Eterno XII
La Sombra de Memnón
(333- a. C)
Aristóteles, Mentor de Alejandro Magno |
Año 333 a. C.
Aristóteles, uno de
los filósofos más influyentes de la antigua Grecia, era un hombre de mediana
edad, nacido en el año 384 a.C. en Estagira, una pequeña ciudad en la península
de Calcídica. Aristóteles tenía 51 años, y estaba en el auge de su vida.
De estatura media,
con una constitución robusta que reflejaba su disciplinada vida. Su cabello era
oscuro y comenzaba a mostrar las primeras canas, y su barba espesa seguía el
mismo patrón. Sus ojos eran penetrantes y reflejaban una inteligencia aguda. Su
piel, ligeramente bronceada por el sol griego, estaba surcada por arrugas que
denotaban sus años de reflexión.
Vestía una túnica
sencilla pero de buena calidad, propia de un hombre de su posición como miembro
de la Academia y más tarde del Liceo, su propia escuela filosófica. Llevaba un
manto sobre sus hombros, que a menudo utilizaba su mano para ajustarlo mientras
caminaba o gesticulaba durante sus discursos.
Siempre presentaba de
forma calmada, su voz era clara y persuasiva, capaz de mantener la atención de
sus oyentes durante horas. Aunque era accesible y mostraba una curiosidad sin
fin por el mundo y la naturaleza humana, también imponía respeto gracias a su
vasto conocimiento y su reputación como filósofo y científico.
Había sido encargado
de reunir en secreto a un grupo de ciudadanos de segunda, probablemente metecos
(extranjeros residentes) o incluso esclavos liberados. La importancia de esta
reunión sugería una misión estratégica.
Olimpiade, Madre de Alejandro Magno |
Dartmoorh, una
princesa de Babilonia que había caído en desgracia, se encontraba encadenada en
los calabozos de Pella, la imponente capital de Macedonia. No era la primera
vez que visitaba este incomodo lugar, ya había estado a punto de morir varias
veces en estas mazmorras. Sus recuerdos aquí, no eran precisamente buenos.
La noche era profunda
y las estrellas brillaban intensamente sobre la ciudad que nunca dormía. En una
oscura celda, Dartmoorh esperaba su destino, condenada a muerte por espionaje.
Su corazón, endurecido por el sufrimiento, aún latía con el fervor de la
realeza que una vez representó. La princesa, conocida por su belleza
cautivadora y su mente afilada como una daga, estaba atrapada en una red de
intrigas que se extendía más allá de lo visible.
En este momento
crucial, la puerta de su celda se abrió con un chirrido metálico, revelando la
figura majestuosa de Olimpiade, madre del gran Alejandro Magno, una fuerza
imparable tanto en la política como en la guerra. Olimpiade, con su porte regio
y ojos llenos de calculadora frialdad, se acercó a Dartmoorh. Con una voz que
podía doblegar voluntades, le hizo una oferta que era tan peligrosa como
tentadora: ser su espía a cambio de la libertad.
Dartmoorh,
sorprendida por la inesperada visita, comprendió rápidamente la magnitud de la
oportunidad. Todos, tanto en Macedonia como en Persia, creían que ella servía
al gran rey persa. Incluso los persas estaban convencidos de su lealtad. Pero la
verdad estaba envuelta en sombras más profundas. Olimpiade, la reina en las
sombras, sería su verdadera señora.
Así, Dartmoorh aceptó
el trato, entrando en un oscuro mundo de secretos. Bajo el manto de la noche,
juró servir a Olimpiade, mientras el mundo la veía como una traidora.
Moira, La Bruja |
Las sombras ocultaban
secretos peligrosos, una figura enigmática y poderosa emergía en los rincones
oscuros de Pella. Moira, una bruja de habilidades arcanas y profundos
conocimientos, vivía una existencia dual como esclava y amante de Calístenes,
el historiador de Alejandro.
Moira había nacido en
una tierra lejana, donde los murmullos de la magia eran tan comunes como el
susurro del viento. Su belleza exótica y su sabiduría antigua la habían llevado
lejos de su hogar, convirtiéndola en una esclava en la corte de Macedonia. A pesar
de su condición, su influencia era notable, gracias a su relación clandestina
con Calístenes, un hombre cercano al gran rey Alejandro y respetado por su
erudición.
Pero la vida de Moira
estaba marcada por el peligro. Una silenciosa noche, fue descubierta pasando
información a Dartmoorh, una princesa babilonia caída en desgracia. Esta
traición aparente la puso en la mira de Olimpiade, la madre de Alejandro, una
mujer conocida por su astucia y su implacable control sobre las sombras del
poder.
Olimpiade, con la
gracia y la fuerza de una diosa vengadora, convocó a Moira a sus aposentos. La
bruja, consciente del riesgo que corría, se presentó con miedo. Los calculadores
ojos de Olimpiade, estudiaron a la mujer que se arrodillaba ante ella.
–Moira –dijo Olimpiade
con voz serena pero firme–, tus acciones han sido descubiertas. Sabes que esto
podría costarte la vida.
Moira, con la cabeza
baja pero con una chispa de arrojo en sus ojos, respondió:
–Mi señora, todo lo
que he hecho ha sido en pos de un bien mayor. No soy una traidora, sino una
servidora de causas que usted misma podría encontrar valiosas.
Olimpiade se acercó,
sus pasos resonaban en el silencio de la sala. Se inclinó hacia Moira y, con
una voz suave como la seda, le ofreció una salida:
–Te ofrezco una
oportunidad, Moira. Si aceptas servir a mis intereses y demostrar tu lealtad,
limpiaré tu nombre y te otorgaré la libertad que tanto anhelas.
Moira levantó la
mirada y asintió, sorprendida por la inesperada oferta. Sabía que esta era una
oportunidad única, un giro del destino que podría cambiar su vida para siempre.
–Acepto, mi señora.
Haré lo que sea necesario para ganarme su confianza y redimir mi honor.
Clito, el Negro, Lugarteniente y General de Alejandro |
Kallias, un asesino
originario de Tebas, se movía en las sombras de la ciudad con la precisión y el
sigilo de un felino, su presencia apenas perceptible en el mundano fragor.
Al que llamaban
Caronte había encontrado su lugar en el mundo como guardia personal de Clito el
Negro, uno de los generales más fieros y leales de Alejandro. Su lealtad no
estaba atada por juramentos ni por lealtades familiares, sino por el oro y la
satisfacción de un trabajo bien hecho. Era un hombre de pocas palabras, pero
cada uno de sus movimientos estaba calculado con una exactitud mortal.
Una noche, en los
confines de una fortaleza secreta en las montañas de Asia Menor, Kallias se
encontraba en su elemento. Las estrellas brillaban débilmente en el cielo,
apenas visibles tras las gruesas nubes que presagiaban tormenta. La fortaleza,
un bastión casi impenetrable, se erguía majestuosa sobre un acantilado, sus
muros de piedra tallada proyectaban sombras profundas bajo la luz de las
antorchas.
Kallias patrullaba
los oscuros pasillos, alerta a cualquier señal de peligro. Su atuendo negro le
permitía fundirse con las sombras, y el sonido de sus pasos era prácticamente
inexistente. Cada tanto, su mano descansaba instintivamente sobre la empuñadura
de su afilada espada, una mortal hoja forjada en las fraguas más prestigiosas de Tebas.
Clito el Negro
confiaba en él de una manera que no confiaba en ningún otro. Había visto a
Kallias actuar con una eficiencia y una frialdad que inspiraban tanto temor
como respeto. El asesino tebano había demostrado su valía en innumerables
ocasiones, eliminando amenazas con una destreza que rozaba lo sobrenatural.
Esa noche, Clito lo
convocó a su sala privada, un recinto austero pero estratégicamente
fortificado. Al entrar, Kallias encontró a su señor sentado ante un mapa
extendido sobre la mesa, sus ojos oscuros brillaban con una intensidad feroz.
–Kallias, tengo una misión
para ti –dijo Clito, sin levantar la mirada del mapa–. Una tarea delicada.
Necesito que ayudes a alguien de mi entera confianza.
Kallias asintió con expresión
impasible. Para él, las misiones no eran más que objetivos a cumplir, trabajos
que pagaban bien y mantenían su vida en movimiento constante.
–¿Quién es el
objetivo? –preguntó Kallias con voz baja pero firme.
Clito levantó la
mirada y sonrió ligeramente.
–Lo sabrás, no te
impacientes.
Kallias asintió nuevamente
y salió de la sala, desconcertado, sin información suficiente para planear
debidamente su misión.
Parmenión, Capitán General de Alejandro |
En la vastedad del campamento militar que seguía los pasos de Alejandro Magno, entre la polvareda y el murmullo constante de la preparación para la próxima batalla, destacaba la figura de Hegeloco. Conocido por su lealtad inflexible y su destreza indudable en el campo de batalla.
Hegeloco había ascendido desde sus humildes comienzos como soldado raso hasta convertirse en la mano derecha y guardia personal de Parmenión, su padre, uno de los generales más respetados del ejército macedonio y mano derecha de Alejandro.
Desde joven, Hegeloco
había anhelado ser reconocido por sus propios méritos, más allá de la sombra de
su dudoso linaje. A pesar de ser parte del círculo íntimo de Parmenión, un hombre cuya
reputación resonaba en todo el imperio, Hegeloco se esforzaba día tras día por
demostrar que su posición no era solo por lealtad o favoritismo, sino por su
habilidad en el campo de batalla.
Sus compañeros
soldados lo admiraban tanto como lo respetaban, aunque muchos lo veían como la
sombra de Parmenión, Hegeloco veía cada batalla como una oportunidad para
demostrar su valía, para ganarse un lugar entre los grandes de su tiempo.
Una tarde, en el
campamento al borde de las montañas de Anatolia, Hegeloco se encontraba
entrenando a un grupo de reclutas, impartiendo sus conocimientos con la misma
pasión que había alimentado sus sueños desde niño. La brisa cálida de la tarde
mecía las tiendas de campaña y hacía danzar las llamas de las hogueras.
Parmenión, con su presencia imponente y su mirada penetrante, observaba con
orgullo a su hijo bastardo, sabiendo que el futuro del ejército macedonio residía
en manos jóvenes como las de Hegeloco.
–¡Hegeloco! –llamó
Parmenión, su voz resonaba sobre el bullicio del campamento.
Hegeloco se giró, sus
ojos brillaban con respeto mientras se acercaba a su padre y mentor.
–Mi general –respondió
Hegeloco con un gesto de respeto, sabiendo que cualquier llamada de Parmenión
siempre traía consigo una tarea crucial.
–He oído hablar de
tus avances con los reclutas –comenzó Parmenión, su tono serio pero no exento de
admiración–. Tu habilidad con la espada y tu liderazgo son notables. Pero sé
que anhelas algo más que ser un simple capitán en mi escolta.
Hegeloco asintió,
sabiendo que su deseo de ser reconocido por méritos propios había resonado
incluso entre aquellos que más lo conocían.
–Mi general, deseo
demostrar mi valía en el campo de batalla, más allá de mi posición actual.
Quiero ser aceptado entre los compañeros por lo que puedo lograr por mí mismo –dijo
Hegeloco con firmeza.
Parmenión observó a
Hegeloco con orgullo. Sabía que había llegado el momento de confiar a su hijo
bastardo, ahora reconocido, una tarea que pondría a prueba no solo su habilidad
en la guerra, sino también su capacidad para tomar decisiones bajo presión.
–Entonces, Hegeloco,
tengo una misión especial para ti –dijo Parmenión con voz grave–.
Necesito que viajes lejos de mí. Hay asuntos que requieren tu habilidad. No
como mi sombra, sino como un hombre hecho y derecho.
Hegeloco asintió
solemnemente, sabiendo que esta misión sería su oportunidad para demostrar que
su lugar en la historia no sería solo como el guardia personal de Parmenión,
sino como un guerrero por derecho propio.
–Lo haré, padre. No te fallaré –respondió Hegeloco.
Pella, capital de Macedonia |
En la serena
oscuridad de la noche macedonia, la luna llena derramaba su pálida luz sobre
Pella, la majestuosa capital del reino de Alejandro Magno. Las sombras danzaban
en los estrechos callejones mientras un hombre avanzaba con paso decidido. Era
Aristóteles, el renombrado filósofo, maestro del joven rey y mente brillante de
su tiempo. Vestía una túnica sencilla pero de calidad, adecuada para alguien de
su estatura intelectual. Su manto, ceñido con gracia sobre los hombros, ondeaba
suavemente al compás de su caminar.
Aristóteles había
recibido una delicada misión de alguien bien posicionado. El filósofo debía
liberar a Dartmoorh, la princesa babilonia condenada a muerte por espionaje, y
llevarla a salvo. Conocido por su comprensión de la naturaleza humana,
Aristóteles aceptó la tarea, consciente de los riesgos y la importancia
estratégica que representaba.
El filósofo avanzó
por los pasillos de piedra del palacio hasta llegar a los calabozos. Dos
guardias, al reconocerlo, lo dejaron pasar sin preguntas, respetando su
autoridad y su papel crucial en la corte. Los antorchas iluminaban tenuemente
el camino, proyectando sombras alargadas en las frías paredes.
Finalmente,
Aristóteles llegó a la celda donde Dartmoorh estaba confinada. La puerta de
hierro chirrió al abrirse, revelando a la princesa sentada en un rincón oscuro,
su figura esbelta envuelta en harapos que alguna vez fueron ropas regias. Sus
ojos, llenos de desconfianza, se clavaron en el visitante inesperado.
–Princesa Dartmoorh,
soy Aristóteles –dijo el filósofo con voz firme pero amable–. He venido a
liberarte por orden de Olimpiade. Tu destino no está aquí, en esta celda, sino
en un camino que aún debes recorrer.
Dartmoorh se levantó
lentamente, manteniendo su dignidad a pesar de las circunstancias. Sus ojos
mostraban un brillo de astucia y su rostro desfigurado por una gran cicatriz demostraba que la vida no le había tratado bien. Se acercó a Aristóteles y, sin palabras,
asintió. La princesa comprendía que este hombre, cuyo nombre era sinónimo de
sabiduría, era su única esperanza de escapar y, quizás, de encontrar un nuevo
propósito.
Aristóteles le
ofreció su manto para cubrirse y la condujo fuera de la celda. A medida que
avanzaban por los pasillos oscuros, el filósofo le explicó en voz baja el plan
detallado para su fuga. Salieron del calabozo y, utilizando caminos secretos y
poco frecuentados, llegaron a una salida discreta del palacio.
Una vez fuera, la
fría brisa nocturna acarició sus rostros. Aristóteles señaló hacia un pequeño
carro cubierto, donde un confidente de confianza los esperaba para llevar a
Dartmoorh a un lugar seguro. Antes de partir, el filósofo la miró a los ojos y
le dijo:
–Recuerda, princesa, que tu verdadera lealtad es a quien te ha liberado. Gracias a eso podrás influir en
el destino de muchos.
Dartmoorh asintió, y
con una última mirada de gratitud, subió al carro. Aristóteles observó cómo se
alejaba en la oscuridad, consciente de que había jugado su papel en un juego
mucho mayor, donde el destino de reinos y la voluntad de los poderosos se
entrelazaban en las sombras de la noche macedonia.
Palacio de Pella |
La luna llena iluminaba los muros de Pella con un resplandor plateado, mientras las sombras se alargaban en los callejones estrechos de la majestuosa capital de Macedonia. Aristóteles, el gran filósofo y mentor del conquistador Alejandro Magno, caminaba con paso seguro y decidido hacia el rincón más oculto de la ciudad.
Olimpiade, la madre
de Alejandro, le había encomendado una tarea delicada: encontrar a Moira, la
bruja esclava y amante de Calístenes, y reclutarla para una misión secreta de
vital importancia. Moira había sido descubierta pasando información a
Dartmoorh, lo que la había puesto en una situación comprometida. Olimpiade
había visto en ella una aliada potencial, y Aristóteles tenía la misión de
asegurar su colaboración.
Aristóteles llegó a
una pequeña y discreta casa en las afueras de la ciudad. Sabía que Moira se
escondía allí, lejos de las miradas inquisitivas de la corte. Tocó la puerta
con tres golpes secos y firmes. La puerta se entreabrió lentamente, revelando a
Moira, una figura envuelta en sombras, cuyos ojos brillaban con desconfianza.
–Moira, soy
Aristóteles –dijo el filósofo con voz calmada pero autoritaria–. He venido en
nombre de Olimpiade. Necesitamos tu ayuda para una misión de suma importancia.
Moira, aún cautelosa,
abrió la puerta por completo y dejó pasar a Aristóteles. La habitación estaba
llena de objetos esotéricos, libros antiguos y frascos de pociones, que
reflejaban su conocimiento arcano. La bruja se movió con gracia felina, sus
ojos siempre atentos, mientras invitaba al filósofo a sentarse.
–¿Qué podría
necesitar una mujer tan poderosa de alguien como yo? –preguntó Moira, con
ironía en su voz.
Aristóteles la miró
directamente a los ojos, transmitiendo la seriedad de su misión.
–Olimpiade te ofrece
una oportunidad para redimirte. Sabemos de tus capacidades y creemos que puedes
ser una pieza clave en este juego de sombras. Necesitamos que utilices tus
habilidades para una misión que puede cambiar el curso de la historia.
Moira permaneció en silencio por un momento, evaluando las palabras de Aristóteles. Sabía que esta era una oportunidad única, una posibilidad de escapar de su vida de esclavitud y ganar su libertad. Además, la perspectiva de trabajar en algo tan crucial despertaba en ella una chispa de emoción.
–¿Qué necesitas que
haga? –preguntó finalmente, con una resolución en su voz que no había estado
allí antes.
Aristóteles sonrió
ligeramente, reconociendo la fuerza y el potencial de la mujer frente a él.
–Hay una red de
espías y conspiradores que amenazan la estabilidad de nuestro reino.
Necesitamos que te infiltres en sus filas, ganes su confianza y nos
proporciones información vital. Tu conocimiento y tus habilidades te hacen
perfecta para esta tarea.
Moira asintió, su
mente ya trabajando en los detalles de cómo llevar a cabo esta peligrosa
misión.
–Acepto. Pero
necesito garantías. Quiero mi libertad y la promesa de que mi nombre será
limpiado.
Aristóteles se levantó y extendió la mano. Moira dudó si dársela, ya que si lo hacía podía matarlo, a no ser que ocurriera como con su sobrino Calístenes, al que no le afectaba su poder y podía tocar sin miedo a absorber toda su esencia vital y dejarlo hecho un cascarón vacío de vida. La bruja dio un apretón de manos sellando el pacto con un gesto solemne. y efectivamente sus sospechas eran ciertas, su magia mortal, no le hizo ningún daño.
–Tendrás lo que
pides, Moira. Tu destino está ahora entrelazado con el nuestro. Confío en que
harás lo correcto.
Con eso, Aristóteles
dejó la casa, confiado en que había encontrado en Moira una aliada poderosa. El sabio no menciono la razón por la que el poder de la caricia mortal de la piel de la bruja no le había afectado, y esto inquietó a la mujer. Moira, por su parte, se preparó para enfrentar los desafíos que vendrían,
sabiendo que su vida dependía del éxito de esta misión.
Kallias "Caronte", Asesino Tebano |
La luna se alzaba
llena y luminosa sobre Pella, proyectando sombras alargadas en los estrechos
callejones de la ciudad. Aristóteles, el renombrado filósofo y mentor de
Alejandro Magno, avanzaba con paso firme y decidido. Vestía su habitual túnica
sencilla, su manto ceñido con gracia a los hombros. Lo siguiente sería
encontrar a Kallias, el letal asesino tebano y guardia personal de Clito el
Negro, y reclutarlo para una misión secreta de vital importancia.
Aristóteles sabía que
Kallias era un hombre de sombras, que se movía con la precisión y el sigilo de un
felino. Localizarlo no sería tarea fácil, pero el filósofo estaba acostumbrado
a desentrañar misterios y resolver problemas complejos. Con información
obtenida de contactos en la corte, se dirigió a un escondite discreto en las
afueras de Pella, un lugar conocido por ser frecuentado por aquellos que
preferían mantenerse fuera de miradas inoportunas.
El escondite, una
antigua bodega de vino abandonada, envuelta en un manto de silencio. Aristóteles
empujó la pesada puerta de madera, que crujió al abrirse, y entró en el
interior oscuro y fresco. Las antorchas parpadeantes arrojaban sombras
inquietantes sobre las paredes de piedra. Al fondo de la sala, Kallias estaba
sentado en una mesa, limpiando meticulosamente su daga. Al ver a Aristóteles,
levantó la mirada, sus ojos fríos y calculadores reflejaron una chispa de
sorpresa.
–Kallias, soy
Aristóteles –dijo el filósofo con voz firme pero serena–. He venido en nombre
de Olimpiade. Necesitamos tu habilidad para una misión de suma importancia.
Kallias se levantó
lentamente, dejando la daga sobre la mesa. Era conocido como Caronte y pocos conocían su nombre verdadero. Su figura alta y esbelta se movía
con una gracia letal, como un felino al acecho. Observó a Aristóteles con
curiosidad.
–¿Qué podría querer la madre del rey con un hombre como yo? –preguntó Kallias en voz baja.
Aristóteles sostuvo
su mirada, consciente de que estaba frente a un hombre mortal.
–Olimpiade te ofrece
una oportunidad –respondió el filósofo–. Necesitamos tus habilidades para una
misión que podría cambiar el curso de la historia. Hay una red de traidores y
conspiradores que amenaza la estabilidad del reino. Queremos que te infiltres y
elimines a aquellos que ponen en peligro nuestro futuro.
Kallias sonrió
ligeramente.
–¿Y cuál será mi
recompensa? –preguntó, siempre pragmático.
–Olimpiade está
dispuesta a pagarte generosamente y garantizarte una posición de influencia una
vez se complete la misión con éxito –dijo Aristóteles–. Además, la satisfacción de un
trabajo bien hecho, algo que sé que valoras.
Kallias evaluó las
palabras de Aristóteles, su mente calculando las posibilidades. La promesa de
oro y poder era tentadora, y la misión en sí representaba un desafío que
despertaba su interés.
–Acepto –dijo
finalmente, con un tono decidido–. Pero necesito detalles específicos y la
libertad de actuar a mi manera.
Aristóteles asintió,
comprendiendo la necesidad de darle a Kallias el espacio para utilizar sus
habilidades al máximo.
–Tendrás lo que necesitas. Confío en que cumplirás tu parte del trato con la misma precisión y eficiencia que te ha hecho conocido.
Con un último
intercambio de miradas, Aristóteles dejó la bodega, confiado en que había
asegurado la colaboración de uno de los hombres más letales de su tiempo.
Kallias, por su parte, comenzó a preparar su equipo, en su mente ya trazaba planes para la misión que se avecinaba. En el intrincado juego de poder y
traición, un nuevo jugador había entrado en escena, listo para cambiar el
destino de reinos con la precisión mortal de su hoja.
Hegeloco, Hijo bastardo de Parmenión |
En la vastedad del
campamento militar que seguía los pasos de Alejandro Magno, entre la polvareda
y el murmullo constante de la preparación para la próxima batalla, destacaba la
figura de Hegeloco. Conocido por su lealtad inflexible y su destreza indudable
en el campo de batalla, Hegeloco había ascendido desde sus humildes comienzos
como soldado raso hasta convertirse en la mano derecha y guardia personal de
Parmenión, uno de los generales más respetados y confiables del ejército
macedonio.
Desde joven, Hegeloco
había anhelado ser reconocido por sus propios méritos, más allá de la sombra de
su mentor. A pesar de ser parte del círculo íntimo de Parmenión, un hombre cuya
reputación resonaba en todo el imperio, Hegeloco se esforzaba día tras día por
demostrar que su posición no era solo por lealtad o favoritismo, ya que era
hijo bastardo de Parmenión, sino por su habilidad en el campo de batalla.
Sus compañeros
soldados lo admiraban tanto como lo respetaban. Su habilidad con la espada y el
escudo era legendaria, y su liderazgo inspiraba confianza entre aquellos que
marchaban a su lado en las largas travesías a través de tierras desconocidas.
Aunque muchos lo veían como la sombra de Parmenión, Hegeloco veía cada batalla
como una oportunidad para demostrar su valía, para ganarse un lugar entre los
grandes de su tiempo.
Una tarde, en el
campamento al borde de las montañas de Anatolia, Hegeloco se encontraba
entrenando a un grupo de reclutas, impartiendo sus conocimientos con la misma
pasión que había alimentado sus sueños desde niño. La brisa cálida de la tarde
mecía las tiendas de campaña y hacía danzar las llamas de las hogueras.
Parmenión, con su presencia imponente y su mirada penetrante, observaba con
orgullo a su protegido, sabiendo que el futuro del ejército macedonio residía
en manos jóvenes como las de Hegeloco.
–¡Hegeloco! –llamó
Parmenión, con su voz resonando sobre el bullicio del campamento.
Hegeloco se giró, sus
ojos brillaban con respeto mientras se acercaba a su padre y mentor.
–Mi general –respondió
Hegeloco con un gesto de respeto, sabiendo que cualquier llamada de Parmenión
siempre traía consigo una tarea crucial.
–He oído hablar de
tus avances con los reclutas –comenzó Parmenión, su tono era serio pero no exento
de admiración–. Tu habilidad con la espada y tu liderazgo son notables. Pero sé
que anhelas algo más que ser un simple capitán en mi escolta.
Hegeloco asintió,
sabiendo que su deseo de ser reconocido por méritos propios había resonado
incluso entre aquellos que más lo conocían.
–Mi general, deseo
demostrar mi valía en el campo de batalla, más allá de mi posición actual.
Quiero ser aceptado entre los compañeros por lo que puedo lograr por mí mismo –dijo
Hegeloco con firmeza, sus palabras resonaban con la seguridad de quien está
dispuesto a enfrentarse cualquier desafío.
Parmenión observó a
Hegeloco con comprensión. Sabía que había llegado el momento de confiar a su
protegido una tarea que pondría a prueba no solo su habilidad en la guerra,
sino también su capacidad para liderar bajo presión.
–Entonces, Hegeloco,
tengo una misión especial para ti –dijo Parmenión con voz grave–.
Necesito que viajes lejos de mi. Hay asuntos que requieren tu habilidad y tu
coraje. No como mi sombra, sino como un líder entre hombres.
Hegeloco asintió
solemnemente, sabiendo que esta misión sería su oportunidad para demostrar que
su lugar en la historia no sería solo como el guardia personal de Parmenión,
sino como un guerrero y líder en su propio derecho.
–Lo haré, mi general.
No te fallaré –respondió Hegeloco, con voz llena de seguridad mientras se
preparaba para el desafío que se presentaba por delante.
Así Hegeloco se encaminaba hacia un destino que estaba decidido a conquistar.
Dartmoorh , Espía Persa |
Aristóteles convocó a
todos los elegidos en un lugar apartado, alejado de miradas y oídos curiosos.
El lugar fue una antigua sala en las profundidades de Pella, donde la luz de
las antorchas danzaba en las paredes de piedra gastada por el tiempo. Allí,
entre sombras que parecían susurrar secretos antiguos, se reunieron aquellos
cuyos servicios había solicitado con la autorización de sus señores.
Con paso firme pero
tranquilo, Aristóteles se dirigió al centro de la sala, donde una mesa circular
de madera desgastada aguardaba. Su presencia, marcada por la serenidad y la
autoridad intelectual, llenó el espacio mientras cada uno de los elegidos se acomodaba,
expectante por las palabras del filósofo.
Las dos mujeres se
presentaron, y la tensión entre ellas fue palpable desde el primer momento.
Darthmor, por su parte, tuvo un intercambio aún más incómodo con Hegeloco, a
quien claramente no apreciaba. Mientras tanto, Kallias, observando la situación
con desaprobación, optó por mantenerse al margen, sin disimular su incomodidad
ante lo que presenciaba.
–Hermanos y hermanas –comenzó
Aristóteles, con su voz rompiendo las discusiones tensas de la sala–. He solicitado
vuestros servicios para un asunto de la máxima discreción. Vuestras habilidades
serán fundamentales para el éxito de esta empresa.
Observó con detalle a cada uno de
los presentes.
–Sé que cada uno de
vosotros sirve a un señor distinguido, y por ello agradezco profundamente su
generosidad al permitirme contar con vuestro talento –continuó Aristóteles, con su
mirada recorriendo la mesa con respeto–. Pero me gustaría saber también cuál es
vuestra propia motivación para embarcaros en esta empresa. ¿Qué os mueve a
servir en esta causa que apenas vislumbráis?
Las respuestas no se
hicieron esperar. Uno a uno, los elegidos compartieron sus motivaciones:
- Hegeloco, el
bastardo de Parmenión, habló de su anhelo de ser reconocido por méritos
propios, no solo como un soldado leal, sino como un buen líder. Quería gloria
para Macedonia y que su padre Parmenión se sintiera orgulloso de él.
- Kallias, el asesino
tebano, estuvo de acuerdo con Hegeloco y expresó su deseo de redimirse a través
de acciones que trascendieran su oscuro pasado, buscando un propósito mayor en
su servicio.
- Moira, rescatada
por Olimpiade, habló de su búsqueda de redención y la oportunidad de limpiar su
nombre mediante acciones que beneficiaran a aquellos en quienes había confiado.
- Dartmoorh, la espía
persa, en un tono críptico dijo que tenía motivos de peso pero que no les
concernía a nadie más que a ella y su benefactor.
Cada relato resonó en
la sala, tejido con motivaciones personales que se entrelazaban en el tapiz de
un propósito común. Aristóteles escuchó con atención, reconociendo la riqueza
de experiencias y aspiraciones que cada uno traía consigo.
–Vuestras
motivaciones son nobles y vuestra dedicación, admirable –concluyó Aristóteles
finalmente con tono que reflejaba gratitud–. Juntos, forjaremos un camino que no
solo beneficiará a nuestros señores y a nosotros mismos, sino que también
dejará una huella positiva en el tejido mismo de nuestra sociedad.
Aristóteles miró a los elegidos en la sala iluminada por las antorchas, donde el murmullo de sus palabras resonaba con potentes ecos.
–Hermanos y hermanas –continuó
Aristóteles muy serio–, nuestro camino nos lleva hacia Epiro. Allí, un
encuentro nos espera, que revelará los detalles precisos de nuestra empresa.
Los elegidos
asintieron con atención.
–En Epiro, nos
aguarda un aliado cuya información y apoyo serán cruciales –continuó Aristóteles–. Él nos
proporcionará los detalles necesarios y nos guiará en los pasos que debemos
seguir.
Hizo una pausa,
permitiendo que el peso de sus palabras se asentara en la sala antes de
continuar.
–Nuestra misión
requiere la máxima discreción. Seremos los artífices de un cambio que resonará
más allá de nuestras propias vidas –añadió Aristóteles, con su mirada recorriendo a
cada uno de los presentes con un gesto de confianza–. Confío en vuestra
habilidad para llevar a cabo esta tarea con éxito.
Los elegidos
respondieron con un murmullo de aprobación. Cada uno entendía el significado de
la empresa en la que estaban a punto de embarcarse, y todos estaban listos para
cumplir con su parte en la búsqueda del éxito.
–Preparad vuestros
corazones. Partiremos hacia Epiro al alba –concluyó Aristóteles.
Así, en la sala
iluminada por antorchas de Pella, se selló el compromiso de los elegidos.
Kallias y Hegeloco
estaban sentados junto al fuego, las sombras
danzaban sobre sus rostros mientras las llamas crepitaban suavemente. La
atmósfera, más relajada que antes, permitía un respiro tras las tensiones del
día. Moira se mantenía en la periferia de la conversación, pero no apartaba la
mirada de los dos guerreros.
Kallias se estiró y
lanzó una sonrisa traviesa hacia el grupo, inclinándose ligeramente hacia
adelante para romper el hielo.
—No debería haber
miedo. —dijo, su tono despreocupado contrastaba con la gravedad de las
palabras—. Lo que viene será peligroso, pero también glorioso. Seguro que cada uno de nosotros hemos
sobrevivido a cosas peores.
Moira, con los ojos
entrecerrados y una calma serena pero inquietante, se acercó al fuego,
arrojando una pequeña ramita que estalló en chispas.
—Se avecina un
cambio, Kallias. Algo más grande que nosotros. Y no es la supervivencia lo que
está en juego, es el destino mismo. Nos colocarán en el centro de todo,
queramos o no. —Su voz tenía un matiz premonitorio, casi sobrenatural.
Kallias la miró de
reojo, no del todo convencido, pero sin contradecirla. Hegeloco, que
había estado observando en silencio, intervino por primera vez.
—¿Y qué importa?
—dijo con tono grave y seguro—. Nos enfrentaremos a lo que sea que venga. Soy seguidor
de Ares, y la batalla no es solo un desafío, es nuestra esencia.
Kallias se rió por su
comentario, como si hubiera encontrado un espíritu afín.
—Parece que nos
llevaremos bien, Hegeloco. Yo también soy un hombre de Ares. Lleno su inframundo
hasta los topes. —dijo, golpeándose el pecho con orgullo. Ambos compartieron
una mirada cómplice, un entendimiento que solo los que han visto la guerra
podían compartir.
Moira sonrió
levemente desde su posición, aunque la preocupación todavía velaba su rostro.
—No subestiméis a los
dioses, —advirtió la bruja con palabras cargadas de una sabiduría que no concordaba con
su juventud aparente—. El cambio que se avecina no será solo de espadas y
sangre. Hay fuerzas más antiguas en juego, y nosotros somos solo soldados...
aunque nos creamos generales.
Kallias hizo una
pausa, luego se encogió de hombros con una risa que apenas ocultaba la duda
creciente que las palabras de Moira habían sembrado en él.
—Peones o no, —dijo—,
yo prefiero caer luchando que vivir bajo la sombra de la incertidumbre.
—Nos veremos pronto
en el campo de batalla, —añadió Hegeloco con una sonrisa feroz—. Que Ares nos
guíe.
Moira se quedó en
silencio por un momento, como si sus pensamientos estuvieran vagando hacia algo
más profundo, algo que los demás no alcanzaban a comprender.
—Ares podrá guiar nuestras espadas, pero hay otros dioses que ya están en movimiento. —dijo finalmente mirando a la silenciosa espía persa—. Y no todos nos favorecen.
Dartmoorh observaba
encapuchada desde un segundo plano entre las sombras sin decir una palabra, absorta en sus pensamientos.
Reino de Epiro |
Aristóteles y los
elegidos partieron de Pella rumbo a Epiro al alba, montados en robustos caballos
que avanzaban por los senderos polvorientos y los caminos sinuosos que
atravesaban las tierras montañosas. La mañana era fresca, con el
sol apenas asomando por el horizonte, prometiendo un día de viaje sin
contratiempos. Sin embargo, el destino tenía otros planes.
A medida que
avanzaban por un estrecho desfiladero entre altas paredes rocosas, el ruido de
cascos resonaba en la quietud del amanecer. De repente, el silbido de flechas
cortando el aire rompió la calma. Desde las alturas, un grupo de bandidos
emboscó a la expedición, lanzando flechas desde sus escondites estratégicos en
las rocas.
–¡Alto! ¡Rendíos o morid!
–gritó un líder bandido desde lo alto.
Los elegidos y
Aristóteles reaccionaron con rapidez. Hegeloco, el guerrero de Parmenión, se
adelantó con su espada desenvainada, liderando la defensa mientras los otros
ajustaban sus posiciones para proteger al filósofo y asegurar la ruta hacia
Epiro.
Las flechas seguían
lloviendo desde arriba, algunas de ellas se clavaron a escasa distancia de caballos
y hombres. Seis bandidos salieron de sus escondites y amenazantes apuntaron al grupo con sus arcos cargados.
Kallias y Dartmoorh,
con Aristóteles entre ellos, avanzaron hacia los bandidos. Mientras tanto,
Hegeloco se colocó su casco mágico y desapareció sin llamar la atención. Los
asaltantes, absortos en quienes se acercaban, no notaron su ausencia.
El líder de los
bandidos observaba al anciano filósofo con una mirada penetrante, como si lo
reconociera. Aristóteles, con voz serena, le dijo:
–Ni todo el oro del
mundo os haría felices.
El bandido respondió
con una bofetada que el filósofo soportó estoicamente, apenas moviendo el
rostro.
Kallias, en posición
defensiva, intervino:
–¿Sabéis a quién
pretendéis robar? Todo lo que veis pertenece a Clito el Negro.
Estas palabras
provocaron un silencio sepulcral entre los bandidos, cuyos rostros se tornaron
pálidos.
El líder, reuniendo
valor, replicó:
–Si trabajáis para
Clito, sois importantes para Alejandro Magno.
Dartmoorh, con voz
firme, respondió:
–Somos la escolta de
Clito. Os sugiero que sigáis vuestro camino.
Acto seguido, lanzó
una bolsa llena de monedas al líder, quien la atrapó con destreza.
Mientras tanto,
Hegeloco se había acercado sigilosamente al jefe de los bandidos. En un
movimiento rápido y preciso, desenvainó su espada y lo decapitó limpiamente. El
cuerpo cayó inerte, partido en dos, mientras Hegeloco sostenía su cabeza por el
cabello. Se quitó el casco, revelándose ante los cinco bandidos restantes y
alzando el macabro trofeo mientras goteaba sangre dejando un charco a
los pies de Hegeloco.
Los bandidos huyeron
despavoridos. Kallias, precavido, apartó a Aristóteles de la escena.
–¿De dónde has
salido? ¿Cómo has hecho eso? –preguntó Kallias a Hegeloco, asombrado.
–Ares me ha bendecido
–respondió Hegeloco con una sonrisa de satisfacción.
Dartmoorh se agacho
con delicadeza para recuperar su bolsa de monedas, ates de que la sangre la
pusiera perdida.
Aristóteles, con la
respiración agitada pero la mente serena, se acercó a Hegeloco y a Kallias.
–Habéis demostrado
vuestra valía. Este es solo el comienzo de vuestra historia. Ahora,
continuemos hacia Epiro. Nuestro destino aún nos aguarda –dijo Aristóteles con orgullo
mientras los elegidos asentían, conscientes de que habían superado un obstáculo
crucial en el camino hacia su misión secreta.
Rey Alejandro I de Epiro |
Epiro, región
montañosa del noroeste de Grecia, era hogar de los molosos. Destacaba por su
belleza natural, recursos minerales y la ciudad de Dodona con su famoso
oráculo. Gobernada por el rey Alejandro I, Epiro se convirtió en un poder
regional respetado, combinando influencias griegas con su identidad molosa
única.
El rey Alejandro I de
Epiro era un líder imponente y audaz. Alto, robusto y de rasgos fuertes, su
apariencia reflejaba su destreza militar. Vestía con símbolos de autoridad real
y su expresión seria inspiraba lealtad y respeto. Su presencia en batalla era
impresionante, consolidando su reputación como estratega y unificador.
En las profundidades
sombrías de las mazmorras de Epiro, Alejandro I, rey y figura dominante de la
región, recibió a los elegidos con autoridad. El ambiente estaba cargado de
tensión, acentuado por los ecos de los gritos ahogados de un persa sometido a
tortura. La presencia del rey, con su figura imponente y su mirada penetrante,
llenaba el espacio claustrofóbico mientras los elegidos se agrupaban en su
presencia.
–Bienvenidos –dijo
Alejandro I con una voz que resonaba en las frías paredes de piedra–. Como
sabéis, soy Alejandro, hermano de Olimpiade y tío de Alejandro Magno. No hay
tiempo que perder. Todos vosotros habéis sido seleccionados por vuestras
habilidades y vuestra disposición para servir a una causa mayor.
Los elegidos
escuchaban con atención, conscientes de que se encontraban en una encrucijada
decisiva para sus destinos.
–Alguien poderoso e
influyente ha requerido vuestros servicios en una tarea que podría alterar el
curso de la historia –continuó Alejandro, sus ojos escudriñando cada rostro en
busca de reacciones–. Memnón de Rodas, general persa y hábil estratega, se ha
convertido en un obstáculo significativo para mi sobrino Alejandro. Su
flota, al servicio del sátrapa persa Artabazo II, amenaza nuestras ambiciones y
nuestra seguridad.
Una pausa
significativa siguió las palabras del rey.
–Vuestro objetivo es
claro y crucial: eliminar a Memnón de Rodas de manera limpia y discreta. No
debe quedar rastro que señale a Macedonia ni a Alejandro como autores de este
acto –explicó Alejandro con firmeza, delineando las condiciones del encargo–.
Vuestras recompensas serán generosas y vuestros beneficios asegurados. Nuestro
patrocinador se encargará de ello.
El rey pausó, permitiendo que las implicaciones de sus palabras resonaran en la mente de los elegidos.
–Algunos de vosotros
podréis asegurar vuestras vidas mediante este acto –añadió Alejandro–. Estáis aquí porque se ha visto algo en
vosotros, algo que puede ser clave para el éxito de esta empresa.
Concluida su
exposición, Alejandro observó a los elegidos, esperando sus respuestas y
consciente de que había sembrado las semillas de una conspiración que podría
cambiar el destino de imperios. La tarea era monumental, pero en la oscuridad
de las mazmorras de Epiro, cada uno de los elegidos sabía que su participación
en esta misión podría marcar la diferencia entre la victoria y la derrota en el
juego de poder que se desplegaba sobre sus hombros.
Aristóteles mostró sus respetos al rey Alejandro de Epiro y se despidió del grupo, dado que ya no lo necesitaban. Ahora serían ellos quienes tendrían que demostrar por que diferentes fuerzas a tener en cuenta habían confiado en ellos y para ello Memnón debía morir.