Eterno XIV
Issos (333-332 a. C)
Parmenión, Capitán General de Alejandro |
En las llanuras de
Anatolia, el ejército macedonio avanzaba con audacia, acercándose con cada paso
más a Gordio, donde Alejandro esperaba hallar algo más que una simple ciudad
amurallada. El campamento de aquella noche se encontraba en una hondonada
rodeada de colinas bajas, un lugar estratégico donde podían descansar sin
perder de vista el horizonte. Allí, bajo el cielo estrellado y la tenue luz de
las hogueras, los soldados contaban historias y rumores sobre la leyenda del
Nudo Gordiano, mientras algunos de los generales y oficiales intercambiaban
estrategias.
Cerca del centro del
campamento, se había dispuesto un espacio amplio, libre de tiendas. En él, dos
figuras se preparaban para el combate, atrayendo la atención de todos los
presentes. Filotas y Calas, dos de los hijos de Parmenión, el mayor y el
pequeño, se encontraban frente a frente, listos para enfrentarse en un duelo
que todos sabían iba más allá de la mera práctica. Parmenión, su padre,
observaba en silencio desde un lado, con los brazos cruzados y la mirada firme,
sin dejar entrever sus pensamientos. Sabía que este combate no era solo una
exhibición; para sus hijos, era una oportunidad de mostrar su valía, de
demostrar quién merecía realmente el respeto de su padre y el reconocimiento de
sus compañeros de armas.
Calas, el más joven,
había regresado recientemente de una misión secreta en la que, junto a otros
conspiradores, había logrado acabar con la amenaza de Memnón, el general persa
que tanto había atormentado a Alejandro. La noticia de su hazaña se había
extendido como el fuego entre los soldados, ganándole respeto y cierta
reputación. Filotas, el mayor, había cargado con el peso de su apellido durante
años, demostrando su valía en muchas batallas. Pero ahora, la sombra de su
hermano menor crecía rápidamente, y en aquel combate no solo defendería su
orgullo, sino el legado que algún día esperaba heredar de Parmenión.
—¿Estás listo,
hermano? —preguntó Calas con una sonrisa desafiante, mientras aferraba su espada
con fuerza.
—Te mostraré que la
experiencia siempre prevalece sobre el ímpetu juvenil —respondió Filotas, con
un tono firme. En su mirada se adivinaba una chispa de competitividad.
Sin más preámbulos,
ambos hermanos iniciaron el combate. Sus espadas chocaron con fuerza, y el
sonido metálico resonó en la noche, atrayendo la atención de cada soldado en el
campamento. Filotas, con su estilo salvaje, intentaba mantener el control del
combate, buscando los ángulos y puntos débiles de su hermano. Calas, en cambio,
se movía con audacia, esquivando ataques y lanzando estocadas impredecibles que
obligaban a Filotas a mantenerse en guardia constante.
Parmenión observaba
cada movimiento con ojos atentos, midiendo no solo la habilidad de sus hijos,
sino también su carácter. Sabía que este duelo tenía una importancia simbólica
para ambos, y que, en el fondo, ninguno de ellos se enfrentaba solo al otro,
sino a la sombra de su propio futuro y las expectativas que cargaban.
De repente, Calas
lanzó una ofensiva rápida, obligando a Filotas a retroceder varios pasos. Su
hermano menor aprovechó la oportunidad y se lanzó con fuerza, buscando
desestabilizarlo. Entre los soldados que observaban la pelea también estaban
los otros dos hijos de Parmenión, Nicanor, humano mediano de los dos que se
estaban pegando y Hegeloco, el hijo bastardo recientemente reconocido por
Parmenión, que lo acompañaba con su guardia personal.
Filotas, sin embargo,
no era alguien que se dejara vencer fácilmente. Con un giro hábil, logró
desviar el ataque de Calas y lanzó una estocada que rozó el hombro de su
hermano, haciéndolo retroceder. Ambos se quedaron inmóviles por un instante,
jadeando, con las miradas fijas en los ojos del otro.
—No te lo pondré
fácil, Calas —dijo Filotas, esbozando una sonrisa.
—Eso espero, hermano
—respondió Calas, levantando de nuevo su espada.
El combate continuó,
cada movimiento de los hermanos se volvía más preciso, y la tensión en el
campamento era palpable. Los soldados murmuraban entre ellos, comentando la
habilidad de ambos.
Finalmente, Filotas
lanzó un ataque con toda su fuerza, obligando a Calas a retroceder hasta que
ambos quedaron al borde de una pequeña pendiente. En ese momento, Parmenión dio
un paso adelante, levantando una mano.
—Basta —dijo la voz
de Parmenión con voz autoritaria que rompió el silencio contenido. Ambos
hermanos bajaron sus espadas, respirando con dificultad, y miraron a su padre,
esperando su juicio.
Parmenión los observó
en silencio durante un momento.
—Hoy ambos me habéis
demostrado vuestro valor y vuestra habilidad. No necesito más pruebas de que
sois dignos de llevar el nombre de Parmenión. Recordad, sin embargo, que
vuestro verdadero enemigo no está aquí. Está allá afuera, en las tierras que
aún nos quedan por conquistar.
Los soldados
estallaron en vítores y aplausos, celebrando la unión de los hijos de
Parmenión. Calas y Filotas intercambiaron una mirada de complicidad, sabiendo
que, aunque la competencia entre ellos nunca desaparecería, en aquel momento
habían ganado algo mucho más valioso: la aprobación de su padre.
Esa noche, bajo el
cielo de Anatolia, el campamento de Alejandro vibraba con el eco del orgullo.
En silencio, cada uno de los presentes sabía que el verdadero combate aún
estaba por librarse en las vastas tierras del Oriente, y que juntos, como
hermanos y soldados, enfrentarían lo que el destino y los dioses les tuvieran
preparado.
Tras la dura batalla,
Parmenión convocó a sus cuatro hijos en su tienda. En el ambiente cargado de
olores a cuero y metal, el general vertió una jarra de vino en los vasos de sus
hijos y, alzando el suyo, propuso un brindis:
—Por mi legado.
Los jóvenes alzaron
sus copas y bebieron con solemnidad, sintiendo el peso de aquellas palabras.
Sin perder tiempo, Parmenión llenó nuevamente los vasos, esta vez con vino sin
aguar, tal como era costumbre entre los macedonios, desafiando la tradición
griega de diluirlo. Era un recordatorio de su espíritu y de la dureza que
caracterizaba a su gente.
Parmenión dirigió su
mirada hacia el más joven de sus hijos, Calas, con afecto.
—Calas, hijo mío
—dijo en tono grave—, he decidido que es tiempo de que asumas mayores
responsabilidades. Quiero ascenderte al mando de diez hombres, hombres de
confianza que yo mismo he elegido. Ahora eres su superior. Ahora eres un
decarco al mando de una dekas. Demuestra en el campo de batalla que eres digno
de la sangre que corre por tus venas, como lo han hecho tus hermanos.
Alzando de nuevo su
copa, Parmenión sonrió con orgullo y proclamó:
—Por Calas, mi hijo
pequeño y la promesa del mañana.
Los hermanos alzaron
sus copas en honor a Calas. Filotas y Nicanor, quienes ya ocupaban posiciones
destacadas en el ejército, lo miraron con orgullo, reconociendo en él la
responsabilidad que venía con aquel ascenso. Pero Hegeloco, quien, a pesar de
su talento, estaba destinado a permanecer como guardia al lado de su padre, no
pudo evitar que una chispa de envidia le cruzara la mirada. Aquel ascenso era
un honor que él también habría deseado, pero entendía la razón. Sabía que su
lugar estaba allí, a la sombra de Parmenión, protegiéndolo de todo peligro.
Aunque bastardo, aceptaba su rol sin queja, comprendiendo que su sacrificio
también era parte del legado familiar.
En aquel momento, en
esa pequeña ceremonia entre hermanos y bajo la mirada vigilante de su padre,
Calas comprendió que aquel brindis era más que un ritual. Era una declaración
de confianza.
Alejandro Magno, Rey de Macedonia |
Memnón, el león de
Magnesia, un general mercenario griego al servicio de Persia, poseía extensos
dominios en la región de Troya, cerca del emplazamiento de la batalla del
Gránico. Tras la victoria de Alejandro en esta batalla, se abrió para él toda
Anatolia, poniendo a su alcance ciudades clave como Éfeso, Halicarnaso, Pérgamo
y Mileto.
En tiempos pasados,
Filipo II, el padre de Alejandro, había brindado asilo a Memnón y a su familia
en Macedonia durante una invasión persa. Fue allí donde Memnón conoció al joven
Alejandro y a su maestro, el filósofo Aristóteles, por lo que estaba muy
familiarizado con su oponente y su estilo de liderazgo.
Con una poderosa
flota bajo su mando, Memnón se propuso recuperar las tierras que los persas le
habían otorgado, lanzando ataques estratégicos a las líneas de suministro de
Alejandro a través del Helesponto y las islas del Egeo. Además, recibió
refuerzos marítimos desde Chipre, Fenicia y Egipto, complicando en gran medida
la campaña de Alejandro. Su habilidad táctica puso en aprietos a Alejandro en
varias ocasiones, al punto de convertirse en una amenaza formidable para las
fuerzas macedonias.
Sin embargo, durante
el asedio de Mileto, en la costa occidental de Anatolia, la muerte de Memnón en
Halicarnaso representó un duro golpe para los persas. Sin su liderazgo, la
amenaza marítima persa se desvaneció rápidamente. Las ciudades griegas de la
costa, como Éfeso, Halicarnaso, Pérgamo y Mileto, acogieron a Alejandro como un
libertador, mientras que otras se sometieron a su poder por temor.
Con el control del
mar Egeo prácticamente asegurado tras la caída de Memnón, Alejandro decidió
hacer una pausa en Jonia, ahora libre de la amenaza persa y restablecida bajo
dominio griego. Fue en este periodo cuando conoció al célebre pintor Apeles,
quien inmortalizaría su figura en retratos.
Alejandro, en una
decisión estratégica, desbandó sus naves y optó por una nueva táctica para
neutralizar definitivamente a la flota persa: derrotarla desde tierra firme,
destruyendo sus puertos y bases de suministro.
Moira, Cónsul de Alejandro Magno |
En la penumbra de la
madrugada, el campamento macedonio descansaba al abrigo de un pequeño bosque de
cipreses, alejado de la senda principal que conducía a Gordio. La campaña por
Anatolia había sido larga, pero el ejército de Alejandro se movía como un río
imparable, confiado en su destino. En el claro, entre sombras alargadas y los destellos
de luz de las antorchas, Calístenes aguardaba en silencio, oculto por la capa
de la noche y envuelto por el murmullo suave de las ramas al viento. Sabía que
Moira regresaba, y la espera había teñido de ansia sus pensamientos.
Entonces, entre las
sombras, apareció Moira. Había vuelto. Su andar era firme y sus ojos reflejaban
el cansancio de la misión cumplida. Sus ropas aún llevaban rastros del largo
viaje, y su expresión era serena, pero en su mirada danzaba algo nuevo, una
chispa de libertad que antes había estado oculta. Porque ahora ya no era solo
una esclava. Había cumplido con éxito la misión en la que se había jugado el
destino de Alejandro y de todo el ejército macedonio: Memnón, el temido general
persa, había caído, y con él se había esfumado la amenaza sobre el control del
mar Egeo.
Calístenes avanzó
hacia ella, sin decir ni una palabra, y la envolvió en un abrazo contenido,
casi temeroso de que el simple acto de tocarla pudiera deshacer la realidad de
su regreso. A pesar de ser su dueño, él nunca la había tratado como una
posesión; ella había sido mucho más que eso, una compañera, una cómplice y, durante
el amparo de la noche, una amante. Su vínculo se forjaba en la unión de sus
talentos: el intelecto sagaz de Calístenes y la magia profunda de Moira, que
juntos habían transformado en armas, estrategias y conocimiento en la lucha
contra Persia.
—Has vuelto —susurró
él, con voz, apenas audible, traicionando la emoción que intentaba contener.
Moira le sostuvo la
mirada y, con una sonrisa breve, sacó de su bolso de viaje una pequeña bolsa de
cuero. Calístenes la miró con curiosidad; sabía que Moira era capaz de crear
artefactos maravillas cuyo valor se perdía en la imaginación de los demás, pero
siempre le sorprendía su inventiva. Ella abrió la bolsa y le mostró un polvo de
un tono oscuro y metálico que parecía absorber la luz.
—Es un componente
nuevo —dijo Moira, con voz suave—. Lo obtuve en el trayecto de vuelta, de unos
mercaderes fenicios. Con este polvo, podemos imbuir las flechas de nuestros
arqueros para que ardan al contacto con el aire. No necesitarán antorchas ni
aceites… solo el impulso de un buen arco y la fuerza del viento. —Hizo una
pausa y miró a Calístenes con complicidad—. Imagina los barcos persas… todos en
llamas en cuanto se acerquen demasiado.
Calístenes se quedó
sin palabras por un instante, admirando la audacia y la eficacia de la idea.
Esa sustancia, ese poder, era justo el tipo de arma que podía darles una
ventaja definitiva en las batallas por venir. No solo era ingeniosa, sino que,
en las manos adecuadas, podría sembrar el terror entre los persas, como si el
mismo Hades estuviera de su lado.
—Moira… esto es
brillante —murmuró, con los ojos vidriosos por la visión de lo que podía
lograrse. Extendió una mano para tomar una pequeña cantidad del polvo y
examinarlo más de cerca, maravillado por la capacidad de ella para hallar lo
extraordinario en cada rincón del mundo.
—No podría haberlo
hecho sin ti —respondió ella, y en su mirada había una sinceridad que iba más
allá de las palabras.
Él la tomó de la
mano, y por un momento se olvidaron del resto del campamento, de los soldados y
de la guerra que los rodeaba. Para Calístenes, Moira no solo era una maga hábil
y su mejor colaboradora, sino una mujer que había sabido leer sus pensamientos
más profundos y ahuyentar su soledad. Él había leído en sus gestos y palabras
una lealtad que iba mucho más allá de la mera servidumbre. Y ahora que ella era
libre, no podía evitar preguntarse si esa unión que habían construido
sobreviviría a su recién ganada independencia.
—Ahora que eres
libre… ¿qué harás? —preguntó, con temor a su respuesta. — sabes que mi
propuesta de matrimonio sigue en pie, siempre ha estado ahí.
Moira sonrió, pensando
en el peso de los secretos que compartían y de los momentos que habían pasado
juntos en el campo de batalla, en el taller de sus inventos, en las sombras de
las tiendas.
—Aún no he terminado
lo que empecé contigo, Calístenes —respondió, estrechando su mano con calidez—.
Si vamos a hacer historia, quiero estar allí contigo.
Moira besó
apasionadamente a Calístenes, y el recordó que pocos hombres habían tenido el
placer de besar esos mortales labios.
Calístenes la miró
con gratitud, y en ese momento, bajo el cielo de Anatolia, supo que juntos,
serían una fuerza imparable.
Calístenes y Moira
celebraron su reencuentro en la intimidad de la tienda de él, haciendo el amor
bajo el manto estrellado de Anatolia. Después, mientras la noche avanzaba, se
recostaron juntos y compartieron palabras llenas de complicidad. Moira, sin dar
aún una respuesta definitiva a la propuesta de matrimonio que él le había
hecho, se mantenía en un suave silencio que no significaba ni un rechazo ni una
aceptación. La ambigüedad de su gesto dejaba entrever una promesa suspendida en
el aire, que Calístenes, paciente y esperanzado, esperaba que algún día pudiera
concretarse.
Apeles, célebre pintor griego |
En la villa jónica
donde Alejandro y sus generales descansaban momentáneamente, había un clima de expectativa
en el ambiente. Entre los soldados y estrategas, se encontraba una figura
atípica, de manos finas y túnica ligera, observando con calma y precisión los
rostros y las posturas de los hombres que lo rodeaban. Era Apeles, el pintor
más renombrado de su tiempo, convocado por Alejandro para inmortalizar a su
corte y sus hazañas.
Mientras Apeles
organizaba sus pinceles y pigmentos en un rincón de la sala, un grupo de
generales murmuraba con visible inquietud sobre el avance de la campaña. Parmenión,
general de Alejandro, segundo al mando, lanzó un comentario irónico en voz
alta:
—Es curioso, ¿verdad?
Luchamos y nos desangramos en las tierras de Asia, y ahora, en lugar de
prepararnos para la próxima embestida, nos dedicamos a posar como modelos.
¿Acaso el arte nos hará invencibles?
Al oír esto, Apeles
levantó la vista y esbozó una leve sonrisa antes de responder:
—Si una imagen puede
capturar la gloria de los héroes y transmitirla a las futuras generaciones,
entonces sí, general. El arte puede hacerlos inmortales, al menos en el
recuerdo.
Filotas, comandante
de caballería, hijo de Parmenión, se rió entre dientes.
—¿Inmortales?
Prefiero seguir siendo inmortal por la fuerza de mi brazo y el filo de mi
espada.
Apeles se encogió de
hombros y volvió su mirada hacia el escudo de bronce colgado en una de las
paredes.
—¿Y qué pasará cuando
esas armas y escudos ya no sean suficientes para recordar sus hazañas? La memoria
es frágil, señores. Pero el arte… el arte la refuerza, la protege de la erosión
del tiempo. Sin pintura, sin relato, ¿qué queda de nosotros?
Mientras los
generales se miraban, desconcertados por la filosofía del pintor, Alejandro,
quien había estado escuchando en silencio desde su asiento, decidió intervenir.
—Apeles tiene razón
—dijo, con voz firme, mientras sus ojos brillaban con pasión—. El filo de una
espada puede conquistar tierras, pero el arte y la memoria conquistan los
siglos. Y mis conquistas no serán solo para esta generación. Necesitamos ser
recordados no solo como conquistadores, sino como constructores de un nuevo
mundo.
Apeles sonrió,
satisfecho, y se acercó para ajustar la posición de Alejandro, como si fuera
una escultura viva. Sin embargo, antes de comenzar a dibujar el primer trazo en
su lienzo, miró a Calístenes, Historiador y embajador de Alejandro y a los
otros generales.
—¿Sabíais que Memnón,
ese gran estratega que tanto habéis temido también será recordado como un
amante de las artes? En su campamento había esculturas traídas desde Atenas, y
mantenía poetas cerca para que sus hazañas fueran registradas. Quizás, sin
daros cuenta, no sois tan distintos de vuestro enemigo.
El comentario de
Apeles provocó un silencio tenso. Los generales intercambiaron miradas, algunos
con desdén, otros reflexivos. Finalmente, fue Parmenión quien rompió el
silencio, lanzando una carcajada.
—¿Y qué quieres,
Apeles? ¿Que después de cortarle la cabeza al enemigo, le compongamos una oda?
—preguntó, entre risas.
—Si esa oda ayuda a
que su nombre inspire respeto y temor en quienes oigan sobre su destino, sí
—replicó Apeles, sin perder su tono sereno—. Los actos de grandeza necesitan
tanto la sangre como el recuerdo.
Alejandro sonrió,
satisfecho por la réplica del pintor, y miró a sus generales con paciencia.
—Recordad, mis
amigos, que mientras luchamos, yo sueño con un imperio que será contado durante
siglos. Y Apeles será quien lo preserve.
Entonces, sin más
preámbulo, Alejandro se sentó y dejó que el pincel de Apeles comenzara a
capturar su imagen en el lienzo. Los generales se miraron entre sí, más
conscientes que nunca de la magnitud de sus propios actos. Aquella campaña,
entendieron, no era solo una conquista: era una historia en proceso, una que,
gracias al arte de Apeles, viviría mucho más allá de sus propias vidas.
El Nudo Gordiano |
Alejandro avanzó por
las tierras de Anatolia casi sin encontrar resistencia, hasta llegar a Gordio,
una ciudadela amurallada que abrió sus puertas sin oposición. Decidió esperar
allí los refuerzos necesarios para continuar su campaña.
La leyenda del Nudo
Gordiano era bien conocida por Alejandro, quien había estudiado los relatos de
los Jardines de Midas y la historia del famoso rey que, en tiempos antiguos,
había dejado su carro real en el templo de Zeus, tirado por bueyes y atado con
un nudo intrincado. Según la leyenda, este nudo era tan complejo que nadie
había logrado desatarlo, y se decía que aquel que lo consiguiera estaría
destinado a conquistar el Oriente. Este mismo nudo era símbolo del poder y del
destino en la ciudad que, en honor a su fundador, llevaba el nombre de Gordio.
Al llegar a Gordio y
observar el famoso nudo, Alejandro no dudó. En lugar de intentar desatarlo,
como otros habían hecho sin éxito, desenvainó su espada y, con varios tajos
rápidos y certeros, lo cortó en pedazos, ante la mirada asombrada de la
multitud que lo observaba. Para él, la acción directa y decisiva era la
respuesta, y su gesto dejó en claro su manera de enfrentar los desafíos: si
había un obstáculo, lo derribaría sin rodeos.
Esa misma noche, una
violenta tormenta estalló sobre Gordio. Alejandro interpretó los rayos y el
trueno como una señal de Zeus, aprobando su audaz decisión. Para sus
seguidores, era un mensaje claro de que los dioses estaban de su lado.
Con su estilo
característico de liderazgo, Alejandro comprendía la importancia de las
impresiones y de ganarse tanto a su ejército como a los pueblos que pronto
gobernaría. Este acto simbólico, al romper el nudo gordiano, era más que una
simple solución al enigma: era un mensaje a todos de que su camino hacia la
conquista sería directo e imparable. Así, con su espada como respuesta al
destino, continuó su avance hacia la grandeza, convencido de que Oriente le
pertenecía.
Gordion |
—Parmenión,
quiero que tomes a tus hombres y marches al este. —dijo con tono severo
Alejandro— Abandonaremos las rutas marítimas de suministro. Nos abasteceremos
con los recursos saqueados de las aldeas locales. Así podremos avanzar con
rapidez y sorprender al enemigo.
—¿Alejarnos
de la costa? ¿Dejar nuestros suministros? —dijo Parmenión con expresión de
inquietud—. Alejandro, eso es una locura. Nos vuelves vulnerables. Nadie puede
ganar una guerra con soldados hambrientos.
—Nos
volvemos vulnerables si nos mantenemos atados a un plan predecible. —Añadió
Alejandro muy seguro— Los persas no esperarán que avancemos con tanta
velocidad, ni que estemos dispuestos a tomar lo que necesitamos sobre la
marcha. Esa es nuestra ventaja, Parmenión. No la desperdiciemos.
—Pero
si caemos en esa estrategia, —continuó Parmenión— dependemos de que haya
suficientes recursos en las aldeas. ¿Qué haremos si llegamos a una región sin
suministros? Cada paso nos alejará de los puntos de reabastecimiento, y los
hombres lo resentirán. No es solo cuestión de velocidad; es de supervivencia.
—¿Acaso
dudas de mi decisión? —preguntó Alejandro con disgusto en sus ojos— Esta es la
única manera de que podamos enfrentarnos a Darío y su ejército. Si seguimos el
camino tradicional, nos espera una batalla donde ellos nos estarán esperando,
bien aprovisionados y listos. ¿Y qué clase de rey sería yo si rehuyera un reto
por temor a que falte pan en algún momento del trayecto?
—No
es falta de coraje, Alejandro, sino de prudencia. —Respondió Parmenión elevando
la voz— Has demostrado ser un gran estratega, pero esta es una apuesta muy
arriesgada. Darío no es cualquier enemigo; es el hombre que lidera el ejército
más poderoso del mundo. Enfrentarlo en estas condiciones... me sigue pareciendo
un suicidio.
—Precisamente,
Parmenión. —Respondió Alejandro elevando también la voz— Él es el hombre que
lidera el ejército más poderoso del mundo, y por eso mismo debemos hacer lo
inesperado. No busco una batalla común; busco la victoria definitiva. Y esa
solo se logra tomando riesgos que nadie más se atrevería a tomar.
—Entonces,
si fracasamos, ¿qué será de nuestros hombres? ¿De las vidas que han confiado en
ti? —preguntó Parmenión.
—Si
fracasamos, será porque así lo desean los dioses —Respondió Alejandro— Yo no
lidero para conservar, Parmenión. Lidero para conquistar. Si Darío quiere una
guerra, yo le daré una guerra que jamás olvidará.
Así
Parmenión acató las órdenes de su rey y al amanecer partiría hacia el este
cortando su ruta de suministros.
Calas, Decarco, Hijo pequeño de Parmenión |
La noche era cerrada
y pesada en Gordio, con la tormenta rugiendo sobre la ciudadela. La reciente
hazaña de Alejandro cortando el Nudo Gordiano había dejado a sus generales
llenos de energía, pero también en un estado de inquietud latente. Los
relámpagos iluminaban el cielo y los truenos resonaban como tambores de guerra.
Los hombres acampaban cerca de los muros, refugiándose bajo las tiendas que
apenas resistían el embate del viento y la lluvia.
En una de las
tiendas, Parmenión, Calas, Filotas y Calístenes compartían una jarra de vino,
intentando aplacar el frío que traía la tormenta. El ambiente estaba cargado, y
fuera la tormenta arreciaba.
Filotas entrenaba a
su jauría de ocho perros de batalla, afilando su instinto de lucha y
fortaleciendo su disciplina.
—Zeus nos ha dado su
favor, ¿no lo creéis? —comentó Calas, observando cómo un relámpago iluminaba el
horizonte.
—Si Zeus está de
nuestro lado, ¿por qué envía esta maldita tormenta sobre nosotros? Prefiero el
favor de los hombres al de los dioses. —Bufó Parmenión inquieto.
—Calas, vas a
ayudarme con esto. Y con ello, serás un hombre —dijo Calístenes, tendiéndole
una flecha.
Calas observó el arma
con curiosidad. La punta de la flecha estaba cubierta de un polvo negro
brillante, un polvo mágico que Moira había conseguido para Calístenes.
—Carga el arco y
apunta a ese poste —instruyó el historiador, señalando un poste de madera al
otro lado de la tienda.
Calas asintió,
concentrado. Colocó la flecha en el arco, tensó la cuerda, apuntó con precisión
y soltó. La flecha cortó el aire, y al hacerlo, la punta emitió un destello de
luz, como si se hubiera encendido en llamas por un instante. El proyectil se
clavó en el poste, dejando una tenue columna de humo detrás.
Los presentes
observaban sorprendidos, especialmente Parmenión, que miró con inquietud al
historiador.
—¿Qué ha sido eso,
Calístenes? —preguntó el general, sin disimular su desconcierto.
Calístenes, aún
pensativo, inspeccionó la flecha clavada en el poste.
—Un nuevo tipo de
arma... aunque aún necesita perfeccionarse. Quizá mezclando el polvo con grasa
o aceite podríamos mantener el fuego encendido más tiempo.
Parmenión asintió,
aunque su expresión seguía siendo sombría. Aprovechando el momento, se acercó a
Calístenes y le habló en voz baja:
—Esta locura de
Alejandro me tiene intranquilo. Abandonar los suministros, adentrarnos en
territorio desconocido… Es un suicidio. Nos arriesgamos a fracasar de una forma
catastrófica.
Calístenes le dedicó
una mirada serena, pero firme.
—Conozco a Alejandro
desde que éramos niños, Parmenión. Su audacia siempre ha sido su fuerza, y cada
vez que otros dudan, él avanza y triunfa. En nuestros juegos de estrategia,
siempre tomaba decisiones que parecían temerarias, pero que al final le
llevaban a la victoria. Creo que esta vez no será diferente.
Parmenión suspiró,
algo irritado.
—Esto no es un juego,
Calístenes. Aquí no se trata de piezas en un tablero, sino de vidas de hombres
de carne y hueso.
Ambos se miraron con
tensión, sus perspectivas enfrentadas pero, en el fondo, unidas por el respeto
mutuo.
Sombras en la Tormenta |
Un soldado irrumpió
en la tienda, jadeando y con el rostro pálido de preocupación.
—¡General! —dijo con
urgencia mirando a Parmenión—. Algo extraño ocurre en el campamento. Los
caballos están inquietos, y… —vaciló, tragando saliva—…algunos dicen que han
visto sombras moviéndose en los bordes del campamento.
Parmenión frunció el
ceño y se levantó, echando mano a su espada.
—¿Sombras? No me
vengas con cuentos de soldados asustadizos. Este campamento está lleno de
hombres curtidos en la batalla. ¿Por qué habrían de temer a unas sombras?
El soldado,
visiblemente nervioso, hizo una reverencia para disculparse.
No son solo sombras,
señor. —Insistió el soldado— Los centinelas creen que podrían ser asesinos
enviados por los persas, o incluso algún tipo de criatura… extraña. Algunos
dicen que algo en esta tormenta no es natural.
Filotas miró a
Ptolomeo, y este a Calas. Calístenes recordó las historias de Anatolia, de
criaturas y fuerzas misteriosas que poblaban las tierras lejanas. Los rumores
decían que Gordio era un lugar sagrado y lleno de secretos.
Algo en el interior
de Calístenes le advirtió que llevaran antorchas y el historiador se lo transmitió
a sus compañeros que cogieron una antorcha cada uno.
—No podemos correr
riesgos —intervino Parmenión—. Esta noche marca un punto importante en nuestra
campaña. Alejandro ha dado un paso decisivo, y si los persas o cualquier
enemigo están al acecho, esta sería la noche perfecta para atacar y sembrar
dudas entre nuestros hombres.
Filotas asintió, preparando
su jauría de perros encadenados juntos a una fuerte correa. Vamos a ver qué
está ocurriendo. No podemos permitir que esta tormenta y unas sombras aterren a
nuestra tropa.
Salieron juntos bajo
la lluvia, adentrándose en el campamento mientras el viento azotaba sus capas.
Los relámpagos iluminaban brevemente los alrededores, revelando sombras
distorsionadas y destellos que parecían tomar forma solo para desvanecerse al
instante. De repente, un relincho de pánico cortó el aire. Los caballos, atados
en un corral improvisado, se agitaban y golpeaban el suelo, sus ojos reflejando
un miedo inusual.
—¡Mantened a los
caballos quietos! —gritó Parmenión a los soldados que intentaban controlarlos.
Pero en ese momento, otro grito resonó a la distancia, esta vez humano,
desgarrador y lleno de pavor.
Sin pensarlo dos
veces, los generales corrieron hacia el origen del grito. Encontraron a un
soldado tendido en el barro, el rostro desencajado, señalando hacia una línea
de árboles en la periferia del campamento.
—¡He… visto algo… una
sombra que se movía entre los árboles! Era como si… como si la tormenta la
siguiera, como si el propio Zeus la hubiese enviado.
—¡Muéstrate cobarde!
—gritó Parmenión a la oscuridad mientras la lluvia los mojaba abundantemente.
Parmenión miró a sus
hijos, sus ojos duros pero sin palabras. Calas, evaluando la situación, decidió
no ignorar el miedo evidente en la tropa. Preparó su lanza de mano y avanzó
hacia la línea de árboles.
—Sea quien sea o lo
que sea que esté aquí, nos enfrentaremos a ello. No permitiremos que ningún
enemigo, humano o no, siembre el miedo entre nuestras filas.
Los generales
formaron una línea, moviéndose con precaución pero decisión hacia la oscuridad.
La tormenta arreciaba, y entre el estruendo de los truenos, lograron distinguir
una figura encapuchada entre los árboles, apenas visible bajo el manto de la
lluvia.
La figura se movió
con rapidez, lanzándose hacia ellos con una agilidad casi sobrenatural. En un
instante, Parmenión bloqueó un golpe con su espada, notando que la figura era
increíblemente fuerte y rápida que le hizo un rasguño en la frente con su
propia espada. Calas, a su lado, arremetió con una estocada con la lanza,
logrando cortar la capa de la sombra, que se desvaneció como humo. Sin embargo,
aparecieron otras dos figuras a sus flancos.
La jauría de perros
de Filotas a su orden cargó contra otra de las sombras, acabando rápidamente
con ella convertida en humo negro.
—¡Es un ataque
coordinado! ¡Cubríos las espaldas! —advirtió Parmenión al ver que eran varios.
La lucha estalló en el barro y bajo la lluvia, con los macedonios moviéndose en perfecta sincronía, una prueba de su camaradería. La tormenta continuaba rugiendo, pero la presencia de sus armas vencieron cualquier sombra o figura que intentara atacarlos. Tras unos minutos de enfrentamiento brutal, las figuras retrocedieron y desaparecieron en la oscuridad de la noche. Filotas es herido por una de ellas y sangrando espera por si aparecieran más.
Mientras recuperaban
el aliento, intercambiaron miradas. No sabían exactamente qué había sido
aquello, si enemigos humanos o criaturas impulsadas por fuerzas misteriosas.
Sin embargo, en sus corazones supieron que el desafío del Nudo Gordiano había
desencadenado algo más que una simple tormenta.
—Zeus nos está
poniendo a prueba, como a Alejandro —murmuró Filotas, con cautela—. Esta noche,
cada hombre en este campamento sabe que no hay vuelta atrás.
—¡Huid malditos
cobardes! —gritó Parmenión mientras los perros de Filotas ladraban de fondo.
Calas con sus
conocimientos de primeros auxilios improvisa un vendaje para su hermano
Filotas, que sangra orgulloso.
Con el campamento
asegurado y el peligro disperso, los generales regresaron a sus tiendas,
preparados para relatar a Alejandro lo que había ocurrido. La tormenta
comenzaba a amainar, y en sus corazones, llevaban la certeza de que aquella
campaña iba más allá de la guerra. La tormenta era una advertencia: estaban
enfrentando algo más grande, y solo su unidad y valentía los protegerían en el
sendero hacia el Oriente.
En busca del destino
Darío salió decidido
a encontrar a Alejandro. No estaba dispuesto a prolongar el conflicto; esta vez
emplearía todos los recursos a su disposición para asegurar una victoria
definitiva.
Mientras Alejandro
avanzaba por Siria, recibió noticias de que Darío venía tras él desde el
noroeste. Sin titubear, ordenó a sus tropas que dieran media vuelta y marcharan
al encuentro de su enemigo.
En el paso de Belén,
una patrulla macedonia capturó a un espía persa que merodeaba entre sus filas.
Bajo tortura, el prisionero reveló la magnitud del ejército que Darío estaba
reuniendo: un contingente colosal, con las tropas de la guarnición de Babilonia
reforzadas por miles de reclutas de la región. Cien mil persas marchaban bajo
el estandarte de Darío, dispuesto a enfrentarse personalmente a los treinta mil
soldados de Alejandro.
La idea de retirarse
para evitar una masacre cruzó la mente de los oficiales macedonios. Sin
embargo, Alejandro, desoyendo las cautelosas advertencias de Parmenión, decidió
avanzar hacia Issos. Creía que la geografía del terreno estrecho allí les
ofrecería una ventaja, impidiendo que el ejército persa pudiera flanquearlos.
Para Alejandro, el riesgo era asumible.
—El cielo no puede
tolerar dos soles, ni la tierra dos reyes —dijo Alejandro con firmeza, sus ojos
fijos en el horizonte—. Asia será nuestro regalo de los dioses.
A su lado, Parmenión
asintió con respeto.
—Que comience la
invasión —añadió, consciente de que esta batalla decidiría el destino de
imperios enteros.
Filotas torturando |
Filotas y Calas se
encargaron personalmente del interrogatorio del espía persa. Filotas, queriendo
endurecer el carácter de su hermano menor, había insistido en que lo
acompañara. Sabía que era el momento perfecto para forjar el temple de Calas y
prepararlo para la crudeza de la guerra.
El espía, atado a un
poste en la tienda de Filotas, respiraba agitadamente mientras observaba a los
dos hermanos en silencio, desconcertado. Filotas extendió la mano del
prisionero y le indicó a Calas, señalando la muñeca:
—Corta aquí.
Calas retrocedió
instintivamente. No le gustaba ver a los demás sufrir, y lo que su hermano
pedía le parecía innecesario. Pero la mirada firme de Filotas, junto con la
sombra de su padre Parmenión en sus pensamientos, le recordaron que no podía
echarse atrás. Tomando aire, se obligó a permanecer allí.
Sin decir más,
Filotas tomó el cuchillo y, sin previo aviso, le cortó la oreja al persa.
—Esto es fácil… mira
su oreja…cortas y ya está. —Explicaba Filotas a su hermano horrorizado. —¿Vas a
hablar? Preguntó Filotas a la orea cortada.
—¡No me has
preguntado nada! ¡Sois unos barbaros! —gritaba el persa.
Filotas lanzó el
trozo de carne sangrante a sus perros, que esperaban cerca y rápidamente se
disputaron el bocado. Calas sintió que el mundo le daba vueltas. La visión de
la sangre y los gruñidos de los perros devorando la oreja hicieron que su
estómago se revolviera, y vomitó sin poder contenerse.
—¡Puag, no me manches
la tienda de vomito! —exclamó Filotas a Calas que apenas podía oírle.
El espía, con la cara
ensangrentada y retorciéndose de dolor, gritaba insultos, llamándolos bárbaros.
Filotas, sin inmutarse, le lanzó una mirada helada.
—¿Además me insultas?
—preguntó, disfrutando del terror en los ojos del prisionero.
—¡No, no! —gritó el
persa, tratando de recular, aunque las ataduras lo mantenían fijo en su lugar.
Entre balbuceos, el
espía empezó a revelar la información que poseía: Darío estaba reuniendo un
gran ejército, compuesto por las guarniciones de Babilonia y miles de reclutas.
Filotas escuchaba, asintiendo lentamente mientras calculaba en voz baja, con
una seguridad casi arrogante, que serían entre cien y doscientos mil hombres.
—¿Eso es todo? —dijo
finalmente, como si la cifra fuera insignificante. Luego, sin previo aviso, le
asestó un corte en el tobillo al prisionero, y luego en el otro, sin detenerse
ante sus gritos, Filotas le cortó los pies. Calas miraba en shock, congelado,
sintiendo cómo algo dentro de él se quebraba. Mientras el persa agonizaba en el
suelo, Filotas se limitó a decir:
—No te muevas —y se
marchó de la tienda.
Calas cayó de
rodillas, pálido y temblando, mientras veía al espía retorciéndose en sus últimos
momentos. Su mirada fija, casi perdida, reflejaba el vacío que sentía crecer en
su interior. Con cada gota de sangre que manchaba el suelo, sentía que algo en
su alma también se manchaba para siempre. En silencio, mientras el persa daba
su último aliento, Calas comprendió que una parte de su inocencia había muerto.
No mucho después,
Filotas regresó y lo encontró ahí, inmóvil. Una sonrisa fría se dibujó en sus
labios, complacido al ver que su hermano aún estaba presente.
—Ahora —dijo,
sosteniendo dos cuchillos en ambas manos, con una expresión fria— te voy a
enseñar cómo desollar un cuerpo humano.
—No creo que sea…
buena idea… —respondió Calas, antes de volver a vomitar lo poco que le quedaba
en el estómago.
Filotas comenzó a
trabajar en el cadáver con una concentración casi ritual, ignorando el estado
de su hermano. Estaba tan absorto en su tarea que no notó cuando Calas, incapaz
de soportar más, se desmayó en el suelo. Cuando finalmente despertó, algo en él
había cambiado.
Filotas, satisfecho
con su macabra obra, tomó la piel desollada del persa y la colgó en su tienda,
como si fuera el primer trofeo de una colección siniestra. Sabía que esta era
solo la primera pieza de su puzle y que pronto una gran batalla le ofrecería
muchas más.
Batalla de Issos |
Las tropas de
Alejandro marchan con la moral por las nubes. Tras dejar Gordio atrás, el rey
macedonio avanza hacia el sur, adentrándose en Siria, donde recibe la noticia
de que el rey persa Darío III se dirige hacia Issos al mando de un vasto
ejército, con unos 100.000 hombres, con la intención de bloquear su paso. El
ejército persa, compuesto por una coalición de fuerzas provenientes de diversas
satrapías, resultaba ser una fuerza multinacional, pero sorprendentemente
homogénea.
Las tropas de
Alejandro, con solo 30.000 hombres, se encuentran en clara desventaja numérica,
como había sucedido en cada una de sus campañas. Sin embargo, el rey macedonio
podía confiar en la lealtad inquebrantable de sus hombres. Estaba respaldado
por un entusiasmo arrollador, un valor sin igual y una fe ciega y fanática en
su causa. Alejandro se había ganado el respeto de sus tropas de manera
indiscutible. No solo luchaba a su lado, sino que compartía con ellos las
penurias del viaje: comía, bebía y entrenaba junto a ellos. Para sus hombres,
era uno de los suyos, y lo seguirían sin dudar, allá donde los llevara la
lucha. Las promesas de oro, riquezas y tierras conquistadas alimentaban la
ambición de los macedonios, pero era la figura del propio Alejandro lo que
mantenía viva su esperanza.
Calístenes, Historiador y Embajador de Alejandro |
Las montañas de
Cilicia se alzaban imponentes y secas en el horizonte, la vasta extensión de
Siria a su espalda, mientras las tropas de Alejandro marchaban con paso firme
hacia el sur. Después de abandonar Gordio, la moral de los hombres era
imbatible. No importaba que el terreno fuera áspero ni que la fatiga se notara
en los rostros curtidos por el sol; su fe en Alejandro era inquebrantable. La
promesa de oro, de riquezas y glorias futuras, los mantenía en pie, avanzando
con la fuerza de una avalancha.
Parmenión, en esta
ocasión, solicitó el apoyo de Calístenes para persuadir a Alejandro de que sus
decisiones impulsivas podrían conducirles al desastre. El historiador accedió a
respaldarlo.
Parmenión, el
veterano comandante, se encontraba junto a Alejandro, observando el mapa
desplegado sobre una roca plana. Ambos sabían que se acercaban al punto
decisivo. En el aire se podía sentir el peso de la tensión. El río Orontes
fluía cerca, un frágil límite entre la escasa paz que les quedaba y el infierno
de la guerra.
—Alejandro, el rey
Darío no se andará con rodeos. Está reuniendo un ejército de 100,000 hombres,
mucho más que nuestros 30,000 —dijo Parmenión con preocupación.
Calístenes observaba
a ambos, prestando atención a cada palabra.
Alejandro, impasible,
levantó la vista, sus ojos azules tenían la misma intensidad que las llamas de
las hogueras a su campamento.
—¿Y qué importa eso,
Parmenión? No es el número lo que decide el curso de la guerra, la unidad y la
valentía. Y mis hombres tienen todo eso —respondió con convicción. Su voz caló
en el corazón de sus tropas, como un rugido de león en una selva desolada.
Parmenión asintió
lentamente, pero sus dudas seguían presentes. No era la primera vez que veían a
Alejandro desafiar lo imposible. A su lado, Filotas y Calas, sus hijos, se
encontraban ocupados afilando las espadas, listos para lo que viniera. A pesar
de su juventud, ambos habían demostrado ser soldados formidables, sus ojos
reflejaban el arrojo heredado de su padre.
—¿Qué podemos hacer
Alejandro? —preguntó Parmenión mientras sus dos hijos lo miraban en silencio.
Alejandro se acercó a
él, y sin perder su sonrisa confiada, respondió:
—Lo que cuenta no es que
podemos hacer, sino si creemos que lo haremos. La historia se escribe con las
manos de aquellos que se atreven a desafiar la fatalidad. El rey Darío tiene un
ejército, es cierto, pero nosotros tenemos algo más: tenemos un propósito, y lo
más importante, tenemos la fe de los nuestros.
Mientras hablaba, los
soldados a su alrededor, como si el viento hubiera soplado una palabra de
aliento, comenzaron a murmurar entre ellos, compartiendo la misma certeza. Eran
hombres de carne y hueso, como cualquier otro, pero bajo la bandera de
Alejandro, se sentían invencibles. Nadie les había dado nada, todo lo que
habían conseguido lo debían a sí mismos, a su disciplina, a su devoción.
A lo lejos, en las
primeras filas del campamento, Calistenes, el historiador, observaba la escena
con la mirada profunda de un hombre que veía más allá de la guerra misma. Sus
ojos seguían a Alejandro mientras hablaba con sus hombres, percibiendo la
conexión que este había logrado establecer con su ejército. En ese momento, no
solo se veía a un comandante; se veía a un hombre que se había ganado el derecho
a ser seguido, que había fusionado su destino con el de sus soldados.
—¡Hoy, en este mismo
instante, será cuando los hijos de Ares despierten de su letargo! —exclamó el
historiador, elevando la voz para que todos pudieran oírlo. Su enérgico grito
desató una emoción contagiosa que se esparció rápidamente por todo el
campamento.
Parmenión observó a
Calístenes con asombro. Le había solicitado apoyo para moderar el discurso de
Alejandro, pero, en cambio, había hecho lo opuesto, elevando y enardeciendo a
su rey de una forma imprevisible.
El sonido de los
cascos de los caballos se escuchaba acercándose desde el borde del campamento,
y en un gesto casi automático, las tropas comenzaron a reunirse en círculos,
preparándose para el consejo de guerra. Alejandro miró a sus hombres, sus ojos
recorriendo la línea de rostros curtidos por el sudor y la batalla.
—¡No se trata de si
ganamos o perdemos! —dijo, alzando la voz para que todos lo oyeran. —¡Se trata
de qué clase de hombres queremos ser! ¿Queremos ser recordados como los que
retrocedieron ante el miedo, o los que avanzaron sin dudar, a pesar de todo?
La respuesta fue un
rugido unánime que llenó la noche, un canto de guerra, una promesa de gloria.
Y en medio de este
fervor, el viento sopló con fuerza, moviendo las banderas y haciendo que el
campamento pareciera más grande de lo que era. El horizonte parecía arder con
la luz del atardecer, como si el propio destino estuviera pintando el escenario
de la próxima gran batalla. Alejandro miró a sus compañeros, a Parmenión, a sus
hijos, a Calístenes, y supo que, pase lo que pase, lo que estaba a punto de
ocurrir marcaría la historia para siempre.
—¡A la victoria, mis
amigos! —gritó, y el eco de su voz se unió al rugido de sus soldados,
desbordando la oscuridad que ya comenzaba a caer.
Rey Darío-III, El Grande |
A pesar de la ventaja
que le otorgaba el tamaño de su ejército, Darío sentía que la sombra de la
derrota en el río Gránico aún lo acechaba. Temía que la historia se repitiera,
y por ello buscó consejo en uno de sus generales más experimentados. Caridemus,
hombre de gran veteranía, se encontraba a su lado cuando el rey, con una mirada
severa, le preguntó si su ejército estaba debidamente preparado para aplastar a
los macedonios.
Caridemus, sin temor
y con la franqueza que solo los más sabios pueden permitirse, respondió:
—Tu ejército es
imponente, majestuoso, capaz de infundir terror a tus vecinos. Resplandece en
oro y púrpura, como un relámpago en el horizonte. Pero, en el campo de batalla,
la formación macedonia es simple y tosca, sin la elegancia de tu corte, aunque
lo que les falta en refinamiento lo compensan con una virtud formidable: la
disciplina. Los soldados se protegen tras sus escudos, uno al lado del otro, y
cuando el cansancio los vence, el suelo se convierte en su lecho. Su descanso
es breve, más corto que la propia oscuridad. Lo que realmente necesitas,
Majestad, es una fuerza como la de ellos. Dedica tu riqueza a contratar
mercenarios griegos, hombres que sepan luchar con la misma fiereza que los
macedonios.
Darío, incapaz de
aceptar semejante verdad, sintió que el orgullo de su ejército y de su reinado
se desmoronaba ante tales palabras. No toleraba ser cuestionado, mucho menos
por uno de sus propios generales. En un impulso de ira, ordenó la ejecución de
Caridemus.
Después, con voz
solemne y llena de autoridad, se dirigió a sus oficiales, que observaban en
silencio el desenlace de la conversación:
—Nadie, absolutamente
nadie, criticará la preparación de mi ejército ni cuestionará mi estrategia.
Las palabras de Caridemus han sido un acto de insubordinación, una traición que
no puedo perdonar.
Filotas, Comandante de Caballería |
Era una tarde gris,
de esas en las que el cielo parece sostener en su abrazo un secreto incómodo.
En las tiendas macedonias, las luces titilaban con la misma oscilación que las
inquietudes que rondaban la mente de Parmenión. El viento traía consigo el eco
de rumores lejanos, pero nada los hacía más tangibles que los sueños de
aquellos que compartían su destino.
Aquel mismo día,
Filotas había tenido un sueño extraño, una visión que lo perturbó de manera
profunda. En ella, veía a Alejandro, su rey, en lo alto de una colina, vestido
con una armadura dorada que brillaba con el resplandor del sol, observando en
silencio a un ejército persa que parecía interminable. A lo lejos, el gran
Darío, en su carroza de oro y púrpura, se encontraba rodeado por sus generales.
Filotas pudo escuchar las voces del consejo, pero no sus palabras, solo el
sonido profundo del viento entre los árboles y las carcajadas de quienes lo rodeaban.
Sin embargo, lo que más lo inquietó fue la sensación de que algo no estaba
bien, como si se tratara de un gran teatro en el que la tragedia ya estaba
escrita, solo faltaba el momento de la caída.
A la mañana
siguiente, Filotas compartió su sueño con Parmenión y con Calas, su hermano.
Calístenes, quien también estaba en la tienda, frunció el ceño al escuchar las
palabras de su amigo. El filósofo no era un hombre propenso a los augurios,
pero algo en la descripción del sueño lo hizo sentir un escalofrío. No era el
contenido del sueño en sí, sino la atmósfera que lo rodeaba, un presagio de que
algo estaba cambiando en la dinámica de la guerra.
—¿Y qué crees que
significa? —preguntó Parmenión, preocupado.
Filotas se encogió de
hombros.
—No lo sé. Pero se
siente… como si estuviéramos al borde de algo. Darío parece tan confiado, pero
yo no confío en esa confianza. ¿Y si todo esto es solo una cortina de humo?
Por su parte, Calas,
que no era dado a ver señales donde no las había, también sintió una inquietud,
pero eligió guardarla para sí mismo.
—La guerra es
incierta, hermano. No importa cuántas visiones tengamos. Lo que importa es cómo
reaccionamos cuando el momento llegue.
En ese instante, el
viento que pasaba entre las lonas de la tienda parecía contener un susurro,
como si el propio aire estuviera atento al curso de los pensamientos. Parmenión
se levantó, decidido a compartir lo que pensaba.
—Hoy he oído hablar
de Darío en los pasillos del campamento. Algunos dicen que está buscando
consejo, que teme repetir la derrota en el río Gránico.
—¿De verdad?”
preguntó Calístenes, sin ocultar el escepticismo en su voz.
—Sí. Está buscando un
general en quien confiar, alguien que le sugiera cómo derrotarnos. Algunos
dicen que Caridemus, su más experimentado, le ha sugerido que necesita una
fuerza similar a la nuestra. Mercenarios griegos, los mejores soldados, para
que pueda atacar a los macedonios con una estrategia más eficaz.
Los ojos de Filotas
se agrandaron, reconociendo el peligro implícito.
—¿Y qué ha hecho
Darío con ese consejo?”
Parmenión hizo una
pausa antes de hablar.
—Lo ha ejecutado. No
ha aceptado que su ejército necesita mejorar. Y ahora está más obstinado que
nunca.
El silencio que
siguió fue pesado, tenso, y se estiró más de lo que a cualquiera le habría
gustado. El futuro parecía más incierto que nunca, como si la guerra no solo se
librara en los campos de batalla, sino también en las mentes de aquellos que la
lideraban.
Calístenes, por fin,
rompió el silencio.
—Quizás este sueño,
tu sueño, Filotas, tiene más peso del que creemos. La confianza de Darío puede
ser su perdición. No sabemos con certeza lo que sucederá, pero en la guerra,
incluso los más pequeños detalles cuentan. Si sus propios generales son
eliminados por cuestionar su estrategia, ¿qué hará cuando vea que la nuestra es
más efectiva?
El aire alrededor
parecía pesado, como si la tierra misma estuviera esperando el choque que se
avecinaba. En ese instante, los compañeros de Alejandro sabían que cada
movimiento, cada pensamiento, cada sueño, podría estar marcando el destino de
todos ellos.
Parmenión transmitió
a Alejandro el augurio de su hijo Filotas.
—¿Qué opinas de los
sueños de mi hijo, mi rey? —preguntó el veterano general.
—Los dioses están de
nuestro lado. Darío es solo un hombre, y tiene miedo —respondió Alejandro con
firmeza.
Por Sorpresa
Noviembre, 333 a.
C.
La batalla de Issos
se perfilaba como uno de los momentos decisivos en la ambición de Alejandro
Magno por conquistar Asia, pero las probabilidades no jugaban a su favor. Las
fuerzas del rey persa Darío III superaban ampliamente en número al ejército
macedonio, y Darío confiaba en que, bajo su propio mando, la maquinaria persa
aplastaría a Alejandro. Sin embargo, no contento con su ventaja numérica, Darío
decidió ejecutar un movimiento estratégico inesperado, uno que tomaría al joven
conquistador por sorpresa.
Issos, una franja
estrecha y pantanosa entre las colinas y el mar, era el único terreno donde se
podía desplegar un ejército de aquella magnitud. Alejandro, previendo un ataque
desde el sur, había desplazado sus tropas a esa dirección, estableciendo su
campamento y esperando la llegada del ejército persa. Pero entonces llegó una
noticia inesperada: Darío había movido a sus tropas al norte a través de un
paso de montaña, logrando capturar Issos y cortar las líneas de suministro de
Alejandro. Los exploradores de ambos bandos habían fallado en sus tareas de
reconocimiento, y los ejércitos terminaron intercambiando posiciones sin darse
cuenta.
La situación había
cambiado drásticamente. Alejandro, quien había esperado enfrentarse a Darío
desde el sur, ahora debía girar y reconfigurar su estrategia. Con sus
suministros interrumpidos y su campamento bajo control enemigo, Alejandro
encontró a Darío esperando en la orilla norte del río Pinarus, que desembocaba
en el Mediterráneo. Ese río se convertiría en el escenario de la batalla, y su
estrechez le otorgaba a Alejandro una inesperada ventaja, pues limitaba el
margen de maniobra del inmenso ejército persa.
La estrecha llanura
entre las montañas y el mar limitaba el espacio tanto para los persas como para
Alejandro, quien se vio obligado a disponer a su ejército en falanges
extendidas en finas líneas, en lugar de las tradicionales 16 filas.
La posición de Darío
era precaria. Las fuerzas persas, acostumbradas a desplegarse en grandes
extensiones de terreno, se encontraban atrapadas en un espacio limitado,
incapaces de sacar provecho de su superioridad numérica. Con la costa al oeste
y las colinas al este, Alejandro posicionó a sus tropas en una formación
compacta a unos cientos de metros antes del río. Esta ubicación protegía sus
flancos, limitando las posibilidades de ser rodeado. A pesar de que el corte de
suministros lo ponía en una situación crítica, el terreno ahora trabajaba a su
favor.
En condiciones
normales, un ejército de 100,000 soldados, como el que Darío comandaba, podría
desplegarse en una línea extensa, envolviendo y rodeando a un enemigo menor.
Alejandro, con solo 30,000 hombres, estaría en clara desventaja en un espacio
abierto, vulnerable a un ataque desde todos los ángulos. Sin embargo, el
terreno estrecho del Pinarus forzaba al ejército persa a una disposición
comprimida, anulando su capacidad de rodeo y minimizando el impacto de sus
números. En este rincón de Asia Menor, la geografía era aliada de Alejandro.
Alejandro observaba
el campo de batalla con atención, evaluando cada detalle de la situación.
Aunque enfrentaba grandes desafíos, no mostraba miedo alguno. ¿Sentía temor?
Tal vez, pero su valor y su confianza eclipsaban cualquier atisbo de duda. En
su rostro se leía una calma feroz, una voluntad indomable que inspiraba a sus
hombres a seguirlo. Al divisar el vasto ejército persa en la distancia,
Alejandro ordenó a sus tropas que mantuvieran sus posiciones, consciente de que
aquella batalla decidiría el curso de su destino.
La noche anterior al
enfrentamiento, la confianza de Alejandro se mezclaba con una preocupación
silenciosa. Sabía que la batalla que se libraría al amanecer era incierta, que
la victoria no estaba garantizada. Sin embargo, también comprendía que,
independientemente del resultado, una muerte honorable aguardaba en ese paso de
Anatolia, y que su nombre sería recordado. Cuando los primeros rayos de sol
iluminaban el campamento, Alejandro estaba listo, y su ejército también.
Las líneas estaban
trazadas. La batalla de Issos iba a comenzar.
La Noche en el Paso
La niebla se
arremolinaba alrededor del campamento macedonio, oscureciendo el paisaje
mientras una tormenta lejana iluminaba intermitentemente las montañas y el río
Pinarus. Las antorchas parpadeaban, proyectando sombras que parecían danzar en
los rostros de los soldados que aguardaban en silencio, conscientes de que, al
amanecer, enfrentarían la temida fuerza persa en una batalla que podría cambiar
el destino de Asia. Bajo una tienda iluminada apenas por una lámpara de aceite,
se encontraban algunos de los hombres más cercanos a Alejandro: Parmenión, sus
hijos Filotas y Calas, y el historiador Calístenes.
Parmenión, un
veterano de rostro curtido por la guerra, miraba a sus hijos con orgullo.
Filotas, su hijo mayor, de semblante serio, mantenía una postura rígida,
mientras su hermano menor, Calas, permanecía a su lado con su rostro frio y los
ojos encendidos de anticipación. A pesar de su juventud, Calas poseía una
audacia indomable que solía sacar a relucir en los momentos más peligrosos, una
energía que a veces preocupaba a su padre y al propio Filotas.
Calístenes, siempre
observador, miraba a los dos hermanos como si ya los viera convertidos en los
héroes de sus futuras crónicas. Sin embargo, detrás de su rostro pensativo
había una duda sutil. Sabía que, para los jóvenes, la gloria era un ideal, pero
la realidad de la guerra siempre cobraba su precio.
Sus hijos, Nicanor y
Hegeloco, no se encontraban presentes. Nicanor, siempre un oficial más
independiente, no necesitaba el aliento de su padre para cumplir con su deber.
En cambio, Hegeloco, el hijo ilegítimo, asumía su rol y vigilaba la tienda
desde fuera, manteniéndose alerta ante cualquier amenaza potencial para su
padre.
Parmenión,
percibiendo la tensión en el aire, se dirigió a sus dos hijos en tono solemne.
—Mañana no nos enfrentaremos
una simple batalla, sino el destino de toda esta campaña. Alejandro confía en
que sus hombres estarán a la altura, pero, en este momento, yo sólo me pregunto
si mis propios hijos están preparados para lo que vendrá.
Filotas y Calas se
miraron, sintiendo el peso de las palabras de su padre. No era la primera vez
que los ponía a prueba, pero aquella noche, la tensión en su voz dejaba claro
que buscaba algo más que demostraciones de fuerza. Filotas, siempre perspicaz,
entendió que aquella vez no se trataba de un combate físico.
—Padre, —dijo
Filotas, — Es un honor ser tu hijo y sabes que hemos entrenado toda la vida
para este momento. Pero si quieres una muestra de nuestra preparación… dime qué
necesitas.
Calas asintió ante
las palabras de su hermano mayor.
Parmenión asintió,
pensativo, y se acercó a una pequeña mesa de madera en el centro de la tienda,
donde había extendido un mapa de la región. Sus ojos recorrían las líneas que
representaban el terreno montañoso, el río Pinarus y la costa, una geografía
que podía inclinar la balanza de la batalla en uno u otro sentido.
—Os voy a pedir que
toméis este mapa y que cada uno me explique cómo enfrentaríais al ejército
persa en estas condiciones, —ordenó Parmenión, con la voz firme. — Filotas, tú
vas primero. Con el terreno limitado y las fuerzas de Darío en una formación
cerrada, ¿cómo organizarías a nuestras tropas para asegurar la victoria?
Filotas se acercó al
mapa y observó cada detalle, analizando los pasos de montaña y el estrecho
tramo de tierra entre el río y el mar. Sin perder tiempo, comenzó a exponer su
estrategia, trazando con el dedo una línea en el lado occidental, donde la
costa se estrechaba. Propuso un enfoque defensivo, usando la infantería pesada
para mantener una línea firme mientras la caballería flanqueaba por el sur en
un movimiento envolvente. Su plan era sólido, meticuloso y reflejaba su
experiencia en batallas anteriores. Parmenión escuchaba en silencio, asintiendo
con aprobación.
Cuando Filotas
terminó, Parmenión dirigió su mirada a Calas, que hasta ese momento había
observado en silencio. El joven tomó una bocanada de aire, con sus ojos
brillando con emoción.
—Mi plan sería
distinto, padre, —empezó Calas, inclinándose sobre el mapa. Con la audacia que
lo caracterizaba, propuso dividir al ejército en dos grupos, una maniobra
arriesgada que buscaba atraer al grueso del ejército persa hacia una falsa
línea en el río, mientras Alejandro lideraría un pequeño contingente que
cruzaría por las colinas del este para atacar a Darío desde un ángulo
inesperado. Su plan era innovador, lleno de riesgos, pero también de
oportunidades de sorprender a los persas en su propia disposición.
Parmenión escuchó
atentamente, sin expresar de inmediato su opinión. Miró a Calístenes, quien
había seguido las explicaciones de ambos con creciente fascinación. El
historiador sonreía apenas, reconociendo en aquellas estrategias la huella de
generaciones de macedonios que habían hecho de la guerra un arte.
—Veo que ambos tenéis
valor y claridad, —dijo Parmenión finalmente. — Pero recordaréis, hijos míos,
que en la batalla no basta con estrategia y coraje. Hay que saber escuchar al
enemigo, entender su intención. Y, en eso, no se puede confiar solo en los
mapas o las tácticas, sino en algo que trasciende al campo de batalla.
Filotas y Calas lo
miraron en silencio, absorbiendo la lección. En ese momento, un estruendo se
oyó a lo lejos, como un trueno que retumbaba en las montañas. Los soldados que
se encontraban cerca de la tienda miraron hacia el horizonte, alertas. Era el
recordatorio de la tormenta que se acercaba, una metáfora de la batalla que
aguardaba al amanecer.
Parmenión
se volvió hacia Calístenes con el ceño fruncido.
—Y
tú, filósofo… dime, ¿cuál sería tu estrategia?
Calístenes
observó el mapa extendido ante ellos, repasando las posiciones en silencio
antes de responder.
—Considero
que, si conseguimos mantener ocupada a la infantería persa con nuestras
falanges, Alejandro podría intentar abrirse paso hasta el centro de la batalla
y alcanzar a Darío. Si logra abatir al propio rey, la victoria sería nuestra.
Con su muerte, toda resistencia se desmoronaría.
Parmenión
soltó una risa irónica y negó con la cabeza mientras sus dedos trazaban una
línea imaginaria sobre el mapa.
—¿Crees
que sería tan fácil? Penetrar hasta Darío sin que su caballería, que nos supera
tres a uno, nos aniquile en el intento… —dijo, con tono de escepticismo.
—No
digo que sea fácil —replicó Calístenes, manteniendo la calma—. Pero si alguien
puede lograrlo, ese es Alejandro.
Parmenión
lo miró de reojo, aún incrédulo, pero no pudo evitar que las palabras del
filósofo encendieran una chispa de posibilidad en su mente.
—¿Y qué le contarás a
las generaciones futuras sobre esta noche? —preguntó Parmenión al historiador.
Calístenes sonrió,
inclinando la cabeza.
—Escribiré que el
padre, los hijos y el estratega contemplaron la batalla antes de que esta
sucediera, que estudiaron los movimientos de los dioses y del destino. Pero,
sobre todo, que Alejandro no conquistó Asia solo con su ejército, sino con la
fuerza de aquellos que lo acompañaron, desde el soldado más humilde hasta el
hijo más valiente.
Parmenión asintió,
satisfecho. Con un último vistazo a sus hijos, murmuró:
—Mañana, demostrad
que sois dignos de Macedonia. Luchad no solo como guerreros, sino como
herederos de una promesa. Hoy sois guerreros, pero mañana… mañana os convertiréis
en leyenda.
En el silencio que
siguió, cada uno de ellos sintió la gravedad del momento. A la luz de la
lámpara de aceite, Filotas y Calas compartieron una mirada de comprensión y
respeto, sabiendo que, aunque sus métodos fueran distintos, ambos luchaban por
el mismo ideal.
Arenga de Alejandro
Alejandro Magno se
dirigió a su ejército, elevando su voz con firmeza antes de que comenzara la
batalla.
—¡Macedonios! El
peligro nos ha amenazado muchas veces, y siempre lo hemos mirado cara a cara,
saliendo victoriosos. Hoy nos encontramos ante un ejército que ya vencimos en
el pasado, un ejército al que hicimos huir.
Las tropas rieron,
confiadas, recordando la victoria anterior sobre los persas.
—No olvidéis quiénes
son —continuó Alejandro—. Son persas, un pueblo que lleva siglos sumido en el
lujo y en la comodidad. Nosotros, en cambio, somos macedonios. Desde niños
hemos sido forjados en la dureza, entrenados en el arte de la guerra. ¡Llevamos
generaciones preparándonos para este momento!
El ejército estalló
en gritos de guerra, sus voces resonaban como un trueno en el campo de batalla.
—Pero, sobre todo,
recordad algo esencial: nosotros somos hombres libres, y ellos solo mercenarios
que pelean por oro. Nosotros, hermanos, luchamos por Macedonia, por nuestra
tierra, por nuestra libertad. Pelearemos con nuestros corazones, y ese,
soldados, es nuestro mayor escudo y nuestra espada más afilada.
Los macedonios
aclamaron con fuerza, inspirados y listos para enfrentarse al enemigo.
Alejandro, con mirada de acero, sabía que esa pasión sería su verdadera ventaja
en la batalla que estaba por comenzar.
Alejandro Magno en la batalla de Issos |
La Batalla de Issos
En el río Pinarus, al
igual que en el Gránico, el curso del agua se convierte en un obstáculo
crucial, una muralla natural que Darío aprovecha para defender su ejército.
La batalla comenzó
con Darío enviando tropas a las colinas en un intento de flanquear a los
macedonios, pero los arqueros de Alejandro desbarataron rápidamente la
maniobra.
El rey persa
despliega sus tropas a lo largo de la orilla, con su infantería y caballería
alineadas estratégicamente, sus flancos protegidos por el terreno y su posición
en el centro sobre su carro de guerra, desde donde puede vigilar cada
movimiento en el campo de batalla y enviar órdenes a sus comandantes.
Esta vez, Darío ha
aprendido de los errores del pasado. Anticipando la famosa maniobra de flanqueo
de Alejandro en el Gránico, el líder persa refuerza su ala derecha, moviendo a
su caballería hacia esa posición para bloquear cualquier intento macedonio de
repetir la táctica. Alejandro, sin embargo, reacciona rápidamente. Desplaza a
su propia caballería para enfrentar la amenaza persa, alineando sus fuerzas
frente a la caballería enemiga en una exhibición de estrategia y velocidad. En
el arte de la guerra, la caballería suele decidir el curso de la batalla, con
su movilidad y su fuerza devastadora en las cargas iniciales. Aun así, ambos
generales saben que, en última instancia, será la infantería la que defina el
desenlace.
La infantería
mercenaria griega al servicio de Darío también empuñaba lanzas similares a las
sarisas macedonias.
Alejandro observa el
despliegue enemigo y adapta sus movimientos con una precisión asombrosa. Darío,
confiado en el poder de su caballería, la despliega en el terreno plano junto a
la costa mediterránea, preparado para lanzar un asalto arrollador. En el flanco
izquierdo de Alejandro, la infantería macedonia, bajo el mando de Parmenión, se
prepara para resistir. Pero en el último instante, Alejandro percibe el
inminente golpe persa y refuerza esa sección con su propia caballería,
previendo que allí se librará una lucha feroz. El avance de los macedonios no
tarda en recibir el embate de las hordas persas, y el flanco izquierdo aguanta
con dificultad, manteniéndose firme pero al borde de la ruptura.
Calístenes
brinda apoyo estratégico, dando órdenes cuando observa que alguna formación
empieza a desmoronarse, respaldando al oficial al mando o, si es necesario,
asumiendo su lugar momentáneamente.
Por
su parte, Calas, al frente de sus diez hombres, recibe una herida en el pie
derecho, pero continúa luchando con la fiereza de un jabato. Avanza pisando
sobre los cuerpos de valientes compatriotas caídos, quienes, incluso en la
muerte, le brindan un suelo firme para no resbalar.
Mientras tanto, en el
centro de la batalla, la situación es aún más desesperada. Las tropas
macedonias que avanzan hacia el grueso de las fuerzas persas se ven rápidamente
rodeadas, atrapadas en un combate cuerpo a cuerpo sin cuartel. Al quedar sus
formaciones entrelazadas con las del enemigo, los soldados sacan sus espadas y
la sangre comienza a correr. En el caos, las armas chocan unas contra otras en
un frenético vaivén de golpes y gritos, y las hojas se hunden en los cuerpos a
quemarropa. Sin espacio para retirarse, los combatientes heridos caen en el
lugar, aplastados por el avance implacable de sus compañeros desde atrás y los
enemigos que los asedian desde el frente.
En Issos, incluso la
legendaria falange macedonia enfrenta serias dificultades. La formación, que en
terreno llano es casi impenetrable, encuentra sus debilidades en la orilla
pantanosa y resbaladiza del río. El suelo fangoso desorganiza a los macedonios,
abriendo brechas en sus filas mientras intentan avanzar a trompicones. Los
mercenarios griegos al servicio de Darío, bien entrenados y atentos a cada
oportunidad, se lanzan sobre los huecos de la falange, infiltrándose en la
formación desordenada de los macedonios. La falange, privada de su disciplina
habitual, lucha por mantener la cohesión en medio del caos, intentando resistir
el empuje de los persas.
En el centro, el
avance de la falange se estanca, atrapada en el terreno adverso y rodeada de
enemigos. Los macedonios, con sus largas lanzas y sus pesadas armaduras, se ven
empujados a un combate cuerpo a cuerpo sangriento y agotador, mientras el barro
se adhiere a sus piernas y los gritos de los heridos llenan el aire. La batalla
de Issos se convierte en una lucha por la supervivencia en un terreno
traicionero, donde la mítica falange macedonia, por primera vez, se ve al borde
del colapso.
Cuatro Perspectivas
En el caos de la batalla de Issos, los compañeros de Alejandro desplegaban su valor y habilidad, cada uno cumpliendo un rol esencial en el ejército macedonio, pero con estilos y temperamentos únicos.
Parmenión
El veterano capitán general, se movía entre las líneas con la calma de alguien que había presenciado incontables batallas. A pesar de su edad, su presencia era sólida, inspirando respeto y disciplina entre sus hombres. Su mente estratégica absorbía cada detalle del campo de batalla: la formación de los persas, las debilidades en el terreno, y sobre todo, las señales de peligro en el flanco izquierdo. Parmenión comprendía que, en esta estrecha franja de tierra, cada centímetro podía decidir el destino de la campaña. Bajo su mando, la infantería macedonia resistía la presión de la caballería persa. Se movía entre los soldados, ordenando ajustes en las formaciones, alentando a los hombres exhaustos, e infundiendo confianza en sus corazones. Sabía que cada segundo de resistencia era crucial para dar tiempo a Alejandro y a su caballería para ejecutar su maniobra decisiva. Era un pilar, un maestro en la guerra defensiva que Alejandro necesitaba en ese preciso momento.
Filotas
Comandante de caballería y primogénito de Parmenión, era tan audaz como su padre era calculador. Montado en su caballo, sus ojos brillaban como los de alguien que estaba dispuesto a arriesgarlo todo. Filotas lideraba a su escuadrón con una intensidad casi feroz, inspirando a sus jinetes a lanzarse al combate sin temor. Sin embargo, aunque su impulso era formidable, también comprendía el valor de la estrategia y la adaptabilidad. Mientras maniobraba contra la caballería persa, evaluaba cada movimiento del enemigo, buscando un momento de debilidad para aprovechar. La batalla del Gránico le había enseñado lecciones duras, y aunque anhelaba la gloria, ahora sabía que sobrevivir y asegurar la victoria era más importante que la fama instantánea. Cuando percibía un cambio en las posiciones persas, Filotas giraba y ajustaba sus fuerzas, comprendiendo que, en Issos, la flexibilidad y la resistencia serían claves para superar la ventaja numérica del enemigo.
Calas
El hermano menor de Filotas, era un soldado de infantería, y aunque carecía del rango de sus compañeros, poseía un espíritu tan fuerte como el de cualquiera de ellos. Cinco de sus hombres cayeron luchando valientemente y solo le quedaba la mitad. Inmerso en el corazón del combate cuerpo a cuerpo, luchaba codo a codo con sus compañeros macedonios, su lanza ensangrentada y su escudo cubierto de barro. A cada golpe, a cada paso tambaleante sobre el terreno fangoso, sentía el peso de la batalla, pero también el orgullo de pelear junto a su padre y su hermano. Aunque aún joven, Calas demostraba una valentía y un aguante que impresionaban a sus superiores. Era consciente de que su papel, aunque modesto, ayudaba a sostener la línea en el flanco izquierdo, y estaba decidido a mantenerse frio, sin importar las bajas a su alrededor. Para él, este no era solo un combate; era una oportunidad de probar su valía en el ejército de Alejandro y en los ojos de su padre y hermano.
Calístenes
El historiador y
embajador, era una figura inusual en medio de la carnicería de Issos. Aunque no
era un soldado, había insistido en acompañar al ejército, motivado por el deseo
de ver y registrar de primera mano la grandeza de Alejandro y el coraje de sus
compañeros. Sus ropajes estaban salpicados de polvo y sangre ajena, y aunque
mantenía una distancia prudente de las primeras líneas, se desplazaba con
cautela por el campo de batalla, observando, tomando notas mentales, y
ocasionalmente auxiliando a los heridos. Calístenes no era insensible al
horror, pero su mente se mantenía fría y analítica, registrando cada táctica,
cada giro dramático de la lucha. Sabía que su misión no era empuñar una espada,
sino capturar la esencia de la victoria, o la derrota, y preservarla en
palabras para la posteridad. Cuando Parmenión o Filotas hacían un movimiento
destacado, Calístenes se aproximaba para tomar nota de sus decisiones y, si
lograba cruzarse con Alejandro en la distancia, lo observaba con una devoción
casi mística. Aunque no estaba llamado a pelear, sabía que, en su rol como
cronista, él también construía la inmortalidad de la campaña de Alejandro.
Juntos, estos
compañeros enfrentaban la batalla de Issos cada uno a su manera: Parmenión con
la firmeza de un roble, Filotas con la intensidad de una tormenta, Calas con la
audacia inquebrantable de la juventud, y Calístenes con la calma de alguien que
sabe que las palabras pueden ser tan inmortales como las hazañas.
Calístenes se movía
por el campo de batalla, guiando a las tropas descarriadas para reforzar el
flanco izquierdo. Para él, la muerte es como una vieja amiga a la que no teme;
cabalgaba con calma sobre su caballo negro, Parca, avanzando entre los
cadáveres con una paz mental difícil de explicar.
Al ver dos falanges
debilitadas y dispersas debido a las bajas, Calístenes tomó el mando.
Reagrupando a los hombres y los organizandolos en una formación tradicional de
dieciséis filas, ahora que el espacio lo permitía. Unidos y renovados,
avanzaron con paso firme, destrozando al enemigo y ganando terreno por el
flanco izquierdo sin bajar la guardia.
Mientras cabalgaba en
el campo de batalla, Calístenes tomó un puñado de su polvo mágico y lo lanzó al
viento mientras cabalgaba. Al contacto con el aire, el polvo estalló en una
llamarada, proyectando una imagen aterradora: una figura sobrenatural surgida
del reino de Hades. Los soldados persas, impresionados y aterrorizados, retrocedían
ante aquella visión.
Mientras tanto,
Calas, al frente de sus cinco hombres restantes, se unió a la caballería de
Filotas, que había sido atacada tras quedar rodeada por los persas. En el
fragor de la lucha, Calas salvó a uno de sus compañeros, eliminando al persa
que estaba a punto de atravesarlo.
Filotas buscaba a
Calas entre el caos y, al verlo pelear con una ferocidad incansable, se sintió
orgulloso de él. Su hermano menor ya no era el mismo; el peso de la compasión y
la inocencia había quedado atrás. De los mil jinetes de Filotas, solo quedaban
seiscientos, pero con ellos se unió a la caballería de Alejandro, que había
reducido sus fuerzas de dos mil a mil setecientos. Juntos, avanzaron decididos
hacia el corazón de la batalla, en busca de su líder.
Parmenión, por su
parte, sostenía la línea con la infantería, combatiendo ferozmente mientras son
rodeados por los soldados persas y atacados en los flancos por la caballería
enemiga.
Las estrategias de
ambos comandantes son como el día y la noche: Darío dirige desde el centro,
emitiendo órdenes desde lejos; Alejandro, en cambio, pelea en la primera fila,
inspirando a sus hombres con su propio ejemplo.
Jaque al Rey
La única esperanza de
victoria para los macedonios recaía en la caballería, dirigida personalmente
por Alejandro. Era tan hábil en el combate como en el mando, y en ese momento,
su audacia se convirtió en la clave de la estrategia. Aprovechando un instante
crucial, Alejandro tomó la iniciativa, adelantándose a lo previsto, y lanzó sus
unidades de caballería a través del río Pinarus, irrumpiendo en el corazón del
ejército persa y dirigiéndose hacia el mismísimo Darío, quien se encontraba en
el centro de su formación.
La maniobra de
Alejandro se desplegó como una táctica de ajedrez en el campo de batalla: el
movimiento de la "caballería" como el caballo del tablero, seguido
por los disparos precisos de los arqueros, "alfiles" y finalmente un
"jaque al rey", dirigiéndose directamente al corazón del mando
enemigo. Darío, en su carro y elevado sobre el campo de batalla, era claramente
visible. Al percatarse de que Alejandro se acercaba, su hermano Oxoatres
intentó protegerlo, posicionando a la caballería persa en defensa del rey. Sin
embargo, la lucha que siguió fue feroz y despiadada. A los pies de Darío
cayeron sus generales más leales, sacrificándose gloriosamente en un último
intento de proteger a su monarca.
Por primera vez, sus miradas se encuentran. El destino del mundo pende de los próximos instantes.
Parmenión
En el flanco izquierdo, el veterano Parmenión, se enfrentó cara a cara con un general persa de alto rango. El suelo estaba embarrado por las lluvias, y los gritos de los soldados se mezclaban con el estrépito de las espadas chocando. Parmenión, con su impecable estrategia militar, empujó al enemigo hacia atrás, respondiendo con una fiereza que reflejaba su destreza. El general persa, impresionado por la experiencia de Parmenión, intentó flanquearlo con su caballería, pero la precisión de las formaciones macedonias mantuvo su línea firme. Tras un feroz intercambio de golpes, el general persa cayó, atravesado por la lanza de Parmenión.
Calas
En el centro del
campo de batalla, Calas, se encontró rodeado por la élite de la guardia real
persa. Junto a sus compañeros, se lanzó con valentía al asalto, sabiendo que la
defensa de la caballería de Darío era crucial para la moral de los persas. A
medida que las espadas se entrechocaban, Calas y sus compañeros se abrieron
paso a través de la formación de la guardia. La feroz resistencia de los persas
se quebró cuando el propio Calas, con un grito de guerra, atravesó la garganta
de uno de los guardias más grandes, haciendo que su línea se desmoronara. Con
la caída de la guardia real, la presencia de Darío estaba más vulnerable que
nunca.
La "Magia" de Calístenes |
A un lado del campo, Calístenes, se encontraba en medio de un combate desesperado. Aunque su presencia era principalmente intelectual, en ese momento la espada se convirtió en su único medio de supervivencia. Un soldado persa de infantería lo rodeó, elevo su espada para asestarle el golpe final. Sin embargo, Calístenes, con la agilidad de un guerrero entrenado, esquivó el primer ataque con un rasguño en la cara y, con una destreza inesperada, desarmó al persa. En un giro rápido, aprovechó la caída de su oponente y, con un solo movimiento preciso, lo derribó. Aunque el filósofo no era conocido por su habilidad en combate, ese enfrentamiento lo marcó como un testigo más de la brutalidad de la guerra, algo que reflejaría en sus escritos.
Filotas
En el extremo derecho del campo, Filotas, hijo de Parmenión, se enfrentaba a un oficial persa montado que buscaba cortar las líneas macedonias con una carga letal. Filotas, con su lanza en mano, avanzó a gran velocidad. El oficial persa, un experimentado jinete, intentó flanquearlo con velocidad, pero Filotas anticipó su movimiento. Al momento de la colisión, Filotas clavó su lanza en el costado del caballo del oficial, derribándolo y dejándolo vulnerable. Con una rápida maniobra, Filotas desmontó al oficial y, en un segundo, lo mató con un golpe limpio, asegurando que la caballería persa perdería uno de sus más hábiles comandantes.
El pánico comenzó a
apoderarse de los cercanos a Darío. A su alrededor, la guardia real persa era
aniquilada, y el propio Alejandro se encontraba ahora en medio de la refriega,
una herida en el muslo dejó claro que incluso él estaba arriesgándolo todo.
Alejandro, consciente de la difícil situación de su falange, que estaba
soportando enormes pérdidas, y de la infantería macedonia, que luchaba
desesperadamente por no ceder terreno, sabía que su próxima decisión sería
definitiva. A diferencia de otros comandantes, Alejandro mantenía un control
férreo sobre su caballería. Mientras que, en circunstancias normales, soltar a
la caballería significaba perder la capacidad de maniobra, Alejandro demostró
su excepcional maestría en el mando: detuvo la carga, reagrupó a sus hombres,
giró a la izquierda y volvió a lanzar su caballería contra el centro persa,
concentrando su embate directamente sobre Darío.
La sorpresa fue
devastadora para el rey persa. Darío descubrió demasiado tarde que la
caballería macedonia era la fuerza más letal de Alejandro. Rodeado por el caos
y observando cómo su guardia personal era destrozada a su alrededor, los
cercanos a Darío sucumbió al terror. Sus guardaespaldas lo arrastran fuera; no
es una huida, pues si cae allí, sería el fin de la casa persa. No es cobardía;
lo retiran en contra de su voluntad. En un acto de desesperación, giró su carro
y huyó, dejando atrás no solo a sus soldados, sino también su honor. Su retirada
rompió la cohesión del ejército persa y, al caer la noche, las tropas de Darío
se desbandaron en una desordenada retirada.
Alejandro, decidido a
capturar a su enemigo, lo persiguió con ferocidad. Sin embargo, Darío, preso de
un pánico abrumador, escapaba a toda velocidad, atropellando incluso a sus
propios soldados en el frenesí de la huida. La batalla de Issos estaba ganada.
Alejandro había vencido al propio rey persa en persona, una victoria monumental
en la que se jugaba no solo el futuro de Asia, sino la leyenda del propio
Alejandro.
En su huida, Darío
dejó atrás su campamento, repleto de inmensas riquezas, junto con su tienda, su
familia, su madre, esposa e hijas, y el patrimonio que simbolizaba su poder. En
una escena humillante, el gran rey de Persia abandonaba todo como un cobarde, y
su ejército, ahora desmoralizado y en desorden, le seguía en el escape. Con
esta retirada, el destino de Darío queda sellado: los persas han perdido la
batalla. La batalla culminó con la victoria de los macedonios, y más de 50.000
soldados persas fueron derrotados. Tras este revés, Darío III tomó muy en serio
la amenaza griega y decidió hacer frente personalmente al ataque.
Los hombres de
Alejandro, por su parte, no perdieron tiempo y saquearon todo lo que los persas
habían dejado atrás. Durante kilómetros, sembraron una verdadera masacre,
dejando tras de sí un rastro de destrucción.
Calístenes observa a
lo lejos a Parmenión, recordándole sin palabras que esta estrategia fue, más o
menos, la misma que él había anticipado la noche anterior, aunque el viejo
general la había desechado con desdén. El historiador no insistió en los
detalles; ni siquiera él estaba seguro de que pudiera funcionar cuando se la
describió a Parmenión. Ahora, cubierto de sangre, el general asiente y sonríe
ante el joven historiador.
Rabia, Perro de Guerra de Filotas |
Arte Sangrento
Cuando el combate
terminó, Filotas recorrió el campo de batalla junto a Calas, inspeccionando los
cuerpos y recogiendo fragmentos humanos amputados para una macabra obra con la
que se burlaría de los persas caídos. Planeaba crear una esfinge grotesca,
ensamblada con restos de soldados y caballos persas, como un siniestro homenaje
a una de sus diosas. Cosió la cabeza de un persa al cuello decapitado de un
caballo; de las pezuñas le salían manos humanas, reemplazando las patas, y las
alas las formó con costillares desgarrados de caballos muertos, extendidos como
si quisieran alzar el vuelo.
La colocó sobre una
montaña de cadáveres, asegurándose de que se viera desde todos los ángulos. Los
prisioneros y soldados rendidos palidecieron de terror al verla, mientras las
aves carroñeras giraban en el cielo, ansiosas por su festín.
Ya entrada la noche y
sin la compañía de Calas, Filotas continuó con su sombría tarea. Fue desollando
los cuerpos persas, acumulando suficiente piel para forrar toda su tienda. La
cosió directamente sobre la tela, creando un manto de sombras que envolvía su
refugio. A ambos lados de la entrada, apiló montones de cabezas enemigas y
columnas de manos amputadas, algunas de las cuales también colgaban de su
cinto, como trofeos repulsivos que llevaba consigo. Sus perros de guerra, con Rabia, el padre y Alpha de la manada, vigilaban la tienda, cuya pestilencia se percibía a kilómetros, provocando un
miedo tan profundo que nadie osaba acercarse, como si una desaparición segura
aguardara a quien cruzara ese umbral infernal.
Alejandro el Magnánimo
Alejandro recibió la
noticia de que entre los prisioneros persas se encontraban la madre, la esposa
y las dos hijas solteras de Darío. Las mujeres, devastadas y temerosas, creían
erróneamente que el rey persa había muerto. Al escuchar esto, Alejandro se
apresuró a enviar un mensaje, asegurándoles que Darío seguía con vida y que no
tenían nada que temer de su parte.
Su embajador,
Calístenes, y la recién nombrada cónsul, Moira, fueron los encargados de llevar
el mensaje. El historiador intentó transmitir paz y calma a las mujeres,
quienes, con puñales en las manos, desconfiaban de que los bárbaros pudieran
ser tan magnánimos.
—Solo voy a daros
tres consejos: no hagáis ninguna estupidez. No hagáis ninguna estupidez… y no
hagáis ninguna estupidez.
Moira se quedó con
ellas para actuar como enlace, compartiendo su propia historia para
demostrarles su buena voluntad y la generosidad de Alejandro.
Decidido a
presentarse ante la familia real persa, Alejandro se encaminó hacia la
magnífica tienda de Darío III, una estructura fastuosa donde el rey persa y su
familia habían aguardado con la esperanza de la victoria. Al llegar, Alejandro
descendió de su caballo, y al entrar en la tienda, halló a las mujeres
temblorosas, llenas de terror, convencidas de que el destino que les aguardaba
sería el abuso, la humillación y la muerte a manos de los macedonios.
Alejandro recorrió
con la mirada la opulencia que Darío había dejado atrás: cofres repletos de
oro, una bañera labrada en oro puro, y un sinfín de tesoros personales. Con un
toque de ironía, observó a sus generales y preguntó:
—¿Así que esto es lo
que significa ser rey?
Contempló nuevamente
los lujos y volvió a preguntar:
—¿Esta es la tienda
de Darío III?
Parmenión, su fiel
general, le respondió:
—No, Alejandro. Esta
ya no es la tienda de Darío III; ahora es tuya.
Acompañado por
Hefestión, Alejandro inspeccionó el botín obtenido, que incluía al harén y a la
familia real. Los reyes persas, al partir a la guerra, llevaban consigo a sus
familias y a sus dignatarios en tiendas cargadas de riquezas. Entre los
prisioneros, Alejandro se encontró con Sisigambis, la madre de Darío; Estatira,
su esposa embarazada; y sus hijas, Estatira II y Dripetis.
En un momento que
subrayaría su carácter magnánimo, Sisigambis, la reina madre, confundió a
Hefestión, más alto y apuesto, con el rey y se postró ante él. Alejandro y
Hefestión rieron ante el error, y Alejandro la levantó suavemente, diciéndole:
—No te preocupes,
madre, no has cometido ningún error. Hefestión es como yo mismo.
Este gesto revelaba
mucho sobre Alejandro: estaba dejando de ser simplemente un conquistador
macedonio; en su trato amable y respetuoso, mostraba su interés por comprender
y honrar la cultura persa. Con firmeza y diplomacia, se dirigió a las mujeres y
les dijo:
—Vosotras no sois mis
enemigas; mi lucha es solo contra Darío y sus hombres, no contra el pueblo
persa.
Demostrando una
generosidad poco común, Alejandro prometió que, a pesar de la caída de Darío,
ellas conservarían los mismos sirvientes, privilegios y comodidades que
disfrutaban en el pasado. Incluso incrementó sus ingresos, asegurándoles que,
bajo su protección, vivirían con dignidad.
Su trato a la familia
real persa era más que un acto de compasión; era una maniobra política
calculada. Alejandro entendía que la clemencia podía ganarle aliados entre los
persas. Al perdonar y honrar a las mujeres de la familia de Darío, Alejandro
enviaba un mensaje claro al mundo: él se veía a sí mismo como el nuevo y
legítimo rey de Persia. Cuidando de las mujeres de Darío y preservando su
dignidad, Alejandro reclamaba su derecho a liderar el imperio y buscaba el
favor de los nobles persas.
—Yo tengo a las mujeres de Persia bajo mi cuidado, —proclamaba su acción,— yo soy el rey persa, y aquellos leales a este imperio vendrán a mí.
Darío quiso regresar por las mujeres, pero no se lo permitieron; su seguridad era la prioridad.
Con
quienes Alejandro no mostró tanta magnanimidad fue con los prisioneros griegos
que habían luchado del lado persa. Como mercenarios, intentaron salvarse
argumentando ante el rey macedonio que pelearían para él si se les pagaba la
cantidad adecuada. Alejandro, lanzando monedas al aire, les respondió:
—Espero
que tengáis suficientes monedas persas para pagar a Caronte.
Entonces
ordenó ejecutarlos a todos. Habría podido sumarlos a sus filas, que ahora
contaban con 25.000 hombres, pero prefirió dar un mensaje claro: los griegos no
matan a griegos… a menos que sean traidores.
Chipre y Fenicia
La victoria en Issos
representó un punto de inflexión para Alejandro Magno: había derrotado al
ejército más poderoso del mundo, comandado por el monarca más formidable de su
época. Con esta victoria, Alejandro no solo afirmaba su supremacía militar,
sino que también sembraba el temor y la admiración entre los pueblos de Asia.
Con el camino
despejado de amenazas tanto por tierra como por mar, Alejandro retomó su marcha
hacia el sur, avanzando por la costa de Siria y Palestina en su imparable
campaña. Su objetivo era claro: asegurar los puertos estratégicos del
Mediterráneo asiático y consolidar su dominio sobre la región. La conquista de
Fenicia y Chipre fue rápida y efectiva. Estas ciudades-estado, impresionadas
por la fuerza de Alejandro y la caída de los persas en Issos, se rindieron sin
apenas resistencia, entregándose al nuevo poder que ahora dominaba el horizonte.
La toma de estas
posiciones clave no solo consolidaba el control de Alejandro sobre el
Mediterráneo oriental, sino que también le permitía cortar las rutas de
suministro marítimas persas, asegurando su propio dominio en la región y
preparándose para el siguiente paso de su épica conquista.
La Oferta de Darío
332 a. C.
Alejandro de Macedonia,
Me dirijo a ti como Darío, Gran Rey de Persia, heredero de un linaje que ha gobernado sobre estas vastas tierras durante generaciones. He contemplado tus hazañas y, aunque nuestras espadas se han cruzado en el campo de batalla, no puedo ignorar el valor con el que luchas. Es evidente que eres un líder formidable y que tu ambición se extiende más allá de las fronteras que la prudencia podría sugerir.
Sin embargo, te invito a considerar otro camino, uno que podría ofrecerte gloria sin más sangre y prosperidad sin más ruinas. No necesitamos proseguir esta guerra que desgasta a nuestros pueblos. Podemos hallar una paz que no solo garantice la estabilidad de nuestras naciones, sino que también fortalezca nuestras posiciones en el mundo.
En nombre de esta paz, estoy dispuesto a ofrecerte una generosa concesión: todos los territorios al oeste del Éufrates estarán bajo tu mando, y tú tendrás el dominio sobre Anatolia, Fenicia, Judá y todas las regiones circundantes. Con esto, serás reconocido no solo como rey de Macedonia, sino como un poderoso señor de Asia Menor.
Además, en símbolo de esta alianza, te ofrezco la mano de mi hija, Estatira. A través de este matrimonio, los lazos entre nuestras familias se verán reforzados, y tus descendientes compartirán la noble sangre de los Aqueménidas. Junto a ella, recibirás una dote en oro que corresponderá a su rango y que será una muestra de la sinceridad de mis intenciones.
A cambio de esta paz, solicito que los prisioneros persas sean liberados y que mis familiares reciban el trato digno que se espera para quienes son parte de la casa real de Persia. Que no haya rencor entre nuestros pueblos, sino respeto y mutuo reconocimiento.
Alejandro, te ofrezco esta oportunidad para consolidar tu posición en Asia y ganar la gloria sin más derramamiento de sangre. Considera que la ambición que compartimos puede guiarnos hacia la grandeza sin necesidad de consumirnos en una guerra interminable.
En tu decisión reside el futuro de nuestros reinos. Que la razón y la sabiduría prevalezcan sobre el campo de batalla.
Darío, Gran Rey de Persia
Oferta de Darío (en verde) |
Tras la decisiva
derrota en Issos, Darío comprendió la seriedad de la amenaza que Alejandro
representaba. Finalmente, el rey persa optó por extender una oferta de paz que,
a los ojos de muchos, parecía generosa. Alejandro recibió una serie de cartas
en las que Darío proponía una tregua que podría poner fin al conflicto: ofrecía
un rescate por los prisioneros persas, así como el dominio de todas las tierras
al oeste del Éufrates. Este acuerdo incluiría Anatolia, Fenicia, Judá y otras
regiones ricas, junto con la mano de su hija Estatira en matrimonio y una
cuantiosa dote de oro. En esencia, Darío ofrecía una alianza sellada por el
poder y la unión familiar, con la esperanza de aplacar la ambición del joven
conquistador.
Alejandro compartió
la oferta con sus compañeros.
Todos los oficiales
de Alejandro pensaban que debía aceptar la oferta de Darío.
—Ya has logrado más
que nadie. —Le dijo Parmenión.
—¿Acaso soy el único
que aún tiene fuego en el corazón? —preguntó Alejandro, incomprendido.
Fue entonces cuando Parmenión,
su veterano general y consejero, comentó:
—Yo aceptaría esos
términos… si fuera Alejandro.
A lo que Alejandro,
con una sonrisa audaz, replicó:
—Y por Zeus, yo
también lo haría… si fuera Parmenión. Pero no soy Parmenión. Soy Alejandro. No
puedo conformarme con las migajas que el Gran Rey intenta concederme. No vine
hasta aquí para aceptar menos de lo que me corresponde. Yo vine a tomarlo todo.
Para otro líder, esa
oferta habría significado el fin de la guerra. Un general más cauteloso podría
haber dicho: "Hemos logrado mucho ya. Hemos liberado las ciudades griegas
y comenzado a vengar las antiguas afrentas. El propio Darío nos reconoce, nos
ofrece territorios y la mano de su hija en matrimonio. ¿Acaso necesitamos
más?"
Sin embargo,
Alejandro no era como otros generales. Su visión no conocía fronteras. Para él,
la oferta de Darío era solo una muestra de debilidad, un intento de aferrarse a
su trono. Alejandro no había llegado hasta allí para pactar; había llegado para
conquistar.
La respuesta de Alejandro
Alejandro escribió su
respuesta a Darío:
Darío,
He recibido tu propuesta de paz, pero te recuerdo que nuestras posiciones no son iguales. Ya he derrotado a tus generales y ahora te he vencido a ti y al ejército que has comandado. Mis victorias no dejan lugar a dudas: ahora soy el legítimo soberano de Asia, el dueño de todo cuanto te perteneció. No vuelvas a escribirme como si fuéramos iguales; hazlo como lo que soy, el único dueño de estas tierras.
Si verdaderamente deseas conservar tu título y tu trono, demuéstralo en el campo de batalla. No te escondas tras palabras ni ofrezcas alianzas desesperadas. No huyas. Si insistes en pensar que tu soberanía persiste, entonces lucha y defiéndela. Pero entiende que, sea donde sea que intentes refugiarte, te encontraré y pondré fin a tus pretensiones.
Tu comunicación no ha hecho sino
fortalecer mis deseos de conquistar todo tu imperio y de reclamar lo que ya es
mío por derecho de victoria. Si persistes en negar mi posición, entonces
prepárate para afrontar las consecuencias.
Alejandro, Rey de Macedonia y Señor de
Asia
Alejandro trataba a
Darío de cobarde, de líder venido a menos y su comunicación con Darío solo
había servido para aumentar los deseos de conquista de Alejandro.
Alejandro el
liberador
La victoria en Issos
fue más que una conquista militar; fue un triunfo que resonó en el corazón de
Asia Menor y más allá. Las tropas de Alejandro Magno, ahora fortalecidas y cada
vez más numerosas, avanzaban como una ola imparable. A medida que Alejandro proseguía
su campaña, distintas poblaciones locales, hartas del yugo persa, comenzaron a
unirse a su causa. Para muchos, aquella no era solo la ambición de un joven
conquistador, sino una auténtica guerra de liberación.
Alejandro, hábil en
la diplomacia tanto como en la guerra, supo cultivar esta imagen de libertador.
Permitió a los pueblos conservar sus costumbres y respetó sus templos y dioses,
ganándose así su lealtad y apoyo. Su ejército se transformó en un símbolo de
esperanza, atrayendo a aquellos que veían en él la promesa de un nuevo orden.
Cada victoria
reforzaba su reputación no solo como el rey de Macedonia, sino como el
liberador de los oprimidos. Y así, con cada paso hacia el corazón del imperio
persa, Alejandro consolidaba no solo su dominio militar, sino también un legado
de libertad que muchos seguirían con fervor. La campaña ya no era solo una
cruzada personal; se había convertido en un movimiento en el que múltiples
pueblos veían la posibilidad de recuperar su dignidad y autonomía.
Corte Persa, Mujeres de Darío |
Calístenes habló con
las mujeres persas para averiguar lo que sabían. Alejandro le había pedido que
indagara especialmente sobre Egipto. Moira ya las había preparado para que
fueran serviciales y evitaran cualquier imprudencia, siguiendo las tres
directrices de Calístenes.
—¿Y qué sabéis de
Egipto? —preguntó él.
—Sus riquezas y
alimentos son vitales. —Respondió Astatira, mujer de Darío y reina de Persia.
—¿Qué más?
—Allí hay 50.000
soldados de élite que juraron lealtad a mi esposo. Los bárbaros odiáis al mismo
enemigo; tenéis mucho más en común de lo que creéis.
Astatira aprovechaba
cada pregunta para asegurar su supervivencia ofreciendo información. Sus hijas
se escandalizaron, pero ella les explicó que, lejos de quienes las habían
abandonado y ante quienes ahora las acogían, debían priorizar la supervivencia.
Siguiente Paso
—Parmenión, mañana
marcharemos hacia el sur, a Egipto.
Parmenión, audaz y
sin miedo a la muerte, no estaba de acuerdo una vez más. Para él, lo lógico era
perseguir a Darío y acabar con él; desviarse hacia Egipto no tenía sentido.
Todos intentaban comprender por qué marcharían durante semanas a través del
desierto para adentrarse en la boca del león. Aquello contradecía toda lógica
militar.
—Finalmente he encontrado mi destino… ¿me seguirás? —preguntó Alejandro a Parmenión.
—Te seguiré hasta el Hades.
Y partieron hacia
Pelusio, en Egipto. Nadie lo entendía. El Rey niño, como lo llamaban los persas
parecía haber cometido su primer error táctico… ¿o no?