Eterno XIX
(326 a. C)
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| Hegéloco, Guardia personal de Calas |
326 a. C.
Ecbatana. El sol aún
no había cruzado el borde del monte Elvend cuando Calas cerró la tienda.
Afuera, los tambores de los sogdianos vencidos seguían retumbando como un eco
de su propia humillación. Dentro, tres hombres compartían el aire denso del
cuero, el sudor y algo más antiguo: sangre compartida sin haberlo sabido.
Calas tiró al suelo
un fardo de lino y lo desató. De su interior sacó una tablilla marcada por el
desgaste y la cera cuarteada.
—La encontré entre
sus cosas.
No dijo el nombre. No
hacía falta.
Demetrio cruzó los
brazos. El brazal de bronce le apretaba la muñeca desde la última escaramuza.
No se movía, pero sus ojos seguían el objeto como si pudiera morder.
Hegéloco se sentó en
un taburete bajo, las piernas abiertas, las manos apoyadas en los muslos. Tenía
la misma nariz que Filotas, partida al medio por una vieja herida.
—¿Y qué dice?
Calas lo miró un
momento, luego clavó la tablilla en la mesa con un golpe seco.
—Que somos hermanos.
Los tres.
Hegéloco soltó una
carcajada. Le duró poco.
—¿Eso es alguna broma
de Filotas? No era precisamente poeta.
—No lo escribió para
hacer reír —Calas alzó la voz sin gritar—. Es una confesión. Iba dirigida a
nuestro padre.
Demetrio alzó la
vista.
—¿A Parmenión?
Calas asintió.
—Pero nunca la envió.
La escondió. Hasta ahora.
Hegéloco se
incorporó. La madera del taburete crujió bajo el peso de su cuerpo. Caminó
hacia la mesa y apoyó una mano sobre la tablilla, sin tocarla del todo.
—Entonces tú, el niño
de la cárcel... —murmuró.
Demetrio apretó la
mandíbula. No dijo nada.
—Filotas te sacó de
allí —añadió Hegéloco—. No por piedad. Lo hizo porque eras familia.
—No lo sabía —escupió
Demetrio—. Nunca me lo dijo.
Calas se acercó y
apoyó una mano en su hombro. El gesto fue breve, seco.
—Ahora lo sabes. Y
ahora estamos juntos. Tú y tú —los miró, uno a uno—. El filo, la lanza, y la
voz. Tres hermanos. Un tridente.
Hegéloco sonrió con
medio labio, sin alegría.
—No sé cuál de
nosotros es la voz.
—Ni falta que hace
—dijo Demetrio, alzando la cabeza—. Pero dime a quién debo matar.
El silencio pesaba.
Ninguno parpadeó. Calas giró hacia el arcón, apartó un manto de piel y sacó una
ánfora de barro rojo, marcada con la figura de un león.
—Mi mejor vino —dijo.
Lo destapó con un
crujido seco. El aroma llenó la tienda: especias, tierra, uva negra. Sirvió en
tres copas de metal. Alzó la suya. Los otros dos hicieron lo mismo.
—Por lo que viene
—dijo.
Los bordes
tintinearon al chocar. Hegéloco bebió de un trago, limpió su boca con el dorso
de la mano y se cruzó de brazos.
—Contad conmigo.
Demetrio no
respondió. Su copa descendió despacio. La dejó sobre la mesa y asintió, sin
apartar los ojos del vino que quedaba.
Calas los miró a
ambos.
—Os quiero conmigo.
Hegéloco inclinó la
cabeza.
—Hasta el final.
Demetrio no dijo
nada.
Fuera, los
estandartes de Alejandro ondeaban sin descanso. Dentro, bajo la lona curtida,
tres hombres se miraban sin necesidad de más palabras.
El tridente estaba
forjado.
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| Filotas, Hijo de Parmenión |
Padre,
No
pienso decirte esto a la cara. Me escupirías. O peor, me abrazarías. Ninguna de
las dos cosas me gusta.
Demetrio
es tu bastardo. Lo tuve claro desde que lo vi pelear. Luego busqué. Pregunté.
La mujer con la que te acostaste en Pella lo parió y murió. Él acabó en la
calle. De ahí, a una celda. Lo encerraron por matar a un noble. No me importó.
Lo
saqué.
No
por compasión, ni por nobleza. Lo saqué porque es uno de los nuestros. Porque
un hombre con tu sangre no puede pudrirse tras unos barrotes.
No
le he dicho nada. Ni lo haré. No necesita saberlo para hacer su trabajo. Y lo
hace bien. Sangra por el rey sin preguntar. Igual que tú. Igual que yo.
Si
estás leyendo esto es porque he muerto. O porque algo ha ido mal. O porque el
vino te ablandó el corazón.
Me
da igual. Ya lo sabes.
Haz
lo que quieras con él. Yo ya hice lo que debía.
Filotas
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| Moira, Cónsul de Alejandro Magno |
Año 331 a. C, hace
cinco años
Campamento macedonio,
a las afueras de Babilonia y más allá, los palmerales de Babilonia se alzaban
inmóviles, envueltos en la bruma del Éufrates.
Es de noche. Las
carpas reales tiemblan bajo un viento cálido. Una hoguera arde.
Calístenes esperó a
que el murmullo de los soldados se apagara. Vestía una túnica sencilla, sin
broches, sin oro. Entre los dedos llevaba algo que giraba con nerviosismo: una
sortija con un sello grabado, antiguo, quizás tan viejo como su linaje.
Moira lo vio
acercarse desde la entrada de su tienda. Se había quitado el velo y el calor
del día aún latía en su piel. Lo dejó entrar sin decir palabra. Sus cabellos
largos y suaves al viento, caminaba descalza entre la arena. Sus ojos verde marino reflejan las estrellas. Lleva colgado un amuleto
de Hécate al cuello, la diosa de la magia, la hechicería, las encrucijadas y
los muertos, por eso llevaba siempre un cuchillo de cobre curvado en el cinto.
Calístenes la siguió con
la mirada con una tablilla de arcilla bajo el brazo. Su túnica está manchada de
polvo y tinta seca. No llevaba armas. Solo palabras.
—No deberías andar
sola —murmuró él, alcanzándola—. Hay hombres que aún no distinguen a una
hechicera de una mujerzuela.
Moira sonrió sin
alegría.
—¿Y tú me distingues,
historiador?
—Te amo, Moira. Eso
es algo ¿no?
Moira sonrió y lo
besó.
—No traigo palabras
nuevas —dijo Calístenes—. Solo el valor de repetirlas en voz alta.
Ella arqueó una ceja.
Él levantó la mano y le mostró la sortija.
—Sé que los vientos
de Alejandro nos arrastran hacia tierras donde los dioses tienen cabezas de
halcón o de elefante —continuó él—. Pero si mañana llega la oscuridad, quiero
llevarla contigo.
Moira le retiró la
túnica y lo empujó sobre las pieles extendidas. No hubo prisa ni palabras. Solo
el roce lento de las manos y el jadeo de dos que se habían buscado durante
demasiado tiempo.
Fuera, el campamento
dormía, ajeno al juramento que acababan de sellar sin altar ni testigos.
Hicieron el amor
hasta quedar exhaustos.
Después ella se
detuvo frente al brasero. Tiró un puñado de huesos al fuego. El humo giró como
una serpiente.
—Has escrito las
hazañas de Alejandro, Calístenes. Has dado forma al mito. Pero ahora lo veo en
tus sueños. Él cambia. Se corrompe. Ya no cabalga como un mortal. Le crecen
sombras detrás.
Calístenes bajó la
mirada.
—Alejandro ha sido
tocado por la gloria. ¿Qué mortal podría resistirse? Ícaro, Ulises, Aquiles…
—Tú debes hacerle
recordar quién era.
—¿Y si no quiere
recordarlo?
Moira le tomó la mano
y la apretó contra su vientre.
—Entonces escríbelo.
Escríbelo aunque te cueste la vida.
Volvieron a hacer el
amor hasta quedarse dormidos.
Horas más tarde,
Calístenes se vistió sin hacer ruido. Moira dormía envuelta en su capa.
Antes de salir, él se
detuvo junto a la entrada. El cielo estaba claro. Babilonia temblaba a lo lejos,
envuelta en el calor nocturno.
—No dejes que me
olviden —susurró él.
Moira abrió los ojos.
No sonrió.
—Tendrán que matar
también mis recuerdos para eso.
Calístenes le dio un
beso en la frente y se fue.
Ella se quedó mirando
el cielo.
Y entonces, como un
rayo oculto en la sangre, la visión la asaltó:
Un muro negro.
Una jaula.
Y el sonido de uñas
arañando piedra.
—No —murmuró—. Aún
no.
Pero el fuego de la
hoguera ya había bajado. Solo quedaban brasas.
El trono de Persia
Días después. El
salón de audiencia en Susa se alzaba majestuoso bajo columnas que rozaban el
cielo, talladas con formas de toros y leones. El incienso flotaba en el aire
como un velo espeso, perfumando las palabras. Un círculo cerrado de nobles
persas, envueltos en túnicas blancas y cargados de joyas antiguas, rodeaba al
conquistador. Alejandro, en el trono de Darío, mantenía la mirada firme, con el
cetro apoyado en una rodilla. A sus pies, eunucos de rostro impasible y
escribas inclinados sobre tablillas recogían cada palabra, cada gesto. El poder
se derramaba en ese silencio solemne, donde Oriente y Occidente se miraban sin
pestañear.
Calístenes, de pie
junto a Hefestión, observa en silencio.
Un noble babilonio se
arrodilla. Besó la mano del rey. Luego, su frente toca el mármol.
—La proskynesis
—murmuró Calístenes.
Hefestión lo miró de
soslayo.
—Es sólo un gesto. No
te aferres a símbolos, filósofo. El mundo cambia.
—Los símbolos son el
mundo —respondió él—. Si Alejandro se convierte en dios, ¿qué quedará para los
hombres?
Alejandro levantó la
mano. Silencio.
—Desde ahora, toda
audiencia real incluirá reverencia. Quien no se incline, no hablará.
Las palabras cayeron
como hachas.
Calístenes dio un
paso al frente. No se arrodilló. No bajó la cabeza.
—¿Dónde está el
Alejandro que se crió conmigo en la isla de las Ninfas? Majestad, el águila no
necesita incienso. Vuela sola. Si te conviertes en ídolo, perderás el recuerdo
de tu humanidad.
El rey no respondió.
Solo lo miró. Largo. Frío.
Y sonrió.
El incienso se alzaba
en espirales lentas entre las columnas de mármol. La sala lateral del palacio,
oculta tras una cortina bordada con hilos de oro, estaba vacía salvo por los
tres que aguardaban. No había músicos. Ni esclavos. Solo una lámpara de aceite
y la mirada fija de la sacerdotisa, que sostenía entre sus manos una cuerda
roja trenzada con hilos de cabello humano.
—¿Estáis listos?
—preguntó ella, con voz de piedra.
Moira asintió. Vestía
de negro. No era seda persa, ni lino macedonio, sino lana áspera traída del norte,
como las de su infancia. El cabello lo llevaba suelto. Sus ojos no parpadeaban.
Calístenes se acercó
a ella y le tendió las manos. Tenía los dedos manchados de tinta y sangre seca.
Había venido directamente desde el archivo sin cambiarse.
—No he escrito un
discurso —dijo él.
—No necesito palabras
—respondió Moira—. Las conozco todas.
La sacerdotisa unió
sus manos con la cuerda.
—Prometed con fuego.
—Prometo —dijo
Calístenes— no apartar los ojos, ni siquiera cuando llegue la oscuridad.
—Prometo —dijo Moira—
no cerrar los labios, ni siquiera cuando el silencio me salve.
La cuerda ardió de
pronto, sin chispa. Solo humo. La sacerdotisa no se inmutó.
—Estáis unidos
—dijo—. Más allá de la lengua, más allá del tiempo.
—Más allá de la
muerte —añadió Calístenes sin apartar la vista de los penetrantes ojos de
Moira.
Los dos se quedaron
frente a frente, sin soltar las manos. Moira extrajo de su cuello un amuleto:
un ojo tallado en obsidiana, colgado de un hilo trenzado. Lo colocó en el pecho
de Calístenes.
—Lo llevé cuando mi
padre cayó. Cuando la peste se llevó a mi madre. Cuando los jinetes saquearon
mi aldea. Ahora es tuyo.
Calístenes sacó de su
túnica una sortija. No era de oro. Era una banda de hierro bruñido, con una
palabra inscrita: Anámnesis.
—Recuerdo —susurró
Moira.
—Y ahora también
olvido —dijo él.
Se besaron sin
ceremonia. No hubo aplausos. No hubo testigos. Solo el eco lejano de un festín
en el salón principal, donde Alejandro bebía bajo el trono de Darío.
Cuando salieron, la
luna ya se alzaba entre las torres. Moira se detuvo en el umbral. Había un
cuervo negro posado sobre una almena, con la cabeza ladeada.
—¿Lo ves? —preguntó.
Calístenes frunció el
ceño.
—¿Un mal presagio?
Moira negó.
—No. Solo un
recuerdo. De que el tiempo ya nos observa.
Él no dijo nada. Le
rodeó los hombros con el manto. Y juntos bajaron las escaleras, sin mirar
atrás.
—Hay algo más… —dijo
Calístenes antes de cruzar el umbral del salón.
Moira se detuvo. La
música, los gritos, el oro, aún estaban lejos.
Calístenes metió la
mano en la parte interior de su túnica. Sacó un cilindro largo, metálico, con
inscripciones apenas visibles al tacto. Tenía tres anillos giratorios, cada uno
grabado con letras sogdianas. El cierre estaba sellado con lacre negro.
—Toma. Guárdalo.
—¿Qué es?
—Un mensaje. Un solo
intento para abrirlo. Si fallas, se deshace el interior. Pero sabrás la clave.
Estoy seguro.
Moira lo sostuvo. Lo
pesó en la mano. El metal estaba frío.
—¿Qué hay dentro?
Calístenes no
respondió de inmediato. La mirada le cambió, se endureció. Sus dedos temblaban.
—Si me pasa algo…
ábrelo. Y sigue lo que dice.
—¿Sin leerlo antes?
—Sin preguntar.
Moira lo miró. No
había ironía. No había miedo. Solo una firmeza que no era suya.
—¿De dónde ha salido
esto?
—Hace tiempo dejé
todo bien atado.
Las palabras no le
salían como antes. No eran suyas. Ni siquiera se dio cuenta de que las decía.
Moira frunció el ceño. Él siguió hablando.
—Confía en mí.
Su voz había
cambiado. Más grave. Más antigua. Moira ladeó la cabeza. El brillo en sus ojos
parpadeó.
—¿Calístenes?
Él parpadeó. Sacudió
la cabeza. El peso desapareció de su rostro.
—¿Qué?
—Nada —dijo ella.
Guardó el cilindro en
su cinturón, bajo la capa. El lacre rozó su piel. Quemaba.
Desde las puertas del
salón, la música estalló. Risas, jarras alzadas, hombres celebrando la muerte
de otro imperio.
Moira volvió a
caminar. Calístenes la siguió.
Lejos de de ellos,
muy lejos, a reinos de distancia. Meir, aun en sopor, sonrió. Estaba
satisfecho.
Ni la noche se movía.
![]() |
| Alejandro Magno, Emperador de toda Asia |
Hace unas semanas.
Los tambores no
habían sonado en días. La guerra dormía bajo la arena, pero en los salones del
campamento real la música seguía viva.
Las cortinas de lino
púrpura temblaban bajo el soplo de incienso. Una hilera de mujeres atravesaba
la estancia: pies descalzos, túnicas traslúcidas, brazaletes tintineando en la
penumbra. Al fondo, Alejandro, recostado sobre cojines de seda, bebía de una
copa tallada en ónice negro.
—¿Cuántas quedan hoy?
—preguntó sin abrir los ojos.
Un esclavo inclinó la
cabeza.
—Ciento siete, mi señor.
—Una menos que ayer
—murmuró Alejandro—. ¿Alguna lloró?
—Tres. Pero no
huyeron.
El rey sonrió.
—Entonces entienden
la honra.
Entró Hefestión sin
anunciarse. Se abrió paso entre el humo y apartó con el brazo a una de las
concubinas que lo miraba fijamente.
—¿Qué haces,
Alejandro? —preguntó con el ceño fruncido—. Tus hombres se pudren esperando una
orden y tú juegas a ser Jerjes.
Alejandro se
incorporó. El cabello le caía sobre los hombros en ondas sueltas, perfumadas de
aceite y azafrán. Su túnica blanca brillaba con hilos dorados. En la frente,
una cinta real persa sujetaba una pluma azul.
—No juego
—respondió—. Gobierno una tierra adoptando sus dioses. No se conquista el mundo
con acero solamente.
—No eres un dios
—escupió Hefestión.
Alejandro se acercó,
descalzo, y lo miró de frente.
—Tú no. Ellos sí
—señaló con la mano hacia la puerta, donde dos nobles babilonios esperaban de
rodillas—. Ellos me adoran. Ellos se inclinan. ¿Por qué tú no puedes?
Hefestión no
respondió. Apretó los puños. Una concubina le ofreció vino y él lo derramó al
suelo.
—Esto no es Macedonia
—dijo el general—. Te estás perdiendo.
Alejandro levantó la
copa hacia la lámpara de aceite.
—¿Perderme? Estoy
ganando el tiempo que perdí entre espadas. La paz me ha dado más que la sangre.
—¿Y también te dio
los ojos vidriosos? —preguntó una voz al fondo.
Era Calístenes. Entró
sin permiso, cubierto de polvo, con el rostro firme. Moira lo seguía, envuelta
en un manto oscuro.
—¿Tú también vienes a
sermonear? —preguntó Alejandro.
Calístenes clavó la
mirada en las bailarinas.
—¿Es esto lo que
querías? ¿Un trono lleno de perfume y gemidos?
—Quiero descanso
—replicó el rey—. Me lo he ganado.
—Clito también
descansó —dijo Moira—. Con una lanza en el pecho.
Alejandro rió. Moira
no.
—Estás cambiando —dijo
ella en voz baja—. O regresando a lo que siempre fuiste.
Alejandro la miró en
silencio.
—¿Todos me habéis
abandonado?
—¿Cómo tienes el
valor de decirnos eso? —preguntó Calístenes Decepcionado.
Alejandro no
respondió. Moira giró hacia Calístenes y le rozó el brazo. Los dos se marcharon
juntos.
Cuando la tienda
quedó en silencio, Alejandro dejó caer la copa. El vino se escurrió por las
alfombras como sangre espesa.
Las mujeres se
quedaron quietas, sin saber si marcharse o postrarse.
Él no dio orden.
Solo cerró los ojos y
murmuró:
—El imperio soy yo. Y
no hay imperio sin sacrificios.
Fuera, los soldados
miraban al cielo esperando que el estandarte volviera a ondear. Pero solo
llegaba humo. Y el rumor de una fiesta sin fin.
Voces en la oscuridad
Era de noche. Carpa
de Calístenes. Moira está sentada en el suelo, rodeada de cuencos de agua negra
y humo de resina. El historiador ha dejado de escribir. Mira al vacío.
—Lo he perdido
—susurró él—. Ya no me escucha. Solo escucha los dioses que él mismo invoca.
Moira extendió las
manos sobre el agua. Una figura flotó en el reflejo: Alejandro, con una corona
de cuernos y fuego en la espalda.
—Aún puedes salvarlo.
Pero no con tus palabras. Con tu silencio.
Calístenes cerró el
puño.
—¿Quieres que mienta?
—Quiero que vivas.
Él se levantó. Rompió
la tablilla de barro contra el suelo.
—No he venido a esta
guerra para sobrevivir.
Moira recogió un
fragmento de arcilla. En él, una palabra aún podía leerse: Verdad.
—Entonces escribe la
verdad. Aunque nadie más la lea.
Moira le dio consuelo
y algo más…
Los cuencos se habían
enfriado. El humo ya no se movía.
La túnica de Moira
caía a un lado. La piel de ambos brillaba con restos de aceite y ceniza. En la
penumbra, solo se oía su respiración.
Moira temblaba. Luego
el temblor se volvió un sollozo.
Tapó su cara con las
manos.
Calístenes se
incorporó. No habló de inmediato. Le acarició la nuca, con cariño.
—Si me pasa algo…
—susurró—. Quiero que te vayas.
Ella levantó la
cabeza. Tenía los ojos rojos.
—¿A dónde?
—A donde no puedan
encontrarte. Donde esto no te alcance.
Moira lo miró.
—No voy a irme.
—Moira…
—Juntos. Hasta el
final.
Calístenes cerró los
ojos. Trató de decir algo. No pudo.
Se inclinó. La rodeó
con ambos brazos. Apoyó la frente en su hombro.
—Lo siento —dijo.
Ella no respondió. Le
acarició la espalda con una mano. El silencio se quedó con ellos. No como
vacío.
Como promesa.
![]() |
| Caronte-Kallias, Guardia Personal de Alejandro |
Calístenes cerró la
tablilla sin escribir. El cálamo le había temblado en la mano. Se lo limpió en
la túnica, pero la tinta ya le había manchado los dedos.
Afuera, el campamento
zumbaba con cantos, como si la guerra hubiese terminado. Dentro de la tienda de
Calas, nadie sonreía.
Kallias tenía los
brazos cruzados. La cicatriz del cuello le latía con fuerza, como si recordara
cada nombre que había borrado con sus manos.
—¿Y para qué me
queréis? —dijo él—. Ya no queda nadie a quien matar que no esté en el bando.
—Nos faltan ojos. Y
manos que sepan cuándo cerrarse —respondió Calas.
Demetrio seguía en
pie. A un lado. Observaba a Kallias. No había ira en su mirada. Solo cálculo.
—¿Estás con
Alejandro? —preguntó Hegéloco.
—Estoy con mi
contrato.
—¿Y qué harás si tu
contrato apunta hacia uno de nosotros?
Kallias se encogió de
hombros.
—Entonces, uno de
vosotros debería matarme primero.
Calas asintió, sin
humor.
—No estamos formando
un complot. Solo buscamos aliados si esto se rompe.
—¿Esto? —Kallias alzó
una ceja—. Esto ya está roto. Solo que no os habéis dado cuenta.
La cortina se abrió.
Calístenes entró. Llevaba la mirada hundida y los dientes apretados.
—He oído voces.
—Estás a tiempo de
irte —le dijo Calas—. Esto huele a sangre.
—Llevo la sangre en
la lengua.
Se acercó a la mesa.
Apoyó ambas manos sobre la madera. Miró a Calas, luego a Hegéloco. Luego a
Demetrio.
—¿Sabéis que
deberíais estar muertos?
Demetrio lo miró en
silencio.
—Los hijos de un
traidor no heredan su sombra. La ley es clara.
—Alejandro tuvo
clemencia —dijo Calístenes—. Pero no todos la tienen. Ptolomeo no la tiene. Y
tú, Demetrio, le caes tan mal como la peste. Si no te mató fue porque estabas
bajo el escudo de Filotas.
—Ahora Filotas está
muerto —añadió Hegéloco.
—Y Alejandro se cree
un dios —dijo Calístenes—. Lo escribe en tablillas de oro. Exige reverencias.
Se cubre con joyas que ningún rey griego habría llevado. Ya no escucha a nadie.
Solo se escucha a sí mismo.
—Entonces no hablemos
de él como si fuera un hombre —murmuró Kallias—. Porque ya no lo es.
—¿Y qué es entonces?
—dijo Hefestión, mientras aparecía detrás de la entrada.
Todos se volvieron.
Hefestión avanzó despacio, pero sus pasos no temblaban.
—¿Qué es? ¿Un
farsante? ¿Un tirano? ¿Un loco?
—No —dijo
Calístenes—. Es un vacío que se llena con la voz de los demás. Y los demás ya
no le dicen la verdad. Quien ha tenido el valor de hacerlo, está muerto.
—Yo se la digo
—contestó Hefestión—. Y él me escucha. Como escucha a Ptolomeo. Tú crees que
escribes historia, pero solo escribes veneno.
—Y tú confundes
obedecer con creer —espetó Calístenes.
—¿Quieres que
Ptolomeo acabe con Demetrio? —interrumpió Calas—. ¿Eso es lo que estás
diciendo?
—Estoy diciendo que
si Demetrio muestra su sangre, lo matarán. Que si uno de vosotros cae, caerán
todos. Y que Alejandro no es el único peligro. Los que lo rodean ya están
eligiendo herencias.
Hefestión bajó la
mirada hacia Kallias.
—¿Y tú?
Kallias se echó hacia
atrás.
—Yo soy un buen
asesino. Eso me basta.
Nadie habló durante
un rato. Solo se oía la risa lejana del festín. Un plato cayó, una carcajada
rebotó en el suelo de piedra.
Hegéloco rompió el
silencio.
—Entonces no decimos
nada.
—No aún —dijo Calas.
Calístenes cogió su
tablilla rota del suelo.
—Aún hay tiempo
—dijo—. Pero no para todos.
Kallias ya se
marchaba cuando giró la cabeza hacia atrás.
—La próxima vez que
me llaméis… que sea para usar el puñal.
Y se fue.
Nadie lo detuvo.
El que no se arrodilla
Ahora 326 a. C., Ecbatana
La corte de Alejandro
se había vuelto un teatro de espejos rotos. El rey, cubierto de sedas persas y
oro bactriano, ordenó a sus oficiales que se postraran ante él como si fuera una
deidad viviente. “Proskynesis”, la llamaban los orientales: una reverencia que
exigía rodilla en tierra y la frente contra el suelo. Un acto de sumisión
absoluto, concebido para los reyes que afirmaban tener sangre de dioses.
Pero los macedonios
no olvidaban de dónde venían. Su acero no conocía tronos ni incienso, y su
lengua, afilada por el vino y la guerra, no aceptaba otra divinidad que no
fuera la victoria.
—¿Arrodillarme? —dijo
Calístenes al recibir la orden—. ¿Besarle la mano como a un dios? No. Que lo
hagan los persas, no un griego libre.
El salón quedó en
silencio.
Calístenes, sobrino
del filósofo Aristóteles y cronista de la expedición, había sido hasta entonces
uno de los hombres más cercanos a Alejandro. Había narrado sus conquistas, sus
glorias y su ascenso como un nuevo Aquiles. Pero en ese momento, frente al trono
del hijo de Filipo, supo que hablaba no al héroe que cruzó el Helesponto, sino
a alguien que había comenzado a creerse inmortal.
El salón del trono
olía a aceite caliente y a polvo del camino. Las columnas estaban llenas de
cintas persas. Las voces murmuraban. Todos sabían lo que venía.
Calístenes no dobló
la rodilla.
—Arrodíllate —dijo
Ptolomeo desde el lado derecho del trono.
Calístenes dio un
paso. Lo justo para estar en el centro. No más.
—No.
El silencio bajó como
un hacha.
Alejandro lo miró
desde lo alto. Capa púrpura. Túnica dorada. El tocado de los reyes de Babilonia
le cubría media frente. Los anillos de los reyes muertos le brillaban en las
manos. No hizo ningún gesto. Solo esperó.
—Deberías recordarlo,
Alejandro. Por Grecia cruzaste Asia. Por Grecia partimos de Macedonia, nuestra
casa.
No hubo eco. Solo
ojos que se movían entre él y el rey.
—¿Volverás para
exigir a los hijos de Esparta que te besen los pies? ¿Ordenarás a los
atenienses que se postren como esclavos?
Alejandro no habló.
No hizo falta. La mirada bastó para que dos guardias se tensaran.
Calístenes levantó la
barbilla.
—Nos criamos juntos.
Aristóteles te llamaba igual que a mí: alumno. Éramos niños. Luego jóvenes.
Ahora somos hombres. Tú te hiciste rey. Luego emperador. Ahora te llamas dios.
Un murmullo cruzó la
sala.
—No lo eres.
Ptolomeo puso la mano
en la empuñadura. Hefestión, desde el fondo, negó con la cabeza.
—¿Quieres ser un
tirano? ¿Un dios con pies de barro y la boca llena de oro? Vas bien. Mira a tu
alrededor. Mira lo que has conseguido.
Calístenes extendió
el brazo. Señaló la corte. Hombres con túnicas que jamás pelearon. Sacerdotes
que pronunciaban tu nombre como si fuera una ofrenda. Príncipes vestidos de
seda. Griegos mudos. Macedonios que bajaban la cabeza.
—Has conseguido
sangre. Has conseguido respeto. Has conseguido que los dioses te escuchen. Muy
bien.
Guardó silencio.
—¿A qué precio?
Alejandro no
respondió.
—Yo no me arrodillo.
Esta es la gota
final. Alejandro quiere que todos se
postren. Pero Calístenes se mantiene en pie.
—No puedo inclinarme
ante un hombre —le dijo—. Porque no escribiré que los dioses se inclinaron ante
ti.
Dio media vuelta.
Caminó sin que nadie lo tocara. Nadie se movió. Ni siquiera los guardias.
Afuera, el sol ya
bajaba sobre las columnas de piedra.
Dentro, el eco de sus
pasos aún flotaba en el mármol.
Ese fue el momento en
que eligió su destino. No desafió al rey por soberbia, sino por fidelidad al
pasado. Sabía que lo pagarían. Pero también sabía que, sin él, nadie dejaría
constancia de que Alejandro fue mortal.
Los ojos del rey,
antaño cálidos, se oscurecieron como una tormenta gris que oculta las
estrellas.
Desde lo alto del
salón, entre columnas de ónice, Hefestión observaba con gesto contenido. Nadie
se atrevía a hablar. Nadie, salvo el viento de la noche que colaba arena entre
los tapices babilonios.
Esa misma noche,
mientras Calístenes escribía en su tienda, escuchó la voz suave de su amada
Moira diciéndole:
—No lo hagas. Si lo
haces, ya no serás tú. No te conviertas en lo que más desprecias. Hazle volver,
escribe la verdad, escribe que tú lo detuviste.
Moira. Su amada. Su
conciencia.
Pero no hubo
redención.
Poco después, la
llamada “conspiración de los pajes” sacudió el campamento como un zarpazo. Los
jóvenes asistentes del rey fueron acusados de planear su asesinato. Calístenes
fue implicado, sin pruebas, solo por haber hablado demasiado alto, demasiado
claro.
—Ha dejado de ser
útil —murmuró Alejandro ante sus consejeros—. Ahora solo es una carga.
Ordenó su detención.
![]() |
| Calístenes, Historiador y Embajador de Alejandro Magno |
Camino al juicio
Pasillos de piedra.
Calístenes, escoltado por soldados, camina con las muñecas atadas por cuerda de
cáñamo. Detrás, los dos soldados no hablaban. Las espadas colgaban del cinto,
sin desenfundar.
El jardín interior
olía a agua estancada. Las fuentes estaban vacías. Las hojas muertas cubrían la
piedra. La luna, redonda y blanca, golpeaba la armadura persa de Alejandro.
No se giró.
—¿Por qué lo hiciste?
—preguntó Alejandro, sin girarse.
Calístenes levantó el
rostro. Tenía barro en las sandalias. La túnica se le pegaba al cuerpo.
—Porque te amaba como
a un hermano —respondió Calístenes
—Eso ya no basta. —dijo
Alejandro.
—Te vi cruzar el
Gránico con fuego en los ojos. No quería verte arrodillado ante tu propia
sombra.
Alejandro no se
movió.
—Podrías haber
callado.
—Morir diciendo la
verdad es menos amargo que vivir escribiendo mentiras. —le dijo con lágrimas en
los ojos.
La voz se le quebró.
No bajó la vista.
Alejandro giró por
fin. El rostro no era el del joven rey. Era piedra. Era máscara.
—He terminado con los
filósofos.
Levantó la mano. Solo
un gesto. Bastó.
Los soldados dieron
un paso. Uno le cortó las sogas. El otro le cubrió la cabeza con un saco.
Ya no hubo más
palabras.
La celda sin nombre
Como griego libre, no
pudo ser juzgado por un tribunal macedonio. No hubo juicio. No hubo sentencia.
Solo barro, hambre y cadenas.
Calístenes, como
griego libre y sobrino de Aristóteles, estaba protegido por la tradición
helénica: no podía ser juzgado sin un proceso formal. Pero en ese momento, la
figura de Alejandro ya no respondía a las leyes de Macedonia ni a las
costumbres griegas. Se había elevado por encima de ellas, reclamando una
autoridad divina. Por eso no hubo juicio: porque un juicio implicaría que aún
existía un orden legal, y lo que reinaba ya era el poder absoluto.
Fue un castigo sin
forma legal, porque lo que se castigaba no era un crimen, sino una disidencia.
Calístenes había desafiado el mito. Había dicho que el rey era mortal, y eso
era imperdonable.
Por eso lo encerraron
sin palabras, sin defensa, sin siquiera acusarlo con claridad. Porque hacerlo
sería reconocer que aún existía una ley más allá de la voluntad del rey. Y
Alejandro, en ese momento, ya no aceptaba límites.
Catacumbas de
Ecbatana. Una semana después del decreto real.
Oscuridad.
Barro.
La humedad entraba
por las grietas. No había lámpara, ni manta, ni cuenco.
Solo cadenas y la
piedra.
Calístenes se quedó
en el suelo. La espalda contra el muro. La boca seca. La sangre en los labios.
Los tobillos marcados.
Nadie lo juzgó. Nadie
pronunció su nombre.
No hubo escriba.
No hubo sentencia.
No hubo acusación.
Solo el encierro.
Pasaron días. O
semanas. Nadie habló. Nadie bajó.
Las voces se habían
quedado arriba, donde el mármol aún olía a incienso.
Aquí solo quedaban el
barro y el aire rancio.
Y el eco de una frase
que no se borraba:
"He terminado con los filósofos."
![]() |
| Hefestión Comandante y Consejero de Alejandro Magno |
Hefestión entró en la
tienda sin avisar.
Moira estaba de pie.
No tejía. No leía. Solo miraba el cuenco apagado sobre el suelo.
—Puedo ayudarte —dijo
él.
Ella no se giró.
—¿A qué precio?
—Ninguno. Puedo
llevarte hasta él. Solo una vez.
Moira cerró los ojos.
—¿Cuándo?
—Esta noche.
El cuenco reflejaba
su sombra. Nada más.
—Gracias.
Hefestión asintió y
salió sin decir nada más.
La tienda de Caronte
estaba apartada del resto. No tenía estandarte. Solo una cuerda negra atada al
mástil. Hefestión levantó la cortina.
Caronte afilaba un
cuchillo sobre piedra. No se levantó.
—Necesito un favor.
El filo rascaba con
lentitud.
—No trabajo para ti.
—Trabajabas para
Clito.
—Y Clito está muerto.
Hefestión dio un paso
más.
—Lo sé. Por eso estoy
aquí.
Caronte alzó la
mirada. Tenía barro seco en el rostro. No había dormido. No olía a vino. Solo a
sangre vieja.
—Habla.
—Cuando marchemos…
quiero que lo sueltes.
—¿A quién?
—Sabes a quién.
Caronte dejó el
cuchillo. Se pasó la mano por la barbilla.
—No va a pasar.
—Nadie va a
recordarlo. Alejandro lo olvidará. Tú te quedarás como el guardia fiel. El que
mantuvo la puerta cerrada hasta el final.
—No.
—¿Clito lo habría
hecho?
Caronte lo miró sin
moverse.
—No lo sé. Pero yo no
lo haré.
—¿Por qué?
—Porque no soy Clito.
Hefestión no se
apartó.
—¿Y qué eres?
Caronte se puso en
pie.
—El que no olvida lo
que custodia.
Silencio.
—Esta conversación
—dijo Caronte— no ha ocurrido.
Hefestión dio media
vuelta. No empujó la cortina. La corrió con cuidado.
Caronte volvió a
sentarse. El cuchillo siguió afilándose.
El yelmo de los
muertos
Hegéloco descendió
por las escaleras sin un solo ruido. El casco cubría su rostro. Ningún guardia
lo vio. Ningún perro lo olió. El metal era oscuro, sin brillo. El yelmo de
Hades no pesaba. Lo había llevado en Silio, cuando mató al asesino de Nicanor.
Lo llevaba ahora, bajo las catacumbas de Ecbatana.
La celda estaba
abierta. Nadie vigilaba.
Dentro, Calístenes
permanecía envuelto en sombras, con las rodillas recogidas bajo una manta. No
alzó la vista hasta que Hegéloco se quitó el yelmo y habló.
—No grites —advirtió
él.
—¿Por qué habría de
hacerlo? —respondió Calístenes, sin moverse—. Aquí nadie escucha.
Hegéloco se acercó
despacio, dejó el yelmo a un lado, y sacó un pequeño cuenco envuelto en tela y
una bota de vino.
—He venido a darte
algo mejor que esperanza —dijo él—. Tiempo. Palabra. Y quizá algo de compañía.
—Compañía me basta
—murmuró el prisionero—. El resto ya lo perdí.
Calístenes tomó el
cuenco con lentitud. El queso estaba duro, pero su olor era limpio. Probó un
bocado. Luego bebió un sorbo de vino.
—¿A quién respondes
esta noche? —preguntó con la voz más firme.
—A mi sangre
—respondió Hegéloco—. No a los gritos del rey ni al miedo de los suyos. Solo a
los que aún creen en algo más que oro y silencio.
—¿Parmenión?
—Y tú también —dijo
Hegéloco—. Sigues su senda, aunque no lleves espada.
—Yo no mato. Solo
escribo.
—Y por eso estás
aquí. Las palabras pesan más que la lanza. A veces duelen más que el hierro.
Calístenes dejó el
cuenco a un lado.
—¿Has venido a
matarme? —preguntó el historiador.
—He venido porque me
niego a olvidar. Y porque veo lo mismo que tú. Alejandro sangra. Respira. Y ahora
exige que lo adoren. No es un dios.
—Es un hombre rodeado
de miedo —dijo Calístenes—. Y de consejeros que perdieron la voz por seguir
vivos.
—¿Y tú?
—Yo no he venido a
esta campaña para sobrevivir —respondió el filósofo—. He venido para contar la
verdad.
Hegéloco sacó una
tablilla y un frasco de tinta pequeño.
—Entonces escribe.
Deja algo más que silencio en estas paredes.
Calístenes tomó los
objetos sin palabra. Los sostuvo como se toma una antorcha bajo la lluvia.
—Quiero pedirte algo
—dijo al fin—. Un mensaje para Moira.
—Habla —asintió
Hegéloco.
—Díselo igual que lo
oyes. Sin cambiar nada: “Es la hora. La palabra es el destino.” Solo eso. Ella
lo entenderá.
—Lo diré como tú lo
has dicho —prometió él.
Durante tres noches
volvió. A veces con pan. A veces con juegos. Jugaron en la penumbra, sin
apostar nada más que tiempo.
Calístenes empezó a
escribir en la tablilla. No leía en voz alta. Hegéloco tampoco preguntaba.
La cuarta noche,
cruzó el campamento hasta la tienda de Moira. No llamó.
—Vengo de estar con
él —anunció.
Ella se giró con los
ojos abiertos, pero no sorprendida.
—¿Cómo está?
—Firme. Cansado. Más
lúcido que nadie de fuera.
Moira avanzó un paso.
—¿Y qué ha dicho?
—Una frase —respondió
Hegéloco—. Me la hizo repetir. Me miró a los ojos para que no fallara. Dijo:
“Es la hora. La palabra es el destino.”
Moira se quedó
inmóvil. Bajó la cabeza. Sacó algo del interior de su túnica: un cilindro de
bronce, liso, cerrado por anillos con inscripciones antiguas.
—Lo ha dicho.
Entonces ya no hay marcha atrás —susurró ella.
—¿Sabes lo que
significa?
—Sé que debo recordar
—dijo ella sin dudar.
—No pedí
explicaciones —aseguró Hegéloco.
—Y yo no te daré
respuestas. No aún.
Guardó el cilindro
sin apuro. Lo sostuvo contra el pecho como si
ardiera. Una sola lágrima le surcó la mejilla.
—Gracias por no
traicionar sus palabras —añadió Moira.
—Las palabras son lo
único que sobrevive —afirmó Hegéloco—. A los reyes, a las espadas, a los
imperios. Incluso a la sangre.
Apagó la lámpara y
salió.
Ella se quedó de pie
en la oscuridad. A solas. Con la palabra. Con el destino.
![]() |
| Calas, Oficial de Alejandro Magno |
Las nubes se
acumulaban sobre Ecbatana, negras como brasas apagadas.
Calas cruzó los
jardines interiores, donde el aroma del ciprés combatía con el hedor del polvo
y del sudor seco. Encontró a Moira sentada bajo una pérgola vacía, con la
mirada hundida en la tierra.
Se detuvo unos pasos
antes de llegar a ella. No sabía si hablar, pero habló.
—No merecía estar ahí
—dijo—. Calístenes. Me duele verlo tratado como un traidor cuando fue más leal
que todos los aduladores juntos.
Moira no levantó la
vista. Movió los dedos sobre la falda como quien repasa un bordado invisible.
—No todos los que
alaban al rey lo aman —respondió—. Algunos solo aman seguir vivos.
—Y los que callan no
siempre son cobardes —añadió Calas—. A veces solo esperan el momento. Como yo
ahora.
Moira alzó la cabeza.
Tenía los ojos hinchados, pero sin rastro de llanto nuevo.
—¿Y cuál será tu
momento, Calas?
—Cuando el viento
cambie. Cuando la verdad vuelva a valer más que el oro.
Ella no dijo nada.
Pero por primera vez en días, asintió.
Horas después, Calas
se reunió con Hefestión.
Se apartaron de los
centinelas. Caminaban entre tapices ondeando al viento.
—Necesito decirte
algo que no debe oír nadie más —soltó Calas, sin rodeos—. Demetrio es… bastardo
de Parmenión.
Hefestión se detuvo.
—¿Estás seguro?
—Tengo una carta.
Filotas la dejó escrita, nunca la entregó a nuestro padre. La encontré entre
sus cosas.
—¿Demetrio lo sabe?
—Si y Hegéloco
también. Filotas lo liberó, lo protegió, sin explicaciones. Ahora todo encaja.
—¿Y por qué me lo
cuentas?
—Porque quiero
preguntarte si crees que debería saberlo Alejandro. O si es mejor callar.
Hefestión cruzó los
brazos. El viento jugó con la capa roja que colgaba de su hombro izquierdo.
—Decírselo ahora
sería arrojar aceite sobre una llama. Ya hay quienes no ven con buenos ojos que
los hijos de Parmenión sigan vivos. Y Ptolomeo odia a Demetrio.
—Entonces, ¿callamos?
—Hasta que Alejandro
lo pregunte. O hasta que el muchacho lo diga por sí mismo.
Esa misma noche,
Hegéloco apareció junto a ellos, todavía con olor a arcilla y humo en las
manos. Calas le dio un breve gesto con la cabeza, pero fue Hefestión quien
habló.
—Dijiste que habías
ido a ver a Calístenes.
—Más de una vez. Se
mantiene entero. Escribe. Me habla con una calma que da miedo.
—¿Cómo lo has
logrado? —preguntó Calas—. Hay guardias día y noche.
Hegéloco miró el
suelo, luego alzó el yelmo que colgaba de su cintura. Oscuro, sin ornamentos.
—Esto lo llevé una
vez en el Hades de Sardes. Me lo legaron. No deja huellas. Ni ruido. Me hace…
ausente.
Hefestión avanzó un
paso.
—¿Podrías sacarlo de
allí?
—Podría —respondió
Hegéloco sin vacilar—. Pero no ahora. Las miradas pesan. Y no todas vienen de
este mundo.
—¿Cuándo?
—Cuando el rey mire
al Este y se olvide del Oeste. Cuando Ecbatana se vacíe y los murmullos bajen.
Entonces entraré. Y saldremos.
Hefestión bajó la
voz.
—Si haces esto…
estarás fuera para siempre.
—Ya lo estoy
—respondió Hegéloco—. Pero no pienso dejarlo morir allí dentro. No por decir la
verdad.
Calas asintió con
fuerza.
—Entonces no estamos
solos.
El viento sopló. Los
tres miraron al cielo.
Sobre la torre más
alta, el estandarte de Alejandro giraba hacia el este.
El momento se
acercaba.
El juego de los que
esperan
El tablero estaba
formado por piedras planas sobre el suelo de tierra prensada. Las fichas eran
huesos de ave, marcados con hollín y raspaduras. Dos líneas enfrentadas. Un
centro vacío. Un propósito incierto.
—Te mueves lento
—dijo Hegéloco, alargando una ficha hacia el flanco izquierdo.
Calístenes no
respondió al momento. Observó las piezas, luego a su oponente. Finalmente movió
la suya, rompiendo la línea de defensa.
—Te mueves con ruido
—replicó—. Esa jugada la usaste anoche.
—Y aún no sabes
ganarla.
Se quedaron en
silencio. Más allá de la celda, las antorchas apenas murmuraban. El barro del
muro empezaba a enmohecerse. Calístenes soltó una exhalación breve.
—¿Y Moira?
—Sigue firme
—respondió Hegéloco—. Me pidió que te dijera eso. “Sigo firme”. Nada más. Como
si con eso bastara.
—Basta —murmuró el
prisionero—. A veces las palabras no son para explicar, sino para no rendirse.
Hegéloco tomó otra
ficha. No la movió. La sostuvo entre los dedos.
—He hablado con
Hefestión.
—¿Y qué dice el brazo
derecho del dios?
—Quiere sacarte de
aquí. Me lo pidió sin rodeos. No como soldado, sino como hombre. Como amigo.
Calístenes soltó una
risa sin rastro de alegría.
—¿Y qué espera que
haga yo si salgo? ¿Agradecer la misericordia de quien me enterró vivo?
—No por él —respondió
Hegéloco—. Por ti. Por nosotros. Por lo que aún no ha terminado. Parmenión
murió por orden del rey al que sirvió. Filotas murió sin defenderse. Clito
murió por decir la verdad. Tú podrías vivir.
Calístenes le sostuvo
la mirada.
—¿Y vivir para qué?
¿Para ver cómo Alejandro se sienta en el trono de Amón, coronado por los mismos
sacerdotes que antes llamó farsantes? ¿Para ver a Grecia postrada bajo túnicas
bordadas?
—Para no dejar la
historia en manos de los que escriben por encargo.
Calístenes bajó la
vista al tablero.
—Tu padre… Parmenión…
me pidió una vez que no escribiera ciertas cosas sobre su hijo.
—¿Filotas?
—Sí. Había cartas.
Informes. Comentarios en el campamento. Cosas oscuras. Violencia, arrogancia.
No todas eran ciertas. Le llamaban “el Salvaje”. Parmenión me lo pidió sin
exigencia, solo con esa mirada suya. “No lo pongas, Calístenes. No hace falta.
Ya hay bastante arena en los ojos del mundo.”
—¿Y obedeciste?
—Obedecí. Porque
tenía razón. No siempre hace falta mostrar toda la herida para saber que sangra.
Y Filotas… por todos sus errores, merecía algo más que morir como un traidor
sin juicio.
—Nunca le habló claro
a Alejandro —dijo Hegéloco—. Se tragó las palabras hasta que ya no importaban.
—Yo no cometeré ese
error —añadió Calístenes—. Si alguna vez salgo, hablaré. Y escribiré. Pero
primero, debo salir.
—Lo harás. No ahora.
No pronto. Pero lo harás.
—¿Y después?
—Después… —Hegéloco
movió la ficha que había retenido todo el tiempo. Atacó el centro del tablero—
…seguirás el juego.
La jugada era nueva.
Calístenes sonrió.
—Aprendes lento
—dijo—. Pero aprendes.
Hegéloco se levantó.
El casco de Hades colgaba otra vez de su cintura. Se acercó a la puerta, la
mirilla cubierta por una tela sucia.
—Volveré en dos
noches. Te traeré papel, más vino y quizá una jugada que no esperes.
Hegéloco se puso el
casco y se marchó. La celda volvió a cerrarse.
Pero el juego no
había terminado.
No cambiaría nada
La puerta chirrió.
Dos guardias dejaron una jarra de agua rancia y un cuenco de pan duro. No
hablaron. Cerraron y se alejaron por el pasillo, como si temieran que la voz
del preso aún pudiera herir.
Calístenes no se
movió. Permanecía sentado contra la pared, con los tobillos enrojecidos por los
grilletes. Su túnica blanca, antes digna de los simposios de Babilonia, se había
convertido en una tela de polvo y sudor.
—¿Cuánto vale un
argumento contra un imperio? —murmuró con los labios partidos.
El eco no respondió.
Se llevó la mano al
pecho. Bajo la tela rasgada, colgaba el amuleto que Moira le había dado la
noche de la coronación de Alejandro en Susa, la noche que se casaron en secreto.
El ojo tallado en obsidiana, colgado de un hilo de pelo trenzado.
—Si me escuchas…
—susurró hacia la piedra fría—. No vengas. Aléjate de Alejandro. Él ya no ve
hombres. Solo sombras que lo aplauden.
Las ratas cruzaron
entre sus pies. Calístenes no las espantó.
El aire se volvió más
denso, como si algo invisible hubiera entrado con la oscuridad.
—¿Es esta la fama que
soñábamos, maestro Aristóteles? —alzó la voz hacia el techo de piedra—. Morir
por escribir la verdad.
Los barrotes
resonaron. Una figura encapuchada apareció al otro lado. No habló. Solo se
quedó allí, inmóvil.
—¿Eres tú, Moira?
—preguntó con los ojos entornados.
La figura alzó la
mano y le arrojó algo. Era un pergamino sellado con cera negra. El símbolo: una
luna hendida por una lanza. El sello de la Hermandad de Dionisio.
—Escribe lo que
queda. Haz que se sepa —susurró la voz de Moira, grave, desde la oscuridad—. No
mueras sin dejar fuego.
Calístenes apretó el
pergamino contra su pecho.
—Ya arde dentro de mí
—respondió.
—Cuando sana la
herida, queda la cicatriz para siempre. —Susurró él.
Moira no respondió.
La capucha le cubría el rostro, pero él supo que no hablaba porque lloraba.
Calístenes alzó el
rostro hacia los barrotes. Sus ojos ya no eran los del cronista que discutía
con reyes. Eran los de un hombre en paz con su historia.
—No cambiaría nada
—dijo—. Doy gracias a las tejedoras por haberte conocido.
Moira bajó la cabeza.
Una lágrima cayó entre sus manos. Él la vio brillar apenas antes de desaparecer
en la sombra.
—Gracias —susurró
ella, pero el susurro se quebró en su garganta.
—Ten fe —añadió él—.
El desenlace está en tu mano.
Entonces, la vio.
Colgado del cinturón, escondido entre los pliegues de la túnica negra, colgaba
el portapapiro. El cilindro de bronce seguía cerrado. Las claves móviles aún no
se habían alineado.
—Aún no lo has
abierto.
Ella levantó la
mirada, con los ojos enrojecidos por lo que ya había entendido sin necesitar
leer.
—No he querido.
Saberlo… es convertirlo en verdad.
—Ya lo es —dijo él—.
Solo necesitas pronunciarla.
Ella asintió muy
levemente.
—No te olvidaré
—susurró.
—No puedes. Porque
aún no he terminado.
Se quedaron allí,
separados por los barrotes, unidos por algo más denso que el humo de las antorchas.
Luego ella retrocedió. No dijo adiós.
Él no lo necesitó.
Porque sabía que volvería.
Y porque ya ardía
dentro de ella también.
La figura se
desvaneció entre pasos suaves. El eco del silencio volvió a sellar la celda.
Calístenes cerró los
ojos. Las paredes respiraban. Las palabras no escapaban, pero él seguiría
componiéndolas hasta el último aliento.
—No inclinaré la
cabeza —dijo, y la celda pareció guardar sus palabras.
La muerte de un sabio
Calístenes dejó de
comer la comida que le daban pero también la que Hegéloco le traía. Encerrado
Calístenes vio pasar los días como sombras arrastradas por el sol del desierto.
Su cuerpo se consumió. Su voz calló. Y la muerte le llegó por negarse a probar
bocado. Fuera de su círculo cercano nadie supo cómo murió, para el mundo no
supieron si murió de hambre o bajo las torturas.
Solo quedó el
silencio. Y las páginas que escribió antes de caer en desgracia, con la
esperanza de que alguien, algún día, recordara que entre los hombres que
marcharon con Alejandro, hubo uno que se negó a arrodillarse.
Moira llegó a la
celda cuando el cuerpo ya estaba frío.
El guardia la miró
con la incomodidad del que sabe que alguien tenía que avisarla antes, pero no
lo hizo. Abrió la puerta sin decir palabra. El olor a barro, sudor y tiempo sin
nombre la envolvió al instante.
Calístenes yacía
recostado junto a la pared. Las muñecas apoyadas en el regazo. Los ojos
cerrados. El rostro sereno.
Ninguna señal de
lucha. Ninguna huella de violencia. Solo la del tiempo que se lleva a los que
ya han elegido no quedarse.
Moira se arrodilló.
Le tomó la mano, aún tibia. En los dedos tenía marcas de tinta que no se habían
borrado. En el cuello colgaba el amuleto que ella le había dado. Y en el pecho,
bajo los pliegues de la túnica, encontró algo más.
Un cuaderno de cera y
barro. No era oficial. No llevaba sello real. Era suyo. Lo que escribió cuando
ya nadie lo escuchaba. Palabras grabadas con el hueso de una costilla rota.
Lo abrazó. No lloró.
El llanto vendría después, cuando no hiciera falta contenerlo. Por ahora, solo
escuchó lo que aún quedaba en el aire.
“Haz que se sepa”.
Salió sin decir nada
al guardia. Afuera, el sol quemaba igual que en las campañas de Babilonia. El
campamento no había cambiado. La gloria tampoco.
Solo que ahora
faltaba una voz.
Y Moira llevaba sus
palabras colgadas del pecho, como un filo sin vaina.
—No moriste —susurró
mientras bajaba por la ladera polvorienta—. Te convertiste en advertencia.
Y en algún rincón del
mundo, el portapapiro que aún no había abierto… empezó a pesar más que la
espada de un rey.
La última carta
Hegéloco salió de la
celda con los nudillos manchados de barro seco. En la mano llevaba algo más que
el cuaderno: una carta doblada en tres, envuelta en una tira de lino endurecida
por la sangre. La había encontrado en el interior de la túnica, pegada al
pecho, entre las costillas y el pergamino de barro.
—Esto no es para
nosotros —murmuró mientras se la tendía a Hefestión—. Está dirigida a
Aristóteles.
Hefestión la tomó con
cuidado. El sello era simple: cera blanca y el dibujo de un búho grabado con
una uña.
—¿Es su tío?
—preguntó Hegéloco.
—Si. Lo que no es, es
primo de Alejandro, eso fue un rumor que acabó en certeza...
El silencio se hizo
más pesado. Hefestión giró la carta en las manos. El peso de la tinta aún se
notaba. Iba a mandarla al instante, pero entonces recordó algo.
—Quiero mostrársela a
Moira antes —dijo.
La encontró cerca de
los campos, observando el paso de las nubes bajas sobre la llanura persa. No
lloraba. No hablaba. Solo esperaba.
Hefestión se detuvo a
unos pasos. Ella se giró. No dijo nada. Él tampoco. Solo bajó la mirada hasta
su cuello.
Allí estaba. El
colgante negro. El ojo de obsidiana.
—Fuiste a verlo antes
de que yo llegara —dijo él, sin acusarla. Solo afirmando lo que ya sabía.
Moira no apartó la
vista.
—Era mi esposo
—dijo—. Aunque nadie lo sepa.
Hefestión le tendió
la carta. Ella la tocó sin abrirla.
—¿La has leído?
—preguntó.
—No. No me pertenece.
—Tampoco a mí
—respondió ella—. Debe llegar a su destino.
Lo observó en
silencio. Luego se la devolvió. No rompió el sello.
—Envíala. Que
Aristóteles sepa lo que su alumno, y su sobrino dejó escrito. Que sepa que
murió de pie, sin arrodillarse.
Hefestión asintió.
—Haré que salga hoy
mismo. Nadie más la leerá.
Moira lo miró por
última vez antes de dar media vuelta.
—Y si algún día te
preguntan cómo murió… —susurró—, di que eligió su final. Y lo abrazó.
Hefestión guardó la
carta bajo el peto. Caminó de vuelta al campamento sin mirar atrás.
Esa noche, el
mensajero partió hacia el oeste, atravesando la llanura en silencio.
Y con él, las últimas
palabras de un hombre que nunca pidió perdón por decir la verdad.
Carta de despedida de
Calístenes a Aristóteles
Ecbatana, en la
oscuridad del año 326 a.C.
A Aristóteles,
maestro y tío,
Te escribo desde una
celda que no tiene muros, solo polvo, cadenas y un silencio que pesa más que el
bronce. He perdido el derecho a la palabra entre los hombres, pero no el
pensamiento. Y antes de que la muerte me tome, como ya ha tomado mis fuerzas y
mi nombre, quiero dejarte estas últimas líneas, no como lamento, sino como
testimonio.
Fui fiel, tío. No a
un hombre, sino a la verdad. No al poder, sino a la razón. Y en ese acto, como
tú me enseñaste, acepté sus consecuencias.
Alejandro ya no
escucha. El que cruzó el Helesponto como nuevo Aquiles ahora exige ser
reverenciado como un dios extranjero. Intenté recordarle quién era, de dónde
venía. Fallé. Pero no me arrepiento. Preferí callar mi pluma antes que
embellecer una mentira.
Aquí no hay juicio ni
sentencia, solo olvido. No me preocupa. La memoria del filósofo no se guarda en
mármol ni en oro, sino en la conciencia de quienes aún piensan libremente. Si
estas palabras te alcanzan, deja constancia de que Calístenes no se postró. Que
vivió como un griego libre, y murió como tal.
A Moira, si aún vive,
dile que su voz fue la última luz. Que no se doblegue ante el mundo. Que mi
muerte no es derrota, sino coherencia.
Adiós, maestro.
Guarda mis palabras como si fueran ceniza: frágiles, sí, pero puras.
Calístenes
Carta de Aristóteles
a Moira
Atenas, en el primer
equinoccio tras la noticia de su muerte
A Moira,
Recibí tu carta, y
con ella la noticia que se adhirió a mi alma como la escarcha al mármol:
Calístenes ha muerto. Murió en una celda, sin juicio, sin ley, pero no sin
testigos, porque hasta el silencio tiene memoria cuando un hombre muere por
defender la verdad.
Lo educamos para la
palabra, y murió por ella. No me sorprende. Siempre fue más fiel al logos que
al temor. Lo que sí me asombra, y debo decirlo, es saber que fuiste su esposa.
Que en medio de una corte hinchada de oro, egos y desvaríos, vosotros
hallasteis un rincón secreto donde ser humanos, y libres.
No me duele su muerte
como duele una pérdida. Me duele como duelen las ideas truncadas. Como duele la
injusticia que no deja legado, salvo en el recuerdo de quienes aún pueden
sentir. Pero tú le diste algo que ni el poder pudo arrebatarle: amor sin
condición, sin testigos, sin aplauso. Amor sin altar. Eso, Moira, fue su última
victoria.
Cuídalo en tu
memoria. Y cuídate tú, pues ahora llevas no solo el duelo, sino también el
testimonio. La historia no recordará la boda en Susa, pero yo sí. Y si algún
día me preguntan por qué Calístenes resistió, responderé: porque alguien lo
amaba lo suficiente como para decirle que no se rindiera.
Que la diosa Atenea
te conceda lucidez, y que Hestia mantenga encendido tu hogar.
Aristóteles
Respuesta de Moira a
Aristóteles
Desde Ecbatana, bajo
el cielo incierto del nuevo año
A Aristóteles de
Estagira,
Maestro:
He leído tu carta
esta madrugada, cuando el viento del Zagros trae ecos que no pertenecen a esta
tierra ni a este tiempo. Gracias por tus palabras. Fuiste para Calístenes un
segundo padre, y ahora tus líneas son para mí como el laurel que corona su
nombre en mi alma.
Te escribo no solo
como la esposa secreta de tu sobrino, sino como la portadora de su sangre.
Estoy encinta, Aristóteles. Lo supe la noche en que lo perdí. Algo en mi
interior se encendió, no como consuelo, sino como certeza. Él dejó en mí su
semilla, y con ella un destino que empieza a dibujarse en mis sueños.
Desde hace lunas, he
comenzado a ver cosas. No en el modo de los oráculos que juegan con símbolos,
sino con la claridad brutal del porvenir. Veo a Alejandro solo, deshecho entre
tierras extrañas, devorado por su propia gloria. Veo ciudades levantadas con su
nombre, vacías de espíritu. Veo guerras que arderán tras su muerte como brasas
sin dueño.
Y veo también a mi
hijo, o hija, de pie, en una ciudad que aún no existe. Con la mirada de su
padre, y con la palabra como única lanza. No para vengar, sino para restaurar.
¿Estoy perdiendo la
razón, maestro? ¿O será que el amor y la pérdida nos abren puertas que la
filosofía no sabe nombrar?
Guardaré silencio por
ahora. No revelaré su linaje, ni el tuyo, ni el mío. Pero he empezado a
escribir, como él me enseñó. Cada noche, a la luz de un fuego pequeño, narro
quién fue, qué dijo, y cómo cayó de pie. Lo hago para que algún día, cuando mi
hijo pregunte quién fue su padre, yo no tenga que inventar un héroe: bastará
con decir la verdad.
Gracias por
recordarlo como merece.
Con respeto y afecto,
Moira, hija del
silencio, viuda de la palabra
El precio de la
visión
La tienda de
Alejandro se alzaba en lo alto del campamento como un santuario de oro y
hierro. El estandarte macedonio colgaba pesado en la noche sin viento. Moira
aguardaba frente a los centinelas, con el rostro cubierto por un velo oscuro y
el bastón de madera blanca firmemente apoyado en la tierra. Sus ojos brillaban
bajo la tela como brasas apagadas.
El general la hizo
pasar.
Alejandro estaba de
pie junto al mapa del Este. No llevaba corona. No la miró al principio.
—No eras prisionera
—dijo—. Podrías haberte marchado con los persas o con los profetas de Dionisio.
Sin embargo estás aquí. ¿Por qué?
Moira no respondió de
inmediato. Dio un paso al frente. En su mano estaba la sortija de Calístenes,
la que le había dado la noche de su boda, en ella grabada la palabra: Anámnesis
(Recuerdo) Ni siquiera Alejandro sabía que estaban casados.
—Porque aún queda un
propósito —respondió—. Porque su muerte no fue el fin. Fue una grieta.
Alejandro se giró.
Tenía los ojos hundidos, sin sueño. La mano descansaba sobre la empuñadura de
su espada, como si necesitara la certeza del acero para sostener la voz.
—Lo mandé encerrar
—dijo el rey—. Pero no di la orden de matarlo. Lo sabes.
—No tienes que
mentirme. No soy uno de tus generales —dijo ella sin temblar—.Tampoco he venido
a perdonarte. He venido porque aún lo escucho.
Alejandro frunció el
ceño.
—¿A quién?
—A él —respondió
Moira—. En mis sueños. En las piedras. En las llamas. Su voz no se ha ido, solo
ha cambiado de forma.
—Recuerdo aquella vez
que te humilló en aquella replica de una batalla contra los persas… y no le
hablaste durante tres días… —dijo ella y él recordó.
El silencio cayó
entre ellos como una muralla.
—Podrías decir a
todos que fui un tirano —dijo Alejandro—. Que convertí a tu amado en ceniza por
que hablo demasiado alto.
—Y, sin embargo,
callo —susurró ella—. ¿Por qué crees que lo hago?
El rey se acercó.
Detuvo su mano a un palmo del velo.
—Porque sabes más de
lo que dices.
Ella asintió. Solo
una vez.
—Porque aún no ha
llegado la visión completa. Porque lo que viene es más grande que la muerte de
un hombre. Incluso más que la caída de un imperio.
—¿Y si me convierto
en un monstruo?
—Entonces yo seré el
espejo donde debas mirarte —respondió Moira—. No me quedo para consolarte. Me
quedo para recordarte lo que temes olvidar.
Alejandro dejó caer
la mano. Se giró hacia la sombra de su tienda.
—No quiero verte
caer, Moira.
—Entonces no me hagas
apartar la vista —dijo ella.
—Cuando sana la
herida, queda la cicatriz para siempre. —Susurró ella a oídos de Alejandro antes
de irse.
Esa noche, Alejandro
ordenó una tienda para ella. No entre las mujeres, sino cerca del consejo.
Donde pudiera oírla si hablaba en sueños.
Porque sabía que las
palabras de los muertos pesaban. Y Moira era la voz que aún los arrastraba.
Anámnesis
Moira cerró la
tienda. Afuera, la noche empujaba al campamento a un silencio forzado, roto
solo por el crujido de alguna antorcha, el paso lejano de los centinelas, o el
insomnio de quienes aún cargaban peso en el pecho.
Colocó el
portapergamino sobre la mesa. El cilindro de bronce no había perdido brillo. El
juego de claves seguía intacto, las ruedas de metal marcadas con símbolos
sogdianos. No necesitó pensarlo. Sus dedos giraron hasta formar una palabra:
Anámnesis.
Un clic seco abrió el
cierre.
Dentro, un único
pergamino, enrollado con precisión. No tenía firma. No la necesitaba.
Moira lo extendió con
manos firmes.
“Te observo desde el
otro lado…
y allí nos veremos
cuando llegue tu hora.”
Sus labios se
separaron, pero no pronunció nada. La voz no hacía falta. En las palabras había
algo más que tinta: una presencia que aún permanecía, que no se había marchado
del todo.
Bajo la frase, una
línea grabada con otra caligrafía, más antigua, más ruda. La reconoció. Era la
letra que él usaba cuando escribía para sí, cuando el pensamiento iba por
delante de la mano:
“Hay una llave
escondida en la herida.
Solo el dolor abre la
puerta correcta.”
Moira respiró hondo.
Tocó el colgante de obsidiana sobre su pecho.
—No es solo una
despedida —murmuró—. Es una puerta.
Guardó el pergamino.
Recolocó el portapapiro. Luego apagó la lámpara.
Y en la oscuridad,
antes de dormirse sentada junto a las palabras de Calístenes, supo que el
verdadero final aún no había llegado.
Solo se había abierto
la primera grieta.
Camino del Punjab
Tras el oscuro
episodio que selló el destino de Calístenes en Ecbatana, la corte de Alejandro
quedó marcada por un silencio opresivo. La muerte del cronista no solo apagó
una voz, sino que cerró una puerta hacia la antigua Grecia, que parecía desvanecerse
bajo la sombra creciente del poder absoluto.
Alejandro,
implacable, ordenó que el ejército continuara su marcha hacia las tierras del
este, donde nuevas conquistas aguardaban. Desde las montañas que rodeaban
Ecbatana, la columna se desplegó, con soldados exhaustos pero disciplinados,
empujados por la férrea voluntad del rey.
Atravesaron valles y
ríos, cruzaron territorios hostiles y ciudades conquistadas, donde los ecos de
la resistencia se mezclaban con los susurros de la resignación. Las legiones cargaban
con el peso no solo de las armas, sino también de la incertidumbre y el
cansancio acumulado tras años de campañas sin fin.
El clima cambió poco
a poco, de las tierras secas y frías del oeste a las llanuras húmedas y cálidas
del Punjab. El aire se tornó más denso y pesado, y la vegetación más abundante,
señal de que el ejército se acercaba a regiones donde la naturaleza impondría
sus propias batallas.
Finalmente, tras un
largo y arduo camino, la marcha culminó en las orillas del majestuoso río Indo.
El campamento se levantó a la vera de sus aguas, un pulmón de vida en medio del
avance imparable. Las tiendas blancas se extendieron como un oasis en la vasta
llanura, y el murmullo constante del río trajo alivio y renovación al espíritu
cansado de los soldados.
Allí, junto al Indo,
Alejandro reunió a sus oficiales. La mirada del rey se había endurecido, pero
no había perdido la chispa de la ambición que lo había llevado hasta ese punto.
Frente a él se abría un nuevo horizonte, el umbral hacia el misterioso este,
hacia tierras desconocidas y desafíos aún mayores.
El ejército, aunque
marcado por la pérdida y el desgaste, permanecía fiel a su rey. El Indo era
solo el preludio de la siguiente batalla, la antesala del Hidaspes y de un
destino que aún estaba por escribirse en las páginas de la historia.
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| Guerreros de la Falange macedonia |
Campamento junto al
Indo, 327 a.C.
Las antorchas ardían
en línea, marcando el borde oriental del campamento. El río rugía no lejos,
hinchado por lluvias recientes. Un elefante con la frente ensangrentada gemía
en la oscuridad, abandonado por los conductores indios. El aire olía a metal,
incienso y estiércol.
—¿Y ahora qué quiere?
—escupió Calas, quitándose el yelmo salpicado de barro seco—. ¿Cruzar el mundo
entero con estos monstruos a cuestas?
Demetrio le tendió un
odre de vino y miró hacia el centro del campamento, donde ardía una gran fogata
rodeada de músicos persas, bailarinas bactrianas y oficiales macedonios
descalzos.
—Quiere el Este
—respondió, sin alzar la voz—. Y si lo quiere, lo tomará.
A un lado, Hegéloco
vigilaba en silencio. El acero colgaba de su cadera, aún limpio. No había
combatido en la última escaramuza. Había escoltado a Moira.
La vidente apareció
entre las tiendas, envuelta en un velo púrpura que relucía al paso de las llamas.
Caminaba descalza. A nadie parecía importarle. Todos apartaban la mirada cuando
pasaba.
—¿Has visto al rey?
—preguntó Hefestión, saliendo de la tienda principal con la capa medio caída
del hombro. Tenía el cabello húmedo y olía a mirra.
Moira lo observó un
instante. Luego asintió.
—Lo he visto. Vi más
de lo que hubiera querido.
Hefestión rió por lo
bajo.
—¿Y qué ha visto la
prometida del muerto? ¿El fin de esta marcha? ¿O la próxima emboscada de los
elefantes?
Ella se detuvo ante
él.
—Vi a tu rey contemplar
su reflejo en el escudo de Poros. Vi que no reconoció su rostro.
Hubo un silencio
breve, punzante. Hasta las risas de los soldados se apagaron por un momento,
como si el viento se hubiera detenido.
—No digas eso delante
de Alejandro —dijo Calas—. No ahora.
—Lo diré mientras
conserve voz —replicó Moira—. Y cuando no la tenga, escribiré con sangre.
Demetrio gruñó, sin
saber si reír o santiguarse.
—¿Has tenido otra de
tus visiones? —preguntó Hegéloco, que nunca parpadeaba cuando la miraba.
—Sí —contestó Moira—.
Pero esta no es para vosotros.
Una trompeta sonó
desde el claro. El rey se acercaba.
Alejandro emergió
envuelto en lino blanco. La cinta dorada le sujetaba la frente como una corona,
pero sus ojos parecían arder más que el fuego. Caminaba entre los soldados como
entre ramas secas, sin mirar a nadie.
—Ptolomeo ha
cartografiado la corriente hasta el delta —anunció—. Mañana embarcamos.
Se hizo el silencio.
—¿Y Poros? —preguntó
Calas.
—Sigue siendo rey
—dijo Alejandro—. Y servirá mejor vivo.
—¿Entonces
conquistamos para regalar tronos? —resopló Calas.
Alejandro se acercó
un paso. Los soldados ya no se reían.
—Conquistamos para no
tener que pelear otra vez en el mismo sitio —murmuró el rey—. Un vasallo fiel
vale más que cien cadáveres.
Moira dio un paso adelante.
Hefestión la sujetó del brazo, pero ella no se detuvo.
—¿Y cuántos cadáveres
faltan para que estés satisfecho, Alejandro?
El rey la observó. No
hubo ira en su rostro, pero sí algo más profundo, más frío.
—No voy a discutir
contigo, Moira —dijo—. Te he ofrecido un lugar a mi lado. Tus visiones son
útiles. Y no pienso dejarte deambular por la selva como una sombra.
—Ya soy una sombra
—susurró ella—. Tú me has hecho así.
El viento sopló otra
vez. El río rugió más alto.
Alejandro asintió una
sola vez.
—Entonces sígueme. Y
tal vez logres ver el final antes que yo.
Moira bajó la mirada,
pero no respondió.
Calas apretó los
puños. Hefestión seguía con la mano en la empuñadura.
Demetrio fue el único
que miró al cielo. Las nubes se arremolinaban al este. Sobre ellas, ni el
águila más osada se atrevía a volar.
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| Demetrio, Guardia personal de Calas |
Habían cruzado
Bactria, la tierra de montañas eternas y valles profundos, donde las tribus
montañesas observaban desde sus alturas con ojos desconfiados. Allí, entre
rocas y ríos caudalosos, el ejército macedonio aprendió a resistir el frío
cortante y la traición oculta en la niebla. Las aldeas fortificadas, los pasos
estrechos y las emboscadas se convirtieron en pruebas constantes, pero
Alejandro no permitió que la fatiga ni el miedo detuvieran su avance.
Después, atravesaron
Sogdiana, la región de oasis y desiertos dispersos, donde el sol abrasaba sin
clemencia y el viento levantaba tormentas de arena. En esta tierra de
comerciantes y guerreros nómadas, las ciudades se defendían con murallas
imponentes y guerrillas feroces. Pero Alejandro, maestro en la guerra y la
diplomacia, logró doblegar tanto a las armas como a las alianzas. Sus hombres
marchaban entre palmeras y dunas, aprendiendo a beber el agua con parsimonia, a
ocultarse del sol y a no bajar la guardia ni de noche.
Luego, enfrentaron el
desafío más brutal: domar las arenas del desierto, vastas extensiones de tierra
seca que parecían infinitas, donde cada paso era una lucha contra la sed y el
agotamiento. El polvo se colaba en las bocas, los ojos ardían y las sombras
parecían engañosas. Sin embargo, fue en ese mar de arenas donde la voluntad
macedonia mostró su temple: las filas no se dispersaron, las órdenes se
mantuvieron firmes y la mirada de Alejandro brillaba más fuerte que el sol del
mediodía.
Finalmente, se
alzaron hacia las alturas del Hindu Kush, esas montañas imponentes que parecían
tocar el cielo. Los picos nevados y los caminos traicioneros obligaron a la
tropa a adaptarse a un terreno que no perdona errores. El frío mordía con
fuerza, y el oxígeno escaseaba, pero el ejército subió, escalón a escalón, con
la tenacidad de quienes saben que más allá del dolor está la gloria. En esas
cumbres, donde el viento aullaba como un presagio, Alejandro forjó a sus
hombres en un hierro más duro que sus propias armas.
Así, después de
dominar tierras hostiles y climas extremos, el ejército llegó transformado: ya
no solo era un ejército macedonio, sino una fuerza invencible que llevaba en
sus venas el eco de cada montaña, desierto y río conquistado.
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| Alejandro conquista la India |
El sol se alzaba con
pereza sobre la vasta llanura que abrazaba el río Indo cuando el ejército de
Alejandro comenzó su marcha hacia el este. Tras meses de fatiga, sudor y polvo
acumulado en la piel, las filas de infantería y caballería avanzaban ordenadas,
reflejando la disciplina férrea de su rey.
Atrás quedaba el
campamento junto al Indo, con sus tiendas blancas recortadas contra el cielo y
el murmullo constante del río como telón de fondo. Los tambores de guerra
retumbaban a lo lejos, sincronizados con el galope de los caballos y el paso
firme de los soldados macedonios y aliados.
La tierra bajo sus
pies cambiaba, la vegetación se hacía más densa y húmeda, señales de que el
monzón acercaba su influjo. La humedad del aire se palpaba, un presagio del
gran obstáculo que aguardaba.
Tras días de marcha,
el rumor creciente de un río majestuoso se convirtió en realidad. El Hidaspes
se desplegaba ante ellos, ancho y poderoso, sus aguas turbias arrastraban ramas
y tierra, alimentadas por las lluvias recientes. En la otra orilla, más allá de
la línea de árboles que bordeaba el cauce, se divisaban campamentos y banderas,
señal del ejército de Póros, atento y preparado.
Alejandro observó la
ribera con mirada fría y calculadora. Conocía que aquel río, con su corriente
fuerte y caudaloso cauce, sería una prueba dura para sus hombres y su
estrategia. Pero en sus ojos brillaba la determinación: más allá de esa
frontera líquida, se abría un nuevo mundo por conquistar.
El viento trajo consigo
un olor a tierra mojada y hojas rotas, y el murmullo del Hidaspes se mezcló con
los susurros tensos de los oficiales que discutían planes. Las lanzas se
ajustaron, las armaduras centellearon y la multitud silenciosa se preparó para
lo que sería una de las batallas más memorables de la campaña.
El ejército macedonio
estaba listo. Frente al Hidaspes, la historia esperaba escribirse.
![]() |
| Rey Poros del Punjab |
Ribera del Hidaspes —
India, 326 a.C.
Las lluvias golpeaban
sin descanso las llanuras del Punjab, donde los cinco ríos serpenteaban entre
la niebla como venas de un dios dormido. Alejandro contempló aquellas tierras
desde una altura de barro y roca. Nada en Macedonia, ni siquiera las laderas de
Pella, se parecía a aquello.
El rey Poros era un
gobernante del reino de Paurava, situado en la región del Punyab, en el
noroeste del subcontinente indio (en lo que hoy es Pakistán oriental cerca del
río Hidaspes actual río Jhelum).
Fue uno de los reyes
más poderosos del norte de la India.
—Aquí empieza el fin
del mundo —dijo Calas, con la capa empapada y la mirada perdida.
—Aquí empieza el mío
—respondió Alejandro sin girarse.
El ejército macedonio
se hallaba exhausto tras la conquista de Asia. Habían cruzado Bactria,
atravesado Sogdiana, domado las arenas del desierto y subido las alturas del
Hindu Kush. Pero la India, esa tierra nueva de lluvias gruesas y árboles que
rezumaban savia roja, ofrecía algo distinto: elefantes de guerra.
Bestias con ojos
pequeños y colmillos curvos, acorazadas, entrenadas para aplastar legiones.
Frente a ellas, el rey Poros había desplegado su ejército en la otra orilla del
río Hidaspes.
—No hay cruce fácil
—dijo Hefestión—. Si lo intentamos de frente, nos destrozan.
Alejandro bajó de Bucéfalo,
se agachó y hundió la mano en el barro. Luego miró el cielo.
—Entonces cruzaremos
por donde nadie lo haría.
Esa noche, mientras
la tormenta cubría la ribera, Alejandro dividió a su ejército. Guiados por él,
una parte marchó río arriba, entre juncos y raíces podridas. Nadie hablaba.
Solo se oía el chapoteo de las botas hundidas y el galope apagado de los
caballos.
Cuando el sol surgió
entre nubes desgarradas, el ejército de Poros aún miraba al frente.
Entonces Alejandro
atacó por la espalda.
El estruendo fue
inmediato. Los elefantes giraron sus cuerpos gigantescos, pero no a tiempo. Los
macedonios chocaron contra la retaguardia enemiga como una lanza al rojo vivo.
Moira, la vidente,
observaba desde una colina, con la mirada fija en la figura montada sobre el
elefante blanco.
—Poros no cederá
—murmuró—. Hará del barro un altar.
La lluvia golpeaba la
tierra con furia. El barro tragaba tobillos, escupía flechas y devoraba ruedas.
La batalla no había comenzado; ya se ahogaba.
—Eso no son toros,
son montañas con colmillos —gruñó Calas, al ver la línea de elefantes enemigos
al otro lado del río.
El río Hidaspes
bajaba hinchado, oscuro como vino podrido. Al otro lado, el ejército de Poros
brillaba bajo estandartes de oro y crines teñidas. Los elefantes aguardaban
inmóviles, salvo por los temblores de sus patas y los resoplidos humeantes.
Alejandro montaba a
Bucéfalo, su caballo negro. Lo había hecho cruzar durante la noche, mientras la
tormenta dormía. Ahora observaba al enemigo desde una colina baja. No hablaba.
No parpadeaba.
—Los carros se
hundirán antes de llegar a la orilla —dijo Hefestión, junto a él—. Si Poros nos
espera ahí, querrá que el lodo haga su parte.
—Que lo haga —murmuró
el rey—. El barro no elige bando.
Moira se encontraba a
pocos pasos, con la túnica empapada pegada al cuerpo y el pelo pegado a la cara.
Sus labios se movían sin voz. Nadie osaba interrumpirla.
Demetrio y Hegéloco
vigilaban desde la retaguardia. Ambos portaban lanzas largas y corazas de lino
endurecido, las que usaban solo en los asaltos. Los cascos de bronce les
cubrían la mirada.
—¿Has visto algo?
—preguntó Calas a Moira, sin dejar de afilar su espada contra una piedra.
Ella levantó los
ojos.
—He visto árboles
caer. He visto al río abrirse.
—Eso no ayuda
—respondió él—. Yo he visto hombres morir por menos.
—Y verás más —dijo
ella.
Un cuerno resonó
desde la colina. Alejandro espoleó a su caballo y se lanzó hacia la orilla sin
mirar atrás.
—¡Ahora! —gritó
Hefestión—. ¡Que crucen todos!
La infantería pisó el
agua. Los primeros escudos cayeron con el golpe de las olas. Los macedonios
cruzaban el Hidaspes sin conocer su fondo, solo sabiendo que el rey iba
delante.
Los elefantes se
movieron.
Uno embistió contra
los jinetes avanzados. Otro pisoteó un carro que no logró girar a tiempo. Las
lanzas se doblaban contra sus flancos. Las espadas rebotaban.
La carga iba mal.
Los cien jinetes que
comandaba Calas habían quedado aislados entre dos surcos de barro que tragaban
cascos y ruedas. Los elefantes de Poros avanzaban desde el norte, guiados por
tambores que hacían temblar el aire. A su alrededor, el campo ya no era tierra.
Era una trampa blanda que atrapaba el valor y lo hundía.
Moira alzó ambos
brazos, el manto púrpura ondeó con un crujido. El barro no la tocaba. Su mirada
no buscaba enemigos, sino grietas en el tejido del mundo. Sus labios no
pronunciaban palabras. Su garganta no emitía sonidos. El conjuro subía desde
los huesos.
Los soldados más
cercanos miraban sin entender. Uno cayó de rodillas sin saber por qué. Otro
alzó el escudo por instinto. Sobre sus cabezas, una bandada de cuervos voló en
círculos, formando una espiral que nadie podía explicar.
La suerte cambió.
Hegéloco alzó su
lanza y guió a los jinetes hacia el flanco. No gritó. No pidió permiso. Desvió
a la unidad sin esperar la orden. La suerte que Moira había robado a los dioses
lo envolvía. Un elefante giró la cabeza en su dirección. Su ojo se cruzó con el
asta de Hegéloco.
La lanza entró. La
punta atravesó carne, hueso y masa. El elefante se tambaleó. Su grito hizo
sangrar oídos. Los caballos enemigos cercanos se encabritaron, sus jinetes
cayeron bajo sus propios cascos.
—¡Avanza, Calas!
—rugió Hegéloco—. ¡Hay hueco!
Calas asintió sin
hablar. Espoleó a su caballo. No miró atrás.
Demetrio cubría su
retaguardia. El hacha relucía roja hasta el mango. Un enemigo cargó hacia él
con lanza corta. Demetrio no esquivó. Dio un paso al frente y cortó el arma en
dos. La siguiente estocada no la detuvo el hierro, sino el cráneo del atacante.
Cayó de lado con la boca abierta.
Otro elefante se
acercó. Su pata levantó barro. Demetrio no se apartó. Rodeó la bestia por su
costado, alzó el hacha por encima del hombro y descargó el golpe sobre el
tendón de la pata. El hueso crujió. El animal cayó de lado y barrió con su masa
una fila entera de lanceros enemigos.
Moira bajó los
brazos. El manto cayó con peso. Sus rodillas temblaban. Dio un paso atrás,
luego otro. No cayó, pero su aliento se acortó. La sangre le zumbaba en los
oídos. No estaba hecha para llamar a Hécate. La diosa siempre pedía precio, y
Moira ya sentía el pago en los huesos.
—No más —murmuró—. No
me lo pidas otra vez.
En el valle, el curso
de la batalla cambiaba. No por estrategia. No por fuerza. Por azar. Por
fortuna. Por algo que no debía estar allí.
Por Moira.
Y por un conjuro que
no fue pronunciado.
Las tropas de Poros
respondieron con ferocidad. Los elefantes embistieron, aplastaron, derribaron
jinetes como muñecos de madera. El cielo se volvió rojo con flechas y humo. Los
carros indios quedaron enterrados en la ciénaga. El peso de sus ruedas los
traicionó.
—¡A las patas! —rugió
Calas—. ¡Cortadles las patas!
Hegéloco y Demetrio,
los guardaespaldas de Calas, se lanzaron hacia una de las bestias. Uno clavó la
lanza en la pata del animal. El otro cortó la cuerda que sujetaba al auriga. El
elefante se desbocó.
Alejandro cabalgó
hacia el centro del campo de batalla. Sus ojos buscaron a Poros. Lo encontró
montado sobre su elefante blanco, lanza en mano, impasible como una estatua de
jade. Alejandro derribó a dos aurigas enemigos sin desmontar. Luego giró su
caballo en un círculo cerrado y gritó:
—¡A Poros! ¡Traedme
al rey!
Poros vio la carga.
No se movió.
Una lluvia de flechas
cayó sobre la caballería. Hegéloco cubrió a Calas con su escudo. Una de las
flechas se le clavó en el brazo, pero no soltó la lanza.
Moira caminaba por la
orilla. No corría. No temía. Sus ojos fijos en el cielo buscaban algo que no
estaba allí.
—¿Dónde está Poros?
—preguntó Hefestión, jadeando—. ¡No lo veo!
—Ahí —dijo Moira—. En
el centro. Montado en un elefante blanco. Y no quiere rendirse.
Alejandro lo vio
también. Lo señaló con la espada y gritó:
—¡Cerrad el círculo!
¡Que no huya!
El elefante blanco
avanzó entre el caos como un dios ciego. Poros lo montaba con una lanza más
larga que un mástil. Su armadura azul le cubría todo el cuerpo salvo los ojos.
No hablaba. No retrocedía.
El barro se tragaba
pies y ruedas. El rugido de los elefantes se mezclaba con el de los hombres.
Caronte clavó las espuelas en su montura, giró hacia el flanco y gritó sin
palabras. Su caballo obedeció. Justo antes del choque, Caronte se puso de pie
sobre la silla, alzó ambas espadas y saltó.
Voló.
Cruzó por encima de
las cabezas, cayó sobre el jinete del elefante y lo decapitó en el aire. El
cuerpo sin cabeza se desplomó al instante. Caronte aterrizó al otro lado, sobre
el lomo de su propio caballo que ya lo esperaba, fiel entre el caos. Volvió a
cabalgar como si la muerte lo esquivara por respeto.
Hefestión tensó el
arco y disparó sin parpadear. La flecha se hundió en la frente del elefante. El
animal alzó la trompa y chilló. Alejandro, desde su flanco, cargó directo al
costado y hundió la espada bajo la piel gruesa. El acero desapareció hasta la
empuñadura. El elefante se desangró de pie antes de caer sobre los suyos.
Otro elefante se
lanzó hacia Calas. Hefestión ya estaba a su lado. No hablaron. Avanzaron a la
vez. Dos lanzas al unísono. Una al cuello del auriga. Otra al ojo de la bestia.
La sangre brotó a borbotones. El animal giró en seco y cayó de costado, con un
estruendo que sacudió la tierra.
Demetrio quiso imitar
el movimiento. Se adelantó y apuntó a las patas de otro elefante. Falló. El
hacha resbaló en el barro. El elefante, herido en el flanco, giró enloquecido y
pisó su caballo. Lo aplastó contra el suelo y le cayó encima.
Hegéloco lo vio.
Corrió entre las
lanzas y el humo. El cuerpo de Demetrio yacía bajo el peso del caballo muerto,
rodeado de vísceras. Hegéloco se arrodilló, buscó signos de vida.
—Demetrio —dijo con
voz ronca—. ¡Respira!
El pecho subía. Con
esfuerzo. No toda la sangre era suya.
—Estoy… vivo —murmuró
Demetrio con los dientes apretados.
Hegéloco usó la
fuerza que tenía en los brazos y arrastró el cuerpo. Lodo, sangre y huesos
rotos marcaron el camino. Dos curanderos los vieron. Corrieron hacia ellos.
Hegéloco no soltó a su hermano hasta ponerlo en una camilla improvisada.
Moira alzó las manos.
Su manto púrpura se agitó con el viento de la batalla. No recitó. No rezó. Solo
miró al cielo y movió los dedos sobre un cuenco de hueso.
Una moneda cayó al
barro. Cara de un lado. Sol del otro.
—Ahora —susurró.
Un elefante resbaló.
Otro giró en dirección equivocada. Un carro indio se partió en dos al chocar
con una roca que no estaba antes allí.
—La suerte —dijo
Moira—. La suerte siempre fue griega.
Los indios vacilaron.
El barro ya no los protegía. Los griegos, empapados, heridos y agotados,
avanzaban como cuchillas abiertas.
En la cima, Alejandro
levantó la espada manchada y gritó hacia Poros:
—¡Ríndete o únete a
los muertos!
Pero Poros no bajó la
lanza.
Y el rugido de los
cinco ríos siguió latiendo.
Caronte clavó los
talones en los costados del caballo y lo hizo girar con un tirón seco de las
riendas. El animal relinchó, dio un salto corto y se lanzó hacia un elefante
que embestía desde el flanco derecho. La tierra temblaba bajo sus patas.
Al llegar al punto
exacto, Caronte soltó las riendas, se aferró a la crin del caballo y giró su
cuerpo. Con una voltereta rápida, cayó de espaldas al suelo, rodó bajo el
elefante y, al pasar por debajo del vientre, sacó su hoja curva.
Sin mirar, hundió el
acero de lado a lado en la piel colgante.
El animal soltó un
bramido seco. Se tambaleó. La herida abierta en el vientre expulsó sangre a
borbotones y trozos de vísceras. El jinete no tuvo tiempo de reaccionar. Fue
lanzado al barro cuando la bestia se derrumbó sobre su costado derecho, el
cuello torcido, los colmillos enterrados.
Caronte se puso de
pie. Su túnica estaba empapada en barro y sangre, pero los ojos le brillaban
con el calor de la batalla. No se detuvo. Subió de un salto a su caballo, que
había esperado inmóvil entre los cadáveres.
—¡Adelante! —rugió,
alzando la espada.
El sonido de los
tambores indios menguaba.
Los soldados que
quedaban retrocedían. Algunos tiraban las lanzas, otros se agachaban para no
llamar la atención de los arqueros griegos. El círculo se cerraba.
Calas se lanzó contra
él. El elefante giró y lo arrojó de su caballo con un golpe seco. Hegéloco lo
arrastró fuera del alcance de los colmillos.
Alejandro, con el
cabello pegado al rostro y la espada aún goteando, alzó la mirada. Poros seguía
allí, montado sobre el último elefante en pie.
Entonces Alejandro
espoleó a Bucéfalo.
El último duelo
comenzaba.
Ambos se encontraron
en medio del barro, entre cuerpos rotos y gritos de guerra. Alejandro esquivó
el primer envite del colmillo, clavó su lanza entre las placas de la armadura
enemiga y apartó su caballo justo antes de ser aplastado. Alejandro y Poros luchaban
en el centro del barro. Sus lanzas se cruzaron. Una, más larga; la otra, más
rápida.
Poros embistió.
Alejandro giró el
caballo en el último instante y clavó su lanza bajo la axila del rey indio. La
sangre brotó en chorro espeso. Poros sangró. No gritó.
El elefante se
tambaleó, dio un paso en falso y cayó de rodillas. Poros cayó con él. El
ejército indio rompió filas. Poros cayó, no del elefante, sino hacia su
interior. Como si se hundiera en sí mismo.
Cuando el silencio
cayó sobre el campo, Alejandro desmontó. Caminó hasta el cuerpo del rey
enemigo. Lo observó durante un instante.
Las aguas del
Hidaspes corrían teñidas de rojo. Las espadas aún humeaban. El barro del campo
de batalla mezclaba sudor, lluvia y la sangre de miles de hombres. Alejandro
desmontó junto al cadáver de un elefante herido, aún jadeante. Los gritos de
los heridos quedaban atrás, flotando en la bruma húmeda del río.
El rey Poro, alto
como un roble y cubierto de heridas, seguía en pie. Había luchado hasta el
final, rodeado de los suyos. Cuando por fin cayó prisionero, no bajó la cabeza
ni pidió clemencia. Esperó a Alejandro de pie, con la lanza rota aún en la
mano.
—¿Cómo deseas ser
tratado? —preguntó Alejandro al acercarse.
Poros, con los labios
partidos, alzó la cabeza.
—Como un rey
—respondió sin vacilar.
Alejandro asintió.
—Entonces vivirás
como uno.
Ese gesto selló la
victoria, pero también encendió algo oscuro. Las miradas de los soldados
cambiaron. El barro aún cubría sus botas. Los elefantes seguían allí, muertos o
heridos. Moira no sonreía.
Los soldados indios
empezaron a rendirse.
Hefestión ayudó a
Calas a levantarse. Tenía el hombro dislocado, nada grave.
El León del Hidaspes
No lo ejecutó. No lo humilló.
Aunque Poros fue derrotado, impresionó tanto a Alejandro por su valentía y
porte que el macedonio le devolvió el gobierno de sus tierras al rey Poros y lo
nombró sátrapa del Punyab, bajo su autoridad. Aquel gesto sorprendió a muchos.
Pero Alejandro no quería esclavos. Quería aliados dignos. Y ningún hombre del
este había demostrado más coraje que Poros.
Poco después, con la
campiña aún humeando a lo lejos, Alejandro cabalgó solo hasta la orilla del
río. Se arrodilló junto al cuerpo inerte de su caballo. Bucéfalo, su compañero
de campañas desde los dieciséis años, yacía en la hierba. Había recibido una
lanza en el flanco durante la carga final. Ni siquiera en sus últimos pasos
dejó de luchar.
Alejandro tocó el
morro del animal. No dijo nada. No lloró. Pero mandó levantar una ciudad en ese
lugar, una urbe nueva, fuerte, destinada a recordar para siempre al corcel que
había cruzado con él Grecia, Persia y las puertas del Indostán.
La llamó Alejandría
Bucéfala.
Los soldados clavaron
estacas, alzaron tiendas, marcaron caminos. El humo de las piras funerarias aún
flotaba en el aire cuando comenzaron a colocar la primera piedra.
—Aquí empieza lo que
vendrá después —dijo Alejandro a Ptolomeo, que lo miraba en silencio—. Aquí
descansan un rey y una bestia que nunca se rindieron.
Y al fondo, el
Hidaspes seguía fluyendo. A veces lento, a veces violento. Como la gloria.
El mapa
Hefestión se apoyó
contra la viga central de la tienda. El sudor aún le bajaba por el cuello.
Habían limpiado la sangre de la armadura, pero no la de los ojos.
—Has vencido —dijo
con la voz grave—. Pero no están contigo.
Alejandro seguía
mirando el borde de la mesa, donde su copa de vino quedaba a medio llenar.
—¿Quién?
—Tus hombres. Los de
siempre. Ya no ven el este como tú. Empiezan a hablar de casa.
Alejandro no
respondió. Apretó los labios. Su dedo trazó un círculo sobre la madera
astillada.
Moira entró sin
anunciarse. El manto purpura arrastraba un poco de barro. Caminó hasta la mesa
y dejó algo envuelto en tela de lino: una hoja de palma, cubierta de símbolos,
líneas torcidas y manchas de tinta seca.
—¿Qué es esto?
—preguntó Alejandro, sin tocarla.
—Un mapa.
—Eso no son montañas
—gruñó Hefestión, acercándose.
—No —Moira alzó el
rostro—. No de rutas. Es un mapa de todo lo que aún no comprenden.
Alejandro examinó la
hoja sin decir palabra. Los trazos no tenían norte. Las líneas no marcaban
caminos.
—¿De dónde ha salido?
—preguntó.
—Del rumor. De uno
que viene desde más allá del Ganges.
El silencio se espesó
como el calor en la tienda.
—¿Otro reino?
—Hefestión dejó la mano sobre la empuñadura.
—No. Al lugar dónde
los dioses moran —susurró Moira.
—Yo no creo en esas
historias.
Moira lo miró de
frente.
—Da igual lo que
creas. Allí hay algo.
Alejandro alzó la
hoja de palma. Las marcas vibraban levemente bajo la lámpara de aceite.
—¿Dónde lleva esto?
—A un santuario en
medio de la selva.
Afuera, el viento
arrancó los estandartes. En el campamento, nadie cantaba. Nadie bebía. La
victoria olía a sangre vieja y tierra removida. Y en el corazón del rey, el
este aún ardía.
![]() |
| Demetrio, Guardia personal de Calas |
Bosques del Este,
India — 326 a.C.
Una niebla espesa
cubría el cauce del río. El rocío se aferraba a las hojas como si no quisiera
dejarlas respirar. Hefestión se inclinó sobre un mapa extendido sobre una
piedra húmeda.
—Dicen que los dioses
antiguos no viven en Grecia ni en Persia —murmuró Alejandro, detrás de él—. Que
cruzaron los montes y se ocultaron en los bosques del este. Detrás del rostro
de un elefante caído.
Hefestión no preguntó
por la fuente del rumor. Le bastaba con el modo en que Alejandro fijaba la
mirada: como si ya hubiera visto ese rostro entre las sombras.
—Lleva contigo a los
que elijas —dijo el rey—. Encuentra ese lugar.
Hefestión se irguió.
—Si lo deseas, así
será.
Alejandro alzó la
vista. Sus ojos no tenían duda, solo hambre.
—Gracias Hefestión.
Antes del amanecer,
cuando el campamento aún dormía envuelto en el humo de las hogueras nocturnas,
Hefestión cruzó las tiendas con paso decidido. El canto de un cuervo solitario
rompía el silencio, presagio o casualidad, pero nadie se atrevía a leerlo.
Frente a la tienda de lona reforzada con cuero bactriano, dos soldados se
apartaron en cuanto lo vieron llegar.
—¿Sigue despierto?
—preguntó Hefestión.
—Ha dormido poco,
señor. —El más joven hizo una leve inclinación de cabeza—. Tiene vendas nuevas.
El curandero dice que la fiebre ha cedido.
Hefestión no
respondió. Entró.
Dentro, entre el humo
de los ungüentos y la fragancia amarga de las hierbas secas, Demetrio yacía
recostado sobre un jergón firme, el torso vendado, las piernas cubiertas hasta
la rodilla con tablillas de abedul sujetas por tiras de lino teñidas de ocre.
Su rostro lucía pálido pero vivo. En cuanto vio a Hefestión, se irguió como
pudo, esbozando una sonrisa de guerra.
—¿Vienes a llevarme
contigo o a dejarme atrás?
Hefestión no contestó
de inmediato. Se acercó, cogió una de las tablillas y la tanteó con los dedos,
asegurándose de que estaba bien atada.
—¿Te duele?
—Como el infierno.
Pero aún puedo cabalgar.
—No estamos
cabalgando a una boda —le espetó Hefestión—. Es jungla cerrada, fango, ruinas
hundidas, hombres bestias.
—Entonces iré —dijo
Demetrio sin vacilar—. No estoy perfecto, pero valgo por cinco hombres. Y sabes
que lo digo en serio.
Hefestión lo miró. No
vio orgullo ni bravatas, solo fuego. Aquel fuego que no se apagaba con heridas
ni con miedo. Se enderezó y le tendió una mano.
—Cinco hombres,
dices. Bien. Pero no me cuentes entre ellos cuando caigas.
—Caeré con el
enemigo, no antes.
Hefestión asintió.
—Tienes hasta el
tercer cuerno. Si para entonces no estás montado, te dejaremos.
—Estaré montado antes
de que suene el primero.
Hefestión giró sobre
sus talones y se marchó. Afuera, el sol comenzaba a teñir de oro las primeras
nubes, y un tambor lejano marcaba el ritmo de los que ya se preparaban. La
selva esperaba. Y ahora, también, Demetrio.
Guerreros del bosque
Tres días después, la
jungla los tragó sin ceremonia. Hefestión marchaba al frente. Calas lo seguía
con el ceño fruncido y la lanza lista. Moira avanzaba entre raíces y ramas como
si ya hubiera estado allí. Demetrio y Hegéloco cerraban la formación, atentos a
los árboles.
No hablaban. El calor
pesaba. Moscas zumbaban sobre sus rostros. El sudor corría por los brazos. La
vegetación se abría a golpes de espada.
Las lianas colgaban
de las ramas como venas verdes. Las botas se hundían en barro tibio. El zumbido
de insectos era constante. Hefestión abría paso con la mano en la empuñadura de
la espada. El sudor le surcaba el rostro, pero sus ojos no se apartaban del
guía que avanzaba a zancadas, desnudo hasta la cintura, con los párpados
tatuados.
—¿Este camino lleva a
los pilares? —preguntó Hefestión sin alzar la voz.
El guía no respondió.
Señaló un claro y siguió.
Detrás de él, Calas
mascaba una hoja seca. Escupió la savia al suelo.
—¿Ese hombre ha dicho
alguna palabra desde que salimos?
—Sí —murmuró
Demetrio—. Al principio. Dijo: “Ya no hablan los árboles. Solo escuchan”.
Hegéloco lanzó una
piedra al río que les cortaba el paso. Esperó. Ninguna criatura salió.
Cruzaron.
Moira se agachó junto
a una raíz expuesta. Colocó dos dedos sobre ella, cerró los ojos. Una hilera de
hormigas subía por su muñeca sin picarla.
—La tierra aquí está
viva —dijo ella—. Pero no nos quiere.
Caronte caminaba al fondo,
la lanza al hombro, los ojos clavados en los arbustos.
—Que lo intente
—susurró.
Uno de los soldados
de Calas se detuvo a mear. Al volver, tenía el rostro blanco. No dijo nada. Se
colocó en su lugar y no volvió a hablar en todo el día.
Hefestión miró el
mapa.
Los exploradores no
hablaban. Solo abrían camino con cuchillos curvos. Uno levantó la mano.
Silencio. El grupo se detuvo.
—Ese olor —dijo
Calas, deteniéndose—. No es muerte. Es algo... podrido desde hace siglos.
Moira se agachó. Tocó
un tronco negro. Ceniza. La alzó entre los dedos.
—Esto no es madera
quemada —susurró.
Los tigres no
aullaban. Golpeaban el aire y se desvanecían entre helechos. Caronte mató al
primero con una estocada baja, directa al vientre. Hegéloco arrancó a otro de
un salto sobre su lomo. El bosque devoraba la sangre antes de que esta tocara
el suelo.
El tercero alcanzó a
uno de los soldados y lo arrastró con las garras hundidas en el pecho.
El grito rompió el
aire. Hefestión se lanzó tras ellos. El cuerpo del desafortunado quedó allí,
inmóvil. El tigre acabó con otros dos soldaos hasta que fue atravesado por la
espada de Hefestión y cayó sobre él.
—Continuamos —dijo
Hefestión.
—Esto no es caza
—gruñó Hegéloco limpiando su lanza—. Nos están probando.
Hegéloco tiró del
cuchillo y abrió la piel con la misma calma con la que se bebía un vino espeso.
La hoja dejó una línea limpia sobre el costado del tigre, ya sin vida. El
segundo yacía con el cuello roto, la lengua colgando entre los colmillos. Uno
de los soldados se acercó, pero se detuvo al ver la mirada de Hegéloco.
—Ve a buscar leña
—murmuró sin levantar la vista.
La sangre manchaba la
hierba. La selva no hizo ruido alguno.
Moira observó desde
un roca. Sus piernas colgaban, llenas de barro seco. No apartó la mirada
mientras él le arrojaba la piel.
—Te la has ganado
—dijo Hegéloco, con la cara manchada de sangre—. Para que no olvides quién eres
entre tanta sombra.
Ella la sostuvo entre
las manos. Aún estaba tibia.
Sobre las copas de
los árboles, un ave giraba en círculos. Kratos, el halcón de Hefestión, bajó en
picado. Rozó el aire sobre el cuerpo del tigre muerto. Hefestión alzó el brazo,
y el halcón se posó con un chillido seco.
—No eran tigres
comunes —dijo, tocando la garra de uno—. ¿Has visto el color de los ojos?
—Sí —respondió
Calas—. Como el oro recién fundido.
Moira acarició la
piel aún húmeda. No sonrió.
—Estos no cazaban por
hambre —susurró—. Cazaban porque los enviaron.
El silencio volvió a
la selva. Solo el viento sacudía los árboles. Y las moscas ya se posaban sobre
los cadáveres.
![]() |
| El Templo del Elefante |
La encontraron al
séptimo día la selva se volvió roca: una cabeza de elefante enterrada bajo
raíces torcidas. No era de hueso. Era piedra negra. Musgo y raíces colgaban de
sus colmillos rotos como barbas verdes.
El grupo trepó por la
trompa rota. La entrada estaba abierta entre grietas húmedas. Dentro, un
pasadizo oscuro olía a tierra vieja. Entraron con armas en mano.
—Este templo no fue
hecho por hombres —dijo Moira—. Ni para ellos.
Los dos guías locales
aterrados y arrodillados con la cabeza en el suelo, no se pueden mover y se
niegan a entrar.
El primer corredor
olía a hierro viejo. Una lanza cayó del techo. Hegéloco la esquivó por un pelo.
Otra los sorprendió desde la pared. Moira alzó la mano. Tocó un símbolo tallado
en la piedra.
—Ya no funcionan
todas. Algunas han dormido demasiado —dijo ella.
Las trampas dormían
entre escombros: lanzas oxidadas, placas quebradas. Las sortearon con cuidado,
sin hablar.
Bajaron por una
escalera de caracol cubierta de polvo y huellas antiguas. Al llegar al fondo,
la luz de sus antorchas reveló algo imposible.
No quedaban
cadáveres. Solo sombras pegadas a las paredes. Huellas humanas convertidas en
polvo.
Moira se arrodilló.
Hundió los dedos en el polvo.
No había cuerpos.
Solo cenizas esparcidas en círculo. En el centro, una figura aún ardía en
silencio.
—¿Qué ha pasado aquí?
—susurró Calas.
Hegéloco levantó su
espada. Algo crujía en las sombras.
Un rugido surgió del
fondo de la sala. No era humano.
De entre las columnas
salió una criatura con forma de hombre y piel rayada. Sus garras eran negras
como obsidiana. Los ojos brillaban con un amarillo enfermizo.
—Eso no es un tigre
—dijo Moira.—¡Bagh Bahadur! ¡Guardas un templo olvidado!
—¡Formad! —gritó
Hefestión y se adelantó, sin dudar.
Demetrio arrojó su
lanza. La criatura la atrapó en el aire y la partió con los dientes.
![]() |
| Bagh Bahadur Hombre Tigre |
—¡Rodeadlo! —gritó
Hefestión.
Moira no se movió.
Solo alzó la voz:
—¡Bagh Bahadur!
¡Guardas un templo olvidado! ¡No somos saqueadores!
El ser se detuvo. El
humo salía de su boca entre jadeos.
Moira se quedó
quieta. Sus ojos seguían las runas del templo. Murmuraba algo sin mover los
labios.
El hombre-tigre giró
hacia ella.
Bagh Bahadur rugió
otra vez, más profundo. Como si la piedra del templo respirara con él. Dio un
paso. Hefestión no bajó la espada y el hombre animal le embistió arañándole el
brazo.
Calas se interpuso.
Lo golpeó con el asta de la lanza. La criatura retrocedió un paso. Hefestión
aprovechó y lo atravesó por el costado. La bestia rugió, sangró oscuro, pero no
cayó.
El hedor a sangre
fresca impregnó la cámara de piedra cuando Moira cayó junto a Demetrio. El
guerrero perdía pulso por el muñón desgarrado. Ella arrancó una antorcha del
muro, hundió la llama sobre la carne viva y la carne siseó. Demetrio lanzó un
bramido y luego se desplomó, pálido, libre al fin de la hemorragia.
No había tiempo para
oraciones.
Hegéloco irrumpió con
la lanza alzada y la hundió en el bíceps del hombre‑tigre.
El acero se deslizó sin herirlo. La criatura giró, una masa de músculo y pelaje
anaranjado, y derribó al macedonio con un zarpazo.
—¡Ahora, Calas!
—rugió Hegéloco desde el suelo con la armadura reventada.
Calas se lanzó,
espada al costado, y clavó el filo en el vientre de la bestia. La hoja rebotó
como contra una roca. Caronte asestó un tajo dirigido al cuello; el monstruo
esquivó con un salto felino y le tiró al aire un rugido que heló la sangre.
Siete soldados
formaron un anillo de puntas. Espadas y lanzas golpearon al unísono… y se
quebraron como cañas. Uno a uno, los macedonios cayeron en jirones, miembros
arrancados y armaduras hendidas. El suelo se convirtió en un charco carmesí.
—¡A los ojos! —gritó
Calas.
Hegéloco se
incorporó, apuntó y lanzó su lanza. El asta voló recta, estalló contra la
cuenca izquierda del monstruo… y rebotó sin dejar huella.
—¡Posee una coraza
que no vemos! —escupió Calas, con el sudor mezclado con sangre ajena.
Un crujido de madera
anunció la llegada de Hefestión. Empuñaba la lanza sagrada de Pan, la misma que
había arrancado de las manos muertas del mismísimo dios. El comandante cargó
sin dudar, clavó el arma en el pecho de la criatura y la impulsó contra el
pavimento. El suelo tembló. La punta atravesó piel, hueso y aquello que hacía
latir el corazón bestial.
El rugido final
sacudió los muros y quedó suspendido en un eco largo, quebrado. La bestia se
agitó un instante, luego cedió su forma yaciendo como un hombre desnudo, ojos
vacíos, piel grisácea.
—La lanza de Pan lo
ha juzgado —dijo Hefestión, sin aliento.
Hegéloco y Calas se
acercaron renqueantes. Alzaron a Demetrio, inconsciente pero vivo. Sus botas
resbalaron en sangre.
Hefestión recuperó el
arma sagrada, aún goteando oscuridad. Se arrodilló para limpiar la punta en sus
ropajes.
Moira se apartó en
silencio. Sus ojos se fijaron en un bajorrelieve que la batalla había dejado al
descubierto: un elefante con alas y pupilas de víbora custodiaba un portal de
sombras.
—No era el único
—susurró, sin girarse.
Hefestión alzó la
vista, recorrió la bóveda rota y el pasaje por donde había llegado aquel
horror.
—Salgamos de esta
tumba.
Fuera, el sol
acechaba tras las copas gigantes de la jungla, pero su luz no tocaba aún la
puerta del templo. Los supervivientes avanzaron entre árboles cicatrizados por
garras antiguas. Tras ellos, el eco del rugido se apagó, tragado por la selva,
mientras el elefante alado observaba en silencio, como un dios que espera la
próxima ofrenda de carne y valor.
![]() |
| Roxana, Princesa Bactriana |
Campamento Real,
orillas del Indo, 326 a.C.
Las antorchas
iluminaban el borde de la tienda real. El estandarte ondeaba con desgana bajo
un cielo sin estrellas. Hefestión desmontó sin quitarse el polvo del camino.
Tenía la mirada clavada en el interior de la tienda, donde Alejandro hablaba en
voz baja con Roxana.
—Entra —llamó
Alejandro antes de que el general dijera palabra.
Roxana le ofreció un
cuenco de agua, pero Hefestión lo dejó a un lado sin probarlo. No habló hasta que
los ojos del rey se clavaron en los suyos.
—Lo encontramos. El
templo. No era un mito.
Alejandro se
incorporó, la copa aún en la mano.
—¿Qué había dentro?
Hefestión no
respondió de inmediato. Miró a Roxana, después al rey.
—Cenizas. Si había
dioses habían muerto todos. Un hombre tigre nos lo puso difícil.
—¿Hombre tigre?
—Aquí lo llaman Bagh
Bahadur —dijo Hefestión.
—¿Murió?
—Acabé con el —dijo
señalando la lanza de Pan a su espalda— murieron muchos hombres y casi le
cuesta la vida a Demetrio.
Alejandro asintió
pensativo.
Roxana se inclinó
sobre la mesa mirando a Hefestión mientras bebía vino.
Alejandro entrecerró
los ojos.
Entonces Moira entró
sin anunciarse. Tenía el cabello suelto, la túnica rasgada por la maleza. Sus
ojos no miraban a nadie.
—No lo quiere muerto
—dijo—. Lo quiere roto. Como los colmillos de la estatua. Como el Imperio.
Alejandro frunció el
ceño.
—¿Qué dices, Moira?
Ella caminó hacia
Alejandro con los ojos en blanco. El rey la contempló intrigado.
—He visto el fuego.
No el que destruye, sino el que da vida. La piedra se parte. El hijo levanta la
espada. El mar se abre, pero nadie cruza. El más fiel cae primero. Y tú,
Alejandro... tú te conviertes en un dios silencioso.
La tensión se cerró
sobre la tienda como una red de hierro.
—¿Estás soñando?
—preguntó Roxana, sin ocultar el temor en su voz.
Moira parpadeó. La
mirada volvió a anclarse en el presente.
—No. El sueño me ha
dejado.
Alejandro respiró
hondo. Se volvió hacia Hefestión.
—¿Algo más?
—El guardián le habló
a Moira antes de morir.
Alejandro se volvió
hacia ella.
—Aquel que mira desde
las estrellas... será el último en morir.
Alejandro sonrió.
—Entonces no
moriremos pronto.
Pero nadie respondió.

















