Eterno XIII
La Sombra de Memnón II
(333- a. C)
Filotas, Comandante de Caballería |
En la época dorada
del imperio de Alejandro Magno, cuando las conquistas se extendían desde Grecia
hasta los confines de Asia, las historias de redención y lealtad surgían de los
lugares más inesperados. Una de esas historias pertenecía a Demetrio, conocido
en los callejones y tabernas de Pella simplemente como "Pella". Un
criminal de renombre, cuyas habilidades y astucia eran tan legendarias como su
prontuario.
Demetrio había nacido
y crecido en los barrios más sórdidos de Pella, donde la ley del más fuerte era
la única regla que importaba. Desde joven, aprendió a sobrevivir a base de
ingenio y crueldad, convirtiéndose en un ladrón y asesino temido por muchos. Su
nombre se susurraba con respeto y temor en los rincones oscuros de la ciudad.
Sin embargo, su suerte cambió cuando fue capturado y encarcelado por sus
crímenes, condenado a pudrirse en una celda húmeda y oscura.
El destino, sin
embargo, tenía otros planes para él. Filotas, uno de los generales más
destacados y cercanos a Alejandro, vio en Demetrio una oportunidad. Filotas
conocía bien el valor de tener a alguien con las habilidades de Demetrio a su
lado, alguien capaz de actuar fuera de los límites convencionales y que no
dudara en hacer lo que fuera necesario. Con una mezcla de astucia y poder,
Filotas logró liberar a Demetrio de su celda, ofreciéndole una nueva vida a
cambio de lealtad inquebrantable.
Desde aquel día,
Demetrio se convirtió en la sombra de Filotas, su guardia personal y protector.
A Filotas le debía no solo su libertad, sino su vida entera. Juntos, se
embarcaron en la gran campaña de Alejandro, viajando a través de vastas tierras
y enfrentando innumerables peligros. Demetrio, acostumbrado a las luchas
callejeras y la violencia sin sentido, se encontró en medio de grandes
batallas, donde su destreza y ferocidad brillaban con luz propia.
Una noche, acampados
en las orillas del río Éufrates, Demetrio observaba el campamento desde un
promontorio, su silueta recortada contra el cielo estrellado. Las antorchas
parpadeaban en la distancia, iluminando las figuras de soldados descansando y
preparando sus armas para el próximo día de combate. Filotas se acercó, su
figura alta y robusta proyectando una sombra imponente.
—Demetrio, necesito
hablar contigo —dijo Filotas, su voz grave y autoritaria.
Demetrio se giró, su
mirada dura suavizándose ligeramente al ver a su salvador y comandante.
—¿Qué ocurre, mi
señor? —respondió, siempre respetuoso y atento.
—Necesito que se
ausentes de mi lado para ayudar a alguien de la mayor confianza en contra de
una posible amenaza. —explicó Filotas, sus ojos reflejando la urgencia de la
situación.
Demetrio asintió,
sabía que su vida antes de conocer a Filotas lo había preparado para estos
momentos. La oscuridad, la traición y la muerte eran terrenos familiares para
él.
—Consideradlo hecho,
mi señor. No dejaré que nada amenace nuestra campaña —dijo Demetrio, con una osadía
que reflejaba tanto su deuda como su lealtad.
Filotas puso una mano
en su hombro, una muestra rara de afecto y confianza.
—Confío en ti,
Demetrio. Has demostrado ser fiel. Se igual de efectivo que lo eres a mi lado.
Con esas palabras,
Demetrio se preparó para otra misión en la vasta campaña de Alejandro.
Parmenión, Capitán General de Alejandro |
En el centro del campo
de entrenamiento, el sonido metálico de las armas resonaba en el aire,
entrelazado con la ligera vibración de energía mágica que fluía a través de las
innovadoras armas ideadas por Calístenes. Espadas brillaban con destellos
azulados y escudos crepitaban con una luz etérea mientras Calas y su padre,
Parmenión, intercambiaban golpes cuidadosamente medidos. Aunque era una
práctica, cada movimiento estaba cargado de la precisión y la tensión de una
batalla real.
Parmenión, el
legendario general de Alejandro, observaba a su hijo menor con ojos
calculadores. Sabía que Calas, a sus 19 años, tenía el potencial para alcanzar
grandeza, aunque vivía a la sombra de sus hermanos más conocidos. Al bloquear
un golpe descendente de Calas con su escudo, Parmenión decidió romper el
silencio.
—Calas, ha llegado el
momento —dijo con su voz firme, sin dejar de medir el siguiente ataque—. Mañana
partirás en una misión importante… y peligrosa.
Calas, con la frente
perlada de sudor, frenó su embate momentáneamente, sorprendido por el tono
serio de su padre. Sus ojos azules, reflejo del linaje de Parmenión, lo miraron
con atención, aunque no dejó que su postura de combate se debilitara.
—¿De qué se trata,
padre? —preguntó, retomando la guardia mientras ambos comenzaban a moverse en
círculos—. Sabes que siempre estoy listo.
Parmenión asintió,
sin perder de vista a su hijo. Su próximo golpe fue fuerte, pero calculado,
probando la agilidad de Calas, quien lo desvió con destreza.
—Lo sé, hijo, lo sé.
Pero esta vez no estarás solo. Irás con Hegeloco.
Calas frunció el ceño
al escuchar el nombre de su hermano bastardo. El filo de su espada vaciló por
un instante antes de reenfocarse. Entre ambos siempre había existido una
tensión no resuelta. Hegeloco, con su propio destino incierto y siempre
apartado de la herencia oficial, era un enigma que Calas aún no sabía cómo
encajar en su vida.
—Hegeloco... —murmuró
mientras bloqueaba otro ataque de Parmenión—. ¿Qué clase de misión requiere que
trabajemos juntos?
Parmenión pausó el
combate por un momento, bajando su espada mágica cuya energía chispeaba
suavemente.
—Una misión secreta,
cuyo éxito dependerá de vuestra cooperación. Alejandro necesita ojos y oídos
más allá del campo de batalla. Vuestro objetivo está en el este, donde las
alianzas se tejen en la sombra, y los persas... nunca dejan de conspirar —los
ojos de Parmenión brillaron, dejando entrever lo crítico de la situación—.
Hegeloco tiene habilidades que tú aún no comprendes del todo, pero juntos sois
más fuertes de lo que crees.
Calas, que siempre
había tratado de forjar su propio camino, lejos de las sombras de sus hermanos
mayores, sintió una mezcla de presión y responsabilidad caer sobre sus hombros.
Aunque no tenía la fama de Filotas, su hermano mayor, ni la astucia política de
Nicanor, su hermano mediano, su padre confiaba en él para esta misión.
—Padre, siempre he
cumplido con mi deber. Pero Hegeloco... nunca lo he visto como alguien en quien
pueda confiar del todo. —Los dedos de Calas se apretaron alrededor del mango de
su espada, sus pensamientos claros como el acero—. No quiero que mi esfuerzo se
vea comprometido por él.
Parmenión, cuyo
semblante se mantenía impenetrable, se acercó a su hijo, levantando una mano
para apoyarla en su hombro con firmeza.
—Hegeloco es un
hombre complicado, pero no debes subestimarlo. Ni sus habilidades ni su
lealtad, por muy difusa que te parezca —hizo una pausa, mirándolo directamente
a los ojos—. Pero esta misión no se trata solo de él. Tú eres el comandante en
este juego de sombras, y quiero que recuerdes que llevarás el peso de nuestra
familia en cada paso. No es suficiente con ser valiente, Calas. Tienes que ser
el líder que estás destinado a ser.
El corazón de Calas
latió con fuerza. A lo largo de su vida, había escuchado a menudo palabras de
aliento sobre sus habilidades tácticas, pero esta vez era diferente. Esta era
la primera vez que su padre lo trataba como un igual en cuanto a
responsabilidad, aunque las palabras "no te dejes matar" retumbaban
en su mente como un oscuro presagio.
—¿Y si él me traiciona?
—preguntó finalmente, con una sinceridad desnuda.
Parmenión lo miró con
dureza, pero con un destello de comprensión en sus ojos.
—No lo hará. Pero, si llega ese momento, asegúrate de que seas tú quien sobreviva. La familia es compleja, pero el deber es claro. Y sobre todo, Calas, no te dejes matar. No servirías a nadie muerto, ni a Alejandro ni a mí.
Calas exhaló,
volviendo a levantar su espada. No podía permitir que las dudas lo paralizaran.
Sabía que esta misión podría ser su prueba más grande hasta ahora.
—No te fallaré,
padre. Ni a ti, ni a Macedonia.
Parmenión sonrió
levemente, retomando su posición de combate.
—Eso espero, hijo.
Ahora, vuelve a atacar. Quiero ver si estás listo para lo que te espera.
El Dios Dionisio |
En lo profundo de los
laberintos sagrados del antiguo templo de Tebas, donde las sombras bailaban al
ritmo de las antorchas y el incienso llenaba el aire con su aroma dulce y
penetrante, residía Calíope. Alta y esbelta, con una presencia que parecía
desafiar el tiempo mismo, era conocida en toda la región como la sacerdotisa de
Dionisio, la diosa del vino y el éxtasis.
Su misterioso origen
era objeto de especulación entre los habitantes de Tebas. Algunos decían que
había nacido de la unión prohibida entre una sacerdotisa y un dios menor, mientras
que otros afirmaban que había sido encontrada abandonada en las escalinatas del
templo, envuelta en telas bordadas con hilos de plata. Lo único cierto era que
Calíope poseía un aura de enigma que capturaba la atención de todos aquellos
que cruzaban su camino.
En el corazón del
templo, rodeada de los artefactos sagrados y los secretos de siglos pasados,
Calíope mantenía una estrecha relación con la familia de Alejandro Magno y su
círculo íntimo de confianza. Sus consejos se consideraban oráculos de sabiduría
en momentos de duda y sus rituales, ceremonias que prometían revelaciones
divinas.
En aquellos tiempos
tumultuosos de conquistas y ambiciones desmedidas, Calíope era un faro de
tranquilidad y misterio, sus ojos profundos y oscuros ocultando secretos
ancestrales mientras su voz resonaba en los corredores del templo, tejiendo
historias de antaño y profecías del porvenir.
En lo profundo del
bosque sagrado, donde las enredaderas de uva se entrelazaban con los árboles y
el viento traía el susurro de viejos rituales, Calíope, la sacerdotisa de
Dionisio, se encontraba sola ante el altar de su Dios. La luna llena iluminaba
su rostro, revelando su devoción. Vestía las túnicas púrpura y doradas propias
de su posición, y sobre su frente reposaba una corona de hojas de parra. El
humo del incienso flotaba en el aire, elevándose como una ofrenda a los cielos.
Entonces, una presencia palpable llenó el lugar, un aura de éxtasis. Dionisio
había llegado.
—Calíope —la voz del
dios resonó como el trueno y el vino—. Mi fiel sacerdotisa, estás caminando
hacia el abismo, y tu vida está a punto de ser tomada. Si sigues por este
camino, la muerte te reclamará.
Calíope, sorprendida
pero no asustada, se arrodilló en señal de respeto, aunque el leve temblor en
sus manos delataba su conflicto interior. Sentía la presencia de Dionisio a su
alrededor, pero algo en su espíritu se rebelaba contra las advertencias de su
dios.
—Mi señor Dionisio
—respondió, con la voz llena de reverencia—, si la muerte viene por mí,
entonces será porque tú lo has decidido, porque mi tiempo ha llegado según tu
voluntad. ¿Por qué debería temerla si es parte del ciclo que tú, como dios del
éxtasis y el renacimiento, dominas?
El aire pareció
tensarse, y la luz lunar palideció levemente. Dionisio, adoptando una figura
nebulosa que combinaba juventud y salvajismo, dio un paso hacia ella, su tono
severo, lleno de advertencia.
—¡No te engañes,
Calíope! Yo soy el dios del vino y del éxtasis, pero también del caos, de la
locura, y del frenesí descontrolado. Mi favor no te asegura eludir la oscuridad
de la muerte. Te estoy advirtiendo por última vez: tu destino puede ser
desviado, pero si insistes en esta testarudez, te perderás en el olvido.
Calíope alzó la
mirada, sus ojos brillaban con la pasión de alguien que ha entregado toda su
vida al servicio de su dios. Pero en su interior, el orgullo y la devoción se
enredaban en una lucha violenta. La advertencia de Dionisio era clara, y sin
embargo, la sacerdotisa sentía que ceder ante su miedo sería traicionar su
propio propósito.
—¿Acaso no es mejor
enfrentar la muerte con valentía, que huir de ella como una cobarde? —dijo, su
voz resonando con fuerza inesperada—. Si esta es la voluntad de los dioses,
entonces prefiero acogerla con los brazos abiertos. No retrocederé ante la
muerte, Dionisio. Te he servido con devoción desde mi juventud, y seguiré tu
camino hasta el final, aunque ese final sea amargo.
El rostro de Dionisio
se oscureció, y los árboles temblaron como si una tormenta invisible estuviera
a punto de estallar. La calma caótica que él encarnaba, el equilibrio entre la
risa y la furia, parecía estar al borde de romperse.
—¡Eres necia,
Calíope! —bramó Dionisio, sus ojos brillaban con una intensidad sobrenatural—.
Tu valentía no es más que arrogancia disfrazada. No te pido que temas a la
muerte, sino que la evites, que uses tu astucia para esquivarla como harías con
un enemigo en batalla. ¡No me desafíes! Soy tu dios, y he venido a salvarte de
tu propio orgullo. ¡Vivir es un regalo que todavía puedes disfrutar si eres lo
suficientemente sabia!
La tensión entre
ambos era palpable, como si la misma naturaleza contenía el aliento. Pero
Calíope, lejos de doblegarse, se levantó lentamente, con las manos temblorosas
pero los ojos llenos de desafío.
—Dios mío, tú me
enseñaste a vivir con pasión, a abrazar el éxtasis y a desafiar los límites de
lo humano. ¿Y ahora me pides que huya del destino, que me esconda como una
simple mortal que teme lo inevitable? ¡No puedo! No soy como las otras, no
puedo simplemente huir de aquello a lo que me has preparado toda mi vida.
Dionisio se acercó
aún más, tan cerca que Calíope sintió su aliento, impregnado de vino y del
misterio de la vida misma. Su ira era palpable, pero también lo era su
preocupación.
—No te pido que
renuncies a tu pasión, Calíope. Te pido que seas más astuta. No todo final
tiene que ser ahora, no toda batalla debe lucharse con sacrificio. Si te dejas
matar ahora, te pierdes para mí. Tu espíritu no se elevará a la embriaguez
eterna. No serás parte de los banquetes divinos. Serás simplemente… ceniza. ¿Es
eso lo que quieres?
Calíope titubeó por
primera vez. No había pensado en lo que vendría después de la muerte, en lo que
perdería si no escuchaba la advertencia de su dios. La idea de desaparecer
completamente, de no formar parte del ciclo sagrado de Dionisio, le heló el
alma.
—¿Qué debo hacer,
entonces, mi señor? —preguntó, con una humildad que no había mostrado hasta
ahora.
—Evítala —dijo
Dionisio, su tono más suave, pero aún firme—. Usa tu inteligencia y la devoción
que me has mostrado toda tu vida. El destino puede ser desviado, y tú, mi
sacerdotisa, tienes la fuerza y el ingenio para hacerlo. Vuelve a la vida, a
las danzas, a las celebraciones. La muerte no es el final que te corresponde…
aún.
Calíope asintió, su
corazón finalmente entendiendo lo que Dionisio le ofrecía. No era la cobardía
lo que él le pedía, sino sabiduría.
—Lo haré, mi señor
—dijo, inclinándose ante él—. Esquivaré el destino, viviré… por ti.
Dionisio la miró un
momento más, evaluándola, antes de que su presencia se desvaneciera como una
brisa cálida.
—Así es como debes
hacerlo —susurró su voz en el aire—. Vive, Calíope. Y cuando sea el momento
adecuado, yo mismo te llevaré al éxtasis eterno. Pero aún no.
El bosque volvió a
quedar en silencio. Calíope se quedó allí, con el corazón latiendo con fuerza,
sabiendo que el mayor desafío aún estaba por venir.
Enemigo de Kallias |
En la oscura y
bulliciosa noche del mercado tebano, Kallias, conocido en los bajos mundos como
Caronte, se movía entre las sombras con la agilidad de un felino cazador. Los
puestos del mercado estaban a punto de cerrar, las antorchas chisporroteaban al
viento, arrojando luces y sombras que danzaban siniestramente sobre los rostros
de los mercaderes y transeúntes. Sin embargo, Kallias no estaba allí por negocios.
Esta noche, su misión era simple: encontrar y eliminar a un objetivo que
amenazaba la estabilidad de los planes de Clito.
Mientras avanzaba con
una calma mortal, algo hizo que sus instintos se dispararan. Una sensación de
ser observado, cazado. Se detuvo, aguzando los sentidos, cuando una risa suave
y burlona se filtró desde la penumbra. Kallias giró rápidamente, con la espada
ya en su mano, y vio salir de las sombras a su enemigo: un asesino del gremio
de Tebas, el rival que había escuchado en rumores, un hombre cuyas habilidades
eran consideradas casi sobrenaturales.
—Caronte... —dijo el
hombre en tono despreocupado, caminando con una arrogancia inhumana—. ¿Eres tú
el que ha venido a por mí? Qué decepción.
Kallias tensó cada
músculo de su cuerpo. Sabía que este hombre no era como los otros que había
enfrentado. Su reputación como un ser casi intangible, uno que jugaba con la
muerte como un gato con un ratón, lo precedía. Pero Kallias no era un asesino
cualquiera; era el arma letal de Clito. Si este hombre buscaba subestimarlo,
cometería un error fatal.
Sin decir palabra,
Kallias atacó. Su espada cortó el aire en una serie de movimientos rápidos y
letales, buscando la carne de su oponente, pero el asesino del gremio se movía
con una fluidez casi fantasmal. Era como si anticipara cada golpe antes de que
Kallias pudiera siquiera pensar en él, deslizándose fuera de su alcance con una
gracia inquietante.
Ninguno de los golpes
de Kallias encontraba su objetivo. El sudor comenzaba a correr por su frente. Era
como si fuera un niño peleando contra un adulto. Por cada ataque que lanzaba,
el asesino se limitaba a esquivarlo con una sonrisa burlona, apenas
molestándose en contraatacar. La desesperación se acumulaba en Kallias. Sabía
que este hombre podía acabar con él en cualquier momento, pero no lo hacía. Se
estaba divirtiendo.
—¿Es esto lo mejor
que el gran Caronte puede ofrecer?** —se burló su enemigo, esquivando un corte
y deslizando su mano hacia adelante, hundiendo una daga en el costado de
Kallias con precisión quirúrgica.
El dolor fue agudo,
pero más aguda aún fue la humillación. Kallias retrocedió tambaleándose,
jadeando mientras intentaba no caer. El asesino podía haberlo matado entonces y
allí, pero eligió no hacerlo. En su lugar, le dio una última mirada de
desprecio, antes de desaparecer en la niebla que se arremolinaba en las calles
del mercado.
Herido y humillado,
Kallias se quedó en pie, sus dedos apretando la herida, su orgullo herido más
profundamente que su carne. Esa noche, el mensaje estaba claro: el gremio de
asesinos de Tebas no era un enemigo que pudiera tomarse a la ligera. Kallias
tendría que enfrentarse no solo a su propio fracaso, sino a la terrible verdad
de que había enemigos en este mundo contra los cuales no estaba preparado.
Pero una cosa era
segura: volvería por él, con más fuerza y con más rabia. Esta herida no sería
el final de Caronte.
Calístenes, Historiador y embajador de Alejandro |
En el ocaso de un día
gris, Moira, la bruja esclava de Calístenes, se adentraba sigilosamente entre
las ruinas olvidadas a las afueras de Pella. El aire estaba cargado de magia
antigua, y la piedra erosionada de los templos abandonados resonaba con los
ecos de tiempos lejanos. Allí, esperándola bajo un arco derrumbado, se
encontraba Agea, la Archi maga, anciana y encorvada, pero con un poder que
vibraba en cada uno de sus gestos.
—Llegas tarde —dijo
Agea, sin siquiera mirar a Moira—. El tiempo no espera por nadie, ni siquiera
por aquellos como tú, atrapados en las redes de sus amos.
Moira estrechó la
mirada, siempre recelosa de la vieja maga, pero consciente de la importancia
del encuentro. En sus manos brillaban tenues esferas de luz, listas para
desatarse si la situación lo demandaba.
—Si me has llamado,
Archi maga, es porque crees que puedo cumplir con esta misión —respondió Moira,
su voz cargada de orgullo y algo de desafío—. Pero dime, ¿por qué tan urgentes
son estos susurros de poder?
Agea levantó una
mano, trazando con sus dedos una línea invisible en el aire. La energía
crepitaba a su alrededor mientras respondía:
—El destino de
Macedonia, de toda Grecia, descansa en manos de Alejandro. Es el elegido, aquel
que cambiará el mundo, para bien o para mal. Pero tú... tú juegas un papel en
su historia, aunque no lo sepas aún.
El ambiente se
electrificó cuando Agea lanzó un hechizo en dirección a Moira, un rayo de
energía pura que fue recibido con un escudo brillante que la joven bruja alzó
en un segundo. La magia de ambas se entrelazó en el aire, cada ataque y defensa
resonando en el silencio de las ruinas.
—¿Alejandro? ¿El
elegido? —Moira repitió, mientras esquivaba una bola de fuego que Agea conjuró
con un simple movimiento de su mano—. ¿Qué papel tengo yo en su destino? No soy
más que una esclava enredada en los hilos de otros. ¡Habla claro, anciana!
Con una sonrisa
enigmática, Agea desató una tormenta de viento que levantó polvo y escombros a
su alrededor, pero Moira se mantuvo firme, su propia magia contrarrestando la
embestida. Las chispas volaban, el aire cargado de poder arremolinándose en la
batalla mágica entre las dos.
—No lo sabrás hasta
que llegue el momento —respondió Agea, su voz sonando casi en susurros en medio
del caos—. Pero, recuerda esto: ninguna de las dos verá el final de esta
campaña. Alejandro cambiará el mundo, pero para nosotras, el camino termina
mucho antes.
Las palabras cayeron
como un jarro de agua helada sobre Moira. Su respiración se aceleró, su mente
buscando entre las palabras de la anciana una respuesta a sus temores.
—¿Insinúas que
ambas... que moriremos durante la campaña? —preguntó Moira, casi incrédula.
Pero antes de que
pudiera obtener una respuesta, Agea desapareció como si nunca hubiera estado
allí. Su presencia se desvaneció entre las sombras, dejando a Moira sola en las
ruinas, con la inquietante sensación de que el destino, implacable y oscuro, ya
había sido escrito.
El viento susurraba a
través de las piedras viejas, como si las mismas ruinas compartieran el secreto
de lo que estaba por venir, mientras Moira permanecía en guardia, atenta a la
próxima jugada de los dioses o de los hombres.
Hegeloco, Hijo bastardo de Parmenión |
Con el casco de Hades
puesto, Hegeloco sintió cómo el mundo a su alrededor se desvanecía en sombras
profundas y escalofríos que parecían venir de los mismos confines del
inframundo. La oscuridad no era solo la ausencia de luz, sino una entidad
tangible, pesada, que envolvía su cuerpo y penetraba en su mente. En ese abismo
silencioso, su alma flotaba, sola, pero no sin compañía. Sabía que el Señor del
Inframundo lo escuchaba.
—Hades... —murmuró
Hegeloco, su voz resonando en el vacío—. Mi Señor, protector de las sombras y
las almas perdidas. Aristóteles me ha pedido que realice una misión, una que
podría determinar el futuro de Macedonia. ¿Es este el camino que debo seguir?
¿Es prudente aceptar?
El silencio se
prolongó, pero entonces una presencia poderosa llenó el aire, como si una
niebla fría y helada rodeara su espíritu. La voz de Hades se escuchó, profunda
y resonante, desde las profundidades del casco, aunque el dios no se dejaba
ver.
—Hijo de Parmenión,
mi fiel servidor... El destino siempre se entrelaza con decisiones que escapan
a la comprensión mortal. Lo que te espera en esa misión no solo marcará la
historia de Alejandro, sino también tu propia alma. Debes aceptar. La senda de
los vivos y los muertos es una sola cuando se trata del poder y la voluntad de
los dioses.
Hegeloco apretó los
dientes, sintiendo la gélida claridad de las palabras del dios. Podía percibir
el peso de esa misión, no solo por la importancia para Macedonia, sino por lo
que podría significar para su vida, y quizás su muerte.
—Haré lo que me
pides, Señor —respondió, con un leve temblor en su voz.
Con un movimiento
lento y calculado, se quitó el casco de Hades. La oscuridad que antes parecía
un manto invisible comenzó a transformarse en tinieblas vivientes, que se
arremolinaban y se disolvían como sombras expulsadas por la luz. Y en ese
instante, el mundo terrenal regresó con fuerza a su alrededor.
Allí, en las
profundidades de un templo olvidado, sus compañeros adoradores de Hades ya
estaban inmersos en el oscuro ritual. La sala estaba iluminada solo por la luz
de velas parpadeantes, y los cantos en lenguas olvidadas resonaban en el aire
como ecos lejanos de tiempos inmemoriales. Vestidos con túnicas negras que
ocultaban sus rostros, lanzaban oraciones antiguas en veneración a su dios, cada
palabra cargada de un poder antiguo, invocando la presencia del Señor del
Inframundo.
En el centro del
ritual, un cuenco de bronce, oscuro y corroído por el tiempo, contenía la
mezcla de sangre. Era la sangre de los adoradores, y también la de Hegeloco.
Como un antiguo símbolo de unión, cada uno había dejado caer una gota de su
propia sangre en el cuenco, consagrándose a la oscuridad.
Uno a uno, tomaron el
cuenco, bebiendo de la mezcla sagrada. Hegeloco lo hizo también, sintiendo el
líquido espeso deslizarse por su garganta, como un vínculo inquebrantable con
las sombras. La sangre de sus compañeros corría en sus venas, y su sangre
corría en las de ellos. Unidos por el pacto de Hades, su destino ahora estaba
entrelazado con los dominios del inframundo.
Los cantos se
intensificaron, y las sombras parecían cobrar vida, danzando alrededor de los
adoradores como si fueran una extensión de la voluntad de Hades. Los ojos de
Hegeloco brillaban con una mezcla de fervor y temor, sabiendo que había sellado
su vínculo no solo con el dios de los muertos, sino con un destino oscuro que
aún no podía vislumbrar completamente.
En ese momento,
mientras los cánticos alcanzaban su punto álgido, Hegeloco sabía que no había
vuelta atrás. La misión de Aristóteles no era solo un encargo más. Era una
prueba. Y bajo la mirada vigilante de Hades, no fallaría.
Dartmoorh, espía persa |
En el corazón de la
más profunda oscuridad, Dartmoorh se encontraba en un lugar donde ni siquiera
la luz de las estrellas podía penetrar. El ambiente estaba impregnado de un
frío húmedo que se colaba por los poros de su piel, haciendo que sus músculos
se tensaran de forma involuntaria. A su alrededor, la quietud era sepulcral,
interrumpida solo por un sonido extraño, casi imperceptible, como el leve siseo
de una serpiente.
Sabía que su
benefactor estaba ahí, en algún lugar cercano, observándola desde las sombras.
Nunca había visto su rostro, y en esa ocasión no sería diferente. Era un ente
envuelto en misterio y oscuridad, cuya mera presencia inspiraba terror. Cada
vez que lo sentía cerca, una mezcla de miedo y atracción irracional recorría su
cuerpo.
El siseo se hizo más
agudo, como una señal que indicaba que el momento había llegado. Desde las
sombras surgió una figura envuelta en túnicas oscuras, y aunque el rostro seguía
oculto, Dartmoorh sintió la presencia ancestral e inquietante que la rodeaba.
No se necesitaban palabras, no con él. Su poder y autoridad eran tan
abrumadores que no requería del lenguaje humano.
La espía temblaba, no
de frío, sino de terror mezclados. Sabía lo que vendría a continuación. Su
benefactor extendió una mano pálida y delgada, y de la oscuridad emergió un
destello de sus colmillos, afilados y letales. En un movimiento rápido y
preciso, se desgarró la piel del brazo, haciendo brotar un fluido espeso y
oscuro, la esencia misma de su vida. La sangre parecía brillar de manera
antinatural bajo la sombra, como si poseyera un poder más allá de lo
comprensible.
Dartmoorh,
hipnotizada, observó cómo el líquido oscuro se deslizaba por la piel del benefactor,
formando pequeños ríos carmesíes que destellaban en la penumbra. Su respiración
se volvió entrecortada mientras la sed se apoderaba de ella, una sed que no
podía controlar. Sin poder resistirlo más, se acercó a su benefactor, y con sus
labios temblorosos, comenzó a beber de la herida, como si estuviera saciando un
hambre inhumana.
El sabor era
indescriptible, un néctar que no pertenecía a este mundo. Cada sorbo la llenaba
de un éxtasis casi insoportable, una mezcla de placer y dolor que la hacía estremecer.
A medida que el fluido vital se deslizaba por su garganta, una oleada de poder
recorrió su cuerpo. Sus músculos se tensaron, sus sentidos se agudizaron, y
sintió cómo una energía sobrenatural, más fuerte que cualquier cosa que hubiera
experimentado antes, se apoderaba de ella. Era como si estuviera siendo
reconfigurada desde dentro, transformada en algo más... algo más oscuro y más
fuerte.
Su respiración se
volvió pesada, casi animal, mientras sus ojos brillaban con una luz nueva,
llena de fuerza y ferocidad. La esencia del benefactor se mezclaba con la suya,
infundiéndole una energía sin parangón. No era solo la fuerza física lo que se
expandía dentro de ella, sino también una especie de conexión primitiva con el
caos y la destrucción. Se sentía invencible.
El siseo de su
benefactor continuaba mientras Dartmoorh seguía bebiendo, incapaz de detenerse.
El terror inicial había sido reemplazado por una excitación febril, una
sensación de éxtasis que la consumía por completo. Era su benefactor, su fuente
de poder, y al beber de su sangre, se convertía en un arma aún más letal.
Finalmente, el
benefactor retiró su brazo, succionando las sombras a su alrededor mientras la
herida cerraba de manera antinatural, sin dejar rastro. Dartmoorh jadeaba,
sacudida por el intenso placer y poder que ahora recorrían su cuerpo. El
silencio volvió a dominar la oscuridad, pero ella no era la misma. Se sentía
viva como nunca antes, con una fuerza que desbordaba sus límites humanos.
Ahora, más que nunca,
estaba lista para cumplir cualquier misión, cualquier tarea que su siniestro
benefactor le asignara. Era la encarnación de su voluntad, armada con su propia
sangre y convertida en una bestia de las sombras, capaz de desatar una
destrucción inimaginable.
Pero en lo más
profundo de su mente, una pregunta persistía: ¿a qué precio?
Demetrio, criminal de Pella |
En las sombrías
callejuelas de Pella, donde el rumor de las conspiraciones se entrelazaba con
el murmullo de los negocios clandestinos, Aristóteles se movía con la misma convicción
que aplicaba en sus estudios filosóficos. Conocía bien la ciudad y sus
recovecos oscuros, donde las historias de redención y segundas oportunidades a
menudo surgían de entre los desesperados y los perdidos.
Había escuchado
hablar de Demetrio "Pella", un hombre cuyo nombre resonaba en los
bajos fondos de la ciudad, conocido por su astucia y habilidades en el arte del
crimen. Las noticias de su redención y servicio como guardia personal de
Filotas habían llegado a los oídos del filósofo a través de sus contactos discretos
en la corte. Aristóteles comprendía la importancia de contar con individuos de
habilidades únicas y experiencia vital en misiones secretas y cruciales,
especialmente en un momento de expansión y conflicto como el reinado de
Alejandro Magno.
Armado con la promesa
de una tarea que podría cambiar el rumbo de los eventos, Aristóteles se
aventuró hacia los barrios más marginales de la ciudad. Llegó a un callejón
sombrío, donde se decía que Demetrio solía frecuentar, un lugar donde las
sombras eran aliadas y el peligro siempre estaba al acecho.
Encontró a Demetrio
en un rincón oscuro, su figura robusta y alerta, como un animal acechando en la
oscuridad. La mirada del filósofo y la del criminal se encontraron, dos hombres
de mundos opuestos unidos por la necesidad de una causa común.
—Demetrio
"Pella", soy Aristóteles —anunció el filósofo con voz serena pero
firme—. He venido en nombre de Olimpiade. Necesitamos tu experiencia y tus
habilidades para una misión de suma importancia para la seguridad del reino.
Demetrio escrutó a
Aristóteles con ojos duros y cautelosos, evaluando al hombre que se atrevía a
entrar en su mundo de sombras y secretos.
—¿Qué podría querer
la madre del rey con un hombre como yo? —preguntó Demetrio, su voz áspera
resonando en el aire frío de la noche.
Aristóteles mantuvo
su compostura, consciente de la reputación y la historia de Demetrio.
—Olimpiade te ofrece
una oportunidad para redimirte y servir a una causa noble —respondió el
filósofo con calma—. Hay una misión que requiere tus habilidades únicas. Una
misión que podría asegurar el futuro del reino y más allá.
Demetrio frunció el
ceño, considerando las palabras de Aristóteles. Sabía que su habilidad para
moverse en las sombras y entender el lado más oscuro de la sociedad podría ser
invaluable en una empresa de tal envergadura. Sin embargo, también sabía que
cualquier error podría significar su perdición.
—¿Qué es lo que
quieren de mí? —preguntó finalmente, sus ojos brillando con una mezcla de
desconfianza y curiosidad.
Aristóteles explicó
los detalles de la misión con precisión, delineando los riesgos y las
recompensas. Habló de la necesidad de alguien como Demetrio para infiltrarse
donde otros no podían, para obtener información crucial y para actuar con
decisión cuando la situación lo exigiera.
—Tu experiencia y tus
habilidades son cruciales para esta tarea —concluyó Aristóteles—. Y tu lealtad
será recompensada.
Demetrio escuchó en
silencio, su mente trabajando rápidamente para evaluar la oferta. Sabía que
esta misión podía ser su oportunidad para asegurar un lugar en el mundo que
había estado tan cerca de perder para siempre.
Después de un momento
de deliberación, Demetrio asintió lentamente.
—Acepto tu oferta,
Aristóteles. Pero quiero garantías de que mi pasado no será utilizado en mi
contra.
Aristóteles asintió
con solemnidad.
—Entiendo tus
preocupaciones. Olimpiade y yo garantizaremos tu seguridad y tu futuro si
cumples con tu parte del acuerdo.
Calíope, Sacerdotisa de Dionisio |
Aristóteles avanzaba
con reverencia por los oscuros pasillos del antiguo templo de Dionisio en
Tebas, donde la fragancia del incienso y el eco de cánticos sagrados llenaban
el aire. Cada paso resonaba con respeto mientras se acercaba al santuario
interior, donde se decía que habitaba Calíope, la enigmática sacerdotisa
conocida por sus lazos misteriosos con la familia de Alejandro Magno.
El filósofo llevaba
consigo la seriedad de la misión que lo había llevado hasta allí. Había
escuchado hablar de los dones proféticos de Calíope y de su habilidad para
interpretar los designios divinos en los momentos más críticos. En tiempos de
incertidumbre y ambición desmedida, tales habilidades eran tan valiosas como
raras.
Al llegar al umbral
del santuario, Aristóteles fue recibido por un silencio cargado de expectación.
La tenue luz de las antorchas iluminaba la figura alta y esbelta de Calíope,
vestida con túnicas bordadas que reflejaban la luz de manera casi sobrenatural.
Su rostro, sereno y enigmático, estaba marcado por líneas de sabiduría y
conocimiento antiguo.
—Bienvenido,
Aristóteles —dijo Calíope con una voz que resonaba como el eco de los siglos—.
Sé por qué has venido.
Aristóteles asintió
con respeto, consciente de que la sacerdotisa conocía el propósito de su visita
incluso antes de que pronunciara una palabra.
—Calíope, he venido
en nombre de Olimpiade. Necesitamos tu guía y tus dones para una misión de suma
importancia —explicó Aristóteles con solemnidad, eligiendo cuidadosamente sus
palabras para transmitir la urgencia y la importancia de la tarea.
Calíope escuchó en
silencio, sus ojos profundos y oscuros revelando una comprensión que trascendía
las palabras. Conocía los hilos del destino que se entrelazaban alrededor de
Alejandro Magno y su círculo, y sabía que su papel en los eventos por venir
estaba predestinado desde mucho antes de que Aristóteles llegara hasta ella.
—La misión es ardua y
los riesgos son grandes —continuó Aristóteles—. Pero confiamos en que tu
sabiduría y tus vínculos con lo divino nos guiarán hacia el éxito.
Calíope contempló al
filósofo por un momento, evaluando la sinceridad de sus palabras y la gravedad
de la situación. Finalmente, asintió con una leve inclinación de cabeza,
aceptando la carga que se le había encomendado.
—Acepto el llamado,
Aristóteles. Guiaré mis pasos según los designios que se revelen —respondió
Calíope con voz serena pero firme.
Con un gesto de
respeto, Aristóteles y Calíope sellaron el acuerdo que los uniría en la empresa
secreta que estaba por desplegarse. En ese momento, en el interior del antiguo
templo de Dionisio en Tebas, la historia tejía sus hilos alrededor de dos
figuras cuyos destinos se entrelazaban en una misión destinada a influir en el
curso del imperio y más allá.
Calas, Hijo pequeño de Parmenión |
En las profundidades
de una cámara subterránea, lejos del bullicio de los campamentos militares y
los oídos curiosos, Aristóteles esperaba en la penumbra. La única luz provenía
de una pequeña lámpara de aceite que proyectaba sombras distorsionadas sobre
las paredes de piedra, haciendo que el ambiente se sintiera aún más
inquietante. El aire era denso, impregnado de un aroma a humedad y piedra
vieja, mientras el eco de sus pasos resonaba ligeramente al moverse por el
suelo.
Calas, el hijo menor
de Parmenión, entró en la sala con pasos firmes. A sus 19 años, ya era un
soldado hábil y valiente, pero no poseía el renombre de sus hermanos mayores.
Sin embargo, su astucia y perspicacia le hacían destacar en los círculos
militares. Frente a él, Aristóteles lo observaba con una mirada penetrante, los
ojos del filósofo irradiaban una sabiduría que parecía trascender el espacio
oscuro en el que se encontraban.
—¿Por qué me habéis
llamado aquí, maestro? —preguntó Calas, rompiendo el tenso silencio. Aunque
respetaba profundamente a Aristóteles, la reunión en un lugar tan sombrío le
generaba inquietud.
Aristóteles, cubierto
por una túnica oscura que apenas dejaba entrever su rostro, habló con voz
serena, pero cargada de urgencia.
—Calas, hijo de
Parmenión, necesito de tu lealtad y tu coraje. Lo que voy a pedirte es de vital
importancia para el futuro de Macedonia y para Alejandro. El destino de nuestra
patria, y de Alejandro mismo, podría depender de ti.
Calas frunció el
ceño, inclinándose ligeramente hacia Aristóteles, intrigado por la gravedad de
las palabras del sabio.
—¿De mí? —preguntó
con incredulidad—. Soy el hijo menor de Parmenión, y mis hazañas no han sido
tan grandes como las de mis hermanos. ¿Por qué yo?
—Precisamente por eso
—respondió Aristóteles, con un brillo en los ojos—. Eres una sombra, alguien
que puede moverse sin atraer la atención de los enemigos. Tus hermanos son
figuras destacadas, pero tú... tú eres el que puede actuar sin levantar
sospechas. Eres tan capaz como ellos, pero el mundo aún no lo sabe. Y eso es lo
que necesitamos.
Calas escuchó en
silencio, procesando las palabras del filósofo. Sabía que Aristóteles no era un
hombre que hablara a la ligera. Si estaba allí, proponiendo algo tan
importante, debía haber una razón poderosa detrás.
—¿Qué misión tenéis
para mí? —preguntó finalmente, dispuesto a escuchar, aunque en su interior
sentía la sombra del peligro que podía venir con esa misión secreta.
Aristóteles dio un
paso adelante, acercándose a Calas. Su voz se volvió un susurro, como si
temiera que hasta las paredes pudieran escuchar.
—Hemos recibido
informes de que hay fuerzas ocultas que traman en las sombras para derrocar a
Alejandro, tanto desde dentro de Macedonia como desde los aliados persas. Se
trata de una conspiración que no puede salir a la luz, o arriesgaríamos un
conflicto que destruiría todo lo que hemos construido hasta ahora. Pero hay más.
Tu hermano bastardo, Hegeloco, ha descubierto pistas vitales sobre estos
conspiradores, pero su misión ha llegado a un punto en el que necesita apoyo. Y
ese apoyo debes ser tú.
El nombre de Hegeloco
resonó en la mente de Calas. Sabía que su relación con él era compleja.
Hegeloco, aunque un bastardo, compartía la sangre de su padre, y en más de una
ocasión, había demostrado ser un guerrero valiente. Sin embargo, trabajar codo
a codo con él en una misión tan peligrosa podría ser todo un desafío.
—¿Qué debo hacer?
—preguntó Calas, aunque ya sabía que no podría rechazar la petición de
Aristóteles.
—Debes unirte a
Hegeloco —dijo Aristóteles—. Juntos, seguiréis la pista de estos conspiradores.
Viajaréis entre las sombras, recopilando información y desmantelando sus planes
antes de que puedan ejecutarlos. Debéis ser cautelosos, y no permitir que ni
siquiera los aliados más cercanos sepan de vuestra misión. Si fracasan,
Alejandro será traicionado, y Macedonia caerá.
El silencio volvió a
llenar el espacio entre ambos hombres. Calas comprendía la magnitud de lo que
se le pedía, pero también el peso de la responsabilidad que ahora caía sobre
sus hombros. Las palabras de Aristóteles le hacían ver que no solo se trataba
de una misión militar más. Era algo mucho más profundo, más oscuro.
—Padre me ha hablado
de la importancia de esta misión —murmuró Calas, mirando a Aristóteles a los
ojos—. Pero también me dijo que no permitiera que me mataran. ¿Cómo puedo
evitarlo, si cada paso en esta misión me llevará hacia la boca del león?
Aristóteles sonrió
levemente, una sonrisa que no ofrecía promesas de seguridad, sino una
aceptación de la realidad.
—No puedo garantizar
tu supervivencia, Calas. Pero puedo ofrecerte algo más valioso: el conocimiento
y la sabiduría que te ayudarán a navegar en estas aguas peligrosas. Recuerda,
no solo es tu habilidad con la espada lo que te salvará, sino también tu mente.
Usa el ingenio que has demostrado en el campo de batalla para adelantarte a tus
enemigos. No confíes en nadie, excepto en tu propio juicio y en Hegeloco, por
difícil que te resulte.
Calas asintió
lentamente, procesando todo lo que se le había dicho. Sabía que, desde ese
momento, su vida cambiaría. Ya no sería solo el joven soldado a la sombra de
sus hermanos. Estaba a punto de embarcarse en algo más grande de lo que jamás
había imaginado.
—Lo haré —dijo con decisión—.
Acepto la misión.
Aristóteles lo miró
con satisfacción, pero su expresión también reflejaba la gravedad de lo que
estaba en juego.
—Entonces ve, Calas.
Encuentra a Hegeloco y empieza vuestro camino. El destino de Macedonia está en
vuestras manos. Que los dioses te acompañen.
Con esas palabras,
Aristóteles se desvaneció en las sombras, dejando a Calas solo en la penumbra,
reflexionando sobre el peligroso camino que ahora debía seguir.
Moira, la bruja |
La noche se cernía
sobre el refugio clandestino de Aristóteles, un antiguo almacén en las afueras
de Epiro, donde la luz de las antorchas danzaba en las paredes de piedra,
proyectando sombras que parecían cobrar vida. En este ambiente cargado de
tensión, se reunieron figuras de distintos orígenes, cada una con su propia
historia y motivación.
Kallias, el temido
asesino tebano, fue el primero en llegar. Su fama como un maestro del sigilo lo
precedía; cada paso que daba era una declaración silenciosa de su destreza
mortal. Vestía una túnica oscura que se fundía con las sombras, y su mirada
penetrante examinaba a los presentes con desdén. Kallias había sido convocado
no solo por su habilidad, sino también por su capacidad de mantener la lealtad
en medio del peligro.
Hegeloco, el hijo
bastardo de Parmenión, entró después, llevando consigo una mezcla de confianza
y duda. A su lado, Calas, su hermano legítimo, lo seguía, aún cargando la
incertidumbre de ser el hijo menor en un mundo donde el honor y la fama eran el
pan de cada día. Ambos sabían que sus vidas dependían de las decisiones que se
tomarían esa noche.
Moira, la bruja
esclava, era una figura enigmática que atraía la atención con su aura de
misterio. Sus ojos oscuros parecían conocer secretos que ni ella misma se
atrevía a pronunciar. Se había ganado un lugar en esta reunión gracias a sus
habilidades místicas, ofreciendo un toque de lo sobrenatural en un mundo de
intrigas políticas.
La entrada de
Dartmoorh, la princesa persa espía, fue un soplo de aire fresco. A pesar de su
nobleza, había elegido vivir en las sombras, utilizando su ingenio y belleza
para infiltrarse en los círculos más íntimos de poder. Su presencia añadía una
capa de complejidad a la reunión; sus lealtades eran una incógnita y su
astucia, bien conocida.
Demetrio
"Pella", el infame criminal y guardia de Filotas, se unió al grupo,
su figura robusta proyectando un aire de autoridad. Aunque era un hombre de
sombras, había encontrado un nuevo propósito y estaba ansioso por demostrar su
valía en esta misión peligrosa.
Por último, Calíope,
la oscura sacerdotisa de Dionisio, completó el círculo. Su llegada trajo un
silencio reverente. Vestida con túnicas que parecían absorber la luz, emanaba
un poder ancestral. La sabiduría en su mirada indicaba que había visto más de
lo que muchos podían imaginar.
Aristóteles, quien
había convocado a todos, se situó en el centro, mirando a cada uno de ellos con
seriedad.
—Bienvenidos
—comenzó, su voz resonando en la sala—. Estamos aquí por una razón que
trasciende nuestras diferencias. El rey Alejandro de Epiro ha dado una orden
que podría cambiar el rumbo de la historia. Debemos eliminar al general persa
Memnón, un enemigo formidable que amenaza la estabilidad de Macedonia.
Los murmullos de
sorpresa y tensión recorrieron el grupo. Kallias, con una sonrisa sardónica,
fue el primero en hablar.
—¿Y por qué
deberíamos seguir esta orden? Todos nosotros hemos tomado decisiones que
podrían poner en peligro nuestras vidas.
—Porque nuestras
habilidades son necesarias —replicó Hegeloco, mostrando una confianza
renovada—. Juntos, podemos lograr lo que ninguno de nosotros podría hacer solo.
Calas, sintiendo el
peso de su legado familiar, asintió con seriedad.
—Si Alejandro confía
en nosotros, debemos demostrar que somos dignos de esa confianza.
Moira, levantando la
mirada, interrumpió con voz suave pero firme.
—Pero debemos tener
cuidado. El camino hacia Memnón no estará exento de peligros. Las sombras
esconden más que solo enemigos; también esconden secretos que pueden volverse
en nuestra contra.
Dartmoorh, cruzando
los brazos, agregó:
—Y no olvidemos que
el espionaje es un arte. Deberemos actuar con astucia, utilizando la
información que poseo sobre los movimientos de Memnón. La inteligencia es tan
valiosa como la fuerza.
Demetrio, con su
experiencia en el inframundo, miró a cada uno de ellos, evaluando sus
intenciones.
—Si vamos a hacer
esto, necesitaremos un plan. No podemos permitir que nuestras diferencias nos
dividan en un momento tan crucial.
Calíope, observando
en silencio, finalmente se pronunció.
—La misión que se nos
ha encomendado es más que un simple asesinato. Es una danza entre la vida y la
muerte. Debemos estar en sintonía con el destino, y eso requerirá sacrificio y
lealtad.
Aristóteles asintió,
viendo cómo las tensiones iniciales comenzaban a transformarse en una unión de
propósitos.
—Entonces, hemos de
prepararnos. Cada uno de ustedes tiene un papel esencial en esta misión. Ahora,
unámonos en un objetivo común: asegurar la seguridad de Macedonia y el futuro
de Alejandro.
Con ese llamado a la
acción, el grupo se dispuso a trazar un plan. En ese oscuro refugio, mientras
la luna se alzaba en el cielo, el destino de Macedonia pendía de un hilo, y sus
figuras se entrelazaban en un juego mortal de ambición y supervivencia.
Kallias, Asesino Tebano |
Entre todos pusieron
en común todo lo que sabían sobre su objetivo
Memnón, un general
mercenario griego de renombre, había encontrado su lealtad en los dominios
persas tras ser acogido en la corte de Persia. Su base operativa en el
estratégico emplazamiento de Troya no solo le proporcionaba una posición
defensiva ventajosa, sino que también representaba un símbolo histórico de
resistencia y poder militar. Con la victoria en la batalla del Gránico, Memnón
aseguró a Alejandro Magno el control sobre toda Anatolia, abriendo las puertas
hacia la expansión hacia el este.
Antes de su servicio
bajo el estandarte persa, Memnón había forjado lazos con Macedonia durante la
invasión persa, cuando fue acogido junto a su familia por Filipo II. En aquel
entonces, conoció tanto a Alejandro, el joven príncipe de Macedonia, como a
Aristóteles, el filósofo que posteriormente sería su tutor. Esta cercanía le
proporcionó un conocimiento íntimo de sus enemigos, su estrategia y su
capacidad militar.
Armado con una
poderosa flota naval, Memnón se había convertido en una espina constante en el
costado de Alejandro. Controlando las rutas marítimas cruciales a través del
Helesponto y las islas del Egeo, bloqueaba los suministros esenciales que
Alejandro necesitaba para mantener su campaña militar en tierras persas.
Además, recibía refuerzos constantes de barcos provenientes de Chipre, Fenicia
y Egipto, fortaleciendo su posición y complicando aún más las operaciones de
Alejandro en el mar.
Con movimientos
tácticos precisos y audaces, Memnón había demostrado ser un adversario
formidable. Sus estrategias no solo desafiaban directamente a Alejandro en el
campo de batalla, sino que también amenazaban con desestabilizar los avances
del joven conquistador macedonio en su ambicioso proyecto de conquistar el
imperio persa.
Así, Memnón se erguía
como un obstáculo formidable en el camino de Alejandro Magno hacia la gloria y
la dominación del mundo conocido, una figura cuya astucia militar y conocimiento
estratégico presentaban un desafío sin paralelo para el joven monarca macedonio
y sus aliados.
¿Cómo lo hacemos?
En un rincón oscuro y
apartado del camino hacia Mileto, un grupo secreto de seguidores de Alejandro
debatía en susurros una idea peligrosa. Caronte, siempre directo y con un
brillo siniestro en los ojos, fue quien rompió el hielo:
—Podríamos acabar con
uno de nuestros enemigos. Imaginad la discordia que generaría entre ellos si
Memnón cayera de forma "misteriosa". —Dijo, esbozando una sonrisa
retorcida—. Los persas se culparían entre sí y se debilitarían.
Hegeloco, quien
estaba cerca, escuchó con interés y se inclinó hacia adelante, mostrando sus
manos en un gesto teatral.
—Si hace falta, me
ofrezco para matarlo yo mismo. Con mis propias manos. —declaró, con una chispa
de entusiasmo oscuro en sus palabras.
Dartmoorh frunció el
ceño, mostrando reservas.
—No creo que sea tan
fácil. Memnón no es un idiota, y tiene sus propios guardias. Además, el rumor
de su muerte podría volverse en nuestra contra si no lo ejecutamos con
suficiente sutileza. —susurró, visiblemente molesta.
Caronte soltó una
risa burlona y se giró hacia Dartmoorh, sus palabras teñidas de veneno.
—¿Qué pasa,
Dartmoorh? —se mofó—. ¿Te preocupa acabar con uno de los tuyos, puta persa?
Dartmoorh lo fulminó
con la mirada, pero antes de que pudiera responder, Calíope intervino para
calmar la tensión.
—Caronte tiene razón.
Si logramos que su muerte parezca una represalia interna de los persas,
podríamos sacudir sus filas. Sin embargo, hay que tener cuidado. La sutileza
será clave para que el caos se desate sin que nos culpen a nosotros. —dijo,
pensativa.
Moira, que había
estado escuchando en silencio, intervino con una idea más astuta, sus palabras
llenas de calma y malicia.
—¿Y si dejamos que
otro haga el trabajo sucio por nosotros? Podríamos "ayudar" a uno de
sus enemigos a inclinar la balanza en nuestra dirección. —propuso, su tono
enigmático.
Hegeloco, con el ceño
fruncido, murmuró:
—¿Dónde está Memnón
ahora mismo? —preguntó, claramente ansioso por poner en marcha algún plan.
Moira lo miró y
respondió con un tono casi didáctico:
—Memnón tiene más
enemigos de los que imagináis. Su mayor adversario, paradójicamente, no es otro
que su propio rey, Darío, y todos los gobernantes persas que lo ven como un
mercenario griego. Recordad que su posición es inestable, aunque se le
considere un aliado por conveniencia.
Calas, quien había
estado pensativo hasta ahora, asintió con decisión.
—Escuché que Memnón
estará en el asedio de Mileto. Es una oportunidad perfecta: si vamos hacia
allí, podríamos observar sus movimientos y tal vez incluso sabotear su
posición. ¿Y si está en un barco? Podríamos hundirlo. —sugirió, con una chispa
en los ojos.
La idea pareció
resonar entre ellos, y Caronte agregó:
—Podríamos
infiltrarnos entre los persas. No sería la primera vez que me hago pasar por
uno de ellos. —dijo con tono seguro.
Moira reflexionó,
añadiendo detalles sobre el contexto local.
—Las familias
importantes de Mileto siempre han estado conectadas con la filosofía y la
nobleza. Si logramos sembrar la duda entre ellos sobre Memnón, tal vez logremos
algo sin tener que mancharnos las manos demasiado.
Calíope, en cambio,
tenía una sugerencia más directa y letal.
—Podríamos usar un
veneno de acción retardada. Yo misma podría prepararlo. Es un don de mi padre,
Dionisio, y nadie sospecharía hasta que ya fuera demasiado tarde. —propuso, con
una sonrisa taimada.
Moira levantó una
ceja y añadió:
—Si Memnón cae,
tendríamos que considerar quién ocuparía su lugar. No olvidéis que siempre hay
alguien listo para tomar el mando. Los más probables sucesores serían Bagoas,
un político influyente, o Artabazo, un general veterano. Podríamos usar esto a
nuestro favor.
Calíope sonrió de
nuevo y agregó otra idea.
—¿Y si logramos que
sea el propio pueblo el que lo ataque? Nada deja una impresión tan duradera
como un alzamiento popular. —sugirió, mirándolos a todos con una chispa de
malicia.
En ese momento, el
ambiente se volvió más distendido mientras el grupo empezaba a discutir sus
habilidades y cómo podrían aprovecharlas para llevar a cabo el plan. Hegeloco
se colocó el casco y, con una sonrisa de satisfacción, desapareció ante sus
ojos, demostrando su capacidad para moverse sin ser visto.
Calas, joven y
apuesto, lanzó una sonrisa segura.
—Yo puedo hacerme
pasar por uno de ellos sin problemas. Nadie sospecharía de un rostro como el
mío. —comentó, orgulloso.
Dartmoorh se cruzó de
brazos y se presentó, con un tono seco.
—Diplomática y espía.
Sabéis que puedo entrar en cualquier lugar y extraer cualquier información.
—dijo, lanzando una mirada afilada a Caronte.
Moira hizo una
demostración de su poder, levantando una llama sobre su palma.
—Yo… puedo influir en
la suerte a mi alrededor. Y también sé hacer esto. —comentó, mientras Dartmoorh
la miraba con una sonrisa burlona.
—¿Qué otros
"dedos mágicos" tienes? —insinuó Dartmoorh, sin poder evitar una
carcajada.
Moira cerró los ojos,
pero mantuvo la compostura.
—Tú verás si quieres
probar mi suerte o no. —replicó con sarcasmo.
Calíope, alzando una
ceja con aire enigmático, añadió:
—Yo soy hija de
Dionisio. Los venenos corren en mi sangre. Si alguien puede hacer que Memnón
muera de forma silenciosa, esa soy yo.
Caronte, finalmente,
se pasó la mano por la barba y esbozó una sonrisa sombría.
—Investigar, seguir,
asesinar. Y Demetrio sabe infiltrarse, matar y robar… aunque no siempre en ese
orden. —concluyó, mirando a Demetrio, quien solo asintió con un brillo frío en
los ojos.
Después de
intercambiar miradas y sonrisas de complicidad, el grupo de conspiradores
decidió partir hacia Mileto.
Asedio de Mileto por Alejandro Magno |
El Asedio de Mileto
Mileto es una ciudad
importante situada en la costa occidental de Asia Menor, (en lo que hoy es
Turquía). Se encontraba cerca de la desembocadura del río Menderes, en la
región conocida como Caria. Mileto era famosa por su puerto y su papel como
centro comercial y cultural en el mundo griego.
La ciudad es
particularmente conocida por su contribución a la filosofía y la ciencia,
siendo el hogar de pensadores como Tales de Mileto, Anaximandro y Anaxímenes.
También es un importante centro para el desarrollo de la arquitectura y el
arte.
El grupo de elegidos
viaja hasta Mileto y, desde la distancia, observa cómo el asedio se aproxima a
su desenlace.
Desde un segundo
plano, la batalla del asedio de Mileto se revela como un espectáculo a la vez
impresionante y aterrador para los esclavos, sirvientes y soldados que observan
desde las líneas traseras. A lo lejos, las murallas de Mileto se alzan
imponentes, protegidas por soldados persas que se preparan para la defensa
final contra las fuerzas de Alejandro Magno.
El sol del mediodía
brilla implacable sobre el campo de batalla, donde el estruendo de las máquinas
de asedio y el clamor de los hombres y caballos llenan el aire. Los esclavos,
obligados a cargar con provisiones y municiones, observan con nerviosismo
mientras se preparan para atender las necesidades de los soldados y oficiales
que participan en el asedio.
El clamor de los
combates se intensifica cuando las catapultas lanzan proyectiles hacia las
murallas, derribando secciones de fortificaciones y creando brechas por donde
los soldados macedonios se abren paso con valentía. Desde su posición, los
esclavos pueden ver el frenesí de la lucha cuerpo a cuerpo en las murallas,
donde soldados persas y macedonios se enfrentan con espadas y lanzas en un baño
de sangre y sudor.
Algunos esclavos
intercambian miradas de temor mutuo, conscientes de que la victoria o la
derrota en esta batalla podría significar la vida o la muerte para ellos
también. Los sirvientes y ayudantes corren de un lado a otro, llevando agua y
víveres a los soldados que luchan bajo el sol abrasador y el fuego enemigo.
El rugido de los
caballos de guerra y el estrépito de las armas resuenan en los corazones de
todos los presentes, recordándoles la ferocidad y el caos de la guerra. A
medida que la batalla se prolonga, la esperanza y el miedo se mezclan en el
ambiente, mientras los esclavos y sirvientes rezan silenciosamente por la
victoria de sus amos y por su propia supervivencia.
Desde su segundo
plano en el asedio de Mileto, los esclavos, sirvientes y soldados presencian la
brutalidad de la guerra, un recordatorio constante de que en los conflictos de
los poderosos, incluso aquellos en las sombras tienen mucho en juego.
La coartada
En la penumbra de camino
al campamento persa, el grupo de conspiradores se reunió para trazar su plan
final de infiltración en la tienda del general. La tensión en el aire era
palpable, pero el respeto por la autoridad de Dartmoorh, princesa de Babilonia,
con una expresión seria, extendió un pergamino, revelando un mapa detallado de
la región y las rutas hacia el campamento enemigo.
Dartmoorh señaló con
un dedo la ruta más segura:
—Aquí es por donde
entraremos. Conozco estas tierras demasiado bien. Esta senda nos llevará hasta
la entrada sur del campamento persa sin ser detectados. No haremos movimientos
sospechosos ni miraremos a nuestro alrededor. Mantendremos la compostura en
todo momento.
Caronte, con una
sonrisa maliciosa, asintió.
—Y si alguien sospecha,
siempre podemos… hacerlos desaparecer de la vista, —insinuó, acariciando la
empuñadura de su espada. Hegeloco lanzó una carcajada seca, pero Dartmoorh lo
detuvo con una mirada fría.
—No arriesgaremos la
misión innecesariamente, —respondió ella con tono firme.— Nuestra coartada es
sólida. Yo soy la princesa de Babilonia, y vosotros sois mi escolta. Con eso
bastará para que no se atrevan a cuestionarnos.
Hegeloco, en
preparación para la misión, había conseguido un carnero y, en un ritual
silencioso, lo sacrificó antes de la partida. Bañándose en la sangre del
animal, murmuró oraciones a Ares, el dios de la guerra, buscando su bendición.
Con un gesto solemne, se unió al grupo, sus ojos relucían con una audacia casi
salvaje.
Antes de partir,
Moira, la hechicera, se acercó a Dartmoorh.
—¿Estás segura de que
podremos llegar sin incidentes? —preguntó en un susurro. Su tono era inquieto,
pero sus palabras estaban impregnadas de respeto.
Dartmoorh la miró sin
dudar.
—Confía en mí. Las
tierras de Persia son como mi segundo hogar. Con esta coartada, seremos
recibidos sin problema, siempre y cuando todos recuerden sus papeles.
Calíope, la
sacerdotisa de Dionisio, sonrió levemente.
—Y si todo falla,
siempre puedo preparar una ofrenda a Dionisio. Un poco de veneno en el vino,
quizás. —Su comentario, aunque en tono ligero, tenía una seriedad
escalofriante.
Calíope tomó la
decisión de quedarse fuera del campamento, asegurándose de que, en caso de
fracaso, alguien pudiera regresar para informar al resto.
Una vez llegaron al
campamento persa, unos soldados los interceptaron en la entrada, las lanzas
cruzadas impidiéndoles el paso. Sin vacilar, Dartmoorh avanzó, manteniendo su
rostro oculto bajo el velo oscuro que cubría sus cicatrices. En un tono seguro
y autoritario, se dirigió a los guardias:
—Soy la princesa
Dartmoorh de Babilonia. He venido a hablar con el general al mando. Llévenme a
su tienda.
Los soldados se
miraron entre sí, reconociendo inmediatamente su estatus y rango. Sin dudar,
uno de ellos asintió, bajando su lanza en señal de respeto.
—Por supuesto,
princesa, —respondió con sumisión.— La tienda del general está más adelante.
Permítanos escoltarla.
Mientras avanzaban
hacia el corazón del campamento persa, el grupo intercambió miradas de
complicidad. Habían conseguido infiltrarse con éxito, y todos estaban
conscientes de que cada uno debía cumplir su papel con absoluta precisión.
Mientras tanto,
Caronte observaba a los Inmortales, la imponente guardia real persa. Sus ojos
escudriñaban cada detalle de su formación, hasta que detectó un posible punto
débil: la franja de piel expuesta entre sus máscaras y las corazas, justo en el
cuello.
Buscando a Memnón
El campamento
alrededor de la tienda de Memnón también reflejaba su estatus. Las tiendas de
los soldados persas se alineaban ordenadamente en filas, organizadas bajo la
dirección y el liderazgo del general. Se veían cocinas improvisadas donde se
preparaban comidas para los soldados y talleres donde se reparaban armaduras y
se fabricaban armas.
La tienda de campaña
del general Memnón se alzaba majestuosamente en el centro del campamento persa,
destacándose entre las demás estructuras con su tamaño imponente y su diseño
elaborado. Estaba confeccionada con lujosos tejidos de colores vivos,
probablemente importados de las tierras lejanas bajo dominio persa, adornados
con bordados intrincados que reflejaban la riqueza y el estatus de su ocupante.
Al acercarse, se
podía ver que la tienda estaba protegida por cuatro guardias persas vestidos
con armaduras brillantes y portando lanzas ornamentadas. Dos de ellos en la
entrada y otros dos rodeando la tienda de ronda. Flanqueando la entrada había
estandartes con emblemas persas, ondeando con orgullo en el viento que
susurraba a través del campamento. El suelo alrededor de la tienda estaba
cubierto con tapices finos y alfombras, marcando claramente el camino hacia la
entrada principal.
Fuera de la tienda
Mientras el grupo de
enviados se acerca sigilosamente a la tienda de Memnón en la oscura noche.
Cuando finalmente llegan a la entrada de la tienda y se preparan para entrar,
escuchan voces susurrantes y el murmullo de una discusión intensa desde el
interior. Entre los matorrales cercanos, observan a varios oficiales persas
agitados y a guardias que parecen estar en desacuerdo acaloradamente.
El grupo de enviados,
confundidos pero alerta, se detiene en el umbral de la tienda, sin atreverse a
moverse mientras deliberan sobre cómo proceder. De repente, las voces se elevan
en un grito de sorpresa y conmoción. Desde dentro de la tienda, un oficial
persa sale disparado, agitando las manos y gritando en pánico.
Mientras el oficial
persa, lleno de indignación, grita que no es ningún traidor y exige pruebas
para respaldar las acusaciones, Caronte intercambia una mirada con Hegeloco,
mientras Demetrio se mantiene alerta, evaluando cada movimiento. Aprovechando
el caos, Dartmoorh toma a Moira del brazo y la conduce lejos de la escena,
alejándola del peligro inminente.
Hegeloco y Caronte,
con una sincronía silenciosa, deciden eliminar a los dos guardias que patrullan
alrededor de la tienda y avanzar desde la retaguardia. En la oscuridad de la
noche, ambos se mueven como sombras. Hegeloco, con el casco que le otorga
invisibilidad, se acerca sigilosamente y, sin compasión, degüella a uno de los guardias,
quien cae sin emitir un solo sonido. Caronte, por su parte, se enfrenta al otro
en un feroz cuerpo a cuerpo; ambos ruedan por el suelo, y en el forcejeo,
Caronte recibe una profunda herida en el hombro.
Mientras tanto,
Demetrio y Calas libran su propia batalla en la entrada de la tienda,
enfrentándose a otros dos guardias. Desde la distancia, Moira usa su magia para
dificultar los movimientos de los enemigos, impidiendo que desenfunden sus
espadas. Aprovechando la ventaja, Demetrio asesta un hachazo brutal a uno de
los guardias, abriéndole la cabeza, mientras Calas, con precisión letal,
atraviesa el pecho del otro con su espada. Sin perder tiempo, ambos esconden
los cuerpos y se deslizan hacia el interior de la tienda.
Dentro, permanecen
ocultos en las sombras mientras un grupo de oficiales, envueltos en una
acalorada discusión, sale de la tienda sin reparar en ellos. Las voces llenas
de enojo y desacuerdo se desvanecen en la noche, pero queda claro que Memnón no
está entre ellos.
En la retaguardia, Hegeloco
se lanza sobre el guardia que había herido a Caronte y termina rápidamente con
él empalándolo con su lanza, asegurándose de que no sobreviva para dar la
alarma. Mientras tanto, Caronte se venda la profunda herida en el hombro con
rapidez, listo para continuar. La misión aún no ha concluido.
Dentro de la tienda
Dentro de la tienda,
el ambiente era fresco y sombrío en contraste con el calor del sol fuera.
Alfombras más gruesas y cómodas cubrían el suelo, sobre las cuales se disponían
muebles exquisitamente tallados y ornamentados, posiblemente traídos también
desde tierras lejanas. Había divanes y cojines dispuestos estratégicamente
alrededor de una mesa central, donde se servían alimentos y bebidas en platos y
jarras de plata y cerámica finamente trabajadas.
En una esquina de la
tienda, una cama de campaña cubierta por cortinas de seda proporcionaba un
lugar de descanso para el general Memnón, adornada con sábanas y almohadas de
calidad excepcional. Junto a la cama, una mesa pequeña sostenía pergaminos
desplegados y mapas estratégicos, evidencia de la meticulosa planificación
militar del general.
El ambiente dentro de
la tienda reflejaba el refinamiento y la sofisticación de Memnón, un hombre
educado en las artes y la cultura griega, pero leal al imperio persa que ahora
servía con fervor. Era un espacio que no solo servía como su residencia
temporal durante las campañas militares, sino también como un centro de
estrategia y diplomacia, donde Memnón tomaba decisiones cruciales que
influirían en el destino de las fuerzas persas y sus aliados.
Memnón, General del ejercito persa |
Dentro, una figura alta y poderosa emerge de las sombras: es Memnón, el general persa, con una expresión de furia en su rostro.
El general Memnón
destacaba por su imponente presencia y aspecto físico robusto, marcado por una
larga barba grisácea que denotaba sabiduría. Sus ojos penetrantes reflejaban
una inteligencia aguda e inquebrantable. Vestía túnicas persas elegantes con
bordados intrincados, simbolizando su posición como líder militar. Conocido por
su astucia táctica y formación griega, Memnón era capaz de contrarrestar las
tácticas enemigas, desafiando continuamente a las fuerzas de Alejandro Magno.
Personificaba un líder consumado, capaz de influir en el destino de las fuerzas
persas bajo su mando, en un período crucial de la historia antigua.
Los enviados, al
borde de la acción decisiva, quedan momentáneamente paralizados por la
aparición repentina de Memnón. Sin embargo, en lugar de atacar de inmediato,
Memnón parece estar más preocupado por la traición o el problema que enfrenta
dentro de su propio campamento. Los enviados aprovechan este momento de
confusión y duda entre los persas para reevaluar su plan.
Mientras tanto, el
oficial persa continúa gritando acusaciones y señalando hacia el grupo de enviados,
lo que atrae la atención de varios guardias que comienzan a rodear la tienda.
El poder de Memnón
En medio del combate,
los enviados descubrieron que Memnón poseía poderes sobrenaturales que
desafiaban cualquier expectativa. Desplegaba una fuerza mística que aumentaba
tanto su resistencia como su velocidad, convirtiéndose en un adversario
formidable. Memnón tenía la capacidad de manipular la gravedad a su alrededor,
incrementando repentinamente su peso para soportar los ataques y creando campos
gravitacionales que desviaban los golpes dirigidos hacia él. Esta habilidad
dinámica y adaptable complicaba enormemente los esfuerzos de los enviados por derrotarlo.
Empuñando un
gigantesco espadón, Memnón lanzaba ataques feroces, con una mirada maníaca que
desataba el terror. Calas, decidido, tomó su lanza y la clavó en el muslo del
general, atravesándole la pierna. A su vez, Memnón hirió a Demetrio en el brazo
izquierdo con un corte doloroso y le infligió otra herida en el abdomen,
dejándolo al borde de la muerte. Sin vacilar, Calas aprovechó la oportunidad
para asestar otro golpe, esta vez en la otra pierna de Memnón, y finalmente,
con un esfuerzo monumental, le atravesó el corazón, empujando con todo su
cuerpo para vencerlo y dejarlo empalado.
—Finalmente, nada de
veneno —declaró Calas, con la sangre del general salpicando su rostro.
Conocedor de la medicina, se apresuró a estabilizar a Demetrio, quien se
desangraba en el suelo. Con telas del lugar, improvisó un par de vendajes de
emergencia.
Mientras tanto,
Moira, utilizando su astucia, provocó que una lámpara cayera sobre una alfombra
inflamable, encendiendo un fuego voraz que comenzó a consumir la tienda con el
cuerpo del general en su interior.
Aprovechando el caos,
todos comenzaron a huir, pero Calas tuvo la mala suerte de ser apresado por
cuatro guardias que lo inmovilizaron. Hegeloco, al verlo en apuros, se lanzó en
su ayuda y acabó con uno de los guardias. Moira volvió a utilizar su magia para
entorpecer a los demás, impidiendo que pudieran desenfundar sus armas. Mientras
tanto, Caronte y un ya herido Demetrio se encontraban listos sobre sus
caballos, preparados para partir. Hegeloco y Calas, luchando espalda con
espalda como verdaderos hermanos, se enfrentaron a los tres enemigos restantes
y los derrotaron.
Todos lograron
escapar, y Dartmoorh proporcionó la descripción del oficial que había salido
airado de la tienda de Memnón, asegurando que él fue el responsable de la
muerte del general. Dejaron atrás un caos total y emprendieron su viaje hacia
Epiro, mientras observaban que Alejandro había ganado el asedio de Mileto sin
encontrar una fuerte resistencia, debido a la ausencia de Memnón, quien se
decía había sido asesinado por un traidor dentro de su propio campamento.
Olimpiade, madre de Alejandro Magno |
El grupo regresó
triunfante a Epiro tras cumplir su ardua misión. Al reunirse con Calíope, esta
les confesó que no los acompañó al campamento persa porque tuvo una visión de
su propia muerte allí, y prefirió escapar de ese destino.
Al llegar al palacio
real, en el gran salón del palacio, los esperaba Alejandro I de Epiro, el rey
guerrero, conocido tanto por su habilidad en el campo de batalla como por su
astucia política.
Lo que más sorprendió
al grupo fue la presencia de Olimpiade, la madre de Alejandro Magno y hermana
de Alejandro I. Con una mezcla de orgullo y curiosidad, Olimpiade, una figura
imponente y enigmática, se presentó ante ellos. Su autoridad y sabiduría eran palpables,
y su influencia sobre Alejandro y su círculo íntimo se reflejaba en cada gesto.
Alejandro I,
impresionado por el éxito de la misión y la eficiencia del grupo, los felicitó
e invitó a relatar en detalle sus experiencias. En medio de celebraciones y
banquetes en su honor, Alejandro les pidió más detalles sobre la misión; tras
escucharlos con atención, los elogió nuevamente por su valentía. Olimpiade, en
muestra de gratitud, otorgó recompensas significativas a cada uno:
- Moira fue liberada
de su condición de esclava de Calístenes, recibiendo su libertad tan esperada.
- Dartmoorh, Demetrio
y Hegeloco dejaron de ser ciudadanos de segunda clase. En un gesto simbólico y
liberador, a Demetrio le quemaron la marca de criminal que llevaba en la cara;
aunque la cicatriz resultante afectaba su apariencia, recuperaba su dignidad y
ganaba libertad.
- Caronte solicitó un
arma mágica para perfeccionar sus habilidades, y le fue otorgada una espada
única, forjada por el ingenio de Calístenes.
- Calas y Hegeloco
ganaron una considerable reputación como hijos hábiles y efectivos de
Parmenión, consolidando su lugar en el entorno militar y político.
- Calíope no recibió
ninguna recompensa material; permaneció al lado de su ama y señora, Olimpiade.
Para ella, el privilegio de servirla con lealtad y eficacia era recompensa
suficiente.
Este encuentro no
solo fortaleció los lazos entre Epiro y Macedonia, sino que también subrayó la
influencia fundamental de Olimpiade en los asuntos de Estado y en la
continuidad de la dinastía. Con su visión estratégica, Olimpiade preparaba el
terreno para futuras alianzas y desafíos en el convulso mundo helénico de la
época de Alejandro Magno.
La noticia de la
muerte de Memnón, asesinado por un supuesto traidor durante el asedio de
Mileto, llegó rápidamente a oídos de Alejandro Magno, quien recibió la información
con un claro regocijo, vislumbrando una ventaja significativa en sus ambiciones
de expansión.
Reino de Epiro |