Eterno XV
Camino hacia la Divinidad (332 a. C)
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Tiro, Regalo de Parmenión |
332 a.C.
En el campamento
macedonio, donde las victorias marcaban el pulso de los días, Parmenión, el
veterano general, reflexionaba en silencio. La sombra de las conquistas no solo
cubría los territorios, sino también los corazones de los hombres. Entre sus
preocupaciones no solo estaban las batallas por venir, sino también las
batallas internas: sus hijos, Filotas y Calas. Dos jóvenes con sangre guerrera,
pero con corazones susceptibles a las fricciones del favor y el poder.
Parmenión, astuto
como pocos, decidió adelantarse a cualquier sombra de envidia que pudiera nacer
entre ellos. Había elevado a Calas a un nuevo rango, y ahora, para equilibrar
el peso de sus decisiones, debía dar algo especial a Filotas, algo que resonara
con su alma inquieta y su pasión por los animales.
—Recordé algo
—murmuró Parmenión a uno de sus oficiales más cercanos mientras se paseaban por
el campamento—. Cuando visité la corte persa, en la tienda de Estatira y
Barsine, vi un cachorro de león. Filotas ama a los animales tanto como a la
guerra. Vamos a conseguirle uno.
La orden fue dada, y
al amanecer, un grupo de hombres regresó al campamento con una cría de león
macho, encadenada pero con la fiereza intacta en su mirada dorada. Los soldados
murmuraban entre ellos, intrigados por el insólito regalo.
Parmenión esperó el
momento oportuno. Filotas estaba en su tienda, revisando mapas y planeando
estrategias con otros oficiales jóvenes, cuando su padre entró, acompañado por
dos soldados que sujetaban al león.
—¿Qué es esto?
—preguntó Filotas, levantándose con curiosidad.
Parmenión sonrió
levemente.
—Un regalo. Algo
digno de ti, hijo mío.
Los soldados
acercaron al cachorro, que rugió con una voz aún inmadura. Filotas se acercó
lentamente, cautivado por la criatura. Sus manos firmes, acostumbradas a
manejar armas, acariciaron el pelaje áspero del león.
—Es magnífico
—susurró, y luego miró a su padre con genuino agradecimiento—. Gracias, padre.
Parmenión
asintió.
—Has demostrado tu
valía una y otra vez. Quiero que sepas que siempre tendrás mi reconocimiento.
Este león, como tú, tiene un destino lleno de grandeza.
Filotas se quedó
pensativo, observando al animal que ahora parecía más tranquilo bajo su
toque.
—¿Cómo lo llamarás?
—preguntó Parmenión.
Filotas levantó la
mirada, y por un momento, el fuego del guerrero destelló en sus ojos.
—Lo llamaré Tiro.
Como la próxima ciudad que caerá bajo nuestro estandarte.
Parmenión soltó una
carcajada profunda, orgulloso de la ambición y el espíritu de su hijo.
—Un nombre apropiado.
Que Tiro, tanto el león como la ciudad, sirvan para recordar que nada se
interpone en nuestro camino.
La noticia del regalo
se extendió rápidamente por el campamento, inspirando tanto respeto como
asombro. Filotas caminaba entre los soldados con su nuevo compañero, y el
cachorro, aunque joven, ya se había convertido en un símbolo de la ferocidad
macedonia.
Mientras continuaba
el viaje a Tiro, aquel pequeño león rugía al lado de Filotas, como un eco de
las ambiciones del imperio. Un detalle, sí, pero en manos de Alejandro y sus
hombres, hasta los más pequeños gestos se transformaban en promesas de
gloria.
El Sitio de Tiro
La ciudad de Tiro,
situada estratégicamente en la antigua Fenicia, era una poderosa fortaleza
costera cuya parte principal se alzaba en una isla inexpugnable, protegida por
altas murallas dobles y rodeada por las aguas del Mediterráneo. Controlarla
significaba dominar los mares y consolidar su avance hacia Egipto. Pero
Alejandro no solo buscaba conquistar, buscaba humillar la arrogancia de
aquellos que habían osado subestimarlo.
Cuando Alejandro
llegó a las costas de Tiro, solicitó pacíficamente permiso para entrar en la
isla y rendir homenaje a Heracles, el héroe que consideraba su ancestro divino.
Los tirios, confiados en la impenetrabilidad de sus defensas, respondieron con
desprecio y violencia, asesinando a los emisarios macedonios y arrojando sus
cuerpos al mar. Fue entonces cuando Alejandro, enfurecido, juró que Tiro sería
conquistada, no solo para satisfacer su ambición militar, sino para honrar la
memoria de sus hombres caídos.
La ciudad estaba bien
preparada. Sus muros exteriores, que se alzaban justo al borde de la roca,
parecían impenetrables; sus puertos les permitían abastecerse continuamente, y
su flota dominaba las aguas circundantes.
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Tiro, Fenicia |
332 a.C. - Campamento
Macedonio frente a Tiro
La tienda de mando
era un hervidero de tensiones. Los oficiales más importantes del ejército de
Alejandro se encontraban reunidos, trazando estrategias sobre un amplio mapa de
la imponente isla-fortaleza de Tiro. En la cabecera de la mesa, Alejandro
permanecía de pie, observando a cada uno de sus comandantes mientras discutían.
Su figura irradiaba autoridad.
Parmenión, veterano Estratego
y pilar de la campaña, comenzó la sesión con voz firme.
—Tiro es una
fortaleza imponente. Una ciudad que lleva siglos burlando asedios y que cree,
erróneamente, que será un refugio inexpugnable. Para romper su resistencia,
debemos cerrar todas sus vías de escape: por tierra y por mar. Propongo un
bloqueo terrestre total y solicitar refuerzos de la flota de Chipre para
neutralizar su apoyo fenicio por el mar.
Los demás comandantes
asintieron, pero la atención se desvió hacia Calístenes, el historiador, quien
observaba el mapa de la ciudad con una intensidad casi sobrenatural. Con un
gesto lento y calculado, comenzó a trazar marcas sobre el pergamino.
—¿Cómo sabes todo
esto? —preguntó Alejandro.
Calístenes, sin
levantar la vista del mapa, respondió con un tono distante, como si estuviera
hablando desde otra realidad:
—"Antes de que
el susurro desaparezca…"
La respuesta dejó a
todos en silencio. Luego, como despertando de un trance, añadió:
—A veces, los dioses
me inspiran. Me otorgan visiones para guiar vuestros pasos. Esto no es obra de
mis conocimientos mortales, sino de algo más elevado.
Parmenión intercambió
una mirada escéptica con Filotas, pero Alejandro sonrió con interés, dejando
que el historiador continuara. Sin saberlo, todos estaban siendo testigos de
los susurros de Meir, el vampiro que anidaba en el alma de Calístenes, clamando
por una antigua venganza.
Mientras Calístenes
continuaba marcando puntos estratégicos con precisión inquietante, Filotas, Hiparco
de la caballería, tomó la palabra:
—Si Tiro es una
fortaleza tan bien defendida, necesitaríamos armas de asedio superiores.
Propongo perfeccionar un derivado del Euthytonón, una ballesta gigante capaz de
abrir brechas en sus murallas. —Miró de reojo a Calístenes, sabiendo que el
historiador, con su peculiar conocimiento, podría ser clave en el diseño.
Ptolomeo, siempre
pragmático, intervino con una propuesta que mostraba su característico enfoque
calculador:
—Deberíamos centrarnos
en el agua. Cortar su suministro externo y envenenar sus reservas internas. La
desesperación por la sed hará más daño que cualquier flecha.
Calas, hermano de
Filotas, asintió.
—Apoyo la idea. Si
bloqueamos sus recursos, no tendrán opción más que rendirse.
El debate se
intensificó. Sin embargo, Alejandro, que había escuchado a cada uno con
atención, levantó la mano para imponer silencio. Todos lo miraron,
expectantes.
—Vuestras ideas son
válidas y necesarias, pero no suficientes. Tiro está rodeada por el mar, un
obstáculo que creen que los hace invencibles. Pero si el mar nos separa, lo
superaremos. —Sus ojos brillaban con ambición—. Construiremos un malecón. Uno
que conecte el continente con la isla.
El asombro en el
rostro de sus comandantes fue evidente. Parmenión fue el primero en
hablar.
—¿Un malecón de 800
metros? ¿Eres consciente de lo que propones, mi señor? Esto desafía incluso la
voluntad de los dioses.
Alejandro lo miró con
una sonrisa confiada.
—Precisamente. Este
será nuestro desafío a los dioses. No se trata solo de conquistar Tiro; se
trata de demostrar que no hay límites para nuestra ambición.
El silencio en la
tienda se rompió con murmullos entre los oficiales. Para algunos, la idea era
una muestra de soberbia desmesurada; para otros, una prueba irrefutable de que
Alejandro estaba tocado por la divinidad.
Finalmente, Ptolomeo
rompió el silencio con una sonrisa leve.
—Entonces,
construyamos este malecón. Si los dioses no están de nuestro lado, tendremos
que hacerlo nosotros mismos.
Los comandantes
comenzaron a perfilar los detalles del colosal proyecto, mientras Alejandro,
inmóvil, observaba el mapa de Tiro. En sus pensamientos, ya veía la ciudad
caída, su estandarte ondeando sobre las murallas. Para los hombres de
Alejandro, esto no era solo un asedio; era el inicio de una gesta que
desafiaría la lógica, la naturaleza y la misma voluntad divina.
Tiro, la
isla-fortaleza, estaba a punto de enfrentarse a algo más grande que un
ejército: el inexorable destino del conquistador que soñaba con ser
inmortal.
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Sitio de Tiro |
La brisa salada del
mar de Tiro agitaba las banderas macedonias mientras los primeros rayos del sol
iluminaban el campamento. Alrededor, la actividad era frenética: carretas
cargadas de piedras, soldados alineando tablones y gritos de órdenes resonando
en el aire. En el centro de todo aquel bullicio, Parmenión, el veterano
estratego, supervisaba con mirada de acero la construcción del monumental dique
que desafiaría a los mismos dioses.
—No estamos
construyendo un simple malecón —dijo Parmenión, su voz clara y firme mientras
observaba el avance—. Estamos forjando un puente hacia la victoria. Este será
el golpe final que acabará con la soberbia de Tiro.
Junto a él,
Calístenes extendía un pergamino sobre una mesa improvisada, mostrando un plano
detallado del proyecto. Su rostro cierta inquietud, como si estuviera plasmando
no solo conocimiento humano, sino algo más profundo y oscuro.
—Un malecón doble,
paralelo —explicó Calístenes, señalando con su dedo índice las líneas trazadas
en el mapa—. Este diseño permitirá una estructura más sólida, capaz de resistir
las embestidas del mar y de los tiros fenicios. Cada sección debe reforzarse
con piedras grandes en la base y madera en las áreas superiores para facilitar
el avance de las tropas.
Parmenión frunció el
ceño mientras inspeccionaba el plano.
—Ingenioso. Pero,
¿cómo garantizamos la protección mientras lo construimos? Si los fenicios
atacan con su flota, estaremos expuestos.
Calístenes lo miró
con un brillo peculiar en los ojos.
—Tendremos que
movernos rápido y con precisión. Además, las defensas del perímetro son
vitales. Los pueblos de la región ya han sido convocados para aportar
materiales y mano de obra.
Parmenión asintió y
giró hacia uno de sus oficiales, señalando con decisión.
—Quiero destacamentos
armados reforzando cada punto del perímetro. Si alguien intenta sabotear
nuestro trabajo, que no viva para contarlo.
El veterano estratego
sabía que la tarea no solo era monumental en términos de esfuerzo físico, sino
también en logística y seguridad. A su alrededor, los hombres trabajaban con
intensidad, conscientes de que el destino de la campaña dependía de la
construcción de aquel dique.
Mientras tanto,
Calístenes, de pie junto a Parmenión, observaba cómo las carretas comenzaban a
descargar enormes bloques de piedra cerca de la costa. Su mente divagaba,
susurrándole fragmentos de recuerdos y rencores ajenos, provenientes de las
profundidades de su vínculo con Meir, el vampiro que lo aconsejaba.
—¿Qué dices,
Calístenes? —preguntó Parmenión, rompiendo el silencio.
El historiador
parpadeó, como si regresara de un trance.
—Digo que esta será
una obra digna de la memoria de los hombres —respondió, forzando una
sonrisa.
Un soldado se acercó
corriendo hacia ellos, sudoroso y con el rostro tenso.
—¡Mi general! Hemos
detectado movimientos de las fuerzas fenicias en las costas opuestas. Parece
que intentan preparar una incursión.
Parmenión golpeó la
mesa con el puño, pero su voz permaneció controlada.
—Refuercen las
defensas. Desplegad arqueros en los puntos elevados y asegurad las posiciones
de artillería. Quiero que cada barco que intente acercarse se convierta en
astillas antes de tocar tierra.
Alejandro, que había
llegado al lugar montando su corcel Bucéfalo, observaba el trabajo desde una
colina cercana. La visión de cientos de hombres, de todas las edades y
procedencias, uniendo fuerzas para construir aquel titánico malecón llenaba su
pecho de orgullo y ambición.
Parmenión, al verlo
acercarse, se cuadró.
—Mi rey, la
construcción avanza según lo planeado. Pero necesitamos mantener la moral alta;
los hombres saben que estamos desafiando a un enemigo poderoso y al mar
mismo.
Alejandro desmontó
con un salto ágil y colocó una mano en el hombro de su veterano general.
—Parmenión, estamos
construyendo algo más que un malecón. Estamos construyendo nuestra
inmortalidad. Tiro caerá, y cuando lo haga, el mundo recordará no solo a sus
conquistadores, sino también a los hombres que hicieron posible este milagro.
—Se giró hacia los soldados que trabajaban y, alzando la voz, añadió—: ¡Hombres
de Macedonia! Lo que hacéis aquí resonará en la eternidad. ¡Sois los
arquitectos de la victoria!
Los soldados alzaron
sus herramientas y lanzaron vítores que se mezclaron con el estruendo de las
olas. El espíritu de Alejandro era contagioso, y su visión,
inquebrantable.
Tiro, la orgullosa
isla-fortaleza, aún no lo sabía, pero sus días estaban contados. Frente a su
costa, un ejército indomable construía no solo un camino de piedra, sino un
puente hacia la gloria eterna.
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Evágoras I, Rey de Chipre |
Chipre, Corte del Rey
Evágoras, 332 a.C.
El viento marino que
llegaba desde el Mediterráneo soplaba suavemente, llenando el aire con el aroma
salado y la promesa de un encuentro decisivo. Bajo las columnas de mármol
blanco que sostenían el palacio de Evágoras, los emisarios macedonios Filotas y
Calas avanzaron con paso seguro, cada uno portando su propio estilo de
diplomacia.
Calas, con su porte
elegante y su carisma innato, llevaba un aire de nobleza refinada que encajaba
perfectamente en la opulenta corte chipriota. Filotas, más áspero y directo,
observaba con ojos críticos cada detalle de la sala, desde los mosaicos hasta
los cortesanos que susurraban al fondo. Ambos sabían que aquella misión era
crucial: sin el apoyo de la flota chipriota, el plan de Alejandro para
conquistar Tiro quedaría incompleto.
Evágoras los recibió
sentado en un trono tallado en madera de cedro y marfil, con un manto púrpura sobre
los hombros que dejaba claro su autoridad. Su rostro era el de un estratega
experimentado, con ojos que analizaban cada gesto de sus visitantes.
—Bienvenidos a
Chipre, emisarios del gran Alejandro —dijo Evágoras, inclinando ligeramente la
cabeza—. He escuchado de vuestras victorias, y ahora veo que vuestra fama no es
exagerada. ¿Qué os trae a mi corte?
Calas dio un paso al
frente, inclinándose con elegancia mientras esbozaba una sonrisa
diplomática.
—Majestad, traemos un
mensaje de Alejandro, el conquistador de Asia. Él os ofrece una alianza que
fortalecerá a ambos reinos. Vuestra flota es legendaria, y vuestras naves
podrían decidir el curso de esta campaña. A cambio, os garantizamos protección,
riquezas y la oportunidad de ser parte de algo más grande: el imperio que
Alejandro está forjando.
Evágoras sonrió con
astucia, dejando que sus dedos tamborilearan sobre el brazo de su trono.
—¿Y qué ganaría
Chipre con esta alianza? Decidme, macedonios, ¿qué precio ponéis a mi
lealtad?
Antes de que Calas
pudiera responder, Filotas intervino, su tono más frío y calculador.
—Majestad, Tiro
caerá, con o sin vuestra ayuda. Alejandro no está acostumbrado a los fracasos.
Sin embargo, con vuestra flota, podríais asegurar vuestra posición como su
aliado preferido. Pedís lo que ganaremos en la victoria, pero os ofrezco esto:
aseguraos de no ser olvidado cuando el rey de Macedonia reparta el mundo.
Evágoras alzó una
ceja, divertido por la mezcla de persuasión y amenaza.
—Intrigante. Y, ¿qué
espera Alejandro de mí exactamente?
Calas retomó la
palabra con suavidad, contrarrestando el tono más duro de Filotas.
—Necesitamos 130
barcos de vuestra flota, majestad, y hombres experimentados para manejarlos.
Pero no solo eso. Alejandro está llevando a cabo una obra sin precedentes: un
gran dique para unir la isla de Tiro al continente. Para ello, requerimos
también vuestra mano de obra especializada en construcción marítima.
El rey inclinó la
cabeza, pensativo.
—Es una petición
ambiciosa. Si os doy mi apoyo, pediré algo a cambio. Quiero la mitad de los
esclavos que capturéis en Tiro. Chipre tiene necesidades, y esa sería mi
condición.
Filotas intercambió
una mirada rápida con Calas. El primero dejó que su compañero manejara el
trato, sabiendo que la diplomacia refinada de Calas era mejor para esa parte de
la negociación.
—Majestad, podemos
garantizar que vuestra demanda sea tenida en cuenta —dijo Calas con una sonrisa
calculada—. Alejandro es justo con sus aliados. Además, el éxito de esta
campaña será también vuestro éxito, y no olvidará vuestra contribución.
Evágoras observó a
los emisarios durante un largo momento, evaluando cada palabra. Finalmente,
asintió.
—Tendréis mis barcos
y a mis hombres. Pero no olvidéis, macedonios, que en las alianzas, la confianza
es tan importante como la victoria. Si Alejandro cumple su palabra, Chipre será
su fiel aliado.
Filotas, inclinándose
apenas, replicó con tono firme:
—Alejandro siempre
cumple, majestad.
El rey aplaudió, y
los cortesanos comenzaron a preparar los acuerdos. Mientras los emisarios
regresaban a sus aposentos, Filotas miró a Calas con admiración.
—Tienes un don,
hermano —dijo Filotas con una media sonrisa—. Convences incluso a los más
desconfiados.
Calas respondió con
un encogimiento de hombros y una sonrisa tranquila.
—Y tú sabes presionar
cuando es necesario. Es por eso que Alejandro nos envió a ambos.
Con la alianza
asegurada, los macedonios se prepararon para regresar con la noticia. Evágoras
había cedido, pero en el fondo, ambos sabían que el verdadero poder de
negociación siempre pertenecía a Alejandro, quien no pedía, sino que tomaba.
Chipre se había sumado al ambicioso plan, y con ello, el cerco sobre Tiro
estaba un paso más cerca de completarse.
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Mapa de Fenicia |
Campamento Macedonio,
Frente a Tiro, 332 a.C.
Bajo el cielo teñido
de tonos anaranjados por el ocaso, el campamento macedonio bullía con
actividad. Carretas cargadas con madera, hierro y herramientas iban y venían,
mientras los ecos del martilleo y el raspado llenaban el aire. En el corazón de
aquella vorágine de trabajo se encontraba Calístenes, el historiador y
estratega que ahora también dirigía el diseño de armas de asedio que prometían
marcar la diferencia en el inminente asalto a Tiro.
En su tienda, Calístenes
conversaba con su prometida, Moira, una mujer de enigmática belleza cuyos guantes
de seda negra y mirada hipnótica añadían un halo de misterio a su figura. Moira
no era solo su confidente, sino también una bruja que, con astucia y
discreción, se había ganado la confianza de la reina y la princesa persas,
Estatira y Barsine, quienes vivían bajo la "protección" de Alejandro
tras la batalla de Issos.
—La reina y la
princesa creen en mi —dijo Moira con una sonrisa astuta mientras se ajustaba
los guantes—. Me cuentan todo, sin darse cuenta de lo mucho que revelan. Tienen
miedo, Calístenes. Están atrapadas en un mundo que no controlan, y eso las hace
vulnerables.
Calístenes la observó
en silencio, sus ojos brillaban con el fuego de la ambición.
—Úsalas sabiamente
—dijo finalmente—. Cada secreto que revelen puede ser un arma. Alejandro nos
necesita fuertes, Moira. Cada paso hacia Tiro debe ser preciso, y cada detalle
que podamos prever será una ventaja.
Ella se inclinó hacia
él, rozando suavemente su mejilla con los dedos enguantados.
—Recuerda, esposo,
que incluso los secretos tienen un precio. No olvides a quién sirves, pero
tampoco olvides quién te acompaña.
Con un susurro, Moira
se desvaneció en las sombras de la tienda, dejando a Calístenes solo con sus
pensamientos y sus mapas.
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Prototipos de Euthytonón |
Horas después,
Calístenes se encontraba rodeado de maestros carpinteros, ingenieros e ilustres
herreros del ejército macedonio. Sobre una mesa de madera gastada reposaba un
boceto detallado de una gigantesca ballesta, un derivado del euthytonón, cuyo
diseño superaba cualquier arma de asedio construida hasta entonces.
—El mundo verá de lo
que somos capaces —anunció Calístenes, su voz firme y resonante mientras
señalaba el pergamino—. Esta ballesta disparará tres virotes gigantes casi al
mismo tiempo. Cada uno capaz de atravesar murallas, torres... y el orgullo de
quienes se atrevan a resistirnos.
Uno de los
carpinteros, un hombre de rostro curtido y manos callosas, asintió mientras
pasaba los dedos sobre el boceto.
—Ambicioso, pero
factible. Aunque necesitará un sistema de tensado más resistente que cualquier
otro que hayamos construido.
Otro herrero, un
gigante de barba rojiza, señaló el ariete diseñado en la parte trasera del
mecanismo.
—Y este ariete...
será un desafío, pero si lo reforzamos con bronce, no habrá puerta que lo
detenga.
Calístenes asintió,
satisfecho.
—Hacedlo. No acepto
errores. Esta será nuestra lanza contra Tiro.
Durante los días
siguientes, el campamento fue testigo de un esfuerzo colectivo digno de
epopeya. Hombres y mujeres trabajaron sin descanso, siguiendo las indicaciones
precisas de Calístenes. Incluso Ptolomeo, siempre al lado de Alejandro,
supervisó personalmente las pruebas iniciales del prototipo.
Una tarde, mientras
el equipo afinaba los últimos detalles, Ptolomeo se acercó a Calístenes con una
sonrisa cargada de admiración.
—Eres un genio,
Calístenes. Esta máquina cambiará la historia.
Calístenes, con los
ojos llenos de orgullo, respondió:
—Cambiará más que
eso, Ptolomeo. Cambiará cómo se construyen los imperios.
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Calistytonón |
Cuando el prototipo
estuvo listo, Calístenes presentó su obra maestra a Alejandro en una
demostración especial. Bajo la mirada expectante de sus generales y soldados, la
gigantesca ballesta disparó sus virotes contra una réplica de las murallas de
Tiro, pulverizándolas en un estruendo que dejó a todos boquiabiertos.
Alejandro se
adelantó, inspeccionando la máquina con el entusiasmo de un niño.
—Impresionante,
Calístenes —dijo mientras rozaba con los dedos la estructura metálica—. Con
esto, Tiro no tendrá dónde esconderse.
Calístenes hizo una
reverencia ligera.
—Y detrás de ella,
majestad, un ariete que derribará las puertas que queden en pie. La victoria
será nuestra, porque los dioses caminan con nosotros.
Alejandro se giró
hacia sus hombres, alzando la voz con autoridad:
—¡Habéis oído! Esta
máquina es la mano de Zeus que guía nuestro destino. Tiro caerá, porque no hay
muralla que pueda detenernos.
Los soldados corearon
su nombre, el eco de su entusiasmo extendiéndose por el campamento como un
rugido de leones. Alejandro sonrió.
Con el euthytonón
perfeccionado y las tropas llenas de moral, el asedio de Tiro se aproximaba a
su clímax. En la mente de Alejandro, la victoria ya estaba asegurada, pero en
su corazón ardía el fuego de un hombre que nunca dejaba nada al azar. Tiro no
sería solo una conquista; sería una lección para el mundo.
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Isla de Tiro |
El murmullo de las
olas rompiendo contra la costa era un recordatorio constante de la tarea
titánica que enfrentaban los macedonios. Las murallas de Tiro se alzaban como
un desafío que parecía reírse de cada intento de conquista. Sin embargo, para
Alejandro y sus comandantes, la imposibilidad no era más que un estímulo para
la creatividad.
En el corazón del
campamento, Ptolomeo, con la mirada fija en un mapa de la ciudad y sus
alrededores, ideaba una estrategia que, aunque arriesgada, podía inclinar la
balanza a su favor. Con los brazos cruzados y una mueca de concentración, llamó
a uno de sus asistentes.
—Convoca a los
carpinteros, herreros y a los ingenieros de Calístenes. Vamos a construir algo
que no olvidarán —ordenó con voz firme.
Más tarde, rodeado
por expertos, Ptolomeo explicó su plan.
—Vamos a construir un
barco especial. No será una embarcación cualquiera, sino un señuelo que desvíe
su atención y los obligue a cometer errores. Lo llenaremos con brea, aceite y
materiales inflamables. Lo haremos explotar contra las murallas en un ataque
coordinado. Su propósito no es derribar las defensas, sino confundir a los
defensores y permitir que nosotros actuemos donde menos lo esperen.
Uno de los
ingenieros, con expresión dubitativa, se inclinó hacia el mapa.
—Señor, si el barco
llama tanto la atención, ¿no será un riesgo que lo destruyan antes de que
alcance la muralla?
Ptolomeo asintió,
como si ya hubiera considerado esa posibilidad.
—Por supuesto. Pero
ese es el punto: que sus defensores no sepan si es una amenaza real o una
distracción. En ambos casos, su concentración se dividirá, y eso es todo lo que
necesitamos.
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Muelle de Tiro |
Mientras la
construcción del barco avanzaba, Ptolomeo no se conformó con una sola
estrategia. Organizó incursiones nocturnas para buscar un punto débil en las
defensas de Tiro.
Bajo el manto de la
noche, pequeñas embarcaciones partieron silenciosas desde el campamento,
bordeando las imponentes murallas que parecían fusionarse con el mar y las
rocas. Ptolomeo lideraba estas expediciones, con los ojos clavados en las
alturas, buscando cualquier resquicio, cualquier grieta que pudieran
aprovechar.
Las incursiones
fueron infructuosas. Las murallas de Tiro eran, efectivamente, inexpugnables.
Construidas junto a las rocas y protegidas por el mar, parecían más una
extensión de la naturaleza que una obra humana.
En una de esas
noches, mientras el grupo regresaba al campamento bajo la tenue luz de la luna,
uno de los soldados habló con voz cargada de frustración.
—Señor, es como si
los dioses mismos hubieran bendecido estas murallas. ¿Cómo vamos a
cruzarlas?
Ptolomeo se detuvo,
girándose hacia él.
—Si los dioses las
han bendecido, entonces los hombres las maldeciremos. Si no podemos cruzarlas,
las destruiremos. Alejandro nos ha enseñado que no hay desafío que no podamos
superar con voluntad y astucia.
El soldado asintió,
motivado por la firmeza de su comandante, y el grupo continuó su regreso en
silencio.
El Barco de la
Distracción
Al amanecer, la
construcción del barco llegó a su fin. Era una embarcación imponente, diseñada
no solo para cumplir su propósito destructivo, sino también para inspirar temor
y confusión en sus enemigos. Las velas ondeaban con emblemas que simbolizaban
la fuerza macedonia, y la estructura estaba reforzada para resistir los embates
del mar hasta alcanzar su objetivo.
Ptolomeo inspeccionó
el barco mientras los soldados cargaban los barriles de brea y aceite.
Alejandro apareció junto a él, observando la imponente nave con interés.
—Es una obra maestra,
Ptolomeo —dijo Alejandro, con una sonrisa—. Pero dime, ¿estás preparado para
liderar esta parte del asalto?
Ptolomeo se giró
hacia él, su expresión seria pero confiada.
—Siempre, mi señor.
Este barco no solo llevará fuego a las murallas de Tiro, sino también el
mensaje de que no hay fortaleza que los macedonios no puedan superar.
Alejandro asintió,
colocando una mano en su hombro.
—Entonces que así
sea. Que el fuego purifique sus defensas y nuestras acciones queden grabadas en
la historia.
Aunque Tiro aún no
había caído, los macedonios seguían tejiendo la trama de su victoria con
audacia, ingenio y una voluntad que parecía desafiar incluso a los propios
dioses.
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Construcción del Muelle de Tiro |
El Mar como Campo de
Batalla
Los 35,000 macedonios
trabajaban como si la misma voluntad de los dioses los impulsara. Bajo el
implacable sol, transportaban rocas, troncos y arena desde el continente,
levantando un camino hacia lo imposible. Día tras día, el malecón avanzaba,
desafiando al mar y a la furia de los tirios, que no se resignaban a ver su
ciudad asediada.
Desde sus
embarcaciones ligeras, los defensores atacaban sin tregua. Flechas caían como
lluvia sobre los obreros, mientras piedras y cántaros de arena caliente eran
lanzados desde las murallas y barcos. Pero lo peor llegó con las naves
incendiarias. Una noche, el horizonte se iluminó con el resplandor de barcos
cargados de materiales explosivos que chocaron contra la estructura en
construcción. El malecón, que había tomado semanas levantar, quedó reducido a
un montón de escombros ardientes.
En medio del caos,
Alejandro observó las llamas desde una colina cercana. Su mirada no era de
derrota, sino de desafío.
—Si el mar lo consume
todo —declaró con voz firme, que resonó como un trueno entre sus oficiales—,
entonces llenaremos el mar entero.
Reconstrucción y
Furia
La obra comenzó
nuevamente, esta vez con una fuerza más feroz. Alejandro ordenó la construcción
de torres de asedio que se alzarían sobre el malecón, protegidas con pieles
húmedas para resistir el fuego. Desde allí, arqueros y balistas macedonios
mantuvieron a raya los ataques tirios.
El viento trajo
consigo nuevas esperanzas: la flota chipriota, formada por 130 naves, había
llegado. Ptolomeo, al mando de la alianza naval, coordinó con precisión las
embarcaciones para bloquear completamente la isla por mar. Los tirios, antes
seguros tras sus murallas, comenzaron a sentir cómo el cerco se
estrechaba.
Desde las alturas de
las murallas, observaban con terror cómo el malecón avanzaba una vez más, más
alto y más sólido. La isla, que había sido su refugio, empezaba a parecer una
trampa.
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Dartmoorh, Espía Persa |
Una noche, mientras
los oficiales repasaban los planes de ataque, Ptolomeo recibió una carta. La
reconoció al instante: el sello pertenecía a su amante, Dartmoorh. Con una leve
sonrisa, abrió la misiva y leyó con atención:
Mi querido Ptolomeo,
Judea se prepara para recibir
a Alejandro con los brazos abiertos. Los sabios de Jerusalén están organizando
un presente especial, algo que ni siquiera los reyes han tenido el privilegio
de recibir. Cuando llegue el momento, será entregado en persona.
Sé que los mares son
traicioneros, pero confío en que tú serás la tormenta que los controle. Hasta
nuestro próximo encuentro,
Dartmoorh."
Ptolomeo dobló la
carta con cuidado, ocultando cualquier emoción detrás de su semblante sereno.
La promesa de un futuro éxito parecía más cercana que nunca, y los movimientos
en Judea solo fortalecían el camino de Alejandro hacia la inmortalidad.
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Ptolomeo, General y el Biógrafo de Alejandro |
En el centro del
campamento, Alejandro convocó a sus comandantes para repasar los planes
finales. Ptolomeo, con su habitual precisión, expuso la estrategia:
—Una vez finalicemos
el malecón, utilizaremos la galera señuelo. Su explosión contra la muralla
opuesta al ataque principal distraerá a los defensores. Las torres de asalto
avanzarán desde ambos flancos, lideradas por Calas y Filotas. Así, atacaremos
desde todos los frentes.
Alejandro asintió,
sus ojos brillaban con una intensidad que infundía confianza.
—Cuando el arma de
asedio de Calístenes abra las tres brechas, yo avanzaré por la central.
Parmenión tomará la brecha derecha, y tú, Ptolomeo, liderarás la
izquierda.
Todos los presentes
asentían, confiando en la audacia de su líder y en la precisión de su
estrategia.
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Calístenes, Historiador y Embajador de Macedonia |
Al término de la
reunión, Calístenes, el historiador convertido en estratega, se acercó a
Ptolomeo.
—Necesito cien
hombres para liderar un asalto personal —pidió con voz serena.
Ptolomeo arqueó una
ceja, sorprendido.
—¿Tú? ¿Tomando las
armas? No es algo que esperaría de un hombre de letras.
—A veces, la pluma y
la espada deben cruzarse en el mismo camino —respondió Calístenes con una
sonrisa misteriosa.
Parmenión, que
escuchaba la conversación, soltó una carcajada y, divertido, intervino.
—Si Calístenes quiere
jugar a la guerra, yo le daré cien hombres más. Pero no me decepciones,
historiador.
Calístenes inclinó la
cabeza en agradecimiento.
—No lo haré. Mi plan
aún no puede ser revelado.
Antes de retirarse,
insistió en un detalle con Ptolomeo.
—El ataque debe
comenzar al amanecer. Que la luz del día sea testigo de nuestra victoria.
Ptolomeo lo miró
fijamente, evaluando sus palabras.
—Al amanecer,
entonces. Pero más vale que cumplas tu parte, Calístenes.
El Rugido del Asedio
Tras siete meses de
asedio, el malecón macedonio, levantado con sangre, sudor y una voluntad
inquebrantable, llegó finalmente a las imponentes murallas de Tiro. Aquella
isla inexpugnable, antaño símbolo de fortaleza, estaba a punto de sucumbir al
genio militar de Alejandro.
El horizonte, teñido
de un rojo profundo al atardecer, parecía presagiar la carnicería que se
avecinaba. Alejandro observaba las murallas, con los brazos cruzados y una
expresión serena que ocultaba una furia contenida. No buscaba piedad en los
dioses; los retaba, como igual.
—Mañana —declaró,
girándose hacia sus oficiales—, Tiro caerá. Y con ella, cualquiera que ose
desafiarme.
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Asalto de Tiro |
Al amanecer, el
campamento macedonio bullía de actividad. Las tropas se preparaban para el
ataque con disciplina férrea y ansias de gloria. Alejandro, montado en
Bucéfalo, recorrió las filas, lanzando palabras de aliento que encendían el
ánimo de sus hombres como antorchas en la noche.
Los macedonios
desplegaron sus armas de asedio con precisión letal. Entre ellas destacaba el
“euthytonón”, una colosal ballesta diseñada por Calístenes y su equipo de
ingenieros. Sin embargo, su versión mejorada, bautizada como la
"Calistytonón" por su propio creador, prometía ser el golpe definitivo.
Los tres virotes gigantes que aguardaban en su interior llevaban inscripciones
especiales: dos nombres de los caídos de la Torá Negra, un tributo sugerido por
Meir, y un tercero, grabado con el nombre de Moira, la prometida de Calístenes.
—Que cada virote
lleve nuestra voluntad y nuestra furia —dijo Calístenes, su voz cargada de
emoción mientras inspeccionaba el arma. Luego, miró a Alejandro con
solemnidad—. Solo tú, mi rey, debes accionar la palanca. Este golpe será el
preludio de nuestra victoria.
Alejandro asintió y,
con un gesto, ordenó avanzar.
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Filotas, Comandante de Caballería |
El plan se
desarrollaba como un complejo baile de destrucción. La galera señuelo, cargada
de brea y explosivos, navegó directamente hacia la muralla opuesta al ataque principal.
Cuando chocó, el estallido iluminó el cielo, arrancando gritos de confusión y
terror entre los defensores tirios.
Simultáneamente, las
torres de asedio avanzaron por los flancos. Por la izquierda, Filotas lideraba
con ferocidad, mientras que Calas comandaba la derecha. Pero el mar, caprichoso
e implacable, cobró su precio. Una ola inesperada hizo volcar la torre de
Calas, hundiéndola junto con decenas de hombres. Sin dudar, Calas reorganizó
sus tropas y corrió a reforzar el flanco de Ptolomeo, que aún no lograba cruzar
su brecha.
Alejandro, desde el
centro, lideraba personalmente el asalto. Cuando llegó el momento, accionó la
palanca de la Calistytonón. Los tres virotes gigantes surcaron el aire con un
silbido mortal, se incendiaron en lo alto como tres cometas, impactando contra
la muralla con una fuerza descomunal. Tres brechas enormes se abrieron, una
para cada comandante: Alejandro, Parmenión y Ptolomeo.
—¡Adelante! —rugió
Alejandro, espada en alto, mientras lideraba el ataque a través de la brecha
central.
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Adon, Príncipe Ventrue de Tiro |
Mientras el caos se
desataba en la superficie, Calístenes lideraba una misión secreta. Con un
batallón de 200 soldados de élite, avanzó hacia el Castillo Real, guiado por
los conocimientos de Meir. En sus manos, los hombres llevaban antorchas
encendidas.
—Ningún rastro de lo
que yace aquí debe sobrevivir —ordenó Calístenes, su voz cortante como un
filo.
Al llegar a los
sótanos del castillo, encontraron lo que solo podían describir como un lugar
maldito. En las criptas, sarcófagos oscuros y ornamentados parecían vibrar con
una energía malsana. Sin esperar, las tropas encendieron el fuego. Las llamas
consumieron todo a su paso, pero no sin resistencia.
Los gritos de los
soldados resonaron mientras extrañas figuras emergían de los sarcófagos. Eran
monstruos, sombras vivientes que luchaban con una ferocidad antinatural.
Ochenta hombres cayeron antes de que los supervivientes lograran escapar,
dejando atrás un infierno ardiente.
Cuando todo terminó,
los soldados restantes narraron lo ocurrido a Calístenes. Hablaron de un
príncipe llamado Adon, un Ventrue, cuya descripción exacta había sido dada por
Meir. Aunque no pudieron capturarlo, lograron reducirlo a cenizas.
Cuando le comunicaron
esto a Calístenes, el historiador, agotado pero firme, cerró los ojos un
momento.
—La venganza está
cumplida —dijo en voz baja, como si hablara tanto para sí mismo como para los
demás—. Que el pasado arda con él.
Calístenes reunió a
los superviviente y durante el resto del asalto los dispuso a proteger un área
concreta, en la que nadie debía entrar, una zona que le había sido rebelada en
la que había que proteger de todo ataque, y así lo hizo.
La Caída de Tiro
Mientras el castillo
ardía, el resto de la ciudad se derrumbaba. Las tropas de Alejandro tomaron el
control, abriéndose paso por las calles con la furia de un ejército imparable.
Los gritos de los defensores tirios se mezclaban con el estruendo de los muros
cayendo y el rugido de las llamas.
Ptolomeo, finalmente,
logró atravesar su brecha con la ayuda de Calas, y juntos acabaron con los
últimos focos de resistencia en su flanco.
En el centro,
Alejandro encabezaba la carga, su espada teñida de sangre y su armadura
reluciendo bajo el sol del mediodía. Cuando la última bandera tiria fue
arrancada de las murallas, un rugido triunfal se alzó entre las filas
macedonias
Victoria
Tiro, la
inexpugnable, había caído.
Alejandro, cubierto
de polvo y sangre, subió a la muralla más alta y miró hacia el mar. En su
mirada había algo más que satisfacción: era el brillo de alguien que sabía que
su nombre resonaría a través de los siglos.
—Hoy, Tiro. Mañana,
el mundo entero.
La resistencia de
Tiro fue finalmente quebrada. Los macedonios penetraron las defensas, empujando
a los tirios hacia el norte de la isla. Lo que siguió fue una masacre. Ocho mil
tirios fueron ejecutados, y más de 30.000 fueron vendidos como esclavos.
Alejandro, implacable, se aseguró de que la caída de Tiro enviara un mensaje
claro a cualquier ciudad que osara resistirse: no importaba cuánto tiempo
tomara ni cuán difícil fuera el objetivo, él cumpliría su destino.
Pero la conquista de
Tiro no solo fue una hazaña militar; fue una transformación geográfica que
cambió el paisaje para siempre. La isla de Tiro se convirtió en una península,
y lo que comenzó como una obra temporal de guerra se consolidó con el tiempo
gracias a los sedimentos acumulados. Hasta el día de hoy, Tiro permanece unida
al continente, un testimonio silencioso de la voluntad indomable de Alejandro
Magno.
La conquista de Tiro
representó una de las empresas más extraordinarias del genio militar de
Alejandro Magno, un hombre decidido a no aceptar límites, ni siquiera aquellos
impuestos por el mar.
Con la caída de Tiro,
Alejandro continuó su marcha triunfal hacia Egipto, más seguro que nunca de la
grandeza de su ejército y de su destino divino. Había derrotado lo que muchos
consideraban imposible, y ahora, con la mirada fija en Persia, estaba dispuesto
a demostrar que no era solo un hombre, sino un dios entre mortales.
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Parmenión, Comandante en Jefe del ejercito Macedonio |
La tienda de campaña
de Parmenión, iluminada tenuemente por la luz de unas pocas lámparas de aceite,
exudaba un aire de intimidad forzada. Afuera, la noche caía como un manto
pesado sobre el campamento macedonio, un silencio apenas roto por el
chisporroteo de las hogueras y el murmullo de los guardias. En el interior,
Parmenión, Calístenes y Ptolomeo se encontraban reunidos alrededor de una mesa
rústica, sobre la cual reposaba una jarra de vino rojo intenso.
Parmenión, con la
paciencia y la autoridad de un hombre curtido por años de guerra, sirvió el
vino con cuidado. Las copas se llenaron lentamente, y el aroma especiado del
líquido impregnó el aire, casi como una ofrenda para aplacar cualquier tensión
invisible entre ellos.
—Es un vino especial
de los viñedos de mi tierra —dijo Parmenión con voz grave, mirando a Calístenes
como un padre que busca respuestas en el rostro de su hijo—. Lo traje para
ocasiones importantes, y creo que esta lo es.
Calístenes tomó la
copa con una leve inclinación de cabeza, pero sus ojos se mantenían esquivos,
como si evitara deliberadamente la mirada de los otros dos. Ptolomeo, en un
segundo plano, observaba la escena con los brazos cruzados, recostado en un
pilar improvisado de la tienda, siempre con su expresión astuta.
Parmenión, directo
como el filo de una espada, rompió el silencio.
—Dime, Calístenes,
¿qué ocurrió realmente en Tiro? Me refiero a lo que pasó en el Castillo Real.
Algo en tus ojos me dice que cargabas con más que el peso de un arma.
Calístenes, que había
estado girando la copa entre sus dedos, alzó la vista lentamente. Su rostro,
normalmente sereno y calculador, mostraba ahora una mezcla de agotamiento y
algo más oscuro, como si estuviera debatiendo con su propia alma.
—¿Quieres la verdad,
Parmenión? —preguntó, con un tono que parecía desafiar la noche misma.
—Eso siempre.
El historiador dio un
largo sorbo al vino, como si el coraje estuviera escondido en el fondo de la
copa, y luego habló:
—Fui guiado —dijo
finalmente, su voz baja, cargada de algo más allá de lo terrenal—. En el
pasado, y también ahora, siempre he seguido los designios de un dios. Ares,
quizás, o tal vez Hades. No lo sé con certeza. Pero cuando susurros divinos
llegan a mi oído, no los cuestiono. Yo obedezco.
Parmenión frunció el
ceño. El veterano general, conocido por su pragmatismo, nunca había sido hombre
de supersticiones ni profecías vagas. Para él, las batallas se ganaban con
hombres, acero y estrategia, no con los favores caprichosos de los dioses.
—¿Hades? —repitió,
casi con incredulidad—. ¿Crees que los dioses se preocupan tanto como para
guiarte directamente? Y si lo hacen… ¿por qué no consultarme antes? Quizás
pueda ayudarte a comprender mejor lo que oyes.
—¿Ayudarme? —respondió
Calístenes, dejando escapar una risa breve y amarga—. Esto no es algo que pueda
compartirse, Parmenión. No es un asunto de consejos ni de estrategias. Lo que
ocurrió en Tiro... debía ocurrir. Es un designio más allá de ti, de mí y de
este ejército.
La tensión en la
tienda se hizo palpable. Ptolomeo, que había estado callado hasta entonces, dio
un paso hacia adelante, con su rostro iluminado por la tenue luz de las
lámparas. En sus ojos había un atisbo de seriedad.
—Los dioses siempre
nos guían, o eso dicen —intervino, alzando la voz lo justo para romper el
momento—. Pero si esto te reconforta, Calístenes, no será la última vez que
ellos, o nosotros, sean ofendidos. Dales tiempo. Dentro de mil quinientos años,
los hombres harán lo mismo con su memoria... y quizás peor.
La ambigüedad de sus
palabras dejó perplejo a Parmenión, pero no a Calístenes, que mantuvo la mirada
fija en el estratega como si entendiera algo más profundo de lo que se había
dicho.
—Lo importante,
ahora, es que Tiro ha caído —continuó Ptolomeo, bebiendo de su propia copa—.
Pero no olvidemos: la guerra no termina aquí. Y tampoco nuestros dilemas.
Parmenión, apretando
los labios, finalmente cambió el tono, dejando a un lado su incomodidad con las
palabras de Calístenes y Ptolomeo.
—Escucha, Calístenes.
No soy un sacerdote ni un oráculo, pero sí un soldado que sabe lo que es luchar
con fantasmas, tanto internos como externos. Si vuelves a oír esas voces o si
los dioses te guían hacia algo más… consúltamelo antes. Quizás juntos podamos
cargar con el peso.
Calístenes no
respondió inmediatamente, pero asintió después de un momento, como si
reconociera la sinceridad en las palabras del viejo general.
Ptolomeo dejó escapar
una carcajada corta.
—¿Y qué harás,
Parmenión? ¿Rezarle a Hades para que cambie de opinión?
—Si eso es lo que
hace falta, lo haré —respondió Parmenión con una firmeza que cortó la broma en
el aire—. Porque a este ejército lo mueven más que los dioses. Lo mueve la
voluntad humana, y esa es más poderosa que cualquier susurro del
inframundo.
El silencio volvió a
llenar la tienda mientras los tres hombres bebían en silencio, cada uno perdido
en sus pensamientos. Afuera, el campamento continuaba su rutina, pero dentro,
en ese pequeño espacio, las palabras dichas pesaban tanto como las armas que
blandían en batalla.
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Jerusalén, Capital de Judea |
331 a.C.
Calístenes, como
embajador, Moira, en su rol de cónsul, y Calas, como oficial de seguridad,
partieron hacia Jerusalén. La relación entre Moira y Calas iba más allá de las
formalidades; ambos compartían un pasado ligado a una misión secreta para
Aristóteles, que había sellado una amistad basada en el respeto mutuo.
El grupo fue recibido con honor en Jerusalén. Los líderes de la ciudad, prudentes y sabios, decidieron unirse a la comitiva para encontrarse con Alejandro Magno, evitando así que el gran conquistador tuviera que desviarse innecesariamente de su ruta hacia Egipto. Sin embargo, aquella ciudad, con sus antiguas murallas y calles cargadas de historia, guardaba secretos que no tardarían en revelarse.
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Donna, Princesa de Jerusalén |
—¿Confías en mí,
Moira?
Ella le sostuvo la
mirada, tranquila pero firme.
—Sí, Calístenes,
confío en ti.
En ese instante, algo
cambió en el aire. Una sombra invisible, un susurro ancestral, se apoderó de
Calístenes. Sus ojos adquirieron un brillo sobrenatural, y su voz, ahora grave
y cargada de un poder desconocido, habló con una calma que heló la sangre de
Moira:
—Sígueme.
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Admiel, Bibliotecario de la Torá Negra |
Danna, siempre
servicial y cautivadora, los acogió con gracia y los invitó a cenar. Aunque ni
Calístenes ni Moira comprendían del todo quién era realmente, su hospitalidad
era imposible de rechazar. Durante la velada, Meir volvió a hablar a través de
Calístenes. Inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto, dijo:
—Mis respetos, mi
chiquilla. Princesa de Jerusalén.
Danna, con una
lágrima de sangre que se deslizó por su mejilla, la limpió con sutileza antes
de responder con una voz temblorosa por la emoción. Meir continuó:
—Quiero que conozcas a una posible chiquilla para ti. Es Moira. Este es un primer contacto; la decisión será tuya.
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Salón del Trono Jerusalén |
Allí conocieron a
Admiel, un monje silencioso y humilde cuya apariencia contrastaba con el poder
que parecía irradiar en su interior. De nuevo, Meir tomó el control de
Calístenes y, mirando a Admiel, declaró:
—Soy Meir, tu Mentor,
Calístenes, el cuerpo en el que habito, puede ser tu futuro chiquillo.
La emoción llenó el
rostro de Admiel y Danna, ambos conmovidos por la conexión con su sire, aunque
fuese a través de este avatar momentáneo. A pesar de la inquietud inicial,
Calístenes y Moira disfrutaron de la velada, sintiendo que eran testigos de
algo mucho más grande que ellos mismos.
Cuando la noche llegó
a su fin, Moira, agradecida por la confianza de Calístenes, susurró:
—Calístenes, deseo tener un hijo.
Bajo el cielo
estrellado de Jerusalén, lejos de los misterios y las sombras, ambos se
entregaron el uno al otro, sellando su conexión con la pasión y la intensidad
que solo los corazones destinados a la grandeza pueden compartir.
Judea, La Profecía
En su imparable
avance hacia la gloria, Alejandro Magno llegó a las puertas de Judea. Allí no
fue recibido como un conquistador, sino como un libertador. Para el pueblo
judío, la caída del imperio persa no fue una tragedia, sino el fin de una
opresión que había perdurado por generaciones. Alejandro, con su visión
estratégica y su astucia política, encontró en Judea no resistencia, sino
reverencia.
Hacía dos años, en el
333 a.C., había muerto Yehezqiyah, gobernador y sátrapa de Yehud, dejando a la
región bajo una incertidumbre política que los persas nunca lograron resolver.
Pero la llegada de Alejandro prometía un nuevo amanecer. Aunque nunca puso un
pie en la sagrada ciudad de Jerusalén, su nombre resonaría allí como el de un
rey predestinado, un hombre marcado por el favor divino.
La influencia de
Alejandro sobre Jerusalén no se limitó al poder militar o político; fue algo
más profundo, más trascendental.
En la penumbra de una
noche en el campamento, mientras las estrellas brillaban como un tapiz de
señales celestiales, Alejandro compartió su visión con sus hombres más
cercanos. Alrededor de la hoguera, las llamas iluminaban los rostros de
Ptolomeo, Calístenes y Moira, quienes escuchaban con atención.
—Los dioses me han
hablado —dijo Alejandro con voz firme, su mirada fija en el horizonte como si
aún estuviera atrapado en el mundo de sus sueños—. Jerusalén debe ser libre.
Sus leyes, sus tradiciones… todo debe permanecer intacto.
Ptolomeo, siempre
fiel, asintió con solemnidad.
—Los dioses guían tu
camino, Alejandro. Han reservado un lugar para ti entre ellos. No eres solo un
rey; eres más que un hombre.
Calístenes, el
cronista que había sido testigo de tantas hazañas, añadió con tono grave:
—Yo también he oído
esas voces, mi rey. Me han guiado en momentos de duda. No debemos desafiarlas.
Este destino no es el capricho de los hombres, sino la voluntad de los inmortales.
Alejandro, con un
destello de intensidad en sus ojos, se levantó, dejando que las llamas de la
hoguera proyectaran su sombra imponente sobre los presentes.
—No seremos
recordados como simples mortales. Vamos a ser dioses.
El campamento cayó en
un silencio reverente, como si las mismas estrellas hubieran detenido su danza
para escuchar las palabras del rey. Esa noche, las decisiones de Alejandro no
solo marcaron el destino de Judea, sino que también sellaron su propio lugar
entre los nombres inmortales de la historia.
Según las crónicas y
leyendas de la época, el gran conquistador tuvo sueños proféticos, visiones que
le revelaron un mensaje claro: debía permitir que Jerusalén fuese gobernada por
sus propias leyes. No solo eso, sino que también debía extender esta
prerrogativa a todos los judíos, sin importar dónde estuvieran. Para Alejandro,
estas visiones no eran meras fantasías; eran señales de los dioses, un mandato
divino que no podía ignorar.
Cuando las huestes de
Alejandro se aproximaron a Judea, los líderes de Jerusalén, temiendo lo peor,
decidieron actuar con sabiduría y fe. Una delegación de judíos se presentó ante
él, llevando consigo no armas ni riquezas, sino las escrituras. Le mostraron
las antiguas profecías contenidas en la Torá Negra, textos que parecían
anticipar su llegada y que lo proclamaban como un instrumento del destino.
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Las Profecías |
Las Profecías
Entre las escrituras
presentadas, destacaron pasajes del libro de Daniel, palabras escritas siglos
antes pero que ahora cobraban vida ante Alejandro:
"Se levantará luego un rey valiente,
el cual dominará con gran poder y hará su voluntad. Pero cuando se haya
levantado, su reino será quebrantado y repartido hacia los cuatro vientos del
cielo; no a sus descendientes, ni según el dominio con que él dominó; porque su
reino será arrancado y será para otros fuera de ellos."
(Daniel 11:3-4)
Y también:
"Y el macho cabrío se engrandeció
sobremanera; pero estando en su mayor fuerza, aquel gran cuerno fue quebrado, y
en su lugar salieron otros cuatro cuernos notables hacia los cuatro vientos del
cielo. Y de uno de ellos salió un cuerno pequeño, que creció mucho al sur, y al
oriente, y hacia la tierra gloriosa."
(Daniel 8:8-9)
Las palabras parecían
un espejo del destino de Alejandro, el joven rey que dominaba con un poder
inigualable, pero cuya grandeza no sería heredada por sus descendientes, sino
dividida tras su muerte. Estas profecías impresionaron profundamente a
Alejandro, no solo por su precisión, sino porque reforzaban su creencia de ser
elegido por los dioses para cumplir un propósito superior.
Alejandro, movido por
la fe en las señales divinas y la sabiduría de los judíos, decidió no atacar
Jerusalén. En lugar de espadas, hubo respeto; en lugar de destrucción, hubo
entendimiento. Declaró que Judea quedaría libre para gobernarse bajo sus
propias leyes y que los judíos en todo su imperio tendrían la libertad de
practicar su fe y vivir bajo sus tradiciones. Este gesto, aparentemente menor
en la gran escala de sus conquistas, tendría repercusiones profundas a lo largo
de los siglos.
La conexión de
Alejandro con las profecías y su decisión de respetar la autonomía de Jerusalén
marcó un momento único en su campaña. Mientras continuaba su marcha hacia
Egipto y Persia, su nombre quedó grabado en las historias de Judea, no como un
opresor, sino como un instrumento del destino divino. Jerusalén no fue un campo
de batalla; fue un encuentro entre lo humano y lo trascendental, una
intersección entre el acero de un conquistador y las palabras de los profetas.
El paso de Alejandro
Magno por Judea fue más que una parada en su camino hacia la gloria. Fue un
momento en que los dioses, la historia y los hombres convergieron, dejando una
huella que resonaría a través de las generaciones.
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Alejandro Magno, Rey de Macedonia |
El Camino hacia Egipto
331 a.C.
Tras la conquista de
Tiro, Alejandro Magno, el joven rey de Macedonia, contempló el horizonte con
una mirada cargada de ambición y propósito. El Mediterráneo estaba a sus pies,
y cada paso que daba parecía abrirle un nuevo mundo, como si los mismos dioses
moldearan su destino. Ahora, el camino lo llevaba hacia Egipto, una tierra de
riquezas infinitas, donde el Nilo fluía como un hilo de vida que tejía
civilizaciones inmortales. Alejandro no solo veía en Egipto una conquista más,
sino un legado que marcaría la historia.
Egipto, el granero de
la antigüedad, era conocido por su suelo fértil, capaz de alimentar imperios
enteros con su trigo y cebada. Pero bajo el dominio persa, esta tierra
bendecida había sufrido. Durante años, Egipto había sido una joya disputada,
reconquistada y arrebatada, un enclave vital para el Imperio Persa, pero
también una región siempre al borde de la rebelión. Su relación con Persia
había sido tensa y frágil, marcada por movimientos independentistas y un
resentimiento latente hacia sus ocupantes. Incluso bajo el mandato de Darío
III, Egipto era un territorio inestable, un volcán que podía estallar en
cualquier momento.
Para Alejandro, el
camino a Egipto no era solo estratégico. Sabía que el control del Nilo significaba
poder, y la conquista de esta tierra no solo sería una victoria militar, sino
un paso hacia la inmortalidad. Sin embargo, Alejandro no llegaría como los
persas, con una espada alzada y una voluntad de sometimiento. Él tenía un
propósito diferente.
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Moira, Cónsul de Alejandro Magno |
El campamento
permanecía en calma, bañado por el plateado resplandor de la luna. Las
antorchas titilaban, proyectando sombras danzantes sobre las tiendas de
campaña, mientras los soldados descansaban tras un día agotador. En el corazón
del campamento, Moira y Calístenes se encontraban sentados en un rincón
apartado, junto a un brasero cuyo calor parecía insuficiente para disipar el
frío que cargaban sus palabras.
Moira, con la mirada
fija en el fuego, parecía debatirse entre el deber y la lealtad, mientras
Calístenes, con su usual paciencia, aguardaba. Finalmente, ella rompió el
silencio.
—Alejandro y
Estatira… —dijo Moira, con un tono bajo pero cargado de intención—. Yacen
juntos habitualmente.
Calístenes levantó la
vista del manuscrito que repasaba. La confesión le tomó por sorpresa, pero su
rostro, entrenado para disimular emociones, apenas mostró más que un ligero
parpadeo.
—¿Estás segura?
—preguntó, inclinándose hacia ella.
Moira asintió
lentamente, sus ojos reflejando la luz del fuego.
—Lo he visto con mis
propios ojos. No es un rumor. Es un hecho. Y no se trata solo de pasión,
Calístenes. Es algo más profundo, más peligroso.
El historiador dejó
el pergamino a un lado, apoyando los codos sobre las rodillas, su atención
completamente centrada en ella.
—¿Por qué me lo
cuentas? —inquirió con cautela—. Esto no es información que se comparta sin un
propósito.
Moira lo miró
fijamente, su voz era firme.
—Porque necesitas
saberlo. Alejandro confía en ti más que en muchos de los que lo rodean. Tú
registras su historia, moldeas su legado. Pero también eres quien mejor
entiende el alcance de sus acciones, y esto, Calístenes, tiene implicaciones
que van más allá de lo personal.
Calístenes asintió,
comprendiendo la gravedad de la situación.
—Estatira no es solo
una mujer, es la reina persa, el símbolo de un imperio que aún se resiste a
caer completamente. Si los hombres de Alejandro supieran de esto… —Dejó que la
frase quedara inconclusa, el peso de sus palabras evidente incluso en su
silencio.
Moira apartó la
mirada, fijándose en las sombras que danzaban en el suelo.
—Ella no es una
prisionera derrotada, Calístenes. Es inteligente, ambiciosa y peligrosa. No
creo que se entregue a Alejandro solo por supervivencia. Hay algo más en
juego.
El historiador se
reclinó, sus pensamientos girando como un torbellino.
—Esto es un arma de
doble filo —dijo finalmente—. Si Alejandro controla a Estatira, controla el
corazón de Persia. Pero si ella lo controla a él…
—Entonces Persia
nunca será nuestra —concluyó Moira.
El silencio volvió a
reinar entre ambos, roto solo por el crepitar del fuego. Finalmente, Calístenes
habló, su voz más baja, más pensativa.
Esa noche, bajo la
luz de la luna, ambos sabían que lo que se había dicho no era solo una
confidencia, sino una advertencia. El vínculo entre Alejandro y Estatira no era
una simple cuestión de pasión; era un hilo delicado que, si se rompía, podía
desmoronar todo lo que habían construido.
Carta de Dartmoorh a
Ptolomeo
Desde los Jardines Colgantes
de Babilonia, bajo la sombra de la luna, en el nombre de la verdad que aguarda
en las sombras.
A ti, Ptolomeo, estratega
leal, sombra y escudo de Alejandro,
Te escribo con la urgencia que
exige el secreto y con el peso de una revelación que podría sacudir el
equilibrio del gran juego que se juega en Persia. Mi lealtad no se encuentra en
la soberanía de Alejandro ni en los títulos que portáis, sino en la verdad, que
es mi única dueña. Lo que he descubierto no debe quedar oculto, pues los ecos
de esta información podrían alterar el curso de la historia.
La reina persa, Estatira, la
mujer de Darío, no es solo una prisionera bajo nuestra bandera. Es mucho más
que eso. Ella, que debería ser el símbolo del dolor persa y la memoria del
derrotado, yace en los brazos de Alejandro, no como cautiva, sino como amante.
Su relación no es fruto de la casualidad ni del capricho de un conquistador; es
algo calculado, un vínculo que trasciende lo físico.
¿Es Alejandro su conquistador,
o es ella su igual en astucia? Esa respuesta, Ptolomeo, está oculta tras los
velos que solo el tiempo levantará. Sin embargo, lo que ya puedo asegurar es
que Estatira no es la mujer derrotada que aparenta ser. Hay fuego en su mirada,
y cada palabra que ofrece está cargada de un propósito que desconozco, pero que
no es vano.
La madre de Alejandro,
Olimpia, debe saber de esto. Su red de sombras se mueve como serpientes en las
arenas de Persia, y será cuestión de tiempo antes de que ella también lo
descubra. Pero tú, Ptolomeo, eres el puente entre el mundo de las armas y el de
la estrategia invisible. Por eso te lo cuento a ti. ¿Qué significará para el
ejército, para la corte, para los aliados griegos que Alejandro tome como
amante a la reina de su enemigo? ¿Qué destino se teje en el lecho de Alejandro
mientras los hombres sangran por sus conquistas?
Sé que compartir esta
revelación no está libre de peligro. Mi vida ya pende de un hilo, pues los ojos
de Estatira son agudos, y su astucia no tiene igual. Pero mi deber es mayor que
mi miedo, y mi lealtad está con la verdad y, en esta ocasión, contigo.
Decide qué hacer con esto,
Ptolomeo. Que tu mente afilada sea guía para este rey que camina entre hombres
y dioses. Alejandro confía en ti. No dejes que el hilo que lo ata a su destino
se corte por un susurro de Persia.
Espero que mis palabras
encuentren en ti la prudencia y la fuerza necesarias para actuar.
Dartmoorh
Princesa de Babilonia y testigo de sombras
![]() |
Calas, Decarco Hijo pequeño de Parmenión |
El viento cálido del
desierto barría las dunas, levantando finas cortinas de arena que parecían
danzar bajo el sol abrasador. Calístenes, embajador y cronista de Alejandro,
caminaba al frente de la pequeña expedición junto a Moira, la cónsul, y Calas,
el joven militar. Acompañados por una escolta de hombres de la máxima confianza
que habían demostrado su lealtad y destreza en el asedio de Tiro a las órdenes
de Calístenes, avanzaban con cautela hacia Egipto, portando no solo la voluntad
de Alejandro, sino también el peso de su ambición.
El Nilo, con sus
aguas sinuosas y fértiles orillas, representaba tanto una promesa como un
desafío. Rumores sobre la llegada de Alejandro se propagaban como el fuego
entre las aldeas del delta. Para algunos egipcios, el macedonio era un
libertador, una oportunidad para quebrar el yugo persa. Para otros, no era más
que otro conquistador, un extranjero que venía a reclamar aquello que no le
pertenecía.
Cuando Calístenes y
su grupo llegaron a los límites de Pelusium, la primera gran fortaleza egipcia,
encontraron resistencia. Los guardias egipcios, firmes y desconfiados, no
permitieron que los emisarios cruzaran los muros. Las discusiones se
prolongaron bajo el implacable sol, pero la orden era clara: no habría acceso
para los enviados de Alejandro.
—¿Y ahora qué,
embajador? —preguntó Calas, con una voz cargada de impaciencia mientras
vigilaba los movimientos de los arqueros egipcios sobre las murallas.
Calístenes, calmado
como siempre, respondió sin apartar la vista de la fortaleza.
—Ahora observamos,
escuchamos y aprendemos. Cada gesto, cada palabra, incluso su silencio, nos
dice más de lo que creen.
Moira, a su lado,
compartió una mirada con el embajador. Sabía que detrás de su apariencia
tranquila, su mente trabajaba incansablemente, desentrañando el laberinto de
esta nueva tierra.
Tras días de espera y
sin más opciones, el grupo regresó al campamento principal de Alejandro con
fragmentos de información. Sabían que el pueblo egipcio no estaba unido; había
facciones que veían a Alejandro como una esperanza y otras que temían su
llegada. También hablaron de los sacerdotes de Amón, quienes, según los
rumores, tenían una influencia descomunal sobre las decisiones del pueblo.
—¿Qué traéis para mí?
—preguntó Alejandro cuando Calístenes llegó a su tienda.
El historiador
inclinó la cabeza antes de responder.
—División, mi señor.
Egipto está dividido entre quienes desean verte como un salvador y quienes
temen que seas un invasor. Pero lo más importante es que su fortaleza no es su
ejército, sino sus dioses y sacerdotes.
Alejandro frunció el
ceño y se acercó al mapa extendido sobre la mesa.
—¿Los sacerdotes?
¿Qué tiene esta tierra que todos tiemblan ante hombres que rezan?
—No solo rezan, mi
señor —interrumpió Moira, con una voz firme pero respetuosa—. Son los
guardianes de tradiciones milenarias y el corazón espiritual de Egipto. Si los
sacerdotes de Amón se te oponen, será como luchar contra las mismas arenas del
desierto: interminable y agotador.
Preparando la
conquista
Mientras sus hombres
preparaban el avance hacia Pelusium, Alejandro reflexionaba en silencio. Sabía
que esta campaña no sería como las anteriores. Egipto no era solo un territorio
que conquistar, era un símbolo. Aquí no bastaría con la fuerza de las armas;
necesitaría algo más.
—Ptolomeo —llamó
Alejandro al estratega que se encontraba cerca—, ¿crees en el destino?
Ptolomeo asintió, con
una leve sonrisa.
—Creo que los dioses
tienen planes para ti, Alejandro. Nos guían, nos desafían, y al final, te
guardan un lugar entre ellos.
Alejandro rió, pero
había algo en su mirada que no era burla, sino desafío.
—Si los dioses
quieren un lugar para mí, tendrán que ganárselo.
El ambiente en el
campamento se tornó eléctrico mientras los soldados se preparaban para la
marcha. La visión de Alejandro era clara: no solo conquistar Egipto, sino
ganarse el favor de su gente. Para eso, tendría que enfrentarse no solo a
fortalezas y ejércitos, sino a las mentes y corazones de un pueblo que veneraba
sus dioses tanto como temía a sus invasores.
La marcha hacia
Pelusium no sería solo un paso hacia el sur, sino hacia el destino mismo.
Las murallas de
Pelisium
Cuando Alejandro y su
ejército llegaron ante las imponentes murallas de Pelusium, la tensión era
palpable.
Desde las alturas de
la fortaleza, los defensores egipcios lo observaron con recelo. Alejandro
desmontó de su caballo y, despojado de su casco, avanzó solo hacia las puertas,
una figura solitaria frente al vasto horizonte dorado. Su voz resonó como un
trueno cuando pronunció en la lengua de los egipcios:
—Hemotep Nefer.
Las palabras,
cargadas de significado, hicieron que el tiempo pareciera detenerse. Desde lo
alto, un arquero tensó su arco, pero un sacerdote alzó la mano para
detenerlo.
—"Paz sea con
vosotros" —tradujo en voz baja el sacerdote, reconociendo el saludo
sagrado.
El oficial al mando
frunció el ceño, desconfiado.
—¿Buscáis la paz con
Egipto? —preguntó con dureza.
Alejandro se
arrodilló, levantando ambos brazos en un gesto de rendición y respeto.
—No solo busco la paz
—respondió con solemnidad—. Busco la liberación.
Estas palabras
resonaron como un trueno entre las murallas. Para los egipcios, que habían
soportado la opresión extranjera durante generaciones, sonaban como una
promesa, aunque pronunciadas por labios extranjeros.
—¿Por qué deberíamos
creerte? —preguntó el oficial, aún desconfiado.
—Porque no he venido
a tomar, sino a devolver. No seré un conquistador. Seré un aliado de Egipto, y
juntos forjaremos algo más grande.
El sacerdote observó
a Alejandro con ojos llenos de asombro. Este hombre no hablaba como los persas.
Su tono, sus palabras, incluso su mirada, parecían diferentes. Finalmente, el
sacerdote inclinó la cabeza y habló al oficial:
—Este hombre viene en
el nombre de los dioses. Abrid las puertas.
El Abrazo del Nilo
Las puertas de
Pelusium se abrieron, y Alejandro avanzó al frente de su ejército. Su entrada
no fue triunfal, sino simbólica. Los habitantes de la ciudad lo miraban con una
mezcla de temor y esperanza, sus corazones divididos entre la desconfianza
hacia los extranjeros y la promesa de un nuevo comienzo.
A medida que
Alejandro avanzaba hacia el corazón de Egipto, quedó claro que su llegada no
sería como la de otros conquistadores. Se presentaba como el libertador de un
pueblo oprimido, como el aliado de un legado antiguo que ahora formaría parte
de su visión universal.
Así comenzó la
historia de Alejandro en Egipto, un capítulo marcado no solo por la conquista,
sino por la integración, la veneración mutua y un destino entrelazado con los
misterios del Nilo. Los dioses egipcios parecían aceptarlo, y el pueblo
empezaba a inclinarse ante él no solo como un gobernante, sino como un faraón,
un hijo de Amon, destinado a unir el mundo bajo un solo nombre.
![]() |
Mazares, Virey de Egipto |
Bajo el inmenso cielo
azul del delta del Nilo, Alejandro Magno se encontró cara a cara con el virrey
de Egipto, un hombre que aún ostentaba su lealtad a un imperio en ruinas. El
virrey o sátrapa persa que gobernaba Egipto bajo el Imperio Aqueménida era
Mazaces. La sala en la que estaban reunidos, llena de sombras proyectadas por
columnas masivas, parecía contener la tensión de siglos, como si las paredes
mismas aguardaran el desenlace de esta confrontación entre dos mundos.
El virrey, envuelto
en su manto ceremonial, miró a Alejandro con ojos fríos, calculadores. Su voz
resonó, cargada de desafío y orgullo:
—¿Sabéis que, en mi
cargo oficial como virrey del rey Darío, debería decapitaros aquí mismo? —dijo,
enfatizando cada palabra con la firmeza de quien sabe el peso de su posición—.
Decidme, extranjero, ¿por qué no debería dar esa orden ahora mismo?
Alejandro, en lugar
de mostrarse intimidado, sonrió con calma. Su porte no era el de un simple
conquistador, sino el de un soberano que ya sentía que la tierra de Egipto le
pertenecía, no por la fuerza de su ejército, sino por derecho divino. Dio un
paso adelante, haciendo que el virrey titubeara levemente.
—¿Por qué? —respondió
Alejandro, con un tono firme, pero sin elevar la voz—. Porque ya derroté a tu
predecesor en Issos, cuando lideraba las fuerzas egipcias bajo la bandera de
Darío contra mi ejército. En aquella batalla, la arena se tiñó de rojo con la
sangre de los que osaron desafiarme.
Hizo una pausa,
dejando que el peso de sus palabras cayera como un martillo.
—Y, sin embargo, no
estoy aquí para repetir esa historia. No vine a Egipto para ver más sangre
derramada, ni para tratar esta tierra como otro simple trofeo de guerra
—continuó Alejandro, sus ojos penetrantes fijándose en los del virrey—. Vine
porque Egipto no es solo un suministrador de grano y oro para un imperio
moribundo.
El virrey levantó una
ceja, sorprendido por el tono del macedonio. Alejandro, consciente de que cada
palabra podía inclinar la balanza, prosiguió, su voz ahora teñida de
reverencia:
—Egipto es el centro
del mundo civilizado. Una tierra de historia, belleza y potencial infinito. Un
lugar que merece ser cuidado, no explotado. Bajo el yugo persa, vuestro pueblo
ha sido reducido a una sombra de lo que fue. Sus templos profanados, su cultura
despreciada, y su futuro, olvidado.
El virrey, aunque
seguía mostrando una fachada rígida, no pudo evitar que una chispa de
curiosidad brillara en sus ojos. Alejandro lo notó y se inclinó levemente hacia
él, su tono ahora cargado de promesa.
—Pero yo no soy
Darío. Yo no os veo como un simple bastión estratégico ni como una fuente de
riquezas para llenar las arcas de un imperio distante. Yo veo a Egipto como un
aliado, como una joya que puede brillar con más intensidad si se le da el lugar
que merece en el mundo.
—¿Y qué lugar sería
ese? —preguntó el virrey, con un tono que mezclaba escepticismo y
expectación.
Alejandro extendió
sus brazos, como si estuviera abarcando el vasto horizonte del Nilo.
—Un Egipto fuerte,
respetado, libre de cadenas extranjeras. Pero para eso necesitaréis algo más
que un virrey y un imperio lejano que ya no puede protegeros. Necesitaréis un
protector que el mundo conozca, alguien que pueda unificar las culturas y las
naciones bajo una misma visión. Alguien que valore a Egipto como el corazón
palpitante que puede ser.
El silencio llenó la
sala, como si incluso las piedras estuvieran reflexionando sobre sus palabras.
Finalmente, el virrey, con los labios apretados y los ojos entrecerrados, habló
con voz más baja, pero no menos firme:
—Si Egipto necesita
un protector, ¿cómo sé que no sois otro conquistador que simplemente buscará
saquear esta tierra?
Alejandro, sin dudar,
dio un paso más cerca, tan cerca que el virrey pudo ver el fuego en sus ojos.
—No juzguéis mis
intenciones por las acciones de quienes vinieron antes que yo. Los dioses han
guiado mis pasos hasta aquí, y su voluntad me ha traído a esta tierra no para
tomarla, sino para preservarla. Permitidme demostrarlo no con palabras, sino con
hechos.
El virrey,
finalmente, dio un lento asentimiento, aunque su mirada aún mantenía cierta
cautela.
—Tendréis vuestra
oportunidad, Alejandro. Pero recordad, Egipto es más antiguo que cualquier
ambición. Si faltáis a vuestra palabra, esta tierra os tragará como ha tragado
a otros antes que vos.
Alejandro sonrió,
esta vez con una mezcla de respeto y triunfo. Sabía que había plantado la
semilla de algo más grande.
—Que así sea, virrey.
Dejad que Egipto y yo caminemos juntos hacia un futuro digno de su gloria.
Y con esas palabras,
la alianza entre Alejandro Magno y Egipto comenzó a tomar forma, uniendo dos
mundos bajo una misma visión, mientras las aguas del Nilo susurraban historias
de grandeza venidera.
Hacia el Corazón de
Egipto
El viento cálido del
desierto azotaba las telas de las tiendas en el campamento macedonio mientras
Alejandro convocaba a Calístenes y Moira a una reunión privada. Sus rostros,
iluminados por las antorchas que crepitaban en la penumbra.
—Vosotros dos sois la
clave —dijo Alejandro con firmeza, señalándolos con un gesto decidido—. Esta
vez, no necesito soldados, sino diplomacia. Menfis no debe sentir el peso de
nuestras armas, sino la gracia de nuestra voluntad.
Moira, la cónsul,
arqueó una ceja al escuchar esto. Su semblante, normalmente sereno, se tensó al
notar la ausencia de un nombre en las palabras de Alejandro.
—¿Y Calas? —preguntó
con tono directo.
Alejandro mantuvo su
mirada fija en ella.
—Calas se queda. Su
presencia militar no es necesaria. Egipto es un territorio complejo, y debemos
avanzar con prudencia. Si llevamos la fuerza, provocaremos miedo. Quiero que se
fíen de nosotros, no que nos teman.
Moira apretó los
labios, pero no replicó. No delante del rey. Sin embargo, mientras salía de la
tienda junto a Calístenes, la incomodidad en su andar era evidente.
Esa noche, el
silencio del campamento se rompió por el sonido de pasos firmes y una voz
contenida.
—No estoy conforme,
Calístenes —dijo Moira, cruzando los brazos mientras lo miraba directamente.
Calístenes, su esposo
y superior como embajador, la observó con calma, con los ojos cansados pero
atentos, siempre analizando, siempre reflexionando.
—Sé lo que estás
pensando, Moira, pero Alejandro no es un hombre que tome decisiones a la
ligera.
—Calas es mi amigo.
Su presencia nos daría seguridad. No puedo ignorar que lo necesitamos. ¿Qué
haremos si la situación se complica? —replicó ella, alzando ligeramente la voz,
dejando entrever su preocupación.
Calístenes suspiró,
acercándose a ella y posando una mano en su hombro.
—Alejandro confía en
nosotros. Y yo confío en ti. Esta no es una misión para espadas, sino para
palabras. Calas entiende eso, y tú deberías hacerlo también.
—¿Y si nos
traicionan? ¿Si nos usan como moneda de cambio? —insistió Moira frustrada.
—Entonces, usaremos
nuestra inteligencia para sobrevivir —respondió él con una calma que solo la
experiencia podía otorgarle—. La historia no se escribe sin riesgos, Moira.
Somos los emisarios de un rey que desafía la lógica y el destino. ¿No es eso
suficiente para confiar?
Moira desvió la
mirada hacia el horizonte, donde las primeras luces del alba comenzaban a teñir
el cielo de un color anaranjado. No respondió, pero el peso de sus pensamientos
era evidente.
Hacia Menfis
La partida hacia Menfis
fue sobria y discreta. Sin escoltas ni estandartes, solo Calístenes y Moira
avanzaron por las vastas arenas que conducían al corazón de Egipto. El Nilo,
con sus aguas majestuosas, se extendía ante ellos como una vena de vida en un
paisaje árido.
—Es irónico, ¿no
crees? —dijo Moira, rompiendo el silencio mientras sus caballos avanzaban
lentamente por la ribera del río—. Llevamos las palabras de un hombre que ha
conquistado medio mundo, y lo hacemos sin más protección que nuestra lengua y
nuestra astucia.
Calístenes sonrió
ligeramente, sin apartar la vista del horizonte.
—Las palabras han
destruido y salvado más imperios que cualquier espada. Alejandro lo sabe. Por
eso estamos aquí.
Moira no respondió,
pero en su interior seguía sintiendo una punzada de inquietud. Sin Calas, su
amigo y confidente, la tarea parecía aún más monumental.
Cuando finalmente
alcanzaron las puertas de Menfis, la capital de Egipto, fueron recibidos por un
grupo de sacerdotes y nobles locales. Las miradas desconfiadas se posaron en
ellos, pero no hubo gestos de hostilidad. Los egipcios eran un pueblo
orgulloso, y la presencia de los emisarios macedonios parecía despertar tanto
curiosidad como cautela.
—Bienvenidos a Menfis,
embajador Calístenes, cónsul Moira —dijo un hombre mayor, con túnicas blancas y
un bastón tallado con jeroglíficos—. Somos el pueblo de Amón, y os
escucharemos.
Calístenes inclinó
ligeramente la cabeza en señal de respeto.
—Os traemos la
voluntad de Alejandro, rey de Macedonia y libertador de tierras oprimidas. No
somos conquistadores, sino aliados que buscan el entendimiento.
Moira observaba,
midiendo cada reacción de los líderes egipcios. Aunque la tensión era palpable,
no había hostilidad abierta. Sin embargo, sabía que las palabras de Calístenes
tendrían que ser precisas y poderosas para ganarse la confianza de aquellos
hombres.
Las horas siguientes
transcurrieron en discusiones intensas. Los sacerdotes y nobles querían
garantías, no promesas. Querían saber qué lugar ocuparía Egipto bajo el dominio
de Alejandro. Moira, siempre perspicaz, intervino en los momentos clave, usando
su conocimiento de la cultura egipcia para apaciguar las dudas.
Al final del día,
cuando la luz del sol se apagaba sobre las aguas del Nilo, Calístenes y Moira
se retiraron a una pequeña habitación que les habían ofrecido como
alojamiento.
—Lo hiciste bien hoy
—dijo Calístenes mientras se quitaba la capa—. Incluso sin Calas, supiste
mantenerte firme.
Moira lo miró con
agotamiento.
—Todavía no hemos
ganado nada, pero al menos no hemos perdido.
—Eso es más de lo que
muchos pueden decir —respondió él con una leve sonrisa.
Mientras la noche
caía sobre Menfis, los dos emisarios sabían que la verdadera batalla aún estaba
por venir, no en los campos de guerra, sino en las mentes y corazones de
aquellos que los observaban con cautela. Egipto no sería un trofeo fácil, pero
con Alejandro guiando su destino, el desafío era inevitable.
![]() |
Coronación de Alejandro Magno |
La Coronación de un Faraón
Divino
Tras atravesar las
puertas de Egipto, Alejandro no fue recibido con la resistencia habitual de las
ciudades conquistadas, sino con un aire de esperanza y júbilo. Los egipcios,
hartos del yugo persa que durante tanto tiempo había profanado sus tradiciones
y saqueado sus riquezas, vieron en Alejandro no solo a un conquistador, sino a
un liberador. Para ellos, cualquier gobernante extranjero sería preferible al
dominio de los persas, y Alejandro no era un líder cualquiera: era un hombre
cuyo poder resonaba como el trueno y cuyas victorias eran cantadas desde el
Helesponto hasta el Nilo.
Cuando Alejandro
llegó a Menfis, las puertas del antiguo corazón de Egipto se abrieron ante él
como si los dioses mismos le hubieran señalado el camino. Los sacerdotes,
guardianes de las tradiciones ancestrales, lo proclamaron digno de portar la
doble corona del Alto y Bajo Egipto. A sus ojos, Alejandro no solo traía
consigo un ejército, sino la promesa de restaurar la grandeza que los persas
habían mancillado.
En una ceremonia
majestuosa, Alejandro fue coronado como faraón, siguiendo los antiguos rituales
que consagraban a los gobernantes egipcios como encarnaciones de los dioses.
Las oraciones resonaron en los templos, el incienso se alzó al cielo, y los
sacerdotes, con solemnidad, lo declararon "Hijo de Ra", el elegido por
los dioses para guiar a Egipto hacia una nueva era. El pueblo lo aclamó con
fervor, reconociendo en él no solo a un rey, sino a un ser divino. Los persas,
que durante años habían gobernado Egipto como simples administradores, jamás
habían logrado conquistar el corazón espiritual de la tierra del Nilo.
Alejandro, en cambio, lo había logrado en cuestión de días.
Este acto no solo
consolidó su legitimidad ante los ojos de los egipcios, sino que también reveló
la astucia política de Alejandro. Comprendió que para gobernar no bastaba con
la espada; debía ser visto como un dios viviente, un puente entre lo humano y
lo divino. Para un pueblo profundamente religioso como el egipcio, su
coronación no era un simple trámite político: era la reafirmación de que los dioses
aún protegían su tierra. Alejandro abrazó este papel con fervor, consciente de
que su divinidad autoproclamada sería la clave para consolidar su imperio en
Oriente.
La coronación en
Egipto marcó un antes y un después en la vida de Alejandro. No solo era el rey
guerrero que había arrasado las huestes persas en Issos y Gaugamela; ahora era
el faraón, el hijo de Ra, el soberano de una de las tierras más ricas y
sagradas del mundo antiguo. Desde aquel momento, sus ambiciones trascendieron
la simple conquista. En Egipto, Alejandro no solo encontró tierras, oro y
poder, sino una visión de grandeza que superaba las fronteras del mundo
conocido. Fue aquí, en la tierra de los faraones, donde comenzó a forjarse la
imagen del hombre que sería recordado como Alejandro Magno, el conquistador
inmortal.
![]() |
Futura Alejandría fundada e ideada por Alejandro Magno |
En las costas del
Mediterráneo, donde el azul del mar se funde con el horizonte infinito,
Alejandro trazó los cimientos de un sueño. Era un lugar donde el lago Mareotis
abrazaba las aguas del mar, ofreciendo un puerto natural que prometía riqueza,
comercio y una conexión entre mundos. Allí, en una modesta aldea bañada por la
brisa marina, Alejandro vio más que un asentamiento: vio el futuro.
Junto a Ptolomeo,
Alejandro se arrodilló sobre la arena, trazando líneas con harina en el suelo,
un acto tan simple como cargado de simbolismo. En su mente, ya no era una
llanura vacía; era una ciudad majestuosa que llevaría su nombre, una metrópolis
que se alzaría como un faro de conocimiento y cultura. Cuando las gaviotas
descendieron para devorar la harina, Alejandro observó en silencio. Para él,
aquello no era casualidad, sino una señal divina.
—Aquí se construirá
Alejandría —dijo con voz firme, sus palabras resonaban como un decreto celestial—.
Será más que una ciudad. Será un símbolo de nuestro legado, un puente entre
Oriente y Occidente, un lugar donde la grandeza no tenga límites.
![]() |
Hegeloco, Hijo Bastardo de Parmenión |
Bajo un cielo
salpicado de estrellas, el campamento de Alejandro se alzaba como un
microcosmos de intrigas y tensiones. Carpas iluminadas por antorchas
proyectaban sombras danzantes, y el sonido de risas ahogadas, conversaciones
furtivas y el distante murmullo del río marcaban el ritmo de la noche.
En una de las
esquinas más discretas del campamento, Hegeloco, el bastardo de Parmenión,
caminaba con pasos pesados hacia la tienda de su padre. Con el rostro turbado.
Parmenión, veterano
curtido en mil batallas, estaba sentado junto a una pequeña mesa con mapas
dispersos y una copa de vino. Levantó la mirada al ver a su hijo entrar,
notando de inmediato la inquietud en sus ojos.
—Hegeloco, ¿qué te
trae aquí a estas horas? —preguntó Parmenión con voz firme.
Hegeloco se acercó,
intentando encontrar las palabras adecuadas. Finalmente, habló:
—Padre, necesito tu
consejo.
Parmenión dejó la
copa a un lado y se cruzó de brazos, adoptando una postura de atención
absoluta.
—Habla. Sabes que
siempre te escucho.
—Es la reina persa,
Estatira —dijo Hegeloco, bajando ligeramente la voz como si temiera que las
mismas paredes pudieran oírle—. Desde que se le asignó mi protección, ha
comenzado a... insinuarse. Me lanza miradas, palabras ambiguas. No solo como
reina, sino como mujer. Está intentando seducirme.
Parmenión arqueó una
ceja, pero no interrumpió. Sus ojos estudiaban cada gesto de su hijo, evaluando
la gravedad de la situación.
—¿Y tú? —preguntó
finalmente, su tono seco como la arena del desierto—. ¿Qué has hecho?
—Nada. Me he
mantenido firme, aunque... —Hegeloco vaciló, luchando contra la vergüenza—. Es
difícil, padre. Ella es... una mujer extraordinaria. Tiene una presencia que
desarma.
Parmenión se levantó,
caminando hasta su hijo. Su estatura y la gravedad de su rostro hacían que
incluso Hegeloco, acostumbrado al rigor militar, se sintiera pequeño bajo su
mirada.
—Escúchame bien,
Hegeloco —dijo Parmenión, con la voz templada pero cargada de autoridad—. Eres
un soldado de Alejandro y, más importante aún, eres mi hijo. No puedes
permitirte caer en las redes de una mujer, por mucho que su belleza o su
posición te atraigan.
—Lo sé, padre,
pero... —intentó interrumpir Hegeloco.
—¡No hay peros! —le
cortó Parmenión, dando un paso más cerca—. La reina Estatira no es solo una
mujer; es la reina de Darío, símbolo de un imperio. Si cedes a su juego, no
solo pondrás en peligro tu honor, sino también nuestra posición ante Alejandro.
¿Qué crees que hará el rey si descubre que su hombre de confianza se deja
manipular por una reina persa?
Hegeloco inclinó la
cabeza, sintiendo el peso de las palabras de su padre.
—Confío en ti, hijo.
Confío en que recordarás quién eres y lo que representas —añadió Parmenión,
suavizando su tono—. Sé fuerte. Esa mujer no busca amor; busca poder. Y
nosotros, Hegeloco, no podemos permitirnos distracciones.
![]() |
Demetrio, Guardia de Filotas |
Mientras padre e hijo
hablaban, en otra parte del campamento, Demetrio, el mercenario y criminal que
ahora servía como guardia personal de Barsine, la hija de Darío, vigilaba desde
las sombras. Era un hombre de rostro marcado y ojos fríos, alguien cuya lealtad
dependía del oro y las órdenes, no de ideales ni lazos.
Barsine, aunque
joven, tenía una astucia innata que igualaba a la de su madre. Caminaba entre
las tiendas con una elegancia natural, consciente de las miradas que atraía, pero
también del peligro que la rodeaba.
—¿Te cansas de
seguirme como un perro? —preguntó Barsine con un leve tono burlón, girándose
hacia Demetrio.
El mercenario se
limitó a encogerse de hombros, su expresión imperturbable.
—Mi trabajo es
protegerte, no entretenerte.
Barsine sonrió
ligeramente, una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos.
—Protección. ¿Es eso
lo que llamáis a vigilar a las hijas de un rey vencido?
Demetrio no
respondió, pero algo en su mirada sugirió que entendía perfectamente el peso de
sus palabras.
Una Ciudad de Luz y
Conocimiento
Alejandro no se
limitaba a imaginar una urbe más en su vasto imperio. Para él, Alejandría era
el cruce de culturas, una síntesis de las maravillas de Oriente y el ingenio de
Occidente. Encargó a los mejores arquitectos griegos diseñar una ciudad que
reflejara no solo el esplendor de la civilización helénica, sino también la
majestuosidad de Egipto.
Las amplias avenidas
se extenderían como arterias que conectaran la vida y el comercio. Los
edificios, construidos con precisión geométrica, reflejarían la luz del sol
como si estuvieran imbuidos de divinidad. Un puerto colosal recibiría barcos de
todos los rincones del mundo conocido, trayendo consigo riquezas, ideas y
culturas que alimentarían el corazón palpitante de la ciudad.
—Parece que lo tenéis
todo pensado, mi señor —comentó un arquitecto, admirando la visión de
Alejandro.
Alejandro sonrió con
la seguridad de quien no solo lidera, sino que crea.
—Todo esto lo soñé.
Alejandría no será solo un lugar de comercio. Será un faro de conocimiento, una
capital de aprendizaje donde se registre nuestra historia, donde las
generaciones futuras encuentren respuestas.
![]() |
Torre de la Torá Negra |
El sol comenzaba a
descender, tiñendo de dorado y púrpura las vastas extensiones del campamento.
Alejandro se encontraba en su tienda, rodeado de mapas, informes y pergaminos,
aunque su atención estaba fija en un único objetivo: la enigmática biblioteca
de Jerusalén. Frente a él, Calístenes aguardaba con un porte sereno, pero sus
ojos, cargados de misterio, traicionaban una historia más profunda.
—Calístenes, tú que
has estado en tantos lugares y has contemplado maravillas que otros hombres
solo pueden imaginar —empezó Alejandro, su voz firme—, dime qué viste en
Jerusalén. En esa biblioteca que llaman la Torre de la Torá Negra.
El embajador respiró
hondo, como si se preparara para narrar algo que desafiaba las leyes del
entendimiento humano.
—Majestad, lo que vi
no pertenece a este mundo —respondió Calístenes, su voz grave y lenta, como
quien revive un sueño inquietante—. La Torre de la Torá Negra no es solo una
biblioteca; es un monumento al poder del conocimiento.
Alejandro, con los
ojos entrecerrados, inclinó ligeramente la cabeza, indicándole que continuara.
—Imagina una torre
que se eleva hasta tocar los cielos —continuó Calístenes—, cada piso repleto de
saber oculto, ordenado con precisión divina. Los niveles inferiores están
dedicados a los fundamentos: leyes, historias, crónicas de reyes antiguos y
tratados sobre la naturaleza de los hombres y las bestias. Pero a medida que
asciendes, el conocimiento se torna más oscuro, más prohibido.
Alejandro se inclinó
hacia adelante, intrigado.
—¿Prohibido?
—Sí, mi rey. Allí se
guardan secretos que ningún hombre debería poseer, y sin embargo, están al
alcance de aquellos lo suficientemente audaces como para buscarlos. Libros de
alquimia que prometen transformar el plomo en oro, tratados de astronomía que
describen los cielos con una exactitud imposible, y pergaminos que narran los
pactos de los hombres con dioses antiguos, incluso con entidades que algunos
llamarían demonios.
El rey macedonio
permaneció en silencio por un momento, dejando que las palabras de su embajador
calaran profundamente. Luego, con una ligera sonrisa, habló:
—Parece que los
judíos han sabido guardar su fortaleza mejor que cualquier muro o ejército. El
conocimiento es un arma más peligrosa que cualquier lanza.
Calístenes asintió,
pero su rostro seguía cargado de inquietud.
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Biblioteca de la Torá Negra |
Aunque Alejandro no
viviría para ver el esplendor completo de su creación, dejó instrucciones
precisas para que su visión se materializara. Entre sus sueños estaba la
construcción de un faro colosal que guiaría a los navegantes a salvo hacia el
puerto, una de las maravillas del mundo antiguo. Pero incluso más ambicioso fue
el concepto de la Biblioteca de Alejandría, un lugar destinado a albergar todo
el saber conocido por la humanidad.
El faro se alzaría
como una señal luminosa, un emblema del poder y la sabiduría de su imperio. La
biblioteca, en cambio, sería un santuario de ideas, donde eruditos de todas
partes convergerían para compartir y preservar el conocimiento.
El Hombre con una
Misión
Sin embargo,
Alejandro no era un hombre para detenerse. Apenas se trazaron las primeras
líneas en el suelo, apenas los arquitectos comenzaron a dar forma a su visión,
él ya estaba en marcha nuevamente, impulsado por su inagotable ambición.
—¿No os quedáis para
ver cómo florece vuestro sueño? —le preguntó Calístenes.
Alejandro giró la
mirada hacia las aguas del Mediterráneo y luego hacia el horizonte.
—Un sueño como este
no necesita mi presencia, sino tiempo. Mi destino no está aquí, pero mi legado
sí lo estará.
Alejandría no sería
solo una ciudad más. Sería un testimonio de su visión inmortal, un lugar donde
la historia grabaría su nombre en los anales de la humanidad. Allí, el sueño de
Alejandro se transformaría en realidad, no solo como una ciudad, sino como una
idea que trascendería el tiempo.
Y así, mientras
dejaba atrás las costas de Egipto, Alejandro sabía que había plantado las
semillas de una grandeza que resonaría a través de los siglos. Alejandría no
era solo un lugar. Era su legado eterno.
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Estatira, Reina Persa |
Estatira, la
majestuosa esposa de Darío III, se encontraba atrapada entre el pasado y el
presente, entre el amor a su esposo, ahora un hombre en fuga, y el dominio
implacable del conquistador que había puesto al Imperio Persa de rodillas. La
noche en el campamento macedonio era sofocante, cargada de tensiones y
resentimientos no dichos. Alejandro, victorioso y dueño del destino de miles,
compartía su lecho con una reina derrotada.
En su tienda,
Estatira enfrentaba las llamas de su propia humillación y las expectativas que
la situación le imponía. La voz airada de su hija Barsine cortaba el aire como
una daga:
—¿Cómo puedes hacer
esto, madre? ¡Dejar que ese bárbaro mancille el honor de nuestra familia! —sus
palabras eran un torbellino de furia y desesperación, cargadas del dolor de
quien había perdido todo excepto su dignidad.
Estatira, con la
serenidad de una mujer que había conocido el peso de las coronas y los
sacrificios de un trono, respondió:
—Barsine, hija mía,
este no es un acto de voluntad, sino de supervivencia. No luchamos ya en campos
de batalla; nuestra guerra es silenciosa, estratégica, una batalla de sombras
en la que cada elección puede significar la vida o la muerte.
Barsine la miró con
incredulidad.
—¿Supervivencia? ¿Al
costo de entregarte al hombre que ha destruido nuestra casa y nuestra
sangre?
Estatira dio un paso
hacia su hija, tomando sus manos con firmeza. Sus ojos, llenos de resignación,
brillaban bajo la luz temblorosa de las antorchas.
—Alejandro no es un
hombre común, Barsine. Es un hombre que puede remodelar el mundo, que ahora es
dueño de nuestras vidas y de todo lo que alguna vez conocimos. Si hay una
manera de protegernos, de garantizar un futuro, es encontrar nuestro lugar en
el nuevo orden que él impone.
—Estoy embarazada. —aseveró
la reina mirando a los ojos a su hija.
—¿Es de él? —preguntó
la princesa.
La reina Estatira no
contestó y su hija lloró desconsolada al suponer quien es el padre.
Para Estatira, había dos caminos posibles: rebelarse internamente, rechazando al hombre que había puesto fin al reinado de su esposo, o aceptar el nuevo curso de los acontecimientos y trazar su propia ruta hacia el poder. Aunque su orgullo sufría, entendía que Alejandro no era solo un conquistador. Él era una fuerza imparable, un hombre destinado a cambiar el curso de la historia. Si eso significaba compartir su lecho, sería un sacrificio por un propósito mayor: quizás un día, volver a ser la reina de Persia, pero esta vez, al lado del hombre que había demostrado su fuerza más allá de lo imaginable.
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Corte Persa |
El conquistador sabía
muy bien que la guerra no solo se libraba con espadas, sino también con
símbolos, alianzas y gestos calculados. En ese sentido, tener a Estatira era
tanto una victoria política como personal. Pero Alejandro no era solo un hombre
de conquistas; tenía una visión mucho más ambiciosa. Mientras Estatira
contemplaba cómo podía utilizar al macedonio para garantizar su futuro,
Alejandro planeaba dejar una marca eterna en Egipto, tierra que ya le había
abierto las puertas y reconocido como hijo de los dioses.
Antes de dejar el
territorio egipcio, Alejandro fundaría una ciudad que llevaría su nombre:
Alejandría. Consciente de que las batallas se ganan en el presente pero las
leyendas se forjan en la eternidad, Alejandro no solo conquistaba tierras, sino
que también sembraba su legado, uno que resonaría a través de los siglos.
Estatira lo sabía. Su
elección no era sencilla ni carente de dolor, pero entre la humillación y la
muerte, había escogido la astucia, apostando por un hombre que podía ser mucho
más que un conquistador; quizás, incluso, un creador de imperios.
Mientras tanto,
Barsine miraba con ojos llenos de furia, comprendiendo que el mundo que conocía
estaba desapareciendo, y que, en su lugar, se erigía un nuevo orden, uno en el
que Alejandro Magno sería tanto un gobernante como un mito viviente.
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Barsine, Princesa Persa |
La luna plateada
derramaba su luz sobre el campamento macedonio, iluminando las telas de las
tiendas y el brillo de las espadas de metal y los escudos apilados junto a las
hogueras agonizantes. El murmullo de los guardias y el crujido de los pasos
sobre la grava parecían disiparse ante el susurro del viento. Dentro de una de
las tiendas más suntuosas, adornada con alfombras persas y sedas, Calas,
observaba a Barsine con una mirada que alternaba entre deseo y admiración.
—Princesa Barsine,
¿acaso el esplendor de Babilonia puede igualar la belleza que ahora tengo ante
mis ojos? —dijo Calas, con una sonrisa ladeada que buscaba romper la fría
distancia que ella mantenía.
Barsine, vestida con
un ligero velo de lino que caía sobre su cabello negro como la noche, lo miró
con cautela. Aunque sus labios se torcieron en una ligera mueca, sus ojos,
llenos de inteligencia, no mostraron debilidad.
—Eres elocuente,
Calas. Pero tus palabras son como flechas lanzadas contra una fortaleza: no
penetran. Estoy prometida al gobernador de Babilonia, un hombre digno y leal a
mi padre.
Calas dio un paso más
cerca, su silueta imponente proyectaba sombras que danzaban sobre las paredes
de la tienda. La pasión ardía en sus ojos azules, reflejando el carácter
indomable que le había ganado el favor de Alejandro.
—Promesas hechas en
palacios dorados pierden su peso en el fragor de la guerra. ¡Mira a tu
alrededor, Barsine! Babilonia está al borde de caer, y tu futuro no pertenece a
nadie más que a ti.
Barsine se levantó
con elegancia, su postura erguida como la de una reina. Su voz fue firme,
aunque una nota de incertidumbre vibraba en su tono.
—¡Tienes razón,
Calas! La guerra lo cambia todo. Pero mi honor y mi palabra no son monedas que
puedan ser intercambiadas en este juego de conquistadores.
Calas acortó la
distancia que los separaba, sus palabras ahora eran un murmullo cargado de
intensidad.
—No es tu honor lo
que deseo, Barsine, sino tu corazón.
Antes de que ella
pudiera responder, Calas tomó su rostro entre sus manos, sus dedos ásperos
contrastaban con la suavidad de su piel, y la besó. Barsine, por un instante
fugaz, se quedó inmóvil, como si el tiempo mismo hubiese detenido su curso.
Pero pronto, la realidad se impuso, y con un ademán firme lo apartó.
Las lágrimas llenaron
sus ojos oscuros, y su voz quebrada brotó como un río contenido demasiado
tiempo.
—¿Por qué haces esto?
¡No puedo traicionar lo que soy, ni aquello en lo que creo!
Calas retrocedió
frustrado. Era un guerrero acostumbrado a obtener lo que deseaba, pero frente a
Barsine, se encontraba derrotado.
—Perdóname, Barsine.
No quería hacerte daño. ¡Pero entiéndelo! Eres mucho más que una promesa hecha
en nombre de alianzas rotas.
Ella se cubrió el
rostro con las manos y rompió a llorar. Calas la contempló por última vez, con
el corazón dividido entre su deseo y el respeto que ahora comenzaba a
comprender.
—Me retiro, princesa.
Pero no olvides que a veces, incluso los muros más firmes tambalean ante el
amor.
Calas dio media
vuelta y salió de la tienda, dejando atrás un silencio cargado de emociones.
Fuera, bajo el cielo estrellado, se detuvo un instante para inhalar el aire
fresco de la noche. Por primera vez en mucho tiempo, un combate lo había dejado
sin victoria, pero también con una admiración aún más profunda por la mujer que
había rechazado.
Dudas de un Viejo General
En la penumbra de la
tienda de mando, bajo el techo de telas bordadas traídas de los botines de
Persia, un grupo de generales macedonios se reunía en torno a Parmenión. La
atmósfera era tensa, cargada de las palabras no dichas que parecían pesar tanto
como las armas que portaban. Alejandro no estaba presente, y Parmenión,
veterano de innumerables batallas, aprovechó la ausencia para expresar lo que
llevaba tiempo rumiando en silencio.
—¿Se ha vuelto loco
nuestro rey? —dijo Parmenión, con la voz cansada, pero con la autoridad que
solo los años de experiencia podían dar—. Persia está al este, y él quiere
arrastrarnos hacia el oeste. Tenemos ventaja estratégica y la desperdicia dando
tiempo a Darío para reagrupar sus fuerzas.
Los generales
intercambiaron miradas entre sí, pero fue Ptolomeo quien rompió el silencio.
—Alejandro no
desperdicia nada, Parmenión. Lo que ves como tiempo perdido es parte de su
visión. Egipto no es solo otra conquista; es el corazón de algo más grande, un
imperio que no se limita a una nación o un pueblo. Alejandro lo entiende,
porque él no es un simple hombre. Es un Dios.
Parmenión golpeó la
mesa con el puño, haciendo temblar los mapas desplegados.
—¡Dioses! ¿Desde
cuándo necesita Alejandro que los dioses le digan que puede vencer? Yo se lo
digo: puede vencer, sin necesidad de esas fantasías. Pero él trata a la mujer
de nuestro enemigo como si fuera su propia esposa. ¿Qué clase de ejemplo es ese
para los hombres?
Ptolomeo lo enfrentó,
inclinándose hacia él.
—Tal vez veas debilidad
donde hay grandeza. Si un heredero de Alejandro fuera persa, no habría deshonra
en ello. Sería hijo del mayor hombre que haya pisado esta tierra.
La tensión entre
ambos era palpable. Antes de que la discusión se tornara más violenta,
Calístenes intervino con voz pausada.
—La estrategia de
Egipto tiene sentido, Parmenión. Lo admito. Pero hay algo que no puedo ignorar:
esa idea de que Alejandro es un Dios. Podría estar siendo influenciado por
fuerzas que escapan a nuestro control. Si sucumbe a esa creencia, podría
llevarnos por un camino del que no hay retorno.
Calas, joven y leal a
Alejandro, dio un paso adelante con voz clara.
—Padre, te equivocas.
Alejandro no ha perdido el rumbo. Ve más allá de lo que cualquiera de nosotros
puede imaginar. No solo piensa en la guerra, sino en lo que vendrá después de
ella.
Filotas, su hermano,
alzó la voz con tono encendido.
—¡Calas, estás ciego
por tu devoción! padre tiene razón: Alejandro está perdiendo lo que lo hacía
grande. Se está alejando de sus raíces macedonias, diluyendo nuestra sangre en
pueblos que no entienden nuestra fortaleza ni nuestro honor.
Las palabras de
Filotas resonaron como un eco. El silencio cayó sobre el grupo, solo
interrumpido por el murmullo del viento contra la tienda. Parmenión miró a cada
uno de los presentes.
—Escuchadme bien,
todos vosotros. No dudo de la grandeza de Alejandro, pero incluso el mejor de
los guerreros puede perderse si no hay voces que lo guíen. Lo que discutimos
aquí no es traición, sino lealtad. Lealtad a un Alejandro que no olvide de
dónde vino ni a quiénes tiene tras él.
—Las mismas palabras
que os he dicho aquí y ahora, se las voy a a decir a Alejandro, y quiero que
vosotros estéis presentes. —aseveró Parmenión muy serio.
La reunión terminó en
medio de miradas cruzadas y pensamientos no pronunciados. Cada hombre se retiró
a sus propios aposentos, llevando consigo las dudas y certezas que habían
surgido en esa noche. Afuera, las estrellas brillaban indiferentes, testigos
mudos de las decisiones que darían forma al destino de un imperio.
La Duda de Parmenión
El campamento en
Egipto bullía de vida. Macedonios y griegos, exhaustos pero victoriosos,
disfrutaban de la hospitalidad egipcia: vino, música, y los susurros de un
pueblo que los recibía como libertadores. Pero en el corazón del campamento,
bajo una tienda sencilla pero digna, dos hombres se enfrentaban en una
conversación cargada de tensión.
Alejandro Magno,
joven y lleno de propósito, observaba a Parmenión, su general más veterano,
cuyos ojos reflejaban la dureza de años de campaña. Era un enfrentamiento de
voluntades, la visión expansiva de un conquistador contra la cautela forjada en
el campo de batalla.
—¿Vas a partir así,
mi rey? —inició Parmenión, su voz grave como un trueno contenido—. Hacia un
templo, en mitad del desierto. Perdona mi franqueza, pero esto no es solo
temerario... es un síntoma claro de locura.
Alejandro, que
permanecía de pie junto al mapa extendido sobre la mesa, levantó la mirada, con
el brillo de la ambición iluminando sus ojos. Su tono era sereno, pero cada
palabra llevaba un peso ineludible.
—¿Locura? ¿Llamas
locura al deseo de buscar respuestas? No estoy simplemente yendo a un templo,
mi general. Estoy yendo a ver a los dioses mismos.
Parmenión dio un paso
adelante, su rostro endurecido por la incredulidad.
—¡Los dioses no ganan
guerras, Alejandro! Los hombres sí. Y mientras tú persigues visiones en el
desierto, Persia sigue ahí. ¿Qué estás buscando en ese oráculo que valga más
que la ventaja táctica que tanto nos ha costado obtener?
Alejandro se apartó
del mapa y se acercó al viejo general.
—Lo que busco no
puede entenderse desde las estrategias de un solo hombre. No soy solo un
general, Parmenión. No vine a este mundo para simplemente ganar batallas. Vine
para moldearlo, para trascenderlo.
Parmenión negó con la
cabeza, su frustración evidente.
—Moldear el mundo no
servirá de nada si te pierdes en el camino. Persia está al este, mi rey.
Nosotros estamos aquí para luchar, no para contemplar las vistas de un desierto
maldito.
Alejandro sonrió con
una calma inquietante.
—¿Crees que esto es
solo un desvío? No lo es. Este viaje es tan necesario como nuestras victorias
en el campo de batalla. Nuestros hombres necesitan descansar, fortalecerse. La
hospitalidad egipcia es un premio que se han ganado. Que disfruten de esta
calma mientras puedan, porque la guerra está cerca, y puede que sea su última
oportunidad de saborear algo parecido a la paz.
Parmenión cruzó los
brazos, desafiante.
—¿Y qué pasa con la
ventaja? Con el tiempo que perderemos. He servido a tu padre, te he servido a
ti, y jamás he visto que un rey abandone una ventaja estratégica por una
cuestión de fe.
—¿La ventaja?
—Alejandro inclinó la cabeza, sus ojos brillaban con un fuego que Parmenión
conocía bien: el fuego de lo inevitable—. ¿No fue la misma ventaja la que nos
llevó a Issos, a conquistar Tiro y ahora a estar aquí? Te lo digo, Parmenión,
ganaremos cuando yo decida que es el momento adecuado. No antes.
—¿Y eso será después
de hablar con una sacerdotisa? —la voz de Parmenión estaba cargada de
sarcasmo—. ¿Qué harás, Alejandro? ¿Esperar que los dioses te digan que es tu
destino vencer?
Alejandro dio un paso
hacia él, su figura era imponente, su autoridad inquebrantable.
—No necesito que me
digan lo que ya sé, Parmenión. No busco que me den respuestas; busco que
confirmen lo que ya está escrito.
El silencio se hizo
pesado en la tienda. Parmenión apretó los dientes, pero finalmente suspiró,
resignado.
—Eres el rey. No
importa lo que yo piense.
—Lo que piensas
importa, viejo amigo —respondió Alejandro, suavizando su tono—. Por eso estás
aquí. Pero no olvides que esta campaña no es solo sobre conquistar tierras. Es
sobre conquistar corazones, mentes… y la historia misma.
—Mientras Macedonia
no se debilite en ti, mi señor —advirtió Parmenión con dureza—. Porque lo
extranjero ya parece fortalecerse más de lo que debería.
Alejandro lo miró
fijamente, sin parpadear.
—¿Lo hago, Parmenión?
¿Me debilito? —preguntó con una voz tan tranquila como peligrosa.
El viejo general no
respondió. Sus ojos decían más que cualquier palabra. Alejandro volvió a
girarse hacia el mapa, como si hubiera cerrado la discusión.
—Prepara a los
hombres. Regresaré antes de que lo necesitemos.
Parmenión inclinó la
cabeza, pero sus pensamientos eran un campo de batalla propio.
La audacia de
Alejandro no carecía de precedentes, pero sí de éxito. Le habían contado
historias del rey persa Cambises, quien, dos siglos antes, había intentado
atravesar ese mismo desierto con un poderoso ejército. Pero la naturaleza,
indomable y despiadada, había vencido incluso a los persas. Su ejército había
sido arrasado por una tormenta de arena, y miles de hombres se perdieron para
siempre en las dunas.
—¿Y tú, Alejandro?
¿Qué te hace pensar que triunfarás donde otros han fracasado? —le preguntó
Parmenión antes de partir.
—Porque no solo
camino por el desierto, viejo amigo. Camino hacia mi destino.
Sus palabras
resonaron con la misma fuerza que su convicción. Alejandro no era Cambises, y
su causa no era la misma. Donde los persas habían marchado con miedo, él lo
hacía con la seguridad de alguien guiado por los propios dioses.
Alejandro, mientras
tanto, sabía que este viaje no era solo una búsqueda espiritual. Era una
declaración. Una afirmación de su destino como algo más que un rey terrenal.
Mientras se preparaba para partir hacia el Oráculo de Amón, una sola certeza
llenaba su corazón: no era solo Alejandro de Macedonia. Era un hombre destinado
a gobernar como un dios.
Cuando se disponían a
partir hacia el templo de Siwa, Parmenión se dirigió a sus compañeros y con
resignación les dijo:
—Vigilad a Alejandro.
No le quitéis ojo.
—Descuida padre, así
será —dijo Filotas, siempre fiel a su progenitor. Los demás asintieron y se
sumaron a la respuesta de su primogénito y partieron un puñado de macedonios
sin escolta alguna, ni soldados que protegieran al rey ante cualquier
adversidad.
Camino a Siwa
Alejandro, el
conquistador que ya había sometido al Nilo bajo su mando y era aclamado como
faraón, no se detuvo a saborear su triunfo. En vez de consolidar su posición o
avanzar hacia Persia, emprendió un viaje que pocos habrían siquiera osado
considerar. Su destino: el remoto oasis de Siwa, perdido en el vasto e
implacable desierto del Sahara. Allí, en el corazón del desierto, lo aguardaba
el Oráculo de Zeus-Amón, un lugar envuelto en misterio y reverencia, donde los
mortales buscaban respuestas que solo los dioses podían ofrecer.