Capítulo 58: Eterno XIII: La Sombra de Memnón II (333 a. C.)

Eterno XIII

La Sombra de Memnón II

 (333- a. C)

 

Filotas,
Comandante de Caballería
Demetrio "Pella"

En la época dorada del imperio de Alejandro Magno, cuando las conquistas se extendían desde Grecia hasta los confines de Asia, las historias de redención y lealtad surgían de los lugares más inesperados. Una de esas historias pertenecía a Demetrio, conocido en los callejones y tabernas de Pella simplemente como "Pella". Un criminal de renombre, cuyas habilidades y astucia eran tan legendarias como su prontuario.

Demetrio había nacido y crecido en los barrios más sórdidos de Pella, donde la ley del más fuerte era la única regla que importaba. Desde joven, aprendió a sobrevivir a base de ingenio y crueldad, convirtiéndose en un ladrón y asesino temido por muchos. Su nombre se susurraba con respeto y temor en los rincones oscuros de la ciudad. Sin embargo, su suerte cambió cuando fue capturado y encarcelado por sus crímenes, condenado a pudrirse en una celda húmeda y oscura.

El destino, sin embargo, tenía otros planes para él. Filotas, uno de los generales más destacados y cercanos a Alejandro, vio en Demetrio una oportunidad. Filotas conocía bien el valor de tener a alguien con las habilidades de Demetrio a su lado, alguien capaz de actuar fuera de los límites convencionales y que no dudara en hacer lo que fuera necesario. Con una mezcla de astucia y poder, Filotas logró liberar a Demetrio de su celda, ofreciéndole una nueva vida a cambio de lealtad inquebrantable.

Desde aquel día, Demetrio se convirtió en la sombra de Filotas, su guardia personal y protector. A Filotas le debía no solo su libertad, sino su vida entera. Juntos, se embarcaron en la gran campaña de Alejandro, viajando a través de vastas tierras y enfrentando innumerables peligros. Demetrio, acostumbrado a las luchas callejeras y la violencia sin sentido, se encontró en medio de grandes batallas, donde su destreza y ferocidad brillaban con luz propia.

Una noche, acampados en las orillas del río Éufrates, Demetrio observaba el campamento desde un promontorio, su silueta recortada contra el cielo estrellado. Las antorchas parpadeaban en la distancia, iluminando las figuras de soldados descansando y preparando sus armas para el próximo día de combate. Filotas se acercó, su figura alta y robusta proyectando una sombra imponente.

—Demetrio, necesito hablar contigo —dijo Filotas, su voz grave y autoritaria.

Demetrio se giró, su mirada dura suavizándose ligeramente al ver a su salvador y comandante.

—¿Qué ocurre, mi señor? —respondió, siempre respetuoso y atento.

—Necesito que se ausentes de mi lado para ayudar a alguien de la mayor confianza en contra de una posible amenaza. —explicó Filotas, sus ojos reflejando la urgencia de la situación.

Demetrio asintió, sabía que su vida antes de conocer a Filotas lo había preparado para estos momentos. La oscuridad, la traición y la muerte eran terrenos familiares para él.

—Consideradlo hecho, mi señor. No dejaré que nada amenace nuestra campaña —dijo Demetrio, con una osadía que reflejaba tanto su deuda como su lealtad.

Filotas puso una mano en su hombro, una muestra rara de afecto y confianza.

—Confío en ti, Demetrio. Has demostrado ser fiel. Se igual de efectivo que lo eres a mi lado.

Con esas palabras, Demetrio se preparó para otra misión en la vasta campaña de Alejandro.

 

Parmenión,
Capitán General de Alejandro
Calas

En el centro del campo de entrenamiento, el sonido metálico de las armas resonaba en el aire, entrelazado con la ligera vibración de energía mágica que fluía a través de las innovadoras armas ideadas por Calístenes. Espadas brillaban con destellos azulados y escudos crepitaban con una luz etérea mientras Calas y su padre, Parmenión, intercambiaban golpes cuidadosamente medidos. Aunque era una práctica, cada movimiento estaba cargado de la precisión y la tensión de una batalla real.

Parmenión, el legendario general de Alejandro, observaba a su hijo menor con ojos calculadores. Sabía que Calas, a sus 19 años, tenía el potencial para alcanzar grandeza, aunque vivía a la sombra de sus hermanos más conocidos. Al bloquear un golpe descendente de Calas con su escudo, Parmenión decidió romper el silencio.

—Calas, ha llegado el momento —dijo con su voz firme, sin dejar de medir el siguiente ataque—. Mañana partirás en una misión importante… y peligrosa.

Calas, con la frente perlada de sudor, frenó su embate momentáneamente, sorprendido por el tono serio de su padre. Sus ojos azules, reflejo del linaje de Parmenión, lo miraron con atención, aunque no dejó que su postura de combate se debilitara.

—¿De qué se trata, padre? —preguntó, retomando la guardia mientras ambos comenzaban a moverse en círculos—. Sabes que siempre estoy listo.

Parmenión asintió, sin perder de vista a su hijo. Su próximo golpe fue fuerte, pero calculado, probando la agilidad de Calas, quien lo desvió con destreza.

—Lo sé, hijo, lo sé. Pero esta vez no estarás solo. Irás con Hegeloco.

Calas frunció el ceño al escuchar el nombre de su hermano bastardo. El filo de su espada vaciló por un instante antes de reenfocarse. Entre ambos siempre había existido una tensión no resuelta. Hegeloco, con su propio destino incierto y siempre apartado de la herencia oficial, era un enigma que Calas aún no sabía cómo encajar en su vida.

—Hegeloco... —murmuró mientras bloqueaba otro ataque de Parmenión—. ¿Qué clase de misión requiere que trabajemos juntos?

Parmenión pausó el combate por un momento, bajando su espada mágica cuya energía chispeaba suavemente.

—Una misión secreta, cuyo éxito dependerá de vuestra cooperación. Alejandro necesita ojos y oídos más allá del campo de batalla. Vuestro objetivo está en el este, donde las alianzas se tejen en la sombra, y los persas... nunca dejan de conspirar —los ojos de Parmenión brillaron, dejando entrever lo crítico de la situación—. Hegeloco tiene habilidades que tú aún no comprendes del todo, pero juntos sois más fuertes de lo que crees.

Calas, que siempre había tratado de forjar su propio camino, lejos de las sombras de sus hermanos mayores, sintió una mezcla de presión y responsabilidad caer sobre sus hombros. Aunque no tenía la fama de Filotas, su hermano mayor, ni la astucia política de Nicanor, su hermano mediano, su padre confiaba en él para esta misión.

—Padre, siempre he cumplido con mi deber. Pero Hegeloco... nunca lo he visto como alguien en quien pueda confiar del todo. —Los dedos de Calas se apretaron alrededor del mango de su espada, sus pensamientos claros como el acero—. No quiero que mi esfuerzo se vea comprometido por él.

Parmenión, cuyo semblante se mantenía impenetrable, se acercó a su hijo, levantando una mano para apoyarla en su hombro con firmeza.

—Hegeloco es un hombre complicado, pero no debes subestimarlo. Ni sus habilidades ni su lealtad, por muy difusa que te parezca —hizo una pausa, mirándolo directamente a los ojos—. Pero esta misión no se trata solo de él. Tú eres el comandante en este juego de sombras, y quiero que recuerdes que llevarás el peso de nuestra familia en cada paso. No es suficiente con ser valiente, Calas. Tienes que ser el líder que estás destinado a ser.

El corazón de Calas latió con fuerza. A lo largo de su vida, había escuchado a menudo palabras de aliento sobre sus habilidades tácticas, pero esta vez era diferente. Esta era la primera vez que su padre lo trataba como un igual en cuanto a responsabilidad, aunque las palabras "no te dejes matar" retumbaban en su mente como un oscuro presagio.

—¿Y si él me traiciona? —preguntó finalmente, con una sinceridad desnuda.

Parmenión lo miró con dureza, pero con un destello de comprensión en sus ojos.

—No lo hará. Pero, si llega ese momento, asegúrate de que seas tú quien sobreviva. La familia es compleja, pero el deber es claro. Y sobre todo, Calas, no te dejes matar. No servirías a nadie muerto, ni a Alejandro ni a mí.

Calas exhaló, volviendo a levantar su espada. No podía permitir que las dudas lo paralizaran. Sabía que esta misión podría ser su prueba más grande hasta ahora.

—No te fallaré, padre. Ni a ti, ni a Macedonia.

Parmenión sonrió levemente, retomando su posición de combate.

—Eso espero, hijo. Ahora, vuelve a atacar. Quiero ver si estás listo para lo que te espera.

 

El Dios Dionisio
Calíope

En lo profundo de los laberintos sagrados del antiguo templo de Tebas, donde las sombras bailaban al ritmo de las antorchas y el incienso llenaba el aire con su aroma dulce y penetrante, residía Calíope. Alta y esbelta, con una presencia que parecía desafiar el tiempo mismo, era conocida en toda la región como la sacerdotisa de Dionisio, la diosa del vino y el éxtasis.

Su misterioso origen era objeto de especulación entre los habitantes de Tebas. Algunos decían que había nacido de la unión prohibida entre una sacerdotisa y un dios menor, mientras que otros afirmaban que había sido encontrada abandonada en las escalinatas del templo, envuelta en telas bordadas con hilos de plata. Lo único cierto era que Calíope poseía un aura de enigma que capturaba la atención de todos aquellos que cruzaban su camino.

En el corazón del templo, rodeada de los artefactos sagrados y los secretos de siglos pasados, Calíope mantenía una estrecha relación con la familia de Alejandro Magno y su círculo íntimo de confianza. Sus consejos se consideraban oráculos de sabiduría en momentos de duda y sus rituales, ceremonias que prometían revelaciones divinas.

En aquellos tiempos tumultuosos de conquistas y ambiciones desmedidas, Calíope era un faro de tranquilidad y misterio, sus ojos profundos y oscuros ocultando secretos ancestrales mientras su voz resonaba en los corredores del templo, tejiendo historias de antaño y profecías del porvenir.

En lo profundo del bosque sagrado, donde las enredaderas de uva se entrelazaban con los árboles y el viento traía el susurro de viejos rituales, Calíope, la sacerdotisa de Dionisio, se encontraba sola ante el altar de su Dios. La luna llena iluminaba su rostro, revelando su devoción. Vestía las túnicas púrpura y doradas propias de su posición, y sobre su frente reposaba una corona de hojas de parra. El humo del incienso flotaba en el aire, elevándose como una ofrenda a los cielos. Entonces, una presencia palpable llenó el lugar, un aura de éxtasis. Dionisio había llegado.

—Calíope —la voz del dios resonó como el trueno y el vino—. Mi fiel sacerdotisa, estás caminando hacia el abismo, y tu vida está a punto de ser tomada. Si sigues por este camino, la muerte te reclamará.

Calíope, sorprendida pero no asustada, se arrodilló en señal de respeto, aunque el leve temblor en sus manos delataba su conflicto interior. Sentía la presencia de Dionisio a su alrededor, pero algo en su espíritu se rebelaba contra las advertencias de su dios.

—Mi señor Dionisio —respondió, con la voz llena de reverencia—, si la muerte viene por mí, entonces será porque tú lo has decidido, porque mi tiempo ha llegado según tu voluntad. ¿Por qué debería temerla si es parte del ciclo que tú, como dios del éxtasis y el renacimiento, dominas?

El aire pareció tensarse, y la luz lunar palideció levemente. Dionisio, adoptando una figura nebulosa que combinaba juventud y salvajismo, dio un paso hacia ella, su tono severo, lleno de advertencia.

—¡No te engañes, Calíope! Yo soy el dios del vino y del éxtasis, pero también del caos, de la locura, y del frenesí descontrolado. Mi favor no te asegura eludir la oscuridad de la muerte. Te estoy advirtiendo por última vez: tu destino puede ser desviado, pero si insistes en esta testarudez, te perderás en el olvido.

Calíope alzó la mirada, sus ojos brillaban con la pasión de alguien que ha entregado toda su vida al servicio de su dios. Pero en su interior, el orgullo y la devoción se enredaban en una lucha violenta. La advertencia de Dionisio era clara, y sin embargo, la sacerdotisa sentía que ceder ante su miedo sería traicionar su propio propósito.

—¿Acaso no es mejor enfrentar la muerte con valentía, que huir de ella como una cobarde? —dijo, su voz resonando con fuerza inesperada—. Si esta es la voluntad de los dioses, entonces prefiero acogerla con los brazos abiertos. No retrocederé ante la muerte, Dionisio. Te he servido con devoción desde mi juventud, y seguiré tu camino hasta el final, aunque ese final sea amargo.

El rostro de Dionisio se oscureció, y los árboles temblaron como si una tormenta invisible estuviera a punto de estallar. La calma caótica que él encarnaba, el equilibrio entre la risa y la furia, parecía estar al borde de romperse.

—¡Eres necia, Calíope! —bramó Dionisio, sus ojos brillaban con una intensidad sobrenatural—. Tu valentía no es más que arrogancia disfrazada. No te pido que temas a la muerte, sino que la evites, que uses tu astucia para esquivarla como harías con un enemigo en batalla. ¡No me desafíes! Soy tu dios, y he venido a salvarte de tu propio orgullo. ¡Vivir es un regalo que todavía puedes disfrutar si eres lo suficientemente sabia!

La tensión entre ambos era palpable, como si la misma naturaleza contenía el aliento. Pero Calíope, lejos de doblegarse, se levantó lentamente, con las manos temblorosas pero los ojos llenos de desafío.

—Dios mío, tú me enseñaste a vivir con pasión, a abrazar el éxtasis y a desafiar los límites de lo humano. ¿Y ahora me pides que huya del destino, que me esconda como una simple mortal que teme lo inevitable? ¡No puedo! No soy como las otras, no puedo simplemente huir de aquello a lo que me has preparado toda mi vida.

Dionisio se acercó aún más, tan cerca que Calíope sintió su aliento, impregnado de vino y del misterio de la vida misma. Su ira era palpable, pero también lo era su preocupación.

—No te pido que renuncies a tu pasión, Calíope. Te pido que seas más astuta. No todo final tiene que ser ahora, no toda batalla debe lucharse con sacrificio. Si te dejas matar ahora, te pierdes para mí. Tu espíritu no se elevará a la embriaguez eterna. No serás parte de los banquetes divinos. Serás simplemente… ceniza. ¿Es eso lo que quieres?

Calíope titubeó por primera vez. No había pensado en lo que vendría después de la muerte, en lo que perdería si no escuchaba la advertencia de su dios. La idea de desaparecer completamente, de no formar parte del ciclo sagrado de Dionisio, le heló el alma.

—¿Qué debo hacer, entonces, mi señor? —preguntó, con una humildad que no había mostrado hasta ahora.

—Evítala —dijo Dionisio, su tono más suave, pero aún firme—. Usa tu inteligencia y la devoción que me has mostrado toda tu vida. El destino puede ser desviado, y tú, mi sacerdotisa, tienes la fuerza y el ingenio para hacerlo. Vuelve a la vida, a las danzas, a las celebraciones. La muerte no es el final que te corresponde… aún.

Calíope asintió, su corazón finalmente entendiendo lo que Dionisio le ofrecía. No era la cobardía lo que él le pedía, sino sabiduría.

—Lo haré, mi señor —dijo, inclinándose ante él—. Esquivaré el destino, viviré… por ti.

Dionisio la miró un momento más, evaluándola, antes de que su presencia se desvaneciera como una brisa cálida.

—Así es como debes hacerlo —susurró su voz en el aire—. Vive, Calíope. Y cuando sea el momento adecuado, yo mismo te llevaré al éxtasis eterno. Pero aún no.

El bosque volvió a quedar en silencio. Calíope se quedó allí, con el corazón latiendo con fuerza, sabiendo que el mayor desafío aún estaba por venir.

 

Enemigo de Kallias
Kallias

En la oscura y bulliciosa noche del mercado tebano, Kallias, conocido en los bajos mundos como Caronte, se movía entre las sombras con la agilidad de un felino cazador. Los puestos del mercado estaban a punto de cerrar, las antorchas chisporroteaban al viento, arrojando luces y sombras que danzaban siniestramente sobre los rostros de los mercaderes y transeúntes. Sin embargo, Kallias no estaba allí por negocios. Esta noche, su misión era simple: encontrar y eliminar a un objetivo que amenazaba la estabilidad de los planes de Clito.

Mientras avanzaba con una calma mortal, algo hizo que sus instintos se dispararan. Una sensación de ser observado, cazado. Se detuvo, aguzando los sentidos, cuando una risa suave y burlona se filtró desde la penumbra. Kallias giró rápidamente, con la espada ya en su mano, y vio salir de las sombras a su enemigo: un asesino del gremio de Tebas, el rival que había escuchado en rumores, un hombre cuyas habilidades eran consideradas casi sobrenaturales.

—Caronte... —dijo el hombre en tono despreocupado, caminando con una arrogancia inhumana—. ¿Eres tú el que ha venido a por mí? Qué decepción.

Kallias tensó cada músculo de su cuerpo. Sabía que este hombre no era como los otros que había enfrentado. Su reputación como un ser casi intangible, uno que jugaba con la muerte como un gato con un ratón, lo precedía. Pero Kallias no era un asesino cualquiera; era el arma letal de Clito. Si este hombre buscaba subestimarlo, cometería un error fatal.

Sin decir palabra, Kallias atacó. Su espada cortó el aire en una serie de movimientos rápidos y letales, buscando la carne de su oponente, pero el asesino del gremio se movía con una fluidez casi fantasmal. Era como si anticipara cada golpe antes de que Kallias pudiera siquiera pensar en él, deslizándose fuera de su alcance con una gracia inquietante.

Ninguno de los golpes de Kallias encontraba su objetivo. El sudor comenzaba a correr por su frente. Era como si fuera un niño peleando contra un adulto. Por cada ataque que lanzaba, el asesino se limitaba a esquivarlo con una sonrisa burlona, apenas molestándose en contraatacar. La desesperación se acumulaba en Kallias. Sabía que este hombre podía acabar con él en cualquier momento, pero no lo hacía. Se estaba divirtiendo.

—¿Es esto lo mejor que el gran Caronte puede ofrecer?** —se burló su enemigo, esquivando un corte y deslizando su mano hacia adelante, hundiendo una daga en el costado de Kallias con precisión quirúrgica.

El dolor fue agudo, pero más aguda aún fue la humillación. Kallias retrocedió tambaleándose, jadeando mientras intentaba no caer. El asesino podía haberlo matado entonces y allí, pero eligió no hacerlo. En su lugar, le dio una última mirada de desprecio, antes de desaparecer en la niebla que se arremolinaba en las calles del mercado.

Herido y humillado, Kallias se quedó en pie, sus dedos apretando la herida, su orgullo herido más profundamente que su carne. Esa noche, el mensaje estaba claro: el gremio de asesinos de Tebas no era un enemigo que pudiera tomarse a la ligera. Kallias tendría que enfrentarse no solo a su propio fracaso, sino a la terrible verdad de que había enemigos en este mundo contra los cuales no estaba preparado.

Pero una cosa era segura: volvería por él, con más fuerza y con más rabia. Esta herida no sería el final de Caronte.

 

Calístenes,
Historiador y embajador de Alejandro
Moira

En el ocaso de un día gris, Moira, la bruja esclava de Calístenes, se adentraba sigilosamente entre las ruinas olvidadas a las afueras de Pella. El aire estaba cargado de magia antigua, y la piedra erosionada de los templos abandonados resonaba con los ecos de tiempos lejanos. Allí, esperándola bajo un arco derrumbado, se encontraba Agea, la Archi maga, anciana y encorvada, pero con un poder que vibraba en cada uno de sus gestos.

—Llegas tarde —dijo Agea, sin siquiera mirar a Moira—. El tiempo no espera por nadie, ni siquiera por aquellos como tú, atrapados en las redes de sus amos.

Moira estrechó la mirada, siempre recelosa de la vieja maga, pero consciente de la importancia del encuentro. En sus manos brillaban tenues esferas de luz, listas para desatarse si la situación lo demandaba.

—Si me has llamado, Archi maga, es porque crees que puedo cumplir con esta misión —respondió Moira, su voz cargada de orgullo y algo de desafío—. Pero dime, ¿por qué tan urgentes son estos susurros de poder?

Agea levantó una mano, trazando con sus dedos una línea invisible en el aire. La energía crepitaba a su alrededor mientras respondía:

—El destino de Macedonia, de toda Grecia, descansa en manos de Alejandro. Es el elegido, aquel que cambiará el mundo, para bien o para mal. Pero tú... tú juegas un papel en su historia, aunque no lo sepas aún.

El ambiente se electrificó cuando Agea lanzó un hechizo en dirección a Moira, un rayo de energía pura que fue recibido con un escudo brillante que la joven bruja alzó en un segundo. La magia de ambas se entrelazó en el aire, cada ataque y defensa resonando en el silencio de las ruinas.

—¿Alejandro? ¿El elegido? —Moira repitió, mientras esquivaba una bola de fuego que Agea conjuró con un simple movimiento de su mano—. ¿Qué papel tengo yo en su destino? No soy más que una esclava enredada en los hilos de otros. ¡Habla claro, anciana!

Con una sonrisa enigmática, Agea desató una tormenta de viento que levantó polvo y escombros a su alrededor, pero Moira se mantuvo firme, su propia magia contrarrestando la embestida. Las chispas volaban, el aire cargado de poder arremolinándose en la batalla mágica entre las dos.

—No lo sabrás hasta que llegue el momento —respondió Agea, su voz sonando casi en susurros en medio del caos—. Pero, recuerda esto: ninguna de las dos verá el final de esta campaña. Alejandro cambiará el mundo, pero para nosotras, el camino termina mucho antes.

Las palabras cayeron como un jarro de agua helada sobre Moira. Su respiración se aceleró, su mente buscando entre las palabras de la anciana una respuesta a sus temores.

—¿Insinúas que ambas... que moriremos durante la campaña? —preguntó Moira, casi incrédula.

Pero antes de que pudiera obtener una respuesta, Agea desapareció como si nunca hubiera estado allí. Su presencia se desvaneció entre las sombras, dejando a Moira sola en las ruinas, con la inquietante sensación de que el destino, implacable y oscuro, ya había sido escrito.

El viento susurraba a través de las piedras viejas, como si las mismas ruinas compartieran el secreto de lo que estaba por venir, mientras Moira permanecía en guardia, atenta a la próxima jugada de los dioses o de los hombres.

 

Hegeloco, Hijo bastardo de Parmenión
Hegeloco

Con el casco de Hades puesto, Hegeloco sintió cómo el mundo a su alrededor se desvanecía en sombras profundas y escalofríos que parecían venir de los mismos confines del inframundo. La oscuridad no era solo la ausencia de luz, sino una entidad tangible, pesada, que envolvía su cuerpo y penetraba en su mente. En ese abismo silencioso, su alma flotaba, sola, pero no sin compañía. Sabía que el Señor del Inframundo lo escuchaba.

—Hades... —murmuró Hegeloco, su voz resonando en el vacío—. Mi Señor, protector de las sombras y las almas perdidas. Aristóteles me ha pedido que realice una misión, una que podría determinar el futuro de Macedonia. ¿Es este el camino que debo seguir? ¿Es prudente aceptar?

El silencio se prolongó, pero entonces una presencia poderosa llenó el aire, como si una niebla fría y helada rodeara su espíritu. La voz de Hades se escuchó, profunda y resonante, desde las profundidades del casco, aunque el dios no se dejaba ver.

—Hijo de Parmenión, mi fiel servidor... El destino siempre se entrelaza con decisiones que escapan a la comprensión mortal. Lo que te espera en esa misión no solo marcará la historia de Alejandro, sino también tu propia alma. Debes aceptar. La senda de los vivos y los muertos es una sola cuando se trata del poder y la voluntad de los dioses.

Hegeloco apretó los dientes, sintiendo la gélida claridad de las palabras del dios. Podía percibir el peso de esa misión, no solo por la importancia para Macedonia, sino por lo que podría significar para su vida, y quizás su muerte.

—Haré lo que me pides, Señor —respondió, con un leve temblor en su voz.

Con un movimiento lento y calculado, se quitó el casco de Hades. La oscuridad que antes parecía un manto invisible comenzó a transformarse en tinieblas vivientes, que se arremolinaban y se disolvían como sombras expulsadas por la luz. Y en ese instante, el mundo terrenal regresó con fuerza a su alrededor.

Allí, en las profundidades de un templo olvidado, sus compañeros adoradores de Hades ya estaban inmersos en el oscuro ritual. La sala estaba iluminada solo por la luz de velas parpadeantes, y los cantos en lenguas olvidadas resonaban en el aire como ecos lejanos de tiempos inmemoriales. Vestidos con túnicas negras que ocultaban sus rostros, lanzaban oraciones antiguas en veneración a su dios, cada palabra cargada de un poder antiguo, invocando la presencia del Señor del Inframundo.

En el centro del ritual, un cuenco de bronce, oscuro y corroído por el tiempo, contenía la mezcla de sangre. Era la sangre de los adoradores, y también la de Hegeloco. Como un antiguo símbolo de unión, cada uno había dejado caer una gota de su propia sangre en el cuenco, consagrándose a la oscuridad.

Uno a uno, tomaron el cuenco, bebiendo de la mezcla sagrada. Hegeloco lo hizo también, sintiendo el líquido espeso deslizarse por su garganta, como un vínculo inquebrantable con las sombras. La sangre de sus compañeros corría en sus venas, y su sangre corría en las de ellos. Unidos por el pacto de Hades, su destino ahora estaba entrelazado con los dominios del inframundo.

Los cantos se intensificaron, y las sombras parecían cobrar vida, danzando alrededor de los adoradores como si fueran una extensión de la voluntad de Hades. Los ojos de Hegeloco brillaban con una mezcla de fervor y temor, sabiendo que había sellado su vínculo no solo con el dios de los muertos, sino con un destino oscuro que aún no podía vislumbrar completamente.

En ese momento, mientras los cánticos alcanzaban su punto álgido, Hegeloco sabía que no había vuelta atrás. La misión de Aristóteles no era solo un encargo más. Era una prueba. Y bajo la mirada vigilante de Hades, no fallaría.

 

Dartmoorh, espía persa
Dartmoorh

En el corazón de la más profunda oscuridad, Dartmoorh se encontraba en un lugar donde ni siquiera la luz de las estrellas podía penetrar. El ambiente estaba impregnado de un frío húmedo que se colaba por los poros de su piel, haciendo que sus músculos se tensaran de forma involuntaria. A su alrededor, la quietud era sepulcral, interrumpida solo por un sonido extraño, casi imperceptible, como el leve siseo de una serpiente.

Sabía que su benefactor estaba ahí, en algún lugar cercano, observándola desde las sombras. Nunca había visto su rostro, y en esa ocasión no sería diferente. Era un ente envuelto en misterio y oscuridad, cuya mera presencia inspiraba terror. Cada vez que lo sentía cerca, una mezcla de miedo y atracción irracional recorría su cuerpo.

El siseo se hizo más agudo, como una señal que indicaba que el momento había llegado. Desde las sombras surgió una figura envuelta en túnicas oscuras, y aunque el rostro seguía oculto, Dartmoorh sintió la presencia ancestral e inquietante que la rodeaba. No se necesitaban palabras, no con él. Su poder y autoridad eran tan abrumadores que no requería del lenguaje humano.

La espía temblaba, no de frío, sino de terror mezclados. Sabía lo que vendría a continuación. Su benefactor extendió una mano pálida y delgada, y de la oscuridad emergió un destello de sus colmillos, afilados y letales. En un movimiento rápido y preciso, se desgarró la piel del brazo, haciendo brotar un fluido espeso y oscuro, la esencia misma de su vida. La sangre parecía brillar de manera antinatural bajo la sombra, como si poseyera un poder más allá de lo comprensible.

Dartmoorh, hipnotizada, observó cómo el líquido oscuro se deslizaba por la piel del benefactor, formando pequeños ríos carmesíes que destellaban en la penumbra. Su respiración se volvió entrecortada mientras la sed se apoderaba de ella, una sed que no podía controlar. Sin poder resistirlo más, se acercó a su benefactor, y con sus labios temblorosos, comenzó a beber de la herida, como si estuviera saciando un hambre inhumana.

El sabor era indescriptible, un néctar que no pertenecía a este mundo. Cada sorbo la llenaba de un éxtasis casi insoportable, una mezcla de placer y dolor que la hacía estremecer. A medida que el fluido vital se deslizaba por su garganta, una oleada de poder recorrió su cuerpo. Sus músculos se tensaron, sus sentidos se agudizaron, y sintió cómo una energía sobrenatural, más fuerte que cualquier cosa que hubiera experimentado antes, se apoderaba de ella. Era como si estuviera siendo reconfigurada desde dentro, transformada en algo más... algo más oscuro y más fuerte.

Su respiración se volvió pesada, casi animal, mientras sus ojos brillaban con una luz nueva, llena de fuerza y ferocidad. La esencia del benefactor se mezclaba con la suya, infundiéndole una energía sin parangón. No era solo la fuerza física lo que se expandía dentro de ella, sino también una especie de conexión primitiva con el caos y la destrucción. Se sentía invencible.

El siseo de su benefactor continuaba mientras Dartmoorh seguía bebiendo, incapaz de detenerse. El terror inicial había sido reemplazado por una excitación febril, una sensación de éxtasis que la consumía por completo. Era su benefactor, su fuente de poder, y al beber de su sangre, se convertía en un arma aún más letal.

Finalmente, el benefactor retiró su brazo, succionando las sombras a su alrededor mientras la herida cerraba de manera antinatural, sin dejar rastro. Dartmoorh jadeaba, sacudida por el intenso placer y poder que ahora recorrían su cuerpo. El silencio volvió a dominar la oscuridad, pero ella no era la misma. Se sentía viva como nunca antes, con una fuerza que desbordaba sus límites humanos.

Ahora, más que nunca, estaba lista para cumplir cualquier misión, cualquier tarea que su siniestro benefactor le asignara. Era la encarnación de su voluntad, armada con su propia sangre y convertida en una bestia de las sombras, capaz de desatar una destrucción inimaginable.

Pero en lo más profundo de su mente, una pregunta persistía: ¿a qué precio?

 

Demetrio, criminal de Pella
Demetrio Pella II

En las sombrías callejuelas de Pella, donde el rumor de las conspiraciones se entrelazaba con el murmullo de los negocios clandestinos, Aristóteles se movía con la misma convicción que aplicaba en sus estudios filosóficos. Conocía bien la ciudad y sus recovecos oscuros, donde las historias de redención y segundas oportunidades a menudo surgían de entre los desesperados y los perdidos.

Había escuchado hablar de Demetrio "Pella", un hombre cuyo nombre resonaba en los bajos fondos de la ciudad, conocido por su astucia y habilidades en el arte del crimen. Las noticias de su redención y servicio como guardia personal de Filotas habían llegado a los oídos del filósofo a través de sus contactos discretos en la corte. Aristóteles comprendía la importancia de contar con individuos de habilidades únicas y experiencia vital en misiones secretas y cruciales, especialmente en un momento de expansión y conflicto como el reinado de Alejandro Magno.

Armado con la promesa de una tarea que podría cambiar el rumbo de los eventos, Aristóteles se aventuró hacia los barrios más marginales de la ciudad. Llegó a un callejón sombrío, donde se decía que Demetrio solía frecuentar, un lugar donde las sombras eran aliadas y el peligro siempre estaba al acecho.

Encontró a Demetrio en un rincón oscuro, su figura robusta y alerta, como un animal acechando en la oscuridad. La mirada del filósofo y la del criminal se encontraron, dos hombres de mundos opuestos unidos por la necesidad de una causa común.

—Demetrio "Pella", soy Aristóteles —anunció el filósofo con voz serena pero firme—. He venido en nombre de Olimpiade. Necesitamos tu experiencia y tus habilidades para una misión de suma importancia para la seguridad del reino.

Demetrio escrutó a Aristóteles con ojos duros y cautelosos, evaluando al hombre que se atrevía a entrar en su mundo de sombras y secretos.

—¿Qué podría querer la madre del rey con un hombre como yo? —preguntó Demetrio, su voz áspera resonando en el aire frío de la noche.

Aristóteles mantuvo su compostura, consciente de la reputación y la historia de Demetrio.

—Olimpiade te ofrece una oportunidad para redimirte y servir a una causa noble —respondió el filósofo con calma—. Hay una misión que requiere tus habilidades únicas. Una misión que podría asegurar el futuro del reino y más allá.

Demetrio frunció el ceño, considerando las palabras de Aristóteles. Sabía que su habilidad para moverse en las sombras y entender el lado más oscuro de la sociedad podría ser invaluable en una empresa de tal envergadura. Sin embargo, también sabía que cualquier error podría significar su perdición.

—¿Qué es lo que quieren de mí? —preguntó finalmente, sus ojos brillando con una mezcla de desconfianza y curiosidad.

Aristóteles explicó los detalles de la misión con precisión, delineando los riesgos y las recompensas. Habló de la necesidad de alguien como Demetrio para infiltrarse donde otros no podían, para obtener información crucial y para actuar con decisión cuando la situación lo exigiera.

—Tu experiencia y tus habilidades son cruciales para esta tarea —concluyó Aristóteles—. Y tu lealtad será recompensada.

Demetrio escuchó en silencio, su mente trabajando rápidamente para evaluar la oferta. Sabía que esta misión podía ser su oportunidad para asegurar un lugar en el mundo que había estado tan cerca de perder para siempre.

Después de un momento de deliberación, Demetrio asintió lentamente.

—Acepto tu oferta, Aristóteles. Pero quiero garantías de que mi pasado no será utilizado en mi contra.

Aristóteles asintió con solemnidad.

—Entiendo tus preocupaciones. Olimpiade y yo garantizaremos tu seguridad y tu futuro si cumples con tu parte del acuerdo.

 

Calíope, Sacerdotisa de Dionisio
Calíope II

Aristóteles avanzaba con reverencia por los oscuros pasillos del antiguo templo de Dionisio en Tebas, donde la fragancia del incienso y el eco de cánticos sagrados llenaban el aire. Cada paso resonaba con respeto mientras se acercaba al santuario interior, donde se decía que habitaba Calíope, la enigmática sacerdotisa conocida por sus lazos misteriosos con la familia de Alejandro Magno.

El filósofo llevaba consigo la seriedad de la misión que lo había llevado hasta allí. Había escuchado hablar de los dones proféticos de Calíope y de su habilidad para interpretar los designios divinos en los momentos más críticos. En tiempos de incertidumbre y ambición desmedida, tales habilidades eran tan valiosas como raras.

Al llegar al umbral del santuario, Aristóteles fue recibido por un silencio cargado de expectación. La tenue luz de las antorchas iluminaba la figura alta y esbelta de Calíope, vestida con túnicas bordadas que reflejaban la luz de manera casi sobrenatural. Su rostro, sereno y enigmático, estaba marcado por líneas de sabiduría y conocimiento antiguo.

—Bienvenido, Aristóteles —dijo Calíope con una voz que resonaba como el eco de los siglos—. Sé por qué has venido.

Aristóteles asintió con respeto, consciente de que la sacerdotisa conocía el propósito de su visita incluso antes de que pronunciara una palabra.

—Calíope, he venido en nombre de Olimpiade. Necesitamos tu guía y tus dones para una misión de suma importancia —explicó Aristóteles con solemnidad, eligiendo cuidadosamente sus palabras para transmitir la urgencia y la importancia de la tarea.

Calíope escuchó en silencio, sus ojos profundos y oscuros revelando una comprensión que trascendía las palabras. Conocía los hilos del destino que se entrelazaban alrededor de Alejandro Magno y su círculo, y sabía que su papel en los eventos por venir estaba predestinado desde mucho antes de que Aristóteles llegara hasta ella.

—La misión es ardua y los riesgos son grandes —continuó Aristóteles—. Pero confiamos en que tu sabiduría y tus vínculos con lo divino nos guiarán hacia el éxito.

Calíope contempló al filósofo por un momento, evaluando la sinceridad de sus palabras y la gravedad de la situación. Finalmente, asintió con una leve inclinación de cabeza, aceptando la carga que se le había encomendado.

—Acepto el llamado, Aristóteles. Guiaré mis pasos según los designios que se revelen —respondió Calíope con voz serena pero firme.

Con un gesto de respeto, Aristóteles y Calíope sellaron el acuerdo que los uniría en la empresa secreta que estaba por desplegarse. En ese momento, en el interior del antiguo templo de Dionisio en Tebas, la historia tejía sus hilos alrededor de dos figuras cuyos destinos se entrelazaban en una misión destinada a influir en el curso del imperio y más allá.

 

Calas,
Hijo pequeño de Parmenión
Calas II

En las profundidades de una cámara subterránea, lejos del bullicio de los campamentos militares y los oídos curiosos, Aristóteles esperaba en la penumbra. La única luz provenía de una pequeña lámpara de aceite que proyectaba sombras distorsionadas sobre las paredes de piedra, haciendo que el ambiente se sintiera aún más inquietante. El aire era denso, impregnado de un aroma a humedad y piedra vieja, mientras el eco de sus pasos resonaba ligeramente al moverse por el suelo.

Calas, el hijo menor de Parmenión, entró en la sala con pasos firmes. A sus 19 años, ya era un soldado hábil y valiente, pero no poseía el renombre de sus hermanos mayores. Sin embargo, su astucia y perspicacia le hacían destacar en los círculos militares. Frente a él, Aristóteles lo observaba con una mirada penetrante, los ojos del filósofo irradiaban una sabiduría que parecía trascender el espacio oscuro en el que se encontraban.

—¿Por qué me habéis llamado aquí, maestro? —preguntó Calas, rompiendo el tenso silencio. Aunque respetaba profundamente a Aristóteles, la reunión en un lugar tan sombrío le generaba inquietud.

Aristóteles, cubierto por una túnica oscura que apenas dejaba entrever su rostro, habló con voz serena, pero cargada de urgencia.

—Calas, hijo de Parmenión, necesito de tu lealtad y tu coraje. Lo que voy a pedirte es de vital importancia para el futuro de Macedonia y para Alejandro. El destino de nuestra patria, y de Alejandro mismo, podría depender de ti.

Calas frunció el ceño, inclinándose ligeramente hacia Aristóteles, intrigado por la gravedad de las palabras del sabio.

—¿De mí? —preguntó con incredulidad—. Soy el hijo menor de Parmenión, y mis hazañas no han sido tan grandes como las de mis hermanos. ¿Por qué yo?

—Precisamente por eso —respondió Aristóteles, con un brillo en los ojos—. Eres una sombra, alguien que puede moverse sin atraer la atención de los enemigos. Tus hermanos son figuras destacadas, pero tú... tú eres el que puede actuar sin levantar sospechas. Eres tan capaz como ellos, pero el mundo aún no lo sabe. Y eso es lo que necesitamos.

Calas escuchó en silencio, procesando las palabras del filósofo. Sabía que Aristóteles no era un hombre que hablara a la ligera. Si estaba allí, proponiendo algo tan importante, debía haber una razón poderosa detrás.

—¿Qué misión tenéis para mí? —preguntó finalmente, dispuesto a escuchar, aunque en su interior sentía la sombra del peligro que podía venir con esa misión secreta.

Aristóteles dio un paso adelante, acercándose a Calas. Su voz se volvió un susurro, como si temiera que hasta las paredes pudieran escuchar.

—Hemos recibido informes de que hay fuerzas ocultas que traman en las sombras para derrocar a Alejandro, tanto desde dentro de Macedonia como desde los aliados persas. Se trata de una conspiración que no puede salir a la luz, o arriesgaríamos un conflicto que destruiría todo lo que hemos construido hasta ahora. Pero hay más. Tu hermano bastardo, Hegeloco, ha descubierto pistas vitales sobre estos conspiradores, pero su misión ha llegado a un punto en el que necesita apoyo. Y ese apoyo debes ser tú.

El nombre de Hegeloco resonó en la mente de Calas. Sabía que su relación con él era compleja. Hegeloco, aunque un bastardo, compartía la sangre de su padre, y en más de una ocasión, había demostrado ser un guerrero valiente. Sin embargo, trabajar codo a codo con él en una misión tan peligrosa podría ser todo un desafío.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Calas, aunque ya sabía que no podría rechazar la petición de Aristóteles.

—Debes unirte a Hegeloco —dijo Aristóteles—. Juntos, seguiréis la pista de estos conspiradores. Viajaréis entre las sombras, recopilando información y desmantelando sus planes antes de que puedan ejecutarlos. Debéis ser cautelosos, y no permitir que ni siquiera los aliados más cercanos sepan de vuestra misión. Si fracasan, Alejandro será traicionado, y Macedonia caerá.

El silencio volvió a llenar el espacio entre ambos hombres. Calas comprendía la magnitud de lo que se le pedía, pero también el peso de la responsabilidad que ahora caía sobre sus hombros. Las palabras de Aristóteles le hacían ver que no solo se trataba de una misión militar más. Era algo mucho más profundo, más oscuro.

—Padre me ha hablado de la importancia de esta misión —murmuró Calas, mirando a Aristóteles a los ojos—. Pero también me dijo que no permitiera que me mataran. ¿Cómo puedo evitarlo, si cada paso en esta misión me llevará hacia la boca del león?

Aristóteles sonrió levemente, una sonrisa que no ofrecía promesas de seguridad, sino una aceptación de la realidad.

—No puedo garantizar tu supervivencia, Calas. Pero puedo ofrecerte algo más valioso: el conocimiento y la sabiduría que te ayudarán a navegar en estas aguas peligrosas. Recuerda, no solo es tu habilidad con la espada lo que te salvará, sino también tu mente. Usa el ingenio que has demostrado en el campo de batalla para adelantarte a tus enemigos. No confíes en nadie, excepto en tu propio juicio y en Hegeloco, por difícil que te resulte.

Calas asintió lentamente, procesando todo lo que se le había dicho. Sabía que, desde ese momento, su vida cambiaría. Ya no sería solo el joven soldado a la sombra de sus hermanos. Estaba a punto de embarcarse en algo más grande de lo que jamás había imaginado.

—Lo haré —dijo con decisión—. Acepto la misión.

Aristóteles lo miró con satisfacción, pero su expresión también reflejaba la gravedad de lo que estaba en juego.

—Entonces ve, Calas. Encuentra a Hegeloco y empieza vuestro camino. El destino de Macedonia está en vuestras manos. Que los dioses te acompañen.

Con esas palabras, Aristóteles se desvaneció en las sombras, dejando a Calas solo en la penumbra, reflexionando sobre el peligroso camino que ahora debía seguir.

 

Moira, la bruja
El Encuentro

La noche se cernía sobre el refugio clandestino de Aristóteles, un antiguo almacén en las afueras de Epiro, donde la luz de las antorchas danzaba en las paredes de piedra, proyectando sombras que parecían cobrar vida. En este ambiente cargado de tensión, se reunieron figuras de distintos orígenes, cada una con su propia historia y motivación.

Kallias, el temido asesino tebano, fue el primero en llegar. Su fama como un maestro del sigilo lo precedía; cada paso que daba era una declaración silenciosa de su destreza mortal. Vestía una túnica oscura que se fundía con las sombras, y su mirada penetrante examinaba a los presentes con desdén. Kallias había sido convocado no solo por su habilidad, sino también por su capacidad de mantener la lealtad en medio del peligro.

Hegeloco, el hijo bastardo de Parmenión, entró después, llevando consigo una mezcla de confianza y duda. A su lado, Calas, su hermano legítimo, lo seguía, aún cargando la incertidumbre de ser el hijo menor en un mundo donde el honor y la fama eran el pan de cada día. Ambos sabían que sus vidas dependían de las decisiones que se tomarían esa noche.

Moira, la bruja esclava, era una figura enigmática que atraía la atención con su aura de misterio. Sus ojos oscuros parecían conocer secretos que ni ella misma se atrevía a pronunciar. Se había ganado un lugar en esta reunión gracias a sus habilidades místicas, ofreciendo un toque de lo sobrenatural en un mundo de intrigas políticas.

La entrada de Dartmoorh, la princesa persa espía, fue un soplo de aire fresco. A pesar de su nobleza, había elegido vivir en las sombras, utilizando su ingenio y belleza para infiltrarse en los círculos más íntimos de poder. Su presencia añadía una capa de complejidad a la reunión; sus lealtades eran una incógnita y su astucia, bien conocida.

Demetrio "Pella", el infame criminal y guardia de Filotas, se unió al grupo, su figura robusta proyectando un aire de autoridad. Aunque era un hombre de sombras, había encontrado un nuevo propósito y estaba ansioso por demostrar su valía en esta misión peligrosa.

Por último, Calíope, la oscura sacerdotisa de Dionisio, completó el círculo. Su llegada trajo un silencio reverente. Vestida con túnicas que parecían absorber la luz, emanaba un poder ancestral. La sabiduría en su mirada indicaba que había visto más de lo que muchos podían imaginar.

Aristóteles, quien había convocado a todos, se situó en el centro, mirando a cada uno de ellos con seriedad.

—Bienvenidos —comenzó, su voz resonando en la sala—. Estamos aquí por una razón que trasciende nuestras diferencias. El rey Alejandro de Epiro ha dado una orden que podría cambiar el rumbo de la historia. Debemos eliminar al general persa Memnón, un enemigo formidable que amenaza la estabilidad de Macedonia.

Los murmullos de sorpresa y tensión recorrieron el grupo. Kallias, con una sonrisa sardónica, fue el primero en hablar.

—¿Y por qué deberíamos seguir esta orden? Todos nosotros hemos tomado decisiones que podrían poner en peligro nuestras vidas.

—Porque nuestras habilidades son necesarias —replicó Hegeloco, mostrando una confianza renovada—. Juntos, podemos lograr lo que ninguno de nosotros podría hacer solo.

Calas, sintiendo el peso de su legado familiar, asintió con seriedad.

—Si Alejandro confía en nosotros, debemos demostrar que somos dignos de esa confianza.

Moira, levantando la mirada, interrumpió con voz suave pero firme.

—Pero debemos tener cuidado. El camino hacia Memnón no estará exento de peligros. Las sombras esconden más que solo enemigos; también esconden secretos que pueden volverse en nuestra contra.

Dartmoorh, cruzando los brazos, agregó:

—Y no olvidemos que el espionaje es un arte. Deberemos actuar con astucia, utilizando la información que poseo sobre los movimientos de Memnón. La inteligencia es tan valiosa como la fuerza.

Demetrio, con su experiencia en el inframundo, miró a cada uno de ellos, evaluando sus intenciones.

—Si vamos a hacer esto, necesitaremos un plan. No podemos permitir que nuestras diferencias nos dividan en un momento tan crucial.

Calíope, observando en silencio, finalmente se pronunció.

—La misión que se nos ha encomendado es más que un simple asesinato. Es una danza entre la vida y la muerte. Debemos estar en sintonía con el destino, y eso requerirá sacrificio y lealtad.

Aristóteles asintió, viendo cómo las tensiones iniciales comenzaban a transformarse en una unión de propósitos.

—Entonces, hemos de prepararnos. Cada uno de ustedes tiene un papel esencial en esta misión. Ahora, unámonos en un objetivo común: asegurar la seguridad de Macedonia y el futuro de Alejandro.

Con ese llamado a la acción, el grupo se dispuso a trazar un plan. En ese oscuro refugio, mientras la luna se alzaba en el cielo, el destino de Macedonia pendía de un hilo, y sus figuras se entrelazaban en un juego mortal de ambición y supervivencia.

 

Kallias, Asesino Tebano
¿Quién es Memnón de Rodas?

Entre todos pusieron en común todo lo que sabían sobre su objetivo

Memnón, un general mercenario griego de renombre, había encontrado su lealtad en los dominios persas tras ser acogido en la corte de Persia. Su base operativa en el estratégico emplazamiento de Troya no solo le proporcionaba una posición defensiva ventajosa, sino que también representaba un símbolo histórico de resistencia y poder militar. Con la victoria en la batalla del Gránico, Memnón aseguró a Alejandro Magno el control sobre toda Anatolia, abriendo las puertas hacia la expansión hacia el este.

Antes de su servicio bajo el estandarte persa, Memnón había forjado lazos con Macedonia durante la invasión persa, cuando fue acogido junto a su familia por Filipo II. En aquel entonces, conoció tanto a Alejandro, el joven príncipe de Macedonia, como a Aristóteles, el filósofo que posteriormente sería su tutor. Esta cercanía le proporcionó un conocimiento íntimo de sus enemigos, su estrategia y su capacidad militar.

Armado con una poderosa flota naval, Memnón se había convertido en una espina constante en el costado de Alejandro. Controlando las rutas marítimas cruciales a través del Helesponto y las islas del Egeo, bloqueaba los suministros esenciales que Alejandro necesitaba para mantener su campaña militar en tierras persas. Además, recibía refuerzos constantes de barcos provenientes de Chipre, Fenicia y Egipto, fortaleciendo su posición y complicando aún más las operaciones de Alejandro en el mar.

Con movimientos tácticos precisos y audaces, Memnón había demostrado ser un adversario formidable. Sus estrategias no solo desafiaban directamente a Alejandro en el campo de batalla, sino que también amenazaban con desestabilizar los avances del joven conquistador macedonio en su ambicioso proyecto de conquistar el imperio persa.

Así, Memnón se erguía como un obstáculo formidable en el camino de Alejandro Magno hacia la gloria y la dominación del mundo conocido, una figura cuya astucia militar y conocimiento estratégico presentaban un desafío sin paralelo para el joven monarca macedonio y sus aliados.

 

¿Cómo lo hacemos?

En un rincón oscuro y apartado del camino hacia Mileto, un grupo secreto de seguidores de Alejandro debatía en susurros una idea peligrosa. Caronte, siempre directo y con un brillo siniestro en los ojos, fue quien rompió el hielo:

—Podríamos acabar con uno de nuestros enemigos. Imaginad la discordia que generaría entre ellos si Memnón cayera de forma "misteriosa". —Dijo, esbozando una sonrisa retorcida—. Los persas se culparían entre sí y se debilitarían.

Hegeloco, quien estaba cerca, escuchó con interés y se inclinó hacia adelante, mostrando sus manos en un gesto teatral.

—Si hace falta, me ofrezco para matarlo yo mismo. Con mis propias manos. —declaró, con una chispa de entusiasmo oscuro en sus palabras.

Dartmoorh frunció el ceño, mostrando reservas.

—No creo que sea tan fácil. Memnón no es un idiota, y tiene sus propios guardias. Además, el rumor de su muerte podría volverse en nuestra contra si no lo ejecutamos con suficiente sutileza. —susurró, visiblemente molesta.

Caronte soltó una risa burlona y se giró hacia Dartmoorh, sus palabras teñidas de veneno.

—¿Qué pasa, Dartmoorh? —se mofó—. ¿Te preocupa acabar con uno de los tuyos, puta persa?

Dartmoorh lo fulminó con la mirada, pero antes de que pudiera responder, Calíope intervino para calmar la tensión.

—Caronte tiene razón. Si logramos que su muerte parezca una represalia interna de los persas, podríamos sacudir sus filas. Sin embargo, hay que tener cuidado. La sutileza será clave para que el caos se desate sin que nos culpen a nosotros. —dijo, pensativa.

Moira, que había estado escuchando en silencio, intervino con una idea más astuta, sus palabras llenas de calma y malicia.

—¿Y si dejamos que otro haga el trabajo sucio por nosotros? Podríamos "ayudar" a uno de sus enemigos a inclinar la balanza en nuestra dirección. —propuso, su tono enigmático.

Hegeloco, con el ceño fruncido, murmuró:

—¿Dónde está Memnón ahora mismo? —preguntó, claramente ansioso por poner en marcha algún plan.

Moira lo miró y respondió con un tono casi didáctico:

—Memnón tiene más enemigos de los que imagináis. Su mayor adversario, paradójicamente, no es otro que su propio rey, Darío, y todos los gobernantes persas que lo ven como un mercenario griego. Recordad que su posición es inestable, aunque se le considere un aliado por conveniencia.

Calas, quien había estado pensativo hasta ahora, asintió con decisión.

—Escuché que Memnón estará en el asedio de Mileto. Es una oportunidad perfecta: si vamos hacia allí, podríamos observar sus movimientos y tal vez incluso sabotear su posición. ¿Y si está en un barco? Podríamos hundirlo. —sugirió, con una chispa en los ojos.

La idea pareció resonar entre ellos, y Caronte agregó:

—Podríamos infiltrarnos entre los persas. No sería la primera vez que me hago pasar por uno de ellos. —dijo con tono seguro.

Moira reflexionó, añadiendo detalles sobre el contexto local.

—Las familias importantes de Mileto siempre han estado conectadas con la filosofía y la nobleza. Si logramos sembrar la duda entre ellos sobre Memnón, tal vez logremos algo sin tener que mancharnos las manos demasiado.

Calíope, en cambio, tenía una sugerencia más directa y letal.

—Podríamos usar un veneno de acción retardada. Yo misma podría prepararlo. Es un don de mi padre, Dionisio, y nadie sospecharía hasta que ya fuera demasiado tarde. —propuso, con una sonrisa taimada.

Moira levantó una ceja y añadió:

—Si Memnón cae, tendríamos que considerar quién ocuparía su lugar. No olvidéis que siempre hay alguien listo para tomar el mando. Los más probables sucesores serían Bagoas, un político influyente, o Artabazo, un general veterano. Podríamos usar esto a nuestro favor.

Calíope sonrió de nuevo y agregó otra idea.

—¿Y si logramos que sea el propio pueblo el que lo ataque? Nada deja una impresión tan duradera como un alzamiento popular. —sugirió, mirándolos a todos con una chispa de malicia.

En ese momento, el ambiente se volvió más distendido mientras el grupo empezaba a discutir sus habilidades y cómo podrían aprovecharlas para llevar a cabo el plan. Hegeloco se colocó el casco y, con una sonrisa de satisfacción, desapareció ante sus ojos, demostrando su capacidad para moverse sin ser visto.

Calas, joven y apuesto, lanzó una sonrisa segura.

—Yo puedo hacerme pasar por uno de ellos sin problemas. Nadie sospecharía de un rostro como el mío. —comentó, orgulloso.

Dartmoorh se cruzó de brazos y se presentó, con un tono seco.

—Diplomática y espía. Sabéis que puedo entrar en cualquier lugar y extraer cualquier información. —dijo, lanzando una mirada afilada a Caronte.

Moira hizo una demostración de su poder, levantando una llama sobre su palma.

—Yo… puedo influir en la suerte a mi alrededor. Y también sé hacer esto. —comentó, mientras Dartmoorh la miraba con una sonrisa burlona.

—¿Qué otros "dedos mágicos" tienes? —insinuó Dartmoorh, sin poder evitar una carcajada.

Moira cerró los ojos, pero mantuvo la compostura.

—Tú verás si quieres probar mi suerte o no. —replicó con sarcasmo.

Calíope, alzando una ceja con aire enigmático, añadió:

—Yo soy hija de Dionisio. Los venenos corren en mi sangre. Si alguien puede hacer que Memnón muera de forma silenciosa, esa soy yo.

Caronte, finalmente, se pasó la mano por la barba y esbozó una sonrisa sombría.

—Investigar, seguir, asesinar. Y Demetrio sabe infiltrarse, matar y robar… aunque no siempre en ese orden. —concluyó, mirando a Demetrio, quien solo asintió con un brillo frío en los ojos.

Después de intercambiar miradas y sonrisas de complicidad, el grupo de conspiradores decidió partir hacia Mileto.

 

Asedio de Mileto por Alejandro Magno

El Asedio de Mileto

Mileto es una ciudad importante situada en la costa occidental de Asia Menor, (en lo que hoy es Turquía). Se encontraba cerca de la desembocadura del río Menderes, en la región conocida como Caria. Mileto era famosa por su puerto y su papel como centro comercial y cultural en el mundo griego.

La ciudad es particularmente conocida por su contribución a la filosofía y la ciencia, siendo el hogar de pensadores como Tales de Mileto, Anaximandro y Anaxímenes. También es un importante centro para el desarrollo de la arquitectura y el arte.

El grupo de elegidos viaja hasta Mileto y, desde la distancia, observa cómo el asedio se aproxima a su desenlace.

Desde un segundo plano, la batalla del asedio de Mileto se revela como un espectáculo a la vez impresionante y aterrador para los esclavos, sirvientes y soldados que observan desde las líneas traseras. A lo lejos, las murallas de Mileto se alzan imponentes, protegidas por soldados persas que se preparan para la defensa final contra las fuerzas de Alejandro Magno.

El sol del mediodía brilla implacable sobre el campo de batalla, donde el estruendo de las máquinas de asedio y el clamor de los hombres y caballos llenan el aire. Los esclavos, obligados a cargar con provisiones y municiones, observan con nerviosismo mientras se preparan para atender las necesidades de los soldados y oficiales que participan en el asedio.

El clamor de los combates se intensifica cuando las catapultas lanzan proyectiles hacia las murallas, derribando secciones de fortificaciones y creando brechas por donde los soldados macedonios se abren paso con valentía. Desde su posición, los esclavos pueden ver el frenesí de la lucha cuerpo a cuerpo en las murallas, donde soldados persas y macedonios se enfrentan con espadas y lanzas en un baño de sangre y sudor.

Algunos esclavos intercambian miradas de temor mutuo, conscientes de que la victoria o la derrota en esta batalla podría significar la vida o la muerte para ellos también. Los sirvientes y ayudantes corren de un lado a otro, llevando agua y víveres a los soldados que luchan bajo el sol abrasador y el fuego enemigo.

El rugido de los caballos de guerra y el estrépito de las armas resuenan en los corazones de todos los presentes, recordándoles la ferocidad y el caos de la guerra. A medida que la batalla se prolonga, la esperanza y el miedo se mezclan en el ambiente, mientras los esclavos y sirvientes rezan silenciosamente por la victoria de sus amos y por su propia supervivencia.

Desde su segundo plano en el asedio de Mileto, los esclavos, sirvientes y soldados presencian la brutalidad de la guerra, un recordatorio constante de que en los conflictos de los poderosos, incluso aquellos en las sombras tienen mucho en juego.

 

La coartada

En la penumbra de camino al campamento persa, el grupo de conspiradores se reunió para trazar su plan final de infiltración en la tienda del general. La tensión en el aire era palpable, pero el respeto por la autoridad de Dartmoorh, princesa de Babilonia, con una expresión seria, extendió un pergamino, revelando un mapa detallado de la región y las rutas hacia el campamento enemigo.

Dartmoorh señaló con un dedo la ruta más segura:

—Aquí es por donde entraremos. Conozco estas tierras demasiado bien. Esta senda nos llevará hasta la entrada sur del campamento persa sin ser detectados. No haremos movimientos sospechosos ni miraremos a nuestro alrededor. Mantendremos la compostura en todo momento.

Caronte, con una sonrisa maliciosa, asintió.

—Y si alguien sospecha, siempre podemos… hacerlos desaparecer de la vista, —insinuó, acariciando la empuñadura de su espada. Hegeloco lanzó una carcajada seca, pero Dartmoorh lo detuvo con una mirada fría.

—No arriesgaremos la misión innecesariamente, —respondió ella con tono firme.— Nuestra coartada es sólida. Yo soy la princesa de Babilonia, y vosotros sois mi escolta. Con eso bastará para que no se atrevan a cuestionarnos.

Hegeloco, en preparación para la misión, había conseguido un carnero y, en un ritual silencioso, lo sacrificó antes de la partida. Bañándose en la sangre del animal, murmuró oraciones a Ares, el dios de la guerra, buscando su bendición. Con un gesto solemne, se unió al grupo, sus ojos relucían con una audacia casi salvaje.

Antes de partir, Moira, la hechicera, se acercó a Dartmoorh.

—¿Estás segura de que podremos llegar sin incidentes? —preguntó en un susurro. Su tono era inquieto, pero sus palabras estaban impregnadas de respeto.

Dartmoorh la miró sin dudar.

—Confía en mí. Las tierras de Persia son como mi segundo hogar. Con esta coartada, seremos recibidos sin problema, siempre y cuando todos recuerden sus papeles.

Calíope, la sacerdotisa de Dionisio, sonrió levemente.

—Y si todo falla, siempre puedo preparar una ofrenda a Dionisio. Un poco de veneno en el vino, quizás. —Su comentario, aunque en tono ligero, tenía una seriedad escalofriante.

Calíope tomó la decisión de quedarse fuera del campamento, asegurándose de que, en caso de fracaso, alguien pudiera regresar para informar al resto.

Una vez llegaron al campamento persa, unos soldados los interceptaron en la entrada, las lanzas cruzadas impidiéndoles el paso. Sin vacilar, Dartmoorh avanzó, manteniendo su rostro oculto bajo el velo oscuro que cubría sus cicatrices. En un tono seguro y autoritario, se dirigió a los guardias:

—Soy la princesa Dartmoorh de Babilonia. He venido a hablar con el general al mando. Llévenme a su tienda.

Los soldados se miraron entre sí, reconociendo inmediatamente su estatus y rango. Sin dudar, uno de ellos asintió, bajando su lanza en señal de respeto.

—Por supuesto, princesa, —respondió con sumisión.— La tienda del general está más adelante. Permítanos escoltarla.

Mientras avanzaban hacia el corazón del campamento persa, el grupo intercambió miradas de complicidad. Habían conseguido infiltrarse con éxito, y todos estaban conscientes de que cada uno debía cumplir su papel con absoluta precisión.

Mientras tanto, Caronte observaba a los Inmortales, la imponente guardia real persa. Sus ojos escudriñaban cada detalle de su formación, hasta que detectó un posible punto débil: la franja de piel expuesta entre sus máscaras y las corazas, justo en el cuello.


Buscando a Memnón

El campamento alrededor de la tienda de Memnón también reflejaba su estatus. Las tiendas de los soldados persas se alineaban ordenadamente en filas, organizadas bajo la dirección y el liderazgo del general. Se veían cocinas improvisadas donde se preparaban comidas para los soldados y talleres donde se reparaban armaduras y se fabricaban armas.

La tienda de campaña del general Memnón se alzaba majestuosamente en el centro del campamento persa, destacándose entre las demás estructuras con su tamaño imponente y su diseño elaborado. Estaba confeccionada con lujosos tejidos de colores vivos, probablemente importados de las tierras lejanas bajo dominio persa, adornados con bordados intrincados que reflejaban la riqueza y el estatus de su ocupante.

Al acercarse, se podía ver que la tienda estaba protegida por cuatro guardias persas vestidos con armaduras brillantes y portando lanzas ornamentadas. Dos de ellos en la entrada y otros dos rodeando la tienda de ronda. Flanqueando la entrada había estandartes con emblemas persas, ondeando con orgullo en el viento que susurraba a través del campamento. El suelo alrededor de la tienda estaba cubierto con tapices finos y alfombras, marcando claramente el camino hacia la entrada principal.

 

Fuera de la tienda

Mientras el grupo de enviados se acerca sigilosamente a la tienda de Memnón en la oscura noche. Cuando finalmente llegan a la entrada de la tienda y se preparan para entrar, escuchan voces susurrantes y el murmullo de una discusión intensa desde el interior. Entre los matorrales cercanos, observan a varios oficiales persas agitados y a guardias que parecen estar en desacuerdo acaloradamente.

El grupo de enviados, confundidos pero alerta, se detiene en el umbral de la tienda, sin atreverse a moverse mientras deliberan sobre cómo proceder. De repente, las voces se elevan en un grito de sorpresa y conmoción. Desde dentro de la tienda, un oficial persa sale disparado, agitando las manos y gritando en pánico.

Mientras el oficial persa, lleno de indignación, grita que no es ningún traidor y exige pruebas para respaldar las acusaciones, Caronte intercambia una mirada con Hegeloco, mientras Demetrio se mantiene alerta, evaluando cada movimiento. Aprovechando el caos, Dartmoorh toma a Moira del brazo y la conduce lejos de la escena, alejándola del peligro inminente.

Hegeloco y Caronte, con una sincronía silenciosa, deciden eliminar a los dos guardias que patrullan alrededor de la tienda y avanzar desde la retaguardia. En la oscuridad de la noche, ambos se mueven como sombras. Hegeloco, con el casco que le otorga invisibilidad, se acerca sigilosamente y, sin compasión, degüella a uno de los guardias, quien cae sin emitir un solo sonido. Caronte, por su parte, se enfrenta al otro en un feroz cuerpo a cuerpo; ambos ruedan por el suelo, y en el forcejeo, Caronte recibe una profunda herida en el hombro.

Mientras tanto, Demetrio y Calas libran su propia batalla en la entrada de la tienda, enfrentándose a otros dos guardias. Desde la distancia, Moira usa su magia para dificultar los movimientos de los enemigos, impidiendo que desenfunden sus espadas. Aprovechando la ventaja, Demetrio asesta un hachazo brutal a uno de los guardias, abriéndole la cabeza, mientras Calas, con precisión letal, atraviesa el pecho del otro con su espada. Sin perder tiempo, ambos esconden los cuerpos y se deslizan hacia el interior de la tienda.

Dentro, permanecen ocultos en las sombras mientras un grupo de oficiales, envueltos en una acalorada discusión, sale de la tienda sin reparar en ellos. Las voces llenas de enojo y desacuerdo se desvanecen en la noche, pero queda claro que Memnón no está entre ellos.

En la retaguardia, Hegeloco se lanza sobre el guardia que había herido a Caronte y termina rápidamente con él empalándolo con su lanza, asegurándose de que no sobreviva para dar la alarma. Mientras tanto, Caronte se venda la profunda herida en el hombro con rapidez, listo para continuar. La misión aún no ha concluido.

 

Dentro de la tienda

Dentro de la tienda, el ambiente era fresco y sombrío en contraste con el calor del sol fuera. Alfombras más gruesas y cómodas cubrían el suelo, sobre las cuales se disponían muebles exquisitamente tallados y ornamentados, posiblemente traídos también desde tierras lejanas. Había divanes y cojines dispuestos estratégicamente alrededor de una mesa central, donde se servían alimentos y bebidas en platos y jarras de plata y cerámica finamente trabajadas.

En una esquina de la tienda, una cama de campaña cubierta por cortinas de seda proporcionaba un lugar de descanso para el general Memnón, adornada con sábanas y almohadas de calidad excepcional. Junto a la cama, una mesa pequeña sostenía pergaminos desplegados y mapas estratégicos, evidencia de la meticulosa planificación militar del general.

El ambiente dentro de la tienda reflejaba el refinamiento y la sofisticación de Memnón, un hombre educado en las artes y la cultura griega, pero leal al imperio persa que ahora servía con fervor. Era un espacio que no solo servía como su residencia temporal durante las campañas militares, sino también como un centro de estrategia y diplomacia, donde Memnón tomaba decisiones cruciales que influirían en el destino de las fuerzas persas y sus aliados.

 

Memnón,
General del ejercito persa
El General

Dentro, una figura alta y poderosa emerge de las sombras: es Memnón, el general persa, con una expresión de furia en su rostro.

El general Memnón destacaba por su imponente presencia y aspecto físico robusto, marcado por una larga barba grisácea que denotaba sabiduría. Sus ojos penetrantes reflejaban una inteligencia aguda e inquebrantable. Vestía túnicas persas elegantes con bordados intrincados, simbolizando su posición como líder militar. Conocido por su astucia táctica y formación griega, Memnón era capaz de contrarrestar las tácticas enemigas, desafiando continuamente a las fuerzas de Alejandro Magno. Personificaba un líder consumado, capaz de influir en el destino de las fuerzas persas bajo su mando, en un período crucial de la historia antigua.

Los enviados, al borde de la acción decisiva, quedan momentáneamente paralizados por la aparición repentina de Memnón. Sin embargo, en lugar de atacar de inmediato, Memnón parece estar más preocupado por la traición o el problema que enfrenta dentro de su propio campamento. Los enviados aprovechan este momento de confusión y duda entre los persas para reevaluar su plan.

Mientras tanto, el oficial persa continúa gritando acusaciones y señalando hacia el grupo de enviados, lo que atrae la atención de varios guardias que comienzan a rodear la tienda.

 

El poder de Memnón

En medio del combate, los enviados descubrieron que Memnón poseía poderes sobrenaturales que desafiaban cualquier expectativa. Desplegaba una fuerza mística que aumentaba tanto su resistencia como su velocidad, convirtiéndose en un adversario formidable. Memnón tenía la capacidad de manipular la gravedad a su alrededor, incrementando repentinamente su peso para soportar los ataques y creando campos gravitacionales que desviaban los golpes dirigidos hacia él. Esta habilidad dinámica y adaptable complicaba enormemente los esfuerzos de los enviados por derrotarlo.

Empuñando un gigantesco espadón, Memnón lanzaba ataques feroces, con una mirada maníaca que desataba el terror. Calas, decidido, tomó su lanza y la clavó en el muslo del general, atravesándole la pierna. A su vez, Memnón hirió a Demetrio en el brazo izquierdo con un corte doloroso y le infligió otra herida en el abdomen, dejándolo al borde de la muerte. Sin vacilar, Calas aprovechó la oportunidad para asestar otro golpe, esta vez en la otra pierna de Memnón, y finalmente, con un esfuerzo monumental, le atravesó el corazón, empujando con todo su cuerpo para vencerlo y dejarlo empalado.

—Finalmente, nada de veneno —declaró Calas, con la sangre del general salpicando su rostro. Conocedor de la medicina, se apresuró a estabilizar a Demetrio, quien se desangraba en el suelo. Con telas del lugar, improvisó un par de vendajes de emergencia.

Mientras tanto, Moira, utilizando su astucia, provocó que una lámpara cayera sobre una alfombra inflamable, encendiendo un fuego voraz que comenzó a consumir la tienda con el cuerpo del general en su interior.

Aprovechando el caos, todos comenzaron a huir, pero Calas tuvo la mala suerte de ser apresado por cuatro guardias que lo inmovilizaron. Hegeloco, al verlo en apuros, se lanzó en su ayuda y acabó con uno de los guardias. Moira volvió a utilizar su magia para entorpecer a los demás, impidiendo que pudieran desenfundar sus armas. Mientras tanto, Caronte y un ya herido Demetrio se encontraban listos sobre sus caballos, preparados para partir. Hegeloco y Calas, luchando espalda con espalda como verdaderos hermanos, se enfrentaron a los tres enemigos restantes y los derrotaron.

Todos lograron escapar, y Dartmoorh proporcionó la descripción del oficial que había salido airado de la tienda de Memnón, asegurando que él fue el responsable de la muerte del general. Dejaron atrás un caos total y emprendieron su viaje hacia Epiro, mientras observaban que Alejandro había ganado el asedio de Mileto sin encontrar una fuerte resistencia, debido a la ausencia de Memnón, quien se decía había sido asesinado por un traidor dentro de su propio campamento.

 

Olimpiade,
madre de Alejandro Magno
Regreso

El grupo regresó triunfante a Epiro tras cumplir su ardua misión. Al reunirse con Calíope, esta les confesó que no los acompañó al campamento persa porque tuvo una visión de su propia muerte allí, y prefirió escapar de ese destino.

Al llegar al palacio real, en el gran salón del palacio, los esperaba Alejandro I de Epiro, el rey guerrero, conocido tanto por su habilidad en el campo de batalla como por su astucia política.

Lo que más sorprendió al grupo fue la presencia de Olimpiade, la madre de Alejandro Magno y hermana de Alejandro I. Con una mezcla de orgullo y curiosidad, Olimpiade, una figura imponente y enigmática, se presentó ante ellos. Su autoridad y sabiduría eran palpables, y su influencia sobre Alejandro y su círculo íntimo se reflejaba en cada gesto.

Alejandro I, impresionado por el éxito de la misión y la eficiencia del grupo, los felicitó e invitó a relatar en detalle sus experiencias. En medio de celebraciones y banquetes en su honor, Alejandro les pidió más detalles sobre la misión; tras escucharlos con atención, los elogió nuevamente por su valentía. Olimpiade, en muestra de gratitud, otorgó recompensas significativas a cada uno:

- Moira fue liberada de su condición de esclava de Calístenes, recibiendo su libertad tan esperada.

- Dartmoorh, Demetrio y Hegeloco dejaron de ser ciudadanos de segunda clase. En un gesto simbólico y liberador, a Demetrio le quemaron la marca de criminal que llevaba en la cara; aunque la cicatriz resultante afectaba su apariencia, recuperaba su dignidad y ganaba libertad.

- Caronte solicitó un arma mágica para perfeccionar sus habilidades, y le fue otorgada una espada única, forjada por el ingenio de Calístenes.

- Calas y Hegeloco ganaron una considerable reputación como hijos hábiles y efectivos de Parmenión, consolidando su lugar en el entorno militar y político.

- Calíope no recibió ninguna recompensa material; permaneció al lado de su ama y señora, Olimpiade. Para ella, el privilegio de servirla con lealtad y eficacia era recompensa suficiente.

Este encuentro no solo fortaleció los lazos entre Epiro y Macedonia, sino que también subrayó la influencia fundamental de Olimpiade en los asuntos de Estado y en la continuidad de la dinastía. Con su visión estratégica, Olimpiade preparaba el terreno para futuras alianzas y desafíos en el convulso mundo helénico de la época de Alejandro Magno.

La noticia de la muerte de Memnón, asesinado por un supuesto traidor durante el asedio de Mileto, llegó rápidamente a oídos de Alejandro Magno, quien recibió la información con un claro regocijo, vislumbrando una ventaja significativa en sus ambiciones de expansión.


Reino de Epiro