Capítulo 57: Eterno XII: La Sombra de Memnón (333 a. C.)

Eterno XII

La Sombra de Memnón

 (333- a. C)


Aristóteles, Mentor de Alejandro Magno
Elegidos sabiamente

Año 333 a. C.

Aristóteles, uno de los filósofos más influyentes de la antigua Grecia, era un hombre de mediana edad, nacido en el año 384 a.C. en Estagira, una pequeña ciudad en la península de Calcídica. Aristóteles tenía 51 años, y estaba en el auge de su vida.

De estatura media, con una constitución robusta que reflejaba su disciplinada vida. Su cabello era oscuro y comenzaba a mostrar las primeras canas, y su barba espesa seguía el mismo patrón. Sus ojos eran penetrantes y reflejaban una inteligencia aguda. Su piel, ligeramente bronceada por el sol griego, estaba surcada por arrugas que denotaban sus años de reflexión.

Vestía una túnica sencilla pero de buena calidad, propia de un hombre de su posición como miembro de la Academia y más tarde del Liceo, su propia escuela filosófica. Llevaba un manto sobre sus hombros, que a menudo utilizaba su mano para ajustarlo mientras caminaba o gesticulaba durante sus discursos.

Siempre presentaba de forma calmada, su voz era clara y persuasiva, capaz de mantener la atención de sus oyentes durante horas. Aunque era accesible y mostraba una curiosidad sin fin por el mundo y la naturaleza humana, también imponía respeto gracias a su vasto conocimiento y su reputación como filósofo y científico.

Había sido encargado de reunir en secreto a un grupo de ciudadanos de segunda, probablemente metecos (extranjeros residentes) o incluso esclavos liberados. La importancia de esta reunión sugería una misión estratégica.

 

Olimpiade, Madre de Alejandro Magno
La Princesa Babilonia

Dartmoorh, una princesa de Babilonia que había caído en desgracia, se encontraba encadenada en los calabozos de Pella, la imponente capital de Macedonia. No era la primera vez que visitaba este incomodo lugar, ya había estado a punto de morir varias veces en estas mazmorras. Sus recuerdos aquí, no eran precisamente buenos.

La noche era profunda y las estrellas brillaban intensamente sobre la ciudad que nunca dormía. En una oscura celda, Dartmoorh esperaba su destino, condenada a muerte por espionaje. Su corazón, endurecido por el sufrimiento, aún latía con el fervor de la realeza que una vez representó. La princesa, conocida por su belleza cautivadora y su mente afilada como una daga, estaba atrapada en una red de intrigas que se extendía más allá de lo visible.

En este momento crucial, la puerta de su celda se abrió con un chirrido metálico, revelando la figura majestuosa de Olimpiade, madre del gran Alejandro Magno, una fuerza imparable tanto en la política como en la guerra. Olimpiade, con su porte regio y ojos llenos de calculadora frialdad, se acercó a Dartmoorh. Con una voz que podía doblegar voluntades, le hizo una oferta que era tan peligrosa como tentadora: ser su espía a cambio de la libertad.

Dartmoorh, sorprendida por la inesperada visita, comprendió rápidamente la magnitud de la oportunidad. Todos, tanto en Macedonia como en Persia, creían que ella servía al gran rey persa. Incluso los persas estaban convencidos de su lealtad. Pero la verdad estaba envuelta en sombras más profundas. Olimpiade, la reina en las sombras, sería su verdadera señora.

Así, Dartmoorh aceptó el trato, entrando en un oscuro mundo de secretos. Bajo el manto de la noche, juró servir a Olimpiade, mientras el mundo la veía como una traidora.

 

Moira, La Bruja
La Bruja

Las sombras ocultaban secretos peligrosos, una figura enigmática y poderosa emergía en los rincones oscuros de Pella. Moira, una bruja de habilidades arcanas y profundos conocimientos, vivía una existencia dual como esclava y amante de Calístenes, el historiador de Alejandro.

Moira había nacido en una tierra lejana, donde los murmullos de la magia eran tan comunes como el susurro del viento. Su belleza exótica y su sabiduría antigua la habían llevado lejos de su hogar, convirtiéndola en una esclava en la corte de Macedonia. A pesar de su condición, su influencia era notable, gracias a su relación clandestina con Calístenes, un hombre cercano al gran rey Alejandro y respetado por su erudición.

Pero la vida de Moira estaba marcada por el peligro. Una silenciosa noche, fue descubierta pasando información a Dartmoorh, una princesa babilonia caída en desgracia. Esta traición aparente la puso en la mira de Olimpiade, la madre de Alejandro, una mujer conocida por su astucia y su implacable control sobre las sombras del poder.

Olimpiade, con la gracia y la fuerza de una diosa vengadora, convocó a Moira a sus aposentos. La bruja, consciente del riesgo que corría, se presentó con miedo. Los calculadores ojos de Olimpiade, estudiaron a la mujer que se arrodillaba ante ella.

–Moira –dijo Olimpiade con voz serena pero firme–, tus acciones han sido descubiertas. Sabes que esto podría costarte la vida.

Moira, con la cabeza baja pero con una chispa de arrojo en sus ojos, respondió:

–Mi señora, todo lo que he hecho ha sido en pos de un bien mayor. No soy una traidora, sino una servidora de causas que usted misma podría encontrar valiosas.

Olimpiade se acercó, sus pasos resonaban en el silencio de la sala. Se inclinó hacia Moira y, con una voz suave como la seda, le ofreció una salida:

–Te ofrezco una oportunidad, Moira. Si aceptas servir a mis intereses y demostrar tu lealtad, limpiaré tu nombre y te otorgaré la libertad que tanto anhelas.

Moira levantó la mirada y asintió, sorprendida por la inesperada oferta. Sabía que esta era una oportunidad única, un giro del destino que podría cambiar su vida para siempre.

–Acepto, mi señora. Haré lo que sea necesario para ganarme su confianza y redimir mi honor.

 

Clito, el Negro,
Lugarteniente y General de Alejandro
El Asesino

Kallias, un asesino originario de Tebas, se movía en las sombras de la ciudad con la precisión y el sigilo de un felino, su presencia apenas perceptible en el mundano fragor.

Al que llamaban Caronte había encontrado su lugar en el mundo como guardia personal de Clito el Negro, uno de los generales más fieros y leales de Alejandro. Su lealtad no estaba atada por juramentos ni por lealtades familiares, sino por el oro y la satisfacción de un trabajo bien hecho. Era un hombre de pocas palabras, pero cada uno de sus movimientos estaba calculado con una exactitud mortal.

Una noche, en los confines de una fortaleza secreta en las montañas de Asia Menor, Kallias se encontraba en su elemento. Las estrellas brillaban débilmente en el cielo, apenas visibles tras las gruesas nubes que presagiaban tormenta. La fortaleza, un bastión casi impenetrable, se erguía majestuosa sobre un acantilado, sus muros de piedra tallada proyectaban sombras profundas bajo la luz de las antorchas.

Kallias patrullaba los oscuros pasillos, alerta a cualquier señal de peligro. Su atuendo negro le permitía fundirse con las sombras, y el sonido de sus pasos era prácticamente inexistente. Cada tanto, su mano descansaba instintivamente sobre la empuñadura de su afilada espada, una mortal hoja forjada en las fraguas más prestigiosas de Tebas.

Clito el Negro confiaba en él de una manera que no confiaba en ningún otro. Había visto a Kallias actuar con una eficiencia y una frialdad que inspiraban tanto temor como respeto. El asesino tebano había demostrado su valía en innumerables ocasiones, eliminando amenazas con una destreza que rozaba lo sobrenatural.

Esa noche, Clito lo convocó a su sala privada, un recinto austero pero estratégicamente fortificado. Al entrar, Kallias encontró a su señor sentado ante un mapa extendido sobre la mesa, sus ojos oscuros brillaban con una intensidad feroz.

–Kallias, tengo una misión para ti –dijo Clito, sin levantar la mirada del mapa–. Una tarea delicada. Necesito que ayudes a alguien de mi entera confianza.

Kallias asintió con expresión impasible. Para él, las misiones no eran más que objetivos a cumplir, trabajos que pagaban bien y mantenían su vida en movimiento constante.

–¿Quién es el objetivo? –preguntó Kallias con voz baja pero firme.

Clito levantó la mirada y sonrió ligeramente.

–Lo sabrás, no te impacientes.

Kallias asintió nuevamente y salió de la sala, desconcertado, sin información suficiente para planear debidamente su misión.

 

Parmenión,
Capitán General de Alejandro
El Bastardo

En la vastedad del campamento militar que seguía los pasos de Alejandro Magno, entre la polvareda y el murmullo constante de la preparación para la próxima batalla, destacaba la figura de Hegeloco. Conocido por su lealtad inflexible y su destreza indudable en el campo de batalla. 

Hegeloco había ascendido desde sus humildes comienzos como soldado raso hasta convertirse en la mano derecha y guardia personal de Parmenión, su padre, uno de los generales más respetados del ejército macedonio y mano derecha de Alejandro.

Desde joven, Hegeloco había anhelado ser reconocido por sus propios méritos, más allá de la sombra de su dudoso linaje. A pesar de ser parte del círculo íntimo de Parmenión, un hombre cuya reputación resonaba en todo el imperio, Hegeloco se esforzaba día tras día por demostrar que su posición no era solo por lealtad o favoritismo, sino por su habilidad en el campo de batalla.

Sus compañeros soldados lo admiraban tanto como lo respetaban, aunque muchos lo veían como la sombra de Parmenión, Hegeloco veía cada batalla como una oportunidad para demostrar su valía, para ganarse un lugar entre los grandes de su tiempo.

Una tarde, en el campamento al borde de las montañas de Anatolia, Hegeloco se encontraba entrenando a un grupo de reclutas, impartiendo sus conocimientos con la misma pasión que había alimentado sus sueños desde niño. La brisa cálida de la tarde mecía las tiendas de campaña y hacía danzar las llamas de las hogueras. Parmenión, con su presencia imponente y su mirada penetrante, observaba con orgullo a su hijo bastardo, sabiendo que el futuro del ejército macedonio residía en manos jóvenes como las de Hegeloco.

–¡Hegeloco! –llamó Parmenión, su voz resonaba sobre el bullicio del campamento.

Hegeloco se giró, sus ojos brillaban con respeto mientras se acercaba a su padre y mentor.

–Mi general –respondió Hegeloco con un gesto de respeto, sabiendo que cualquier llamada de Parmenión siempre traía consigo una tarea crucial.

–He oído hablar de tus avances con los reclutas –comenzó Parmenión, su tono serio pero no exento de admiración–. Tu habilidad con la espada y tu liderazgo son notables. Pero sé que anhelas algo más que ser un simple capitán en mi escolta.

Hegeloco asintió, sabiendo que su deseo de ser reconocido por méritos propios había resonado incluso entre aquellos que más lo conocían.

–Mi general, deseo demostrar mi valía en el campo de batalla, más allá de mi posición actual. Quiero ser aceptado entre los compañeros por lo que puedo lograr por mí mismo –dijo Hegeloco con firmeza.

Parmenión observó a Hegeloco con orgullo. Sabía que había llegado el momento de confiar a su hijo bastardo, ahora reconocido, una tarea que pondría a prueba no solo su habilidad en la guerra, sino también su capacidad para tomar decisiones bajo presión.

–Entonces, Hegeloco, tengo una misión especial para ti –dijo Parmenión con voz grave–. Necesito que viajes lejos de mí. Hay asuntos que requieren tu habilidad. No como mi sombra, sino como un hombre hecho y derecho.

Hegeloco asintió solemnemente, sabiendo que esta misión sería su oportunidad para demostrar que su lugar en la historia no sería solo como el guardia personal de Parmenión, sino como un guerrero por derecho propio.

–Lo haré, padre. No te fallaré –respondió Hegeloco.

 

Pella, capital de Macedonia
Dartmoorh

En la serena oscuridad de la noche macedonia, la luna llena derramaba su pálida luz sobre Pella, la majestuosa capital del reino de Alejandro Magno. Las sombras danzaban en los estrechos callejones mientras un hombre avanzaba con paso decidido. Era Aristóteles, el renombrado filósofo, maestro del joven rey y mente brillante de su tiempo. Vestía una túnica sencilla pero de calidad, adecuada para alguien de su estatura intelectual. Su manto, ceñido con gracia sobre los hombros, ondeaba suavemente al compás de su caminar.

Aristóteles había recibido una delicada misión de alguien bien posicionado. El filósofo debía liberar a Dartmoorh, la princesa babilonia condenada a muerte por espionaje, y llevarla a salvo. Conocido por su comprensión de la naturaleza humana, Aristóteles aceptó la tarea, consciente de los riesgos y la importancia estratégica que representaba.

El filósofo avanzó por los pasillos de piedra del palacio hasta llegar a los calabozos. Dos guardias, al reconocerlo, lo dejaron pasar sin preguntas, respetando su autoridad y su papel crucial en la corte. Los antorchas iluminaban tenuemente el camino, proyectando sombras alargadas en las frías paredes.

Finalmente, Aristóteles llegó a la celda donde Dartmoorh estaba confinada. La puerta de hierro chirrió al abrirse, revelando a la princesa sentada en un rincón oscuro, su figura esbelta envuelta en harapos que alguna vez fueron ropas regias. Sus ojos, llenos de desconfianza, se clavaron en el visitante inesperado.

–Princesa Dartmoorh, soy Aristóteles –dijo el filósofo con voz firme pero amable–. He venido a liberarte por orden de Olimpiade. Tu destino no está aquí, en esta celda, sino en un camino que aún debes recorrer.

Dartmoorh se levantó lentamente, manteniendo su dignidad a pesar de las circunstancias. Sus ojos mostraban un brillo de astucia y su rostro desfigurado por una gran cicatriz demostraba que la vida no le había tratado bien. Se acercó a Aristóteles y, sin palabras, asintió. La princesa comprendía que este hombre, cuyo nombre era sinónimo de sabiduría, era su única esperanza de escapar y, quizás, de encontrar un nuevo propósito.

Aristóteles le ofreció su manto para cubrirse y la condujo fuera de la celda. A medida que avanzaban por los pasillos oscuros, el filósofo le explicó en voz baja el plan detallado para su fuga. Salieron del calabozo y, utilizando caminos secretos y poco frecuentados, llegaron a una salida discreta del palacio.

Una vez fuera, la fría brisa nocturna acarició sus rostros. Aristóteles señaló hacia un pequeño carro cubierto, donde un confidente de confianza los esperaba para llevar a Dartmoorh a un lugar seguro. Antes de partir, el filósofo la miró a los ojos y le dijo:

–Recuerda, princesa, que tu verdadera lealtad es a quien te ha liberado. Gracias a eso podrás influir en el destino de muchos.

Dartmoorh asintió, y con una última mirada de gratitud, subió al carro. Aristóteles observó cómo se alejaba en la oscuridad, consciente de que había jugado su papel en un juego mucho mayor, donde el destino de reinos y la voluntad de los poderosos se entrelazaban en las sombras de la noche macedonia.

 

Palacio de Pella
Moira

La luna llena iluminaba los muros de Pella con un resplandor plateado, mientras las sombras se alargaban en los callejones estrechos de la majestuosa capital de Macedonia. Aristóteles, el gran filósofo y mentor del conquistador Alejandro Magno, caminaba con paso seguro y decidido hacia el rincón más oculto de la ciudad. 

Olimpiade, la madre de Alejandro, le había encomendado una tarea delicada: encontrar a Moira, la bruja esclava y amante de Calístenes, y reclutarla para una misión secreta de vital importancia. Moira había sido descubierta pasando información a Dartmoorh, lo que la había puesto en una situación comprometida. Olimpiade había visto en ella una aliada potencial, y Aristóteles tenía la misión de asegurar su colaboración.

Aristóteles llegó a una pequeña y discreta casa en las afueras de la ciudad. Sabía que Moira se escondía allí, lejos de las miradas inquisitivas de la corte. Tocó la puerta con tres golpes secos y firmes. La puerta se entreabrió lentamente, revelando a Moira, una figura envuelta en sombras, cuyos ojos brillaban con desconfianza.

–Moira, soy Aristóteles –dijo el filósofo con voz calmada pero autoritaria–. He venido en nombre de Olimpiade. Necesitamos tu ayuda para una misión de suma importancia.

Moira, aún cautelosa, abrió la puerta por completo y dejó pasar a Aristóteles. La habitación estaba llena de objetos esotéricos, libros antiguos y frascos de pociones, que reflejaban su conocimiento arcano. La bruja se movió con gracia felina, sus ojos siempre atentos, mientras invitaba al filósofo a sentarse.

–¿Qué podría necesitar una mujer tan poderosa de alguien como yo? –preguntó Moira, con ironía en su voz.

Aristóteles la miró directamente a los ojos, transmitiendo la seriedad de su misión.

–Olimpiade te ofrece una oportunidad para redimirte. Sabemos de tus capacidades y creemos que puedes ser una pieza clave en este juego de sombras. Necesitamos que utilices tus habilidades para una misión que puede cambiar el curso de la historia.

Moira permaneció en silencio por un momento, evaluando las palabras de Aristóteles. Sabía que esta era una oportunidad única, una posibilidad de escapar de su vida de esclavitud y ganar su libertad. Además, la perspectiva de trabajar en algo tan crucial despertaba en ella una chispa de emoción.

–¿Qué necesitas que haga? –preguntó finalmente, con una resolución en su voz que no había estado allí antes.

Aristóteles sonrió ligeramente, reconociendo la fuerza y el potencial de la mujer frente a él.

–Hay una red de espías y conspiradores que amenazan la estabilidad de nuestro reino. Necesitamos que te infiltres en sus filas, ganes su confianza y nos proporciones información vital. Tu conocimiento y tus habilidades te hacen perfecta para esta tarea.

Moira asintió, su mente ya trabajando en los detalles de cómo llevar a cabo esta peligrosa misión.

–Acepto. Pero necesito garantías. Quiero mi libertad y la promesa de que mi nombre será limpiado.

Aristóteles se levantó y extendió la mano. Moira dudó si dársela, ya que si lo hacía podía matarlo, a no ser que ocurriera como con su sobrino Calístenes, al que no le afectaba su poder y podía tocar sin miedo a absorber toda su esencia vital y dejarlo hecho un cascarón vacío de vida. La bruja dio un apretón de manos sellando el pacto con un gesto solemne. y efectivamente sus sospechas eran ciertas, su magia mortal, no le hizo ningún daño.

–Tendrás lo que pides, Moira. Tu destino está ahora entrelazado con el nuestro. Confío en que harás lo correcto.

Con eso, Aristóteles dejó la casa, confiado en que había encontrado en Moira una aliada poderosa. El sabio no menciono la razón por la que el poder de la caricia mortal de la piel de la bruja no le había afectado, y esto inquietó a la mujer. Moira, por su parte, se preparó para enfrentar los desafíos que vendrían, sabiendo que su vida dependía del éxito de esta misión.

 

Kallias "Caronte", Asesino Tebano
Caronte

La luna se alzaba llena y luminosa sobre Pella, proyectando sombras alargadas en los estrechos callejones de la ciudad. Aristóteles, el renombrado filósofo y mentor de Alejandro Magno, avanzaba con paso firme y decidido. Vestía su habitual túnica sencilla, su manto ceñido con gracia a los hombros. Lo siguiente sería encontrar a Kallias, el letal asesino tebano y guardia personal de Clito el Negro, y reclutarlo para una misión secreta de vital importancia.

Aristóteles sabía que Kallias era un hombre de sombras, que se movía con la precisión y el sigilo de un felino. Localizarlo no sería tarea fácil, pero el filósofo estaba acostumbrado a desentrañar misterios y resolver problemas complejos. Con información obtenida de contactos en la corte, se dirigió a un escondite discreto en las afueras de Pella, un lugar conocido por ser frecuentado por aquellos que preferían mantenerse fuera de miradas inoportunas.

El escondite, una antigua bodega de vino abandonada, envuelta en un manto de silencio. Aristóteles empujó la pesada puerta de madera, que crujió al abrirse, y entró en el interior oscuro y fresco. Las antorchas parpadeantes arrojaban sombras inquietantes sobre las paredes de piedra. Al fondo de la sala, Kallias estaba sentado en una mesa, limpiando meticulosamente su daga. Al ver a Aristóteles, levantó la mirada, sus ojos fríos y calculadores reflejaron una chispa de sorpresa.

–Kallias, soy Aristóteles –dijo el filósofo con voz firme pero serena–. He venido en nombre de Olimpiade. Necesitamos tu habilidad para una misión de suma importancia.

Kallias se levantó lentamente, dejando la daga sobre la mesa. Era conocido como Caronte y pocos conocían su nombre verdadero. Su figura alta y esbelta se movía con una gracia letal, como un felino al acecho. Observó a Aristóteles con curiosidad.

–¿Qué podría querer la madre del rey con un hombre como yo? –preguntó Kallias en voz baja.

Aristóteles sostuvo su mirada, consciente de que estaba frente a un hombre mortal.

–Olimpiade te ofrece una oportunidad –respondió el filósofo–. Necesitamos tus habilidades para una misión que podría cambiar el curso de la historia. Hay una red de traidores y conspiradores que amenaza la estabilidad del reino. Queremos que te infiltres y elimines a aquellos que ponen en peligro nuestro futuro.

Kallias sonrió ligeramente.

–¿Y cuál será mi recompensa? –preguntó, siempre pragmático.

–Olimpiade está dispuesta a pagarte generosamente y garantizarte una posición de influencia una vez se complete la misión con éxito –dijo Aristóteles–. Además, la satisfacción de un trabajo bien hecho, algo que sé que valoras. 

Kallias evaluó las palabras de Aristóteles, su mente calculando las posibilidades. La promesa de oro y poder era tentadora, y la misión en sí representaba un desafío que despertaba su interés.

–Acepto –dijo finalmente, con un tono decidido–. Pero necesito detalles específicos y la libertad de actuar a mi manera.

Aristóteles asintió, comprendiendo la necesidad de darle a Kallias el espacio para utilizar sus habilidades al máximo.

–Tendrás lo que necesitas. Confío en que cumplirás tu parte del trato con la misma precisión y eficiencia que te ha hecho conocido.

Con un último intercambio de miradas, Aristóteles dejó la bodega, confiado en que había asegurado la colaboración de uno de los hombres más letales de su tiempo. Kallias, por su parte, comenzó a preparar su equipo, en su mente ya trazaba planes para la misión que se avecinaba. En el intrincado juego de poder y traición, un nuevo jugador había entrado en escena, listo para cambiar el destino de reinos con la precisión mortal de su hoja.

 

Hegeloco, Hijo bastardo de Parmenión
Hegeloco

En la vastedad del campamento militar que seguía los pasos de Alejandro Magno, entre la polvareda y el murmullo constante de la preparación para la próxima batalla, destacaba la figura de Hegeloco. Conocido por su lealtad inflexible y su destreza indudable en el campo de batalla, Hegeloco había ascendido desde sus humildes comienzos como soldado raso hasta convertirse en la mano derecha y guardia personal de Parmenión, uno de los generales más respetados y confiables del ejército macedonio.

Desde joven, Hegeloco había anhelado ser reconocido por sus propios méritos, más allá de la sombra de su mentor. A pesar de ser parte del círculo íntimo de Parmenión, un hombre cuya reputación resonaba en todo el imperio, Hegeloco se esforzaba día tras día por demostrar que su posición no era solo por lealtad o favoritismo, ya que era hijo bastardo de Parmenión, sino por su habilidad en el campo de batalla.

Sus compañeros soldados lo admiraban tanto como lo respetaban. Su habilidad con la espada y el escudo era legendaria, y su liderazgo inspiraba confianza entre aquellos que marchaban a su lado en las largas travesías a través de tierras desconocidas. Aunque muchos lo veían como la sombra de Parmenión, Hegeloco veía cada batalla como una oportunidad para demostrar su valía, para ganarse un lugar entre los grandes de su tiempo.

Una tarde, en el campamento al borde de las montañas de Anatolia, Hegeloco se encontraba entrenando a un grupo de reclutas, impartiendo sus conocimientos con la misma pasión que había alimentado sus sueños desde niño. La brisa cálida de la tarde mecía las tiendas de campaña y hacía danzar las llamas de las hogueras. Parmenión, con su presencia imponente y su mirada penetrante, observaba con orgullo a su protegido, sabiendo que el futuro del ejército macedonio residía en manos jóvenes como las de Hegeloco.

–¡Hegeloco! –llamó Parmenión, con su voz resonando sobre el bullicio del campamento.

Hegeloco se giró, sus ojos brillaban con respeto mientras se acercaba a su padre y mentor.

–Mi general –respondió Hegeloco con un gesto de respeto, sabiendo que cualquier llamada de Parmenión siempre traía consigo una tarea crucial.

–He oído hablar de tus avances con los reclutas –comenzó Parmenión, su tono era serio pero no exento de admiración–. Tu habilidad con la espada y tu liderazgo son notables. Pero sé que anhelas algo más que ser un simple capitán en mi escolta.

Hegeloco asintió, sabiendo que su deseo de ser reconocido por méritos propios había resonado incluso entre aquellos que más lo conocían.

–Mi general, deseo demostrar mi valía en el campo de batalla, más allá de mi posición actual. Quiero ser aceptado entre los compañeros por lo que puedo lograr por mí mismo –dijo Hegeloco con firmeza, sus palabras resonaban con la seguridad de quien está dispuesto a enfrentarse cualquier desafío.

Parmenión observó a Hegeloco con comprensión. Sabía que había llegado el momento de confiar a su protegido una tarea que pondría a prueba no solo su habilidad en la guerra, sino también su capacidad para liderar bajo presión.

–Entonces, Hegeloco, tengo una misión especial para ti –dijo Parmenión con voz grave–. Necesito que viajes lejos de mi. Hay asuntos que requieren tu habilidad y tu coraje. No como mi sombra, sino como un líder entre hombres.

Hegeloco asintió solemnemente, sabiendo que esta misión sería su oportunidad para demostrar que su lugar en la historia no sería solo como el guardia personal de Parmenión, sino como un guerrero y líder en su propio derecho.

–Lo haré, mi general. No te fallaré –respondió Hegeloco, con voz llena de seguridad mientras se preparaba para el desafío que se presentaba por delante.

Así Hegeloco se encaminaba hacia un destino que estaba decidido a conquistar.

 

Dartmoorh , Espía Persa
Los Elegidos

Aristóteles convocó a todos los elegidos en un lugar apartado, alejado de miradas y oídos curiosos. El lugar fue una antigua sala en las profundidades de Pella, donde la luz de las antorchas danzaba en las paredes de piedra gastada por el tiempo. Allí, entre sombras que parecían susurrar secretos antiguos, se reunieron aquellos cuyos servicios había solicitado con la autorización de sus señores.

Con paso firme pero tranquilo, Aristóteles se dirigió al centro de la sala, donde una mesa circular de madera desgastada aguardaba. Su presencia, marcada por la serenidad y la autoridad intelectual, llenó el espacio mientras cada uno de los elegidos se acomodaba, expectante por las palabras del filósofo.

Las dos mujeres se presentaron, y la tensión entre ellas fue palpable desde el primer momento. Darthmor, por su parte, tuvo un intercambio aún más incómodo con Hegeloco, a quien claramente no apreciaba. Mientras tanto, Kallias, observando la situación con desaprobación, optó por mantenerse al margen, sin disimular su incomodidad ante lo que presenciaba.

–Hermanos y hermanas –comenzó Aristóteles, con su voz rompiendo las discusiones tensas de la sala–. He solicitado vuestros servicios para un asunto de la máxima discreción. Vuestras habilidades serán fundamentales para el éxito de esta empresa.

Observó con detalle a cada uno de los presentes.

–Sé que cada uno de vosotros sirve a un señor distinguido, y por ello agradezco profundamente su generosidad al permitirme contar con vuestro talento –continuó Aristóteles, con su mirada recorriendo la mesa con respeto–. Pero me gustaría saber también cuál es vuestra propia motivación para embarcaros en esta empresa. ¿Qué os mueve a servir en esta causa que apenas vislumbráis?

Las respuestas no se hicieron esperar. Uno a uno, los elegidos compartieron sus motivaciones:

- Hegeloco, el bastardo de Parmenión, habló de su anhelo de ser reconocido por méritos propios, no solo como un soldado leal, sino como un buen líder. Quería gloria para Macedonia y que su padre Parmenión se sintiera orgulloso de él.

- Kallias, el asesino tebano, estuvo de acuerdo con Hegeloco y expresó su deseo de redimirse a través de acciones que trascendieran su oscuro pasado, buscando un propósito mayor en su servicio.

- Moira, rescatada por Olimpiade, habló de su búsqueda de redención y la oportunidad de limpiar su nombre mediante acciones que beneficiaran a aquellos en quienes había confiado.

- Dartmoorh, la espía persa, en un tono críptico dijo que tenía motivos de peso pero que no les concernía a nadie más que a ella y su benefactor.

Cada relato resonó en la sala, tejido con motivaciones personales que se entrelazaban en el tapiz de un propósito común. Aristóteles escuchó con atención, reconociendo la riqueza de experiencias y aspiraciones que cada uno traía consigo.

–Vuestras motivaciones son nobles y vuestra dedicación, admirable –concluyó Aristóteles finalmente con tono que reflejaba gratitud–. Juntos, forjaremos un camino que no solo beneficiará a nuestros señores y a nosotros mismos, sino que también dejará una huella positiva en el tejido mismo de nuestra sociedad.

Aristóteles miró a los elegidos en la sala iluminada por las antorchas, donde el murmullo de sus palabras resonaba con potentes ecos.

–Hermanos y hermanas –continuó Aristóteles muy serio–, nuestro camino nos lleva hacia Epiro. Allí, un encuentro nos espera, que revelará los detalles precisos de nuestra empresa.

Los elegidos asintieron con atención.

–En Epiro, nos aguarda un aliado cuya información y apoyo serán cruciales –continuó Aristóteles–. Él nos proporcionará los detalles necesarios y nos guiará en los pasos que debemos seguir.

Hizo una pausa, permitiendo que el peso de sus palabras se asentara en la sala antes de continuar.

–Nuestra misión requiere la máxima discreción. Seremos los artífices de un cambio que resonará más allá de nuestras propias vidas –añadió Aristóteles, con su mirada recorriendo a cada uno de los presentes con un gesto de confianza–. Confío en vuestra habilidad para llevar a cabo esta tarea con éxito.

Los elegidos respondieron con un murmullo de aprobación. Cada uno entendía el significado de la empresa en la que estaban a punto de embarcarse, y todos estaban listos para cumplir con su parte en la búsqueda del éxito.

–Preparad vuestros corazones. Partiremos hacia Epiro al alba –concluyó Aristóteles.

Así, en la sala iluminada por antorchas de Pella, se selló el compromiso de los elegidos.

Kallias y Hegeloco estaban sentados junto al fuego, las sombras danzaban sobre sus rostros mientras las llamas crepitaban suavemente. La atmósfera, más relajada que antes, permitía un respiro tras las tensiones del día. Moira se mantenía en la periferia de la conversación, pero no apartaba la mirada de los dos guerreros.

Kallias se estiró y lanzó una sonrisa traviesa hacia el grupo, inclinándose ligeramente hacia adelante para romper el hielo.

—No debería haber miedo. —dijo, su tono despreocupado contrastaba con la gravedad de las palabras—. Lo que viene será peligroso, pero también glorioso. Seguro que cada uno de nosotros hemos sobrevivido a cosas peores.

Moira, con los ojos entrecerrados y una calma serena pero inquietante, se acercó al fuego, arrojando una pequeña ramita que estalló en chispas.

—Se avecina un cambio, Kallias. Algo más grande que nosotros. Y no es la supervivencia lo que está en juego, es el destino mismo. Nos colocarán en el centro de todo, queramos o no. —Su voz tenía un matiz premonitorio, casi sobrenatural.

Kallias la miró de reojo, no del todo convencido, pero sin contradecirla. Hegeloco, que había estado observando en silencio, intervino por primera vez.

—¿Y qué importa? —dijo con tono grave y seguro—. Nos enfrentaremos a lo que sea que venga. Soy seguidor de Ares, y la batalla no es solo un desafío, es nuestra esencia.

Kallias se rió por su comentario, como si hubiera encontrado un espíritu afín.

—Parece que nos llevaremos bien, Hegeloco. Yo también soy un hombre de Ares. Lleno su inframundo hasta los topes. —dijo, golpeándose el pecho con orgullo. Ambos compartieron una mirada cómplice, un entendimiento que solo los que han visto la guerra podían compartir.

Moira sonrió levemente desde su posición, aunque la preocupación todavía velaba su rostro.

—No subestiméis a los dioses, —advirtió la bruja con palabras cargadas de una sabiduría que no concordaba con su juventud aparente—. El cambio que se avecina no será solo de espadas y sangre. Hay fuerzas más antiguas en juego, y nosotros somos solo soldados... aunque nos creamos generales.

Kallias hizo una pausa, luego se encogió de hombros con una risa que apenas ocultaba la duda creciente que las palabras de Moira habían sembrado en él.

—Peones o no, —dijo—, yo prefiero caer luchando que vivir bajo la sombra de la incertidumbre.

—Nos veremos pronto en el campo de batalla, —añadió Hegeloco con una sonrisa feroz—. Que Ares nos guíe.

Moira se quedó en silencio por un momento, como si sus pensamientos estuvieran vagando hacia algo más profundo, algo que los demás no alcanzaban a comprender.

—Ares podrá guiar nuestras espadas, pero hay otros dioses que ya están en movimiento. —dijo finalmente mirando a la silenciosa espía persa—. Y no todos nos favorecen.

Dartmoorh observaba encapuchada desde un segundo plano entre las sombras sin decir una palabra, absorta en sus pensamientos.

 

Reino de Epiro
Viajando a Epiro

Aristóteles y los elegidos partieron de Pella rumbo a Epiro al alba, montados en robustos caballos que avanzaban por los senderos polvorientos y los caminos sinuosos que atravesaban las tierras montañosas. La mañana era fresca, con el sol apenas asomando por el horizonte, prometiendo un día de viaje sin contratiempos. Sin embargo, el destino tenía otros planes.

A medida que avanzaban por un estrecho desfiladero entre altas paredes rocosas, el ruido de cascos resonaba en la quietud del amanecer. De repente, el silbido de flechas cortando el aire rompió la calma. Desde las alturas, un grupo de bandidos emboscó a la expedición, lanzando flechas desde sus escondites estratégicos en las rocas.

–¡Alto! ¡Rendíos o morid! –gritó un líder bandido desde lo alto.

Los elegidos y Aristóteles reaccionaron con rapidez. Hegeloco, el guerrero de Parmenión, se adelantó con su espada desenvainada, liderando la defensa mientras los otros ajustaban sus posiciones para proteger al filósofo y asegurar la ruta hacia Epiro.

Las flechas seguían lloviendo desde arriba, algunas de ellas se clavaron a escasa distancia de caballos y hombres. Seis bandidos salieron de sus escondites y amenazantes apuntaron al grupo con sus arcos cargados.

Kallias y Dartmoorh, con Aristóteles entre ellos, avanzaron hacia los bandidos. Mientras tanto, Hegeloco se colocó su casco mágico y desapareció sin llamar la atención. Los asaltantes, absortos en quienes se acercaban, no notaron su ausencia.

El líder de los bandidos observaba al anciano filósofo con una mirada penetrante, como si lo reconociera. Aristóteles, con voz serena, le dijo:

–Ni todo el oro del mundo os haría felices.

El bandido respondió con una bofetada que el filósofo soportó estoicamente, apenas moviendo el rostro.

Kallias, en posición defensiva, intervino:

–¿Sabéis a quién pretendéis robar? Todo lo que veis pertenece a Clito el Negro.

Estas palabras provocaron un silencio sepulcral entre los bandidos, cuyos rostros se tornaron pálidos.

El líder, reuniendo valor, replicó:

–Si trabajáis para Clito, sois importantes para Alejandro Magno.

Dartmoorh, con voz firme, respondió:

–Somos la escolta de Clito. Os sugiero que sigáis vuestro camino.

Acto seguido, lanzó una bolsa llena de monedas al líder, quien la atrapó con destreza.

Mientras tanto, Hegeloco se había acercado sigilosamente al jefe de los bandidos. En un movimiento rápido y preciso, desenvainó su espada y lo decapitó limpiamente. El cuerpo cayó inerte, partido en dos, mientras Hegeloco sostenía su cabeza por el cabello. Se quitó el casco, revelándose ante los cinco bandidos restantes y alzando el macabro trofeo mientras goteaba sangre dejando un charco a los pies de Hegeloco.

Los bandidos huyeron despavoridos. Kallias, precavido, apartó a Aristóteles de la escena.

–¿De dónde has salido? ¿Cómo has hecho eso? –preguntó Kallias a Hegeloco, asombrado.

–Ares me ha bendecido –respondió Hegeloco con una sonrisa de satisfacción.

Dartmoorh se agacho con delicadeza para recuperar su bolsa de monedas, ates de que la sangre la pusiera perdida.

Aristóteles, con la respiración agitada pero la mente serena, se acercó a Hegeloco y a Kallias.

–Habéis demostrado vuestra valía. Este es solo el comienzo de vuestra historia. Ahora, continuemos hacia Epiro. Nuestro destino aún nos aguarda –dijo Aristóteles con orgullo mientras los elegidos asentían, conscientes de que habían superado un obstáculo crucial en el camino hacia su misión secreta.

 

Rey Alejandro I de Epiro
Mazmorras de Epiro

Epiro, región montañosa del noroeste de Grecia, era hogar de los molosos. Destacaba por su belleza natural, recursos minerales y la ciudad de Dodona con su famoso oráculo. Gobernada por el rey Alejandro I, Epiro se convirtió en un poder regional respetado, combinando influencias griegas con su identidad molosa única.

El rey Alejandro I de Epiro era un líder imponente y audaz. Alto, robusto y de rasgos fuertes, su apariencia reflejaba su destreza militar. Vestía con símbolos de autoridad real y su expresión seria inspiraba lealtad y respeto. Su presencia en batalla era impresionante, consolidando su reputación como estratega y unificador.

En las profundidades sombrías de las mazmorras de Epiro, Alejandro I, rey y figura dominante de la región, recibió a los elegidos con autoridad. El ambiente estaba cargado de tensión, acentuado por los ecos de los gritos ahogados de un persa sometido a tortura. La presencia del rey, con su figura imponente y su mirada penetrante, llenaba el espacio claustrofóbico mientras los elegidos se agrupaban en su presencia.

–Bienvenidos –dijo Alejandro I con una voz que resonaba en las frías paredes de piedra–. Como sabéis, soy Alejandro, hermano de Olimpiade y tío de Alejandro Magno. No hay tiempo que perder. Todos vosotros habéis sido seleccionados por vuestras habilidades y vuestra disposición para servir a una causa mayor.

Los elegidos escuchaban con atención, conscientes de que se encontraban en una encrucijada decisiva para sus destinos.

–Alguien poderoso e influyente ha requerido vuestros servicios en una tarea que podría alterar el curso de la historia –continuó Alejandro, sus ojos escudriñando cada rostro en busca de reacciones–. Memnón de Rodas, general persa y hábil estratega, se ha convertido en un obstáculo significativo para mi sobrino Alejandro. Su flota, al servicio del sátrapa persa Artabazo II, amenaza nuestras ambiciones y nuestra seguridad.

Una pausa significativa siguió las palabras del rey.

–Vuestro objetivo es claro y crucial: eliminar a Memnón de Rodas de manera limpia y discreta. No debe quedar rastro que señale a Macedonia ni a Alejandro como autores de este acto –explicó Alejandro con firmeza, delineando las condiciones del encargo–. Vuestras recompensas serán generosas y vuestros beneficios asegurados. Nuestro patrocinador se encargará de ello.

El rey pausó, permitiendo que las implicaciones de sus palabras resonaran en la mente de los elegidos. 

–Algunos de vosotros podréis asegurar vuestras vidas mediante este acto –añadió Alejandro–. Estáis aquí porque se ha visto algo en vosotros, algo que puede ser clave para el éxito de esta empresa.

Concluida su exposición, Alejandro observó a los elegidos, esperando sus respuestas y consciente de que había sembrado las semillas de una conspiración que podría cambiar el destino de imperios. La tarea era monumental, pero en la oscuridad de las mazmorras de Epiro, cada uno de los elegidos sabía que su participación en esta misión podría marcar la diferencia entre la victoria y la derrota en el juego de poder que se desplegaba sobre sus hombros.

Aristóteles mostró sus respetos al rey Alejandro de Epiro y se despidió del grupo, dado que ya no lo necesitaban. Ahora serían ellos quienes tendrían que demostrar por que diferentes fuerzas a tener en cuenta habían confiado en ellos y para ello Memnón debía morir.

 

 

 

 

 

 

Capítulo 56: Eterno XI: Primera Sangre (334 a. C.)

 

Eterno XI

Primera Sangre

(334 a. C)

Alejandro Magno, Rey de Macedonia
Primer movimiento

Alejandro había escuchado a su padre hablar apasionadamente sobre el ataque a Anatolia durante incontables jornadas. Ahora, estaba decidido a llevar a cabo esa hazaña él mismo, confiando en su profundo conocimiento de los persas y sus estrategias.

Consciente del comportamiento cohesivo del ejército persa bajo un líder carismático, Alejandro planeó desestabilizar este pilar central. Sabía que privar a los persas de su líder sería clave para debilitar su resistencia y facilitar la conquista del vasto imperio.

Para prepararse, Alejandro se enfocó en dos frentes. En primer lugar, fortaleció la frontera de Grecia, reuniendo un formidable ejército de 12.000 infantes y 12.000 soldados para protegerla.

Simultáneamente, recuperó el antiguo anhelo de su padre de infligir una derrota decisiva a los persas, quienes habían amenazado a Grecia en el pasado. Decidió iniciar una expedición a Asia con el objetivo de invadir el gigante asiático y cumplir el sueño no realizado de su padre.

Aunque incluso su mentor, Aristóteles, intentó disuadirlo de tal empresa ambiciosa, Alejandro estaba decidido. Nombró a Parmenión como comandante de un ejército de 10.000 hombres destinado a la conquista de Asia, liderará el ala izquierda del ejército de su rey. Alejandro se preparó para afrontar una de las mayores campañas militares de la historia antigua.

 

Parmenión,
Capitán General de Alejandro

Los compañeros más cercanos

Alejandro se encontraba rodeado por sus compañeros más cercanos, su guardia personal compuesta por aquellos que habían compartido toda su vida junto a él. Eran más que simples camaradas; eran hermanos de leche, protectores y amigos íntimos, quienes ahora habían ascendido a generales y oficiales de confianza en su ejército. Estaban completamente comprometidos a seguir a Alejandro hasta el final.

Como Comandante Supremo, Alejandro se aseguraba de personalmente establecer y confirmar cada rol y responsabilidad antes de avanzar. Todo debía estar claro, organizado y completamente asegurado para garantizar el éxito de cada movimiento y campaña:       

 

Parmenión, el experimentado Capitán General de Alejandro, es la segunda figura más importante en el ejército. Había servido fielmente a Filipo II, el padre de Alejandro, y ahora estaba listo para sacrificarlo todo por su hijo. Sus tres hijos también eran miembros destacados del ejército de Alejandro, lo que habla de la confianza y la lealtad de toda la familia.

Parmenión es reconocido como un estratega consumado y altamente eficaz. Es uno de los líderes más respetados y confiables en el campo de batalla, gracias a su vasta experiencia y lealtad inquebrantable. Su influencia en las decisiones estratégicas y tácticas es notable, y su valentía y habilidades militares son admiradas por todos. Es un líder militar respetado en todos los ámbitos, y su reputación como estratega es insuperable.


Clito "El Negro", lugarteniente y general de Alejandro Magno, ha sido un fiel servidor desde su juventud. Comenzó su carrera al servicio de Filipo II, el padre de Alejandro, y tras la muerte de Filipo, continuó su lealtad con Alejandro, a quien consideraba como un hermano de leche y un amigo cercano. El apodo "El Negro" se debe a su cabello azabache, que lo distinguía entre los demás.

Nacido alrededor del año 367 a.C. en Macedonia, Clito provenía de una familia acomodada. Su padre, Drópidas, era un hombre de posición influyente y riqueza, lo que permitió a Clito tener una educación completa. Desde joven, Clito se preparó para la carrera militar y también adquirió conocimientos en literatura, geografía, matemáticas y otras materias relevantes para su época.

La conexión de Clito con la familia real era profunda; su hermana, Lanice, ejerció como nodriza del príncipe Alejandro en su infancia, lo que fortaleció los lazos entre Clito y Alejandro desde temprano.

Clito se destacó como uno de los comandantes más valientes y leales en el ejército de Alejandro. Su experiencia, valentía y dedicación a la causa macedonia lo convirtieron en una figura respetada y confiable para Alejandro y sus compañeros de batalla.

 

Ptolomeo, un destacado general y el biógrafo de Alejandro Magno, nació en Macedonia en una familia con conexiones a la realeza. Su padre, Lagos, era un noble aunque su linaje no había alcanzado gran prominencia en la historia. Su madre, Arsínoe, tenía vínculos con la dinastía argéada, lo que otorgaba a Ptolomeo cierto estatus en la corte.

Se rumoreaba que Ptolomeo podría ser un hijo ilegítimo de Filipo, el padre de Alejandro, lo cual él mismo podría haber difundido para elevar su prestigio personal. Estas especulaciones sobre su origen real no disminuyeron su influencia y respeto en la corte macedonia y en el ejército.

Desde joven, Ptolomeo sirvió como escudero del príncipe Alejandro Magno, desarrollando una sólida amistad y una lealtad inquebrantable hacia él. Su inteligencia política, habilidades militares y ambición eran ampliamente reconocidas en el círculo íntimo de Alejandro y entre sus compañeros de batalla.

Su papel como biógrafo de Alejandro le otorgó una perspectiva única sobre la vida y las hazañas del gran conquistador, permitiendo que las futuras generaciones comprendieran mejor la historia y los logros de Alejandro Magno.

 

Filotas, el Comandante de Caballería e hijo de Parmenión, destacó como uno de los principales líderes militares en el ejército de Alejandro Magno. Su papel como comandante de la caballería lo convirtió en uno de los colaboradores más cercanos del rey Alejandro.

Filotas era reconocido por su valentía en el campo de batalla y sus habilidades tácticas excepcionales. Su liderazgo carismático y su profundo conocimiento militar lo convirtieron en una figura respetada no solo entre sus compañeros oficiales, sino también entre los soldados rasos del ejército macedonio. Su influencia y habilidades estratégicas desempeñaron un papel crucial en numerosas victorias militares de Alejandro.  

 

Calístenes, historiador de Alejandro y embajador, tuvo un papel destacado después del asesinato de Filipo. Fue recomendado por su tío Aristóteles para ser el historiador personal de Alejandro durante su futura campaña contra el Imperio persa. Calístenes elogió las hazañas de Alejandro en sus narraciones, incluyendo la afirmación del rey macedonio de ser hijo de Zeus. Sus registros legendarios se reunieron en diez volúmenes titulados "Biografías de Alejandro".

Calístenes no solo se destacó como historiador, sino también como diplomático y embajador, con una notable influencia en la corte macedonia. Su erudición y habilidades diplomáticas le valieron reconocimiento y respeto entre los círculos políticos y culturales de la época.

 

Hefestión, consejero y ocasional comandante de caballería de Alejandro, acompañó al rey desde el inicio de su campaña asiática, destacándose en la unidad de caballería. Aunque no sobresalía como comandante en el campo de batalla, su verdadera fortaleza residía en su profundo conocimiento logístico.

Cuando Alejandro necesitaba la habilidad táctica de Hefestión en la batalla, este solía ir acompañado de otros generales, a veces incluso del mismo Alejandro, para garantizar la precisión en cada movimiento. Aunque su destreza como estratega compensaba sus limitaciones en la batalla, especialmente cuando actuaba como mano derecha de Alejandro.

Como confidente y consejero cercano de Alejandro, Hefestión se convirtió en una figura influyente tanto en la corte como en las campañas militares. Su valentía, inteligencia y lealtad inquebrantable hacia Alejandro lo hicieron esencial en la toma de decisiones cruciales y en el mantenimiento de la cohesión del ejército y del reino.

 

Calístenes, Historiador y
Embajador de Alejandro
¿Biógrafo o historiador?

La principal diferencia entre el biógrafo (Ptolomeo) y el historiador (Calístenes) de Alejandro Magno radica en el enfoque de sus obras.

El biógrafo se centra en la vida personal de Alejandro Magno, su carácter, sus hazañas militares y su legado, con énfasis en su personalidad, decisiones y acciones. Los biógrafos buscan retratar a Alejandro como una figura heroica e influyente, explorando su vida desde una perspectiva más íntima.

Por otro lado, el historiador de Alejandro Magno se enfoca en analizar y contextualizar los eventos históricos que rodearon la vida y las conquistas del famoso líder macedonio. Los historiadores buscan examinar los aspectos políticos, sociales y militares de la época, así como el impacto de Alejandro en la historia antigua.

Mientras que el biógrafo se enfoca en la figura individual de Alejandro Magno, el historiador amplía su análisis para comprender el contexto histórico más amplio en el que vivió y actuó.

 

Clito, el Negro, Lugarteniente y
General de Alejandro
Asumiendo su rol

Cada miembro del círculo íntimo de Alejandro Magno asume su rol con responsabilidad y compromiso. Hefestión, el más cercano a Alejandro, goza de una confianza excepcional y se convierte en su mano derecha. Los demás integran su guardia personal, cada uno desempeñando un papel crucial en su área de especialización. En asuntos militares, Parmenión, Clito y Ptolomeo tienen la autoridad decisiva, mientras que Calístenes es consultado en temas diplomáticos y académicos. Filotas, por su parte, juega un papel fundamental en la gestión de la infantería del ejército.

La expedición de Alejandro no solo incluye soldados y oficiales, sino también una diversidad de intelectuales y expertos. Biógrafos, botánicos, lingüistas, escribas y cronistas forman parte del séquito, documentando meticulosamente cada hazaña del gran líder. Estas crónicas son enviadas periódicamente a Macedonia, donde la población, entusiasta, celebra las conquistas y triunfos de Alejandro. Este flujo constante de información mantiene a todos al tanto del avance y éxito de la campaña.

Calístenes se encarga de abrir camino diplomáticamente, buscando posibles aliados y anticipando las reacciones de enemigos y rivales. Además, documenta las aventuras de Alejandro, investiga para mejorar el armamento y ensaya un nuevo sistema de comunicación en el campo de batalla mediante banderas, comenzando con movimientos sencillos.

Ptolomeo, siempre ambicioso, sabe que la conquista de Persia puede asegurarle una parte del vasto imperio. Su motivación lo impulsa a desempeñarse con destreza en sus responsabilidades.

Filotas se encarga de entrenar a la caballería y motiva a sus hombres con historias sobre Alejandro, haciéndolo el más accesible de los oficiales. Su cercanía inspira y tranquiliza a aquellos que sienten miedo ante lo que les espera.

Parmenión, siempre atento a los intereses de Alejandro, le ofrece su perspectiva estratégica y se mantiene en continuo contacto con los compañeros. Es responsable de garantizar que todo funcione como debe y a menudo juega a juegos de estrategia con Alejandro y Calístenes.

Clito, por su parte, mantiene una red de contactos orientada a evitar conspiraciones contra Alejandro y su círculo cercano. Los oficiales fuera de este círculo lo temen, conscientes de su interés en las artes ocultas y sus sacrificios de sangre al dios Dionisio.

Hefestión se esfuerza por llevarse bien con todos los miembros del círculo cercano de Alejandro. Mantiene un contacto continuo con ellos y les ofrece su ayuda en lo que puede. Es amigo y confidente de todos, especialmente de Alejandro, y le enseña estrategia militar a Clito mientras él se encarga de mejorar su habilidad en logística.

 

Hefestión Consejero y
Comandante de caballería

Practicando

Alejandro y Hefestión se enfrentan en un entrenamiento feroz en el bosque, solos con espadas y escudos. La intensidad del combate crece hasta que Alejandro pierde el control momentáneamente. En un rápido movimiento, Hefestión le quita el escudo y luego la espada. Alejandro, en un estado de furia, parece decidido a derrotar a Hefestión sin escuchar sus palabras de advertencia.

A pesar de ser menos hábil que Alejandro, Hefestión lo derriba al suelo y le grita para que recupere la compostura.

–¿Te das cuenta de que estás luchando contra Darío? –le recordó Hefestión con seriedad.

–Para él, soy solo un niño rey. Nuestro imperio aún es pequeño ante sus vastas fronteras. –Respondió Alejandro dolido.

–El temerá cada paso que des –responde Hefestión.

Agotados y sudorosos, Alejandro finalmente comprende, besa y abraza a Hefestión. Bajo el cálido sol del atardecer, se reconcilian, recordando la importancia de la perspectiva y la humildad incluso en medio de la lucha.

Alejandro miro a los ojos a su amigo le dijo a corazón abierto a Hefestión:

–Querido amigo, el destino nos llama a desafiar a los persas, y confío en que juntos alcanzaremos la grandeza que está destinada a ser nuestra. Tu valentía y lealtad son un pilar fundamental en esta empresa, y confío en que juntos forjaremos nuestro destino en las tierras de Asia. Que nuestra amistad nos guíe hacia la victoria que aguarda más allá de las fronteras persas. ¡Hacia la gloria, Hefestión!

 

Olimpiade, Madre de Alejandro
Partida

Cuando se prepara para su campaña en Asia, su madre, portando una serpiente en la mano, le promete revelarle un secreto asombroso sobre su vida. Muchos creen que se refiere a la cuestión más profunda que solo Olimpiade puede responder: ¿es Alejandro un hijo de los dioses o solo un mortal común?

En una ceremonia vedada hasta entonces para él, Alejandro comparte un brebaje ceremonial con su madre, y de repente se encuentran en un escenario desde donde se puede contemplar claramente el monte Olimpo. Es entonces cuando ella le revela que es hijo de Zeus, un secreto que cambia su perspectiva sobre su destino y su legado.

Alejandro, compartiendo esta revelación con su confidente Hefestión, decide continuar la ofensiva iniciada por su padre y enfrentarse al soberano más poderoso de la tierra: el rey persa Darío. Para él, no hay otra opción posible; su ambición y su deseo de conquista no conocen límites.

Con una caricia hacia Bucéfalo, su fiel compañero, Alejandro le anuncia que les espera un largo viaje lleno de desafíos y glorias, como verdaderos amigos que son.

 

Ptolomeo, General y el
Biógrafo de Alejandro
La cena de Hefestión

Aprovechando una ausencia de Alejandro, Hefestión organizó un banquete en el palacio real para discutir un asunto importante con sus compañeros más cercanos.

Reunidos en el comedor, todos disfrutaban de los mejores manjares y del mejor vino. Estaban presentes Calístenes, Ptolomeo, Clito, Filotas, su padre Parmenión, y el propio Hefestión.

–Tenía mis dudas –dijo Hefestión, llamando la atención de todos–, pero creo que Alejandro finalmente ha tenido una visión donde se le reveló que es hijo de Zeus. Creo que puede ser real.

–Cuando aún era un nonato en el vientre de su madre, le cayó un rayo a esta y ambos sobrevivieron –dijo Calístenes–. El rayo es la marca de Zeus.

–Al fin se lo han revelado –dijo Parmenión, sonriendo.

–Tiene sentido –dijo Clito, apurando su copa de vino.

–El asesino de niños ha puesto en marcha el plan –dijo Ptolomeo, con los ojos en blanco. Nadie prestó atención a sus palabras, que en realidad provenían de Neb-Nesut, el Vástago que descansaba en su interior. Todos pensaron que simplemente había bebido demasiado y hablaba sin sentido.

–Como todos sabéis, yo era amigo de su padre el rey Filipo –dijo Parmenión, recordando–. ¿Os he contado cómo perdió el ojo? Una noche espiaba a su mujer Olimpiade y la vio en el lecho con una tremenda serpiente, una de las formas que se le atribuyen a Zeus en la tierra. Ella se percató de que su marido la espiaba y, mirándolo por la cerradura, lo maldijo. En la siguiente batalla, Filipo perdió ese mismo ojo con el que había espiado a su esposa.

–Por eso Filipo trataba así a Olimpiade –dijo Calístenes.

–Habría muchas más razones que desconocemos que alimentaban su odio mutuo –respondió Parmenión.

El ambiente se tornó introspectivo mientras cada uno reflexionaba sobre las historias y las creencias que rodeaban a su líder. Hefestión, observando a sus compañeros, sabía que este banquete no solo era una reunión social, sino un recordatorio de la misión divina que Alejandro había emprendido y del papel crucial que cada uno de ellos desempeñaría en los tiempos venideros.

 

Calas, Hijo pequeño
de Parmenión

Los hijos de Parmenión

Parmenión tenía tres hijos legítimos y uno bastardo. Filotas, el mayor de la misma edad que Alejandro, con 21 años. Nicanor, de 20 años, el mediano, destacado general y comandante de infantería conocido por su valentía. Calas, el menor con 19 años, era un valiente soldado reconocido por sus habilidades tácticas aunque menos conocido que sus hermanos. También contaba con Hegeloco, de 24 años, su hijo bastardo, quien trabajaba como guardia personal.

Reunió a sus cuatro hijos y les habló sobre la guerra inminente, enfatizando la importancia de la unidad familiar. Hegeloco sería tratado como un hermanastro, ya que también era su hijo. Aquí está lo que deseaba de cada uno de ellos:

Hegeloco, Hijo
bastardo de Parmenión

- Filotas: Como compañero de Alejandro y comandante de caballería, se esperaba de él un liderazgo
fuerte y estratégico en la batalla, manteniendo la disciplina y la cohesión de la caballería en todo momento.

- Nicanor: Dada su destacada valentía y experiencia militar, se le encomendaba liderar la infantería con audacia, siendo un pilar crucial en las tácticas de batalla y en mantener las líneas del frente.

- Calas: A pesar de ser menos conocido, sus habilidades tácticas eran valiosas. Se le pedía que demostrara su valentía y que trabajara en estrecha colaboración con los otros comandantes para garantizar la efectividad de las estrategias en el campo de batalla.

Nicanor, Hijo mediano
de Parmenión

- Hegeloco: Como guardia personal y parte de la familia, se esperaba de él lealtad inquebrantable y un servicio impecable en proteger la vida de su padre y sus hermanos durante los combates y las maniobras militares.


–Un brindis por mis hijos –dijo Parmenión, levantando su copa de vino. Sus cuatro hijos lo imitaron, alzando las suyas.

–Por mis hijos, con mis mayores bendiciones. Por la unidad de la familia. Sois unos hijos de puta y yo el mayor de todos ellos. He querido que os conozcáis mejor y disfrutéis antes de la inminente guerra.

Después de compartir risas y camaradería, los cinco decidieron continuar la noche en una casa de putas, buscando una última noche de placer y diversión antes de enfrentarse a las realidades de la guerra.

 

Filotas, Comandante de Caballería,
Primogénito de Parmenión


Falange macedonia
La falange macedonia

334 a. C.

Dos años después de la muerte de Filipo, Alejandro inició su gran aventura, continuando y perfeccionando el innovador sistema militar que su padre había establecido.

Alejandro desarrolló la famosa falange macedonia, una formación compacta compuesta por 16 filas de infantes, armados principalmente con la larga lanza llamada sarisa. Esta falange avanzaba como un bloque impenetrable, similar a un puercoespín, hacia el enemigo, asegurando una presión continua e implacable.

La caballería, por otro lado, representaba la movilidad y flexibilidad en el campo de batalla, impidiendo que el enemigo pudiera maniobrar de manera efectiva. Esta estrategia era conocida como el yunque y el martillo, con la caballería actuando como el martillo que embiste y ataca al enemigo, mientras que la falange servía como el yunque, una formación inamovible armada con mortales lanzas.

Aunque fue Filipo quien concibió esta estrategia, Alejandro la perfeccionó a lo largo de esos dos años, dedicados a resolver problemas internos y externos. Siguiendo la tradición de los reyes antiguos, Alejandro lideraba desde la primera fila y asumía las posiciones más arriesgadas en el campo de batalla. Esta práctica fortalecía la moral de sus tropas, mostrando que él estaba dispuesto a asumir los mismos riesgos que pedía a sus hombres.

Durante este tiempo, Alejandro organizó extensas marchas, probó y entrenó diversas unidades de su ejército para alcanzar su máximo potencial. Con un ejército creado por su padre pero perfeccionado por él mismo, Alejandro inició su legendaria campaña asiática.

Antes de partir, Alejandro le comentó a Parmenión tras revisar las tropas:

–Parmenión, el peso de nuestra empresa recae en la fuerza y disciplina de nuestra falange. Confío en tu liderazgo y en la valentía de cada soldado bajo tu mando. Juntos, formaremos un muro impenetrable que hará temblar a los persas. Que la historia recuerde el valor de estos hombres que marchan a mi lado. La gloria nos aguarda, Parmenión, ¡adelante hacia la victoria!

 

Átalo, General de Alejandro
La tentación

En un viaje hacia la frontera asiática, Clito descubrió una inquietante verdad: Átalo, tío de Cleopatra y general bajo el mando de Alejandro, había sido tentado por Darío. El rey persa estaba poniendo a prueba su lealtad, sembrando dudas sobre Alejandro y prometiendo a Átalo el trono a cambio de su traición.

Clito, siempre alerta, decidió tener una conversación con Átalo para tantear su posición. Durante esta charla, quedó claro que Átalo albergaba dudas sobre Alejandro y consideraba tener un plan B. Átalo intentó medir las lealtades de Clito, lo que solo acrecentó las sospechas de una posible traición.

Átalo había sido el responsable de casar a Cleopatra con Filipo, y las tragedias de ambos, ya fallecidos, aún repercutían en el presente. Fue debido a Átalo que Filipo casi termina con la vida de Alejandro en el pasado, lo que llevó a su eventual destierro.

Sin demora, Clito informó primero a Parmenión y luego a Alejandro sobre esta situación. Parmenión, un experimentado general y antiguo compañero de armas bajo el liderazgo de Filipo, comprendió la gravedad del asunto. Aunque Alejandro recibió una carta de Atalo donde rechazaba la oferta de Darío, la sombra de la traición seguía presente.

Clito explicó a Parmenión que Átalo se sentía marginado y quemado por estar tan apartado de la política de la capital, en la frontera con los persas, lo que le hacía dudar de Alejandro. Parmenión, como antiguo compañero de fatigas de Átalo, ambos sirvieron como generales al rey Filipo, le comentó a Clito que, independientemente de la decisión que se tomara, le gustaría hablar con Átalo personalmente.

–Necesitamos entender su verdadera motivación y saber hasta qué punto sus dudas pueden afectar a nuestras campañas futuras –dijo Parmenión.

–Coincido –respondió Clito–. Es crucial abordar esto con tacto y prudencia.

 

La lealtad estaba en juego, y el delicado equilibrio de confianza dentro del ejército macedonio pendía de un hilo.

 

La cabeza de la serpiente

Alejandro, despiadado y a menudo considerado un tirano, ordena a Ptolomeo que se dirija a la frontera con Asia para ejecutar a Átalo por traición, una acción que muchos consideran necesaria pero brutal. Según Alejandro, la situación de Átalo se había vuelto demasiado peligrosa para la estabilidad del imperio.

Deseando que el castigo fuera ejemplar, Alejandro decide que Parmenión le dará a Átalo la opción de elegir entre la espada o el veneno, una muestra de respeto por su antiguo camarada.

Clito, Ptolomeo y Parmenión parten hacia el encuentro con Átalo.

–Viejo amigo, no traemos buenas noticias –dijo Parmenión con pesar, adelantándose mientras sus compañeros permanecían atrás.

–¿Por qué? –preguntó Átalo, con una mezcla de incredulidad y resignación.

–Sé que tienes dudas. No te voy a juzgar. Eso ya ha sido hecho –respondió Parmenión, desenfundando su espada.

–No me lo pongas difícil, viejo amigo –añadió Parmenión.

–¡Hazlo! No me aburras con tu palabrería –exclamó Átalo, dispuesto a enfrentar su destino.

–Esta será tu última batalla –dijo Parmenión, poniéndose en guardia y permitiendo que Átalo desenfundara su espada.

Átalo cargó contra Parmenión sin dudarlo. Tras un combate justo, Parmenión le cortó la mano izquierda y lo decapitó para evitarle más sufrimiento.

Parmenión colocó la cabeza de Átalo en una pica y la clavó en la frontera con los persas, a la vista de todo el campamento macedonio. Al revisar los documentos de Átalo, encontró una carta dirigida a Ptolomeo, en la que revelaba algo inesperado: su sobrina había sentido algo por él. Lamentablemente, murió apenada por no haber podido compartir una vida juntos. Átalo explicaba que, al ser viuda reciente y debido a su delicada situación, no pudo expresar sus sentimientos abiertamente a Ptolomeo antes de su fallecimiento.

Mientras Clito se encargaba de reestructurar la cadena de mando en el campamento tras la muerte de Átalo, Ptolomeo guardó la carta dirigida a él en secreto.

De regreso, Parmenión informó a Alejandro de lo ocurrido y compartió sus preocupaciones.

–Alejandro, esto no te dará buena fama –advirtió Parmenión–. Este castigo puede causar tensión entre los tuyos.

–No estoy de acuerdo –replicó Alejandro–. Este castigo será ejemplar. Así, nadie se atreverá a traicionarme. Si se es fiel a mí, no hay nada que temer.

Parmenión observó a Alejandro, conociendo su audacia y sabiendo que cualquier intento de cambiar su opinión sería inútil. La ejecución de Átalo, aunque necesaria, había dejado una marca en el ejército, y solo el tiempo diría si la estrategia de Alejandro fortalecería o fracturaría su liderazgo.

 

Moira, la Bruja, esclava de Calístenes
La Revelación de Moira

Moira y Darthmoorh mantenían una relación clandestina, pese a la inusual inmunidad de la princesa persa al toque mortal de Moira, una habilidad que envejecía a quienes la recibían hasta la muerte. Moira había ocultado esta relación, pero Calístenes temía que inadvertidamente estuviera revelando información al enemigo, algo que ya estaba ocurriendo sin que Moira lo supiera.

Calístenes había escuchado conversaciones entre Moira y Darthmoorh donde compartían detalles que Moira consideraba triviales, pero que eran valiosos para una espía persa. Decidió hablar con Moira para discutir este delicado asunto y sus posibles implicaciones en la seguridad del grupo.

Un día, Calístenes las pilló in fraganti y ordenó a los guardias que nadie saliera del lugar donde se encontraban. Sin embargo, ya era demasiado tarde: Darthmoorh había desaparecido. Calístenes mandó a otro guardia a avisar a Clito y se reunió con él.

Clito valoró la importancia de la información que la espía persa pudo haber extraído de la esclava de Calístenes. Calístenes decidió encargarse personalmente del asunto y ordenó apresar a Moira mientras Clito enviaba a uno de sus hombres, el tebano, a buscar a Darthmoorh.

Dartmoorh, espía persa

Clito reunió a todos los compañeros y a Alejandro para debatir lo ocurrido y decidir qué hacer al respecto. Moira, arrepentida y con total transparencia, sin ser muy consciente de haber hecho mal, explicó la información que había revelado, aparentemente sin mala fe:

Moira confesó haber hablado con la persa sobre conversaciones privadas de Alejandro con sus oficiales acerca del posible despliegue de las tropas. También mencionó la posible traición o lealtad dudosa del general Átalo, cercano a Alejandro. Esta información podría ser crucial para los enemigos de Alejandro Magno, permitiéndoles anticipar sus movimientos y preparar contramedidas estratégicas.

El tebano informó a Clito que no había encontrado a Darthmoorh; parecía haberse esfumado sin dejar rastro.

–¿Confías en ella? –preguntó Alejandro a Calístenes.

–Sí –respondió Calístenes.

Kallias, Asesino Tebano de Clito

–Córtale la lengua y puedes quedártela –dijo Alejandro tras mirar a Hefestión y ver en sus ojos tristeza– la próxima vez no seré tan benevolente.

Moira se arrodilló ante Alejandro, pidiendo clemencia, arrepentida y consciente de haber sido engañada por la espía persa.

–Nos estamos convirtiendo en tiranos, igual que los enemigos que queremos derrotar –le dijo Ptolomeo a Alejandro.

Alejandro miró a Hefestión, buscando consejo con la mirada.

–No lo ha hecho queriendo. Es más útil para Calístenes viva de lo que sería muerta –dijo Hefestión.

–Mujer, los dioses te han sonreído hoy –declaró Alejandro, tocando la cabeza de Moira y perdonándola.

Alejandro abandonó la estancia y Clito añadió:

–Me encanta Darthmoorh. Juega duro.

–¿Cómo te ha tocado la persa y no ha muerto? –preguntó Calístenes a Moira.

–No lo sé. Me sedujo de noche y debió hechizarme de algún modo. Lo siento, Calístenes, no era mi intención ponerte en este aprieto.

–No te preocupes –respondió Calístenes–, verdaderamente pensaba que te perdía.

Ambos se abrazaron ante las miradas críticas de los oficiales de Alejandro.

 

 Lagrimas de ambición

Alejandro tenía una ambición desmedida y un espíritu carismático que a menudo rozaba lo sobrenatural. Se consideraba el heredero directo de los dioses y el gran sucesor que tomó el testigo de Aquiles, el legendario héroe de Troya.

Sin embargo, su camino hacia la grandeza no estuvo exento de críticas y desafíos. Aunque muchos admiraban sus logros, otros cuestionaban sus decisiones, especialmente su deseo de conquistar el mundo conocido. Una leyenda cuenta que una noche, mientras cenaba junto a sus hombres alrededor de una hoguera, Alejandro fijó su mirada en el vasto firmamento y se sintió abrumado por la magnitud del universo. Las conversaciones sobre la infinidad de mundos posibles y estrellas parecían afectarlo profundamente. Con lágrimas en los ojos y un poco de vino en su cuerpo, Alejandro expresó su pesar:

–¿Cuántos mundos habrá por conquistar, y yo apenas he comenzado a conquistar este?

 

Diógenes
Diógenes vive en un barril

En Corinto, Alejandro deseaba conocer a Diógenes de Sinope, el cínico que vivía en un tonel. Con su escolta y un numeroso séquito, Alejandro se presentó ante él, esperando una audiencia con el renombrado filósofo. Sin embargo, Diógenes no se dignó a acudir a Alejandro, quien, intrigado por la sabiduría del cínico, decidió buscarlo personalmente.

Al encontrarse frente a Diógenes, Alejandro se presentó:

–Soy Alejandro. Con un tono despreocupado, Diógenes respondió: –Y yo, Diógenes, el perro.

La audaz respuesta provocó murmullos de asombro entre los acompañantes del rey, pues nadie se atrevía a dirigirse a él de esa manera. Alejandro, fascinado, le preguntó por qué lo llamaban "el perro". Diógenes explicó:

–Porque alabo a quienes me dan, ladro a quienes no me dan, y a los malos les muerdo. Sorprendido pero sin inmutarse, Alejandro le ofreció cumplir cualquier deseo. La respuesta de Diógenes, simple pero impactante, fue:

–Quítate de donde estás, que me tapas el sol. La petición, tan humilde, desconcertó a todos los presentes.

Durante una serie de intercambios, Diógenes cuestionó a Alejandro sobre su propia moralidad, provocando una profunda reflexión en el joven rey. A pesar de las respuestas directas y audaces de Diógenes, Alejandro admiró su sinceridad y valentía ante el poder.

Aunque algunas respuestas de Diógenes sobre la igualdad humana resultaron decepcionantes para Alejandro, el rey continuó rodeándose de filósofos e intelectuales, demostrando así su respeto por la sabiduría que trascendía su propio dominio. Esta experiencia reforzó en Alejandro una apreciación por la diversidad del pensamiento humano, mostrándole que el verdadero poder reside no solo en la conquista de tierras, sino también en la conquista de la mente y el espíritu.

 

La Tumba de Aquiles
El simbolismo de Troya

Alejandro cruzó a Asia y su primera parada simbólica fue en Troya. Aunque en esa época Troya era apenas una pequeña ciudad, casi un villorrio, su significado cultural para los griegos era inmenso. Allí se encontraba la tumba de Aquiles, el legendario héroe de la guerra de Troya, cuyo legado era fundamental para Alejandro.

Uno de los temas centrales en la mitología griega relacionada con Aquiles es la muerte de la amazona Pentesilea. En la batalla, Aquiles lucha contra las amazonas y se enfrenta a Pentesilea. Aunque la mata en combate, en ese momento sus ojos se encuentran y Aquiles se enamora de la amazona, pero es demasiado tarde, ya que ella yace muerta. Este tema tiene un profundo simbolismo para Alejandro, quien llevaba un escudo personal que representaba esta escena.

La visita de Alejandro a Troya estaba cargada de simbolismo. Para los griegos, la guerra de Troya era un episodio crucial de su historia. La conquista y destrucción de Troya por parte de los aqueos había sido un acontecimiento épico. Ahora, Alejandro, descendiente de Aquiles y líder supremo de los griegos, llegaba a Asia para conquistar a los descendientes de los troyanos, los asiáticos, como un eco moderno de aquella gesta legendaria.

Este simbolismo era de gran importancia para los griegos. No bastaba con tener un gran general; también necesitaban creer que los dioses estaban de su lado. Por eso, ver a su rey, descendiente directo de Aquiles, realizando estos rituales y honrando las tradiciones ancestrales, les daba la confianza necesaria para emprender la empresa de conquistar vastos territorios con un ejército comparativamente pequeño de 35.000 a 50.000 hombres frente a las inmensas fuerzas persas, de 500.000 a 600.000.

 

Tumba de Aquiles
La tumba de Aquiles

En su visita a Troya, Alejandro buscó la tumba del legendario guerrero Aquiles, considerándose a sí mismo descendiente de la divinidad y sintiendo que Zeus le favorecía. La influencia de la Ilíada seguía marcando profundamente su visión y sus acciones.

Cuando encontró la tumba, también halló el formidable escudo del guerrero Aquiles, un símbolo que le acompañaría en sus próximas campañas militares.

Durante su paso por la ciudad de Troya, Alejandro rindió honores no solo a la sagrada tumba de Aquiles, sino también a la de su querido amigo y compañero, Patroclo, mostrando así su respeto por las figuras legendarias que habían influenciado su propia concepción de la grandeza y la heroicidad.

Sobre la tumba de Aquiles, Alejandro pronunció las siguientes palabras:

–Oh fortuna, daría cualquier cosa por haber sido como Aquiles.

Esta declaración reflejaba el profundo respeto y admiración que Alejandro sentía por el legendario guerrero, deseando haber alcanzado un nivel similar de fama y valentía. Su reverencia hacia Aquiles no solo era una muestra de devoción a su héroe, sino también una manifestación de su propio deseo de ser recordado como uno de los grandes de la historia, inspirado por el legado inmortal de Aquiles.

 

Escudo de Aquiles

La lanza en el Helesponto

En el año 334 a.C., Alejandro Magno se preparaba para llevar a cabo su audaz plan de conquistar el vasto Imperio Persa, una empresa que su padre, Filipo II, había comenzado antes de su muerte y que ahora recaía sobre sus hombros como líder de Macedonia.

Realizando una minuciosa revisión de sus fuerzas, Alejandro contaba con un impresionante contingente de 40.000 infantes de élite, conformando las renombradas falanges macedonias, así como 5.000 jinetes, incluida su propia guardia personal conocida como los Compañeros. A estos se sumaban 35.000 soldados griegos, todos ellos listos para emprender la conquista de Oriente.

A pesar de las dificultades logísticas, Alejandro inició la invasión llevando consigo a sus mejores hombres. Este paso crucial, que marcaría la historia conocida para siempre, implicaba cruzar el Helesponto, el estrecho de agua que separa Europa de Asia, ubicado en la actual Turquía.

El cruce era especialmente peligroso debido a la potencial interferencia del clima y la superioridad naval del rey persa Darío, quien poseía tres veces más barcos que Alejandro. Sin embargo, con gran visión, Alejandro no se detuvo ante estos desafíos.

Sacrificando un toro a Poseidón, dios del océano, en mitad de su travesía, el ejército de Alejandro avanzó con éxito hacia Anatolia. Aprovechando la fortuna del buen clima y la distracción de las tropas persas ocupadas en otras regiones, lograron desembarcar con seguridad en la costa asiática.

En ese momento simbólico, Alejandro clavó su lanza en la arena y proclamó a sus compañeros de confianza:

–Los dioses me entregan Asia. Juntos forjaremos nuestra leyenda en estas tierras. Este acto marca el comienzo de nuestra gloriosa campaña hacia la grandeza. Nuestra lealtad será recompensada con honores y riquezas más allá de nuestra imaginación. Confío en cada uno de vosotros para forjar nuestro destino en Asia.

Este gesto marcó el inicio de la ambiciosa campaña de Alejandro por la conquista de todo el continente, con Anatolia como su primera meta.

Liderando a sus 40.000 macedonios, este joven de poco más de veinte años se lanzó audazmente a la conquista, logrando recuperar ciudades como Mileto y Halicarnaso, y protegiendo así a las ciudades griegas afectadas por el dominio persa. Con cada victoria, su leyenda se cimentaba aún más como uno de los más grandes líderes militares y estrategas de la historia.

 

Memnón de Rodas, General del
ejercito persa, mercenario griego
Preparando la batalla

En el año 334 a.C., Alejandro Magno enfrentaba uno de los mayores desafíos de su vida: la batalla contra el poderoso Imperio Persa. Mientras el rey persa Darío III menospreciaba a Alejandro como un presuntuoso destinado a la derrota, el joven rey macedonio preparaba meticulosamente a sus tropas para lo que sería un momento crucial en su campaña militar.

Darío delegó la responsabilidad de enfrentar a Alejandro a Memnón de Rodas, un experimentado mercenario griego. La ubicación elegida para el enfrentamiento fue estratégica: el río Gránico, un terreno que Memnón creía favorable para sus tropas.

Alejandro dirigía a su ejército, compuesto por 40.000 infantes de élite y 5.000 jinetes, a través de una compleja operación de cruce hacia Asia. Desde la muerte de su padre Filipo, la campaña contra los persas era inevitable, y se especulaba que intrigas dentro del círculo cercano a Filipo podrían tener vínculos con intereses persas.

Moviéndose hacia el este y siguiendo la costa para asegurar el suministro marítimo de su ejército, Alejandro avanzó sin retroceder. Al llegar al río Gránico, las fuerzas persas, conformadas por unos 35.000 hombres y mercenarios griegos, se preparaban para el enfrentamiento.

Parmenión, uno de los más experimentados generales de Alejandro, aconsejaba precaución y evitar un asalto frontal que podría poner en peligro la guerra. Sin embargo, Alejandro, guiado por su audacia y orgullo, decidió avanzar.

Planeando una estrategia audaz que aprendió de su padre, Alejandro organizó un ataque frontal mientras lideraba personalmente un movimiento de flanqueo con su caballería. Aunque muchos consideraban su estrategia temeraria, Alejandro confiaba en la habilidad de sus tropas y en su propio liderazgo.

Enfrentando al poderoso ejército persa, apoyado por numerosos mercenarios griegos, Alejandro se preparaba para la batalla que determinaría el curso de la historia. A pesar de las enormes fuerzas en su contra, se decía que de cinco a uno, Alejandro estaba decidido a mostrar al mundo que su audacia y estrategia podían superar cualquier desafío.

Calístenes buscó un lugar en lo alto de una ladera desde donde divisaba el futuro campo de batalla. Desde allí, apoyaría a Alejandro y a sus compañeros oficiales, utilizando un novedoso sistema de señales con banderas para comunicar los movimientos del enemigo. También llevaba consigo a un pintor para inmortalizar la épica escena en un lienzo.

Alejandro y Clito liderarían el ala derecha con la caballería, mientras Parmenión avanzaría por el frente y Ptolomeo cubriría el flanco izquierdo. Hefestión, alertado por Alejandro, le pidió que tuviera cuidado y no se expusiera demasiado en la batalla, permaneciendo en retaguardia con arqueros por si fuera necesario apoyo adicional.

Filotas acompañaba a su padre Parmenión en el liderazgo frontal, dispuesto a enfrentar el desafío con la valentía y la destreza que caracterizaban al ejército macedonio.


Batalla de Gránico
La batalla del rio Gránico

En mayo del 334 a.C., en el este de Anatolia, la Batalla del río Gránico se convirtió en un momento crucial en la campaña de Alejandro Magno en Asia Menor. Los dos poderosos ejércitos se prepararon para un enfrentamiento épico, mientras un tenso silencio llenaba el aire.

Los persas, con una posición defensiva fuerte debido a las abruptas orillas del río, confiaban en su ventaja. Sin embargo, Alejandro, decidido a iniciar el ataque, se dirigió a sus tropas con una arenga inspiradora:

–¡Mis amigos, escuchadme! Nos encontramos al borde de la grandeza, ante un desafío que solo los valientes y decididos podrán superar. El destino nos llama a forjar nuestro nombre en la historia, a conquistar la gloria y la riqueza que aguardan más allá de esta batalla. Quienes estén dispuestos a seguirme con coraje y lealtad serán recompensados con honores y fortuna. ¡Hoy, juntos, alcanzaremos la grandeza que está destinada a ser nuestra!

El ejército rugió en respuesta, encendido por las palabras de su líder.

Clito, motivando a su manera a su caballería, gritó:

–¡Una moneda por cada dos persas muertos!

Risas y gritos a favor destensaron el ambiente, preparándolos para el combate.

Alejandro, con 40.000 hombres frente a los 35.000 persas, decidió un movimiento audaz. Ordenó un ataque de caballería en la tarde, liderando personalmente el ala derecha mientras avanzaban hacia el río. Ni el rápido caudal ni las defensas persas amilanaron su avance imparable.

El enfrentamiento inicial fue feroz. Los macedonios se lanzaron al río, enfrentando las flechas y embates persas. La valentía de Alejandro y su liderazgo mantuvieron alta la moral de sus hombres.

Parmenión lideró el ataque de la infantería, gritando:

–¡Por Macedonia y por Alejandro, hasta la victoria!

Apoyado por Ptolomeo y seguido por Filotas, quienes animaban a los soldados a poner en práctica las órdenes de sus superiores.

Desde su colina, Calístenes, con su sistema de señales de banderas, apoyaba a Filotas, avisando a Parmenión sobre los movimientos persas. Hefestión, en la retaguardia, esperaba cualquier señal de brecha en las líneas enemigas.

El ejército persa, con su diversidad y poderío, resistió inicialmente el avance macedonio. Sin embargo, Alejandro, dirigiendo personalmente la carga de caballería, rompió la resistencia enemiga, permitiendo que la infantería cruzara el río.

El golpe decisivo vino cuando la caballería macedonia atacó desde la retaguardia, bloqueando a los jinetes persas y permitiendo que el grueso del ejército de Alejandro avanzara con más seguridad. Alejandro y Clito lideraban este ataque con gran destreza, seguidos de Hefestión y una guarnición de caballería auxiliar que los apoyaba.

Parmenión, desatando una furia implacable, decapitaba y amputaba persas con su vieja y fiel espada, mientras Ptolomeo, rodeado por un grupo de persas, demostraba una habilidad excepcional, acabando con ellos con su lanza y luego con su espada, guiado por los dioses del Olimpo.

Finalmente, con la infantería macedonia en tierra firme y la caballería asegurando la retaguardia, Alejandro lideró una carga que desencadenó el colapso de las fuerzas persas en el río.

 

Salvado por Clito
Salvado por Clito

En la ardiente carga de caballería, Alejandro se destacaba como un faro de liderazgo y valor. Su coraza de metal relucía bajo el sol, una rareza entre los soldados, y su distintivo casco adornado con plumas blancas lo convertía en el blanco predilecto de los enemigos.

Tres sátrapas persas se lanzaron directamente hacia Alejandro, sabiendo que la gloria les aguardaba si lograban eliminar al joven conquistador. En medio del caos de la batalla, un golpe certero alcanzó su casco, derribándolo junto con su lanza. Rápidamente, un soldado macedonio le entregó una nueva arma mientras Alejandro se preparaba para enfrentar a un noble persa. Sin embargo, la muerte parecía inminente cuando otro guerrero enemigo se abalanzó hacia él.

Hefestión, desde la distancia, intentó ayudar arrojando su lanza, pero no logró impactar a los atacantes.

En ese instante crítico, surgió Clito "el Negro", uno de sus generales más cercanos y queridos. Como un relámpago, Clito saltó de su caballo y su espada cortó el brazo del sátrapa persa, salvando la vida de Alejandro en un acto de lealtad inquebrantable. La historia de Clito y Alejandro tenía raíces profundas, pues habían compartido la misma nodriza en su infancia, y Clito ya había demostrado su valía salvando a Alejandro en su primera batalla contra los persas.

Hefestión, con rapidez, cargó su arco y de un flechazo en el corazón ejecutó al atacante herido en el suelo.

Alejandro rearmado, se encargó de otro de los sátrapas atravesándolo con su lanza, mientras Clito rebanaba el cuello del tercero, a pesar de haber recibido un pequeño rasguño en el pómulo. Hefestión llegó rápidamente a ellos y, con emoción, abrazó a ambos, agradeciendo a Clito por su heroica acción.

Los tres sátrapas yacían muertos, y sobre sus cuerpos los tres compañeros se abrazaron, elevando sus cabezas antes de montar nuevamente sus caballos para continuar la contienda.

Impulsados por el valor de los macedonios y el heroísmo de Clito, las líneas enemigas se desmoronaron en la orilla del río. Los persas, desorientados por la rapidez y la ferocidad de los movimientos macedonios, comenzaron a retirarse en desorden ante la firmeza de las falanges y la furiosa caballería de Alejandro. La batalla, salvada por el valor y la astucia, marcó otra victoria para el joven conquistador macedonio.

Al acabar la batalla, Alejandro se acercó a Clito y, mirándolo a los ojos, le dijo:

–¡Clito, amigo leal! Hoy, como en tantas batallas pasadas, tu valentía y lealtad te han colocado en peligro. Pero no temas, pues no permitiré que la muerte se lleve a un hombre tan valioso como tú. Levántate y lucha a mi lado, pues juntos aún tenemos grandes hazañas por realizar. Tu vida es preciosa para mí, y juntos escribiremos una historia que resonará por los siglos. ¡A la victoria, Clito!

 

Alejandro cruzando el río Gránico en cabeza
Los mercenarios griegos

Los 5.000 mercenarios griegos, rodeados y sin escapatoria, se ven obligados a pedir clemencia a Alejandro. Con pragmatismo, expresan su disposición a cambiar de bando por un pago equivalente, recordándole que, al fin y al cabo, son mercenarios.

Uno de los líderes de los mercenarios le dice a Alejandro:

–Nuestro jefe se ha ido. Si me pagas lo mismo, me paso a tu bando. No tengo inconveniente. Lucharemos mientras podamos, pero somos mercenarios.

Alejandro, decepcionado por su deslealtad, respondió con firmeza:

–Vuestra traición me decepcionan profundamente. Como griegos, vuestro deber es defender Grecia, y no hay nada más grave que luchar del lado del enemigo persa. Reflexionad sobre vuestras acciones y asumed las consecuencias de vuestra traición. Nosotros, vuestros compatriotas griegos, hermanos, tenemos un código de honor y lealtad que esperaba lo hubierais seguido. Ahora... morid.

La respuesta de Alejandro fue tajante. Rechazó cualquier oferta de rendición. En su fervor por unificar Grecia contra los persas, decidió dar un claro mensaje: los griegos que combatan del lado persa son considerados enemigos tanto como los propios persas. Por ello, la mayoría de los mercenarios griegos, 4.000, fueron masacrados en un acto que buscaba establecer una línea firme en su política militar.

Clito, con una sonrisa en el rostro, pagaba a sus hombres mientras veía morir a los traidores.

La dura lección quedó sellada cuando los sobrevivientes fueron hechos prisioneros y posteriormente convertidos en esclavos. Alejandro no toleraría deslealtades en su ejército ni en sus compatriotas. Esta acción, aunque brutal, dejó en claro su postura y su visión de una Grecia unida bajo su mando.

La batalla del Gránico, a pesar de los pronósticos en contra, culminó en una victoria contundente para Alejandro. Este primer enfrentamiento no solo fue estratégico, sino también un golpe de suerte que reforzó su posición ante el mundo y sus enemigos, marcando el comienzo de su ambición de conquistar Persia y demostrar su valía ante Darío.

Táctica en Gránico