda o nuestras cenizas lo bendigan.”

El anciano escupió al suelo, esta vez con respeto.

—Desde ese día, nadie volvió a verlos sangrar en batalla. Donde Alejandro iba, ellos iban primero. Si caían, era en silencio. Si mataban, no se escuchaba el grito. Fueron su guardia, su castigo y su penitencia. Cuando el rey dudaba, ellos no. Cuando otros huían, ellos avanzaban. Cuentan que incluso en la India, bajo la lluvia de flechas, Alejandro caminó entre los cadáveres con ellos a su lado, envueltos en sombras que ardían.

El viejo se incorporó, la mirada perdida en los rescoldos.

—Así nació el Fuego Negro, muchachos. En la culpa de un rey, en la muerte de un hermano… y en la promesa de que hay vínculos más fuertes que la carne. La lealtad, cuando se forja con sangre… no muere. Arde.

Silencio. Solo el crepitar del fuego. Luego, uno de los jóvenes susurra:

—¿Y qué fue de ellos, abuelo?

El anciano sonríe, pero sus ojos están lejos.

—Dicen que aún cabalgan… 

Donde el rey no puede llegar. 

Donde se necesita que la historia no olvide.

 

Klaus,
Mercenario Espartano de Clito

Avance de Alejandro Magno: Desde Pella a Bactria

1. Pella (Macedonia) – Ciudad natal y punto de partida.

2. Anfípolis – Cruza el Helesponto desde esta zona hacia Asia Menor.

3. Troya – Visita simbólica en Asia Menor, donde rinde homenaje a Aquiles.

4. Gránico – Primera gran batalla contra los persas (334 a.C.).

5. Sardes – Capital de Lidia, se rinde sin lucha.

6. Éfeso, Mileto, Halicarnaso – Avance por la costa jónica y licia.

7. Gordio – Corta el famoso “nudo gordiano”.

8. Isos – Derrota decisiva de Darío III (333 a.C.).

9. Tiro – Asedio de siete meses (332 a.C.).

10. Gaza y Egipto – Bien recibido, funda Alejandría.

11. Guagamela – Gran batalla contra Darío III (331 a.C.).

12. Babilonia, Susa, Persépolis – Conquista del corazón del Imperio Persa.

13. Ecbatana – Última gran ciudad antes del este.

14. Hircania, Areia – Avance hacia el noreste.

15. Bactria (Actual Afganistan) – Región donde se enfrenta a una resistencia fuerte y se casa con Roxana


Ruta de Alejandro Magno