Eterno XVI
Luna de Sangre
(332-330 a. C)
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Alejandro Magno camino Siwa |
El camino hacia Siwa
fue tanto una prueba de resistencia como una declaración de su destino. Durante
días interminables, Alejandro y su reducido grupo atravesaron un océano de
arena ardiente bajo un sol abrasador. Cada paso era una lucha contra la desolación,
las reservas de agua menguaban con rapidez, y los hombres, exhaustos,
comenzaban a sucumbir al calor y al cansancio.
Pero Alejandro, firme
y decidido, lideraba con una energía que parecía inagotable. No era solo la
ambición lo que lo impulsaba; era la certeza de que estaba destinado a algo más
grande que la vida misma.
—Por la grandeza, —le
preguntaron en un momento de desesperación. Su respuesta fue simple, pero llena
de significado:
—Echo de menos esto.
Irnos de aventuras... Es lo que hacemos.
Los hombres seguían
avanzando, sostenidos por su fe en aquel joven rey cuya voluntad era más férrea
que las tormentas de arena que los azotaban.
El viento aullaba
como un dios iracundo, arrastrando consigo el peso de la arena y la
desesperación. La tormenta era la peor que habían enfrentado. Era un monstruo
de polvo y viento que devoraba todo a su paso, cegando los ojos, ahogando los
pulmones, y reduciendo al ejército macedonio a sombras perdidas en el
caos.
Y entonces, Ptolomeo
desapareció.
—¡PTOLOMEO! —rugió
Alejandro, su voz apenas audible en el rugido de la tempestad.
Pero no hubo
respuesta.
Entre destellos de
relámpagos y ráfagas de arena, Alejandro alcanzó a ver la silueta de su amigo y
su caballo siendo engullidos por la furia del desierto. Quiso espolear su
montura, ir tras él, arrancarlo de las garras de la tormenta, pero sus propios
hombres lo detuvieron.
—¡No puedes ir, mi
rey! —gritó Filotas, con el rostro cubierto de polvo—. ¡Si lo haces, te
perderemos también!
Alejandro luchó
contra las manos que lo sujetaban, contra la lógica que intentaba imponerse a
su instinto. Su corazón latía con violencia, como si quisiera arrancarse del
pecho para ir en busca de su amigo.
—¡Maldita sea,
Ptolomeo, respóndeme!
Pero la tormenta se
tragó su voz.
Los minutos se
hicieron eternos. Alejandro giraba en todas direcciones, los ojos ardientes por
la arena y la rabia, buscando un indicio, una sombra, cualquier señal de que su
hermano de armas seguía con vida. Pero solo encontraba el caos.
Finalmente, con la
mandíbula tensa y el alma desgarrada, bajó la cabeza.
No podía seguir. No
así.
Cerró los ojos con
furia, odiándose por su impotencia.
—Lo buscaremos cuando
la tormenta amaine —dijo, su voz endurecida como el bronce—. Ptolomeo no es
ningún inepto. Sobrevivirá… tiene que hacerlo.
Pero en su interior,
el miedo lo devoraba. ¿Y si esta vez la suerte no estaba de su lado? ¿Y si el
desierto había tomado a su amigo para no devolverlo jamás?
Alejandro, el
conquistador de mundos, el invencible, el que nunca se detenía ante nada…
sintió, por primera vez en mucho tiempo, el amargo sabor de la impotencia.
En uno de los
momentos más oscuros, cuando parecía que el desierto los devoraría, una
tormenta repentina trajo consigo una lluvia inesperada que salvó sus vidas. Más
tarde, un grupo de cuervos comenzó a volar por encima de ellos, guiándolos
hacia el camino correcto. Alejandro interpretó estos eventos como señales
divinas, pruebas irrefutables de que los dioses estaban de su lado.
—Benditos sean los
dioses —murmuró, su mirada fija en el horizonte—. El destino nos pertenece.
Ptolomeo está vivo, lo sé.
El viento aullaba
como un lobo hambriento, devorando todo a su paso. Ptolomeo, general de
Alejandro Magno, se encontraba perdido en la tormenta y apenas podía ver más
allá de unos pocos pasos. Su montura se había asustado con la tormenta
dejándolo a su suerte. El viento le azotaba su rostro y su capa ondeaba con
violencia. El desierto, implacable, parecía decidido a devorarlo. Cada paso era
una batalla, cada respiro, una lucha contra la ira de los dioses.
Entonces, entre la
bruma de arena, surgieron unas majestuosas siluetas, montaban camellos que
flotaran sobre la tormenta. A la cabeza, montada en un camello blanco, iba una
mujer de mirada penetrante y porte regio: Daria Farah, embajadora persa.
—Ptolomeo de
Macedonia —dijo con una voz serena—. El desierto ha decidido no tomar tu vida
esta noche.
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Templo de Anubis |
Daria lo observó un
momento, como si midiera su alma. Luego, con un gesto de su mano, ordenó a sus
sirvientes que lo ayudaran a subir a uno de los camellos.
La caravana avanzó
lentamente, sorteando la tormenta, hasta llegar a un oasis oculto. Allí, entre
las palmeras que se mecían al ritmo del viento, se alzaba un templo antiguo, su
entrada custodiada por una colosal estatua de Anubis, el dios chacal cuyos ojos
de obsidiana parecían seguir cada movimiento de Ptolomeo.
—Entra, macedonio —ordenó
la embajadora, señalando el interior del templo—. Tu destino te espera al otro
lado de esas puertas.
Ptolomeo, con el
corazón acelerado, cruzó el umbral. El interior estaba iluminado por antorchas
que proyectaban sombras danzantes en las paredes cubiertas de jeroglíficos. El
macedonio desenvaino su espada alerta.
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Hechicera Persa |
—Llevo mucho tiempo
esperando al Eterno —susurró la hechicera con la voz como un trueno lejano—. Su
madre sobrevivió a uno de mis rayos, pero el destino ha querido que tú,
Ptolomeo, seas el mensajero. Tu cuerpo calcinado llevará mi advertencia a tu
rey.
La hechicera levantó
las manos y antes de que Ptolomeo pudiera reaccionar, una tormenta de rayos se
formó a su alrededor y la hechicera lanzó un rayo de energía pura hacia él.
Ptolomeo, con los reflejos de un guerrero, se lanzó detrás de una columna justo
cuando un relámpago golpeó el suelo, reduciendo la piedra a cenizas. Cuando se
atrevió a mirar, vio a un hombre emerger de las sombras: un soldado egipcio,
vestido con una armadura antigua y desgastada, como si hubiera regresado de una
guerra olvidada. Su inquietante mirada era profunda como un abismo y en sus
manos sostenía una espada que parecía haber bebido la sangre de mil batallas.
—Macedonio, sígueme,
si quieres vivir —dijo el soldado con voz grave.
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Udjahorresnet, Antiguo Soldado |
Pero antes de que Ptolomeo pudiera moverse, el suelo tembló.
De la arena del suelo
del templo emergió una mujer egipcia de belleza sobrenatural. Su cuerpo tenía
la perfección de una diosa, su piel desprendía un aura dorada, y sus ojos...
dos brasas amarillas ardían con una ferocidad inhumana. Con un movimiento
elegante, se enfrentó a la hechicera persa.
—Quizás debamos equilibrar la balanza —anunció con voz melódica en egipcio antiguo.
Sin previo aviso, la
diosa egipcia se lanzó sobre la hechicera persa. El choque de su poder sacudió
los cimientos del templo. Relámpagos y arena se arremolinaban a su alrededor
mientras las dos entidades se enzarzaban en una lucha titánica.
La diosa abrió la
boca y de ella emergió una lengua de serpiente, larga como un látigo. En un
movimiento certero, envolvió el cuello de la hechicera y, con un tirón seco, la
decapitó y su cuerpo muerto se deshizo rápidamente en cenizas al viento.
El templo crujió. Las
columnas comenzaron a ceder y la estructura se desmoronaba sobre sí misma.
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Nitocris, Diosa Egipcia |
—¡Corre! —gritó el
soldado egipcio, arrastrando a Ptolomeo fuera del templo en el último
instante.
Justo cuando cruzaban
la entrada, el santuario se desplomó en una nube de polvo y escombros.
Cuando finalmente salieron al exterior, el templo se derrumbó tras ellos en una nube de polvo y
escombros. Entre el caos, Ptolomeo vio a la mujer egipcia convertirse en una
bruma etérea que se desvaneció en el desierto.
—¿Quién era ella?
—preguntó Ptolomeo, sin aliento.
Pero cuando se
volvió, el soldado había desaparecido. Daria Farah y su comitiva también se
habían esfumado, como si nunca hubieran estado allí. Solo quedaba un camello
atado a una palmera, con provisiones y un mapa que señalaba el camino al templo
de Siwa. Entre las provisiones, Ptolomeo encontró un pequeño frasco de cristal,
sellado con un líquido rojo intenso. Una nota en egipcio decía: "Úsalo solo
en momentos de necesidad. Sanará milagrosamente."
Ptolomeo guardó el
frasco con cuidado, montó en el camello y se adentró en el desierto, su mente
estaba llena de preguntas sin respuesta. El destino lo había llevado a un lugar
donde la magia y la muerte se entrelazaban, y ahora, con un mensaje que llevar
a Alejandro, sabía que su viaje estaba lejos de terminar. El desierto susurraba
secretos ancestrales, y Ptolomeo, aunque temeroso, avanzó listo para enfrentar
lo que el destino le deparara.
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Ptolomeo, Capitán de Caballería y Biógrafo de Alejandro Magno |
El Retorno de
Ptolomeo
Finalmente, tras
semanas de penurias y desafíos, llegaron al oasis. El aire fresco y el verdor
de las palmeras les parecieron un sueño después de los horrores del Sahara.
Pero para Alejandro, esto era solo el comienzo. Mientras sus hombres descansaban
y recuperaban fuerzas, él se preparaba para enfrentarse a un momento que
cambiaría su vida para siempre.
El sol de Siwa ardía
con intensidad, reflejándose en las arenas doradas que se extendían hasta donde
alcanzaba la vista. Alejandro avanzaba al frente, con el ceño fruncido, sus
ojos escudriñaban cada rincón del oasis. La preocupación aún pesaba sobre su
rostro. Durante días había temido lo peor, pero allí, en la sombra de una
palmera solitaria, Ptolomeo aguardaba con la calma de quien ha regresado de un
viaje al más allá.
Cuando sus miradas se
cruzaron, Alejandro se detuvo en seco. Durante un instante, el peso de la
incertidumbre pareció desvanecerse.
—Ptolomeo… —murmuró,
avanzó a grandes zancadas hasta él.
Ptolomeo sonrió,
relajado, como si su desaparición en la tormenta no hubiera sido más que una
simple travesura.
—Pensé que me habíais
dado por muerto —dijo, extendiendo los brazos—. Pero los dioses aún no han
escrito mi final.
Alejandro lo miró de
arriba abajo. Su ropa estaba desgarrada y cubierta de polvo, pero su porte
seguía siendo firme. No había en él señales de sufrimiento ni
desesperación.
—¿Dónde has estado?
—preguntó Calístenes, que había llegado junto a ellos, con la mirada afilada de
quien busca respuestas.
Ptolomeo tomó un
respiro y miró a su alrededor, como asegurándose de que ningún viento
traicionero llevaría su historia más allá de quienes debían oírla.
—Me perdí en la
tormenta, sí, pero no estaba solo —comenzó—. Fui encontrado por una caravana
persa… su embajadora me llevó hasta un templo oculto en el desierto, un lugar
donde los antiguos dioses aún susurran a quienes se atreven a escucharlos.
Los rostros a su
alrededor reflejaban incredulidad, pero Alejandro no apartó la vista de su
amigo.
—Dentro del templo —continuó
Ptolomeo—, me encontré con fuerzas que escapan a nuestra comprensión. Una
hechicera persa esperaba mi llegada, como si el destino me hubiera guiado hasta
ella. Y allí, entre sombras y relámpagos, me reveló algo que durante años ha
permanecido oculto…
Se detuvo un
instante, dejó que el peso de sus palabras se asentara en los demás.
—Aquella que atentó
contra la vida de mi reina cuando llevaba en su vientre a Alejandro ha caído.
La diosa que desató la tormenta y lanzó el rayo… ha encontrado su final.
Se hizo un silencio
tenso. Alejandro sintió que un escalofrío recorría su piel.
—¿Estás seguro?
—preguntó al fin, su voz apenas un susurro.
Ptolomeo asintió
lentamente.
—Fui testigo de su
muerte, vi su castigo. Vi a la muerte devorarla, vi el poder de los dioses
antiguos hacer justicia. Puede que haya tardado, pero el destino ha cobrado su
deuda.
Alejandro bajó la
vista un instante, apretó los puños. Cuando volvió a alzar la mirada, sus ojos
brillaban con una intensidad feroz.
—Si los dioses han
ajustado cuentas, que así sea —dijo, con voz firme—. Pero eso no significa que
el peligro haya pasado.
Ptolomeo inclinó la
cabeza con una sonrisa casi imperceptible.
—No, mi rey. Esto es
solo el comienzo.
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Oráculo de Zeus-Amón, Oasis de Siwa |
En el centro del
oasis se alzaba el templo de Zeus-Amón, antiguo y majestuoso, como si el mismo
tiempo lo hubiera esculpido. Alejandro se detuvo ante las puertas del
santuario, sus hombres expectantes detrás de él.
—Hemos llegado —dijo
con voz baja.
—Os estábamos
esperando, Alejandro —dijo una sacerdotisa que lo esperaba en la puerta.
Alejandro se inclinó
ligeramente, pero sus ojos no abandonaron los de la sacerdotisa. Este no era un
momento de debilidad, sino de reconocimiento mutuo.
—He venido a buscar
lo que ya sé —respondió Alejandro, con una voz que parecía hablar tanto al
mundo mortal como al divino—. El destino me pertenece.
Sin más demora,
Alejandro y la sacerdotisa entraron solo en el templo en busca del sumo
sacerdote.
Allí, entre columnas
de piedra y bajo la mirada de los sacerdotes, el joven rey buscó las respuestas
que cambiarían su vida.
El aire dentro era
fresco y pesado al mismo tiempo, cargado de misticismo. Frente a él, la suma
sacerdotisa lo esperaba, con una calma que solo los siglos podían otorgar.
Según cuentan, el
sumo sacerdote, al recibirlo, pronunció por error las palabras "Oh, hijo
de Zeus" en lugar de "Oh, hijo mío", debido a su limitado
griego. Alejandro tomó esto como una confirmación de lo que siempre había
sospechado: que no era hijo de Filipo, sino del mismísimo Zeus.
Las preguntas de
Alejandro al oráculo fueron un misterio que él nunca reveló. Sin embargo, los
rumores afirmaban que había consultado sobre su destino, sobre la justicia
hacia los asesinos de su padre y, lo más importante, sobre su verdadera
paternidad. Las respuestas, según se dice, fueron afirmativas: conquistaría el
mundo, los asesinos de su padre ya habían sido castigados, y sí, era hijo de
Zeus Amón. Para Alejandro, esto no solo era una afirmación de su divinidad,
sino un mandato de los cielos para continuar con su campaña.
Los sacerdotes del
templo lo recibieron como un descendiente del dios Amón, elevándolo a un
estatus que pocos mortales alcanzarían. Alejandro comenzó a ser representado
con los icónicos cuernos del dios Amón, símbolo de su vínculo con lo divino.
Este reconocimiento no solo reforzó su autoridad en Egipto, sino que fue
explotado como una poderosa herramienta propagandística en todo Oriente.
Alejandro se había convertido no solo en un rey, sino en un ser divino,
invencible e indiscutible.
En los relieves
egipcios, Alejandro fue representado con los títulos tradicionales de faraón,
como "Señor de las Dos Tierras", legítimo gobernante del Alto y Bajo
Egipto. Los egipcios lo acogieron como un faraón legítimo, algo que nunca
habían otorgado a los persas. Este reconocimiento se debía, en gran parte, a la
bendición que había recibido del dios Amón.
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El Templo de Zeus-Amón |
La sacerdotisa,
envuelta en túnicas de lino sagrado, dejó caer la última hoja de laurel sobre
el fuego del oráculo. Las llamas danzaron, crepitaban con un brillo inusual,
proyectando sombras alargadas en los muros del santuario. Un silencio cargado
de presagios se apoderó del recinto mientras la mujer giraba lentamente su
mirada hacia Ptolomeo.
Sus ojos, oscuros
como la noche sin luna, lo escrutaron con una intensidad que parecía atravesar
el velo del tiempo. Cuando habló, su voz no fue más que un susurro, pero cada
palabra resonó con el peso de la eternidad.
—Una nueva vida se
gesta en el vientre de tu amante persa.
Ptolomeo, que hasta
entonces observaba el ritual con el estoicismo de un guerrero curtido, sintió
un leve estremecimiento recorrer su espalda. Padre. Aquella palabra nunca había
cruzado su mente, y sin embargo, allí estaba, suspendida en el aire como un
destino ineludible.
Pero la sacerdotisa
no había terminado.
Giró su atención
hacia el fuego y observó cómo las llamas parecían luchar entre sí, formando
figuras efímeras que solo ella podía interpretar. Su semblante se ensombreció.
—El porvenir de todos
está envuelto en tinieblas —declaró, su voz impregnada de un misterio
insondable—. Veo sombras alargándose sobre el mundo, traiciones ocultas tras
rostros familiares, lazos de sangre rotos por la ambición.
Los presentes se
removieron inquietos. Ningún augurio de aquel templo había sido jamás tomado a
la ligera.
—¿Y mi destino?
—preguntó Ptolomeo con voz firme pero inquieto.
La sacerdotisa lo
miró de nuevo, con una intensidad distinta.
—Tu estrella brilla
con una luz única. Pero no estará exenta de guerra… ni de sangre.
El silencio que
siguió fue más pesado que el bronce. No había más que decir. El destino estaba
escrito en las llamas, y el tiempo se encargaría de revelarlo.
Ptolomeo salió del
santuario con la mente cargada de pensamientos. Detrás de él, el fuego del
oráculo seguía ardiendo, como si los dioses aún susurraran secretos en el
crepitar de la leña.
Y en algún lugar, más
allá de las montañas y los ríos conquistados, el futuro aguardaba,
implacable.
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Alejandro Magno, Rey de Macedonia |
Antes de dejar atrás
las doradas arenas de Egipto para adentrarse en los desafíos de Oriente,
Alejandro, bajo el cielo estrellado del desierto, compartió con Ptolomeo un
deseo que trascendía la vida misma. La conversación era íntima, cargada de
solemnidad, y la figura de Alejandro, bañada por la luz tenue de las antorchas,
parecía más la de un ser celestial que la de un mortal.
—Cuando llegue mi
hora —dijo Alejandro con voz firme pero serena—, quiero que me lleven a Siwa,
junto a mi verdadero padre, Zeus Amón. Allí quiero descansar para siempre.
—Alejandro, estaremos
juntos en la eternidad —respondió Ptolomeo agarrando el su brazo derecho con su
mano.
El silencio que
siguió a esas palabras era denso, interrumpido solo por el leve crepitar del
fuego. Ptolomeo, fiel como pocos y desconcertado por la petición, observó a su
rey con reverencia y preocupación. Sabía que estas palabras no eran fruto del
capricho ni de un momento de debilidad, sino la expresión de una convicción
arraigada en lo más profundo del alma de Alejandro.
El oráculo de Siwa
había hecho algo más que proclamarlo hijo de Zeus Amón; había redefinido su
visión de sí mismo y de su lugar en el mundo. Egipto no solo lo había coronado
faraón y lo había reconocido como divino, sino que había sido el escenario
donde la línea entre hombre y dios se difuminó para siempre. Allí, en el
corazón del desierto, Alejandro no solo se había encontrado con su destino,
sino que había aceptado el peso de un legado inmortal.
Mientras Egipto
quedaba atrás, Alejandro partía hacia nuevas conquistas con una convicción que
ardía como el sol del desierto. Las tierras de Oriente, con sus riquezas y
desafíos, lo esperaban, pero llevaba consigo la certeza de que no era solo un
rey conquistando territorios: era el elegido de los dioses, un hombre destinado
a transformar el mundo y a inscribir su nombre en las estrellas.
Egipto, con su
historia milenaria, había sido más que una etapa en su travesía. Fue allí donde
la mortalidad cedió el paso a la leyenda, donde Alejandro dejó de ser
simplemente un hijo de Macedonia para convertirse en un dios viviente. Y aunque
su marcha lo llevaría cada vez más lejos, su corazón permanecería en Siwa,
donde la eternidad lo aguardaba.
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Alejandro Faraón de Egipto |
A Ptolomeo, desde Babilonia
Ptolomeo,
No suelo escribir sin razón de peso, y menos aún con
prisas. Sin embargo, la información que ha llegado a mí no puede esperar.
Entre las sombras de esta ciudad que me vio nacer y
traicionar, he oído rumores que no puedo ignorar. Se trata de Demetrio, el guardián
de Filotas y protector de la princesa Barsine. Parece que el deber se ha
convertido en algo más, algo que pone en peligro a la muchacha. Se ha enamorado
de ella.
Aún no ha cruzado la última frontera, o al menos eso
indican mis fuentes. Pero, Ptolomeo, sabemos bien lo que el deseo puede hacer
en un hombre con un pasado como el suyo. No tardará mucho en ceder a la
tentación, si es que no lo ha hecho ya. Y cuando eso ocurra, la joven no solo
estará en peligro de caer en el escándalo, sino en algo peor.
Barsine es sangre de mi sangre, aunque los lazos sean
lejanos y fríos. No es la primera vez que un hombre cree que puede poseer lo
que no le pertenece, ni será la última. Te lo hago saber porque eres de los
pocos en quienes puedo confiar para actuar antes de que sea demasiado
tarde.
Haz con esta información lo que creas necesario. Ya sabes
que no te advertiría si no creyera que esto pudiera traer consecuencias.
D.
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Moira, Cónsul de Alejandro Magno |
Moira avanzó con paso
firme por los pasillos del palacio en Menfis. Su túnica oscura ondeaba a su
alrededor como el presagio de una tormenta. Afuera, la ciudad vibraba con la
vida del Nilo, pero en su pecho crecía una inquietud sombría. Cuando cruzó el umbral
de la estancia de Calístenes, lo encontró inclinado sobre un pergamino, absorto
en sus escritos.
—Necesitamos hablar
—dijo ella sin preámbulos.
Calístenes levantó la
vista. Su mirada perspicaz recorrió el rostro de Moira, que captó la dureza en
su expresión. Con un gesto, le indicó que tomara asiento, pero ella permaneció
de pie.
—¿De qué se trata?
—preguntó él, dejando el cálamo a un lado.
Moira inspiró
profundamente antes de hablar.
—Alejandro ha
cambiado —dijo en voz baja, como si temiera que las paredes pudieran oírla—.
Desde su regreso de Siwa, no es el mismo. Su mirada es distinta, como si viera
más allá de lo que los demás podemos percibir. Y su forma de hablar… es como si
realmente creyera que los dioses le han susurrado al oído.
Calístenes frunció el
ceño y se levantó. Caminó hasta la ventana, donde la luz del atardecer teñía de
rojo el Nilo.
—Siempre ha creído en
su destino divino —dijo tras unos segundos de reflexión—. Pero ¿por qué ahora
te preocupa más que antes?
Moira avanzó un paso,
con la mandíbula tensa.
—Porque esta vez no
es solo su ambición la que le guía. Siwa lo ha marcado. Ha sido tocado por
algo… algo que puede haberlo corrompido.
Calístenes se giró
lentamente hacia ella.
—¿Los dioses
egipcios?
Moira asintió.
—No sé si son dioses,
espíritus antiguos o algo peor… pero Alejandro ya no es solo el rey de
Macedonia. Se ve a sí mismo como un faraón, como una entidad superior. Y si su
visión de sí mismo ha cambiado, su visión de nosotros también lo hará.
El historiador cruzó
los brazos, mientras analizaba sus palabras.
—Si lo que dices es
cierto… —murmuró, su mente ya trazando posibilidades—. ¿Qué sugieres que
hagamos?
Moira bajó la voz
hasta convertirla en un susurro.
—Observar. Vigilar
cada palabra, cada decisión. Si ha sido corrompido… debemos saberlo antes de
que sea demasiado tarde.
Calístenes sostuvo su
mirada. Durante años había sido testigo de la grandeza de Alejandro, de su
genio y su voluntad de hierro. Pero ahora, por primera vez, se preguntó si el
hombre al que seguían no era ya el mismo.
—Lo vigilaremos
—sentenció al fin—. Pero ten cuidado, Moira. Si Alejandro sospecha que dudamos
de él… seremos los primeros en pagar el precio.
La mujer asintió con
gravedad y, sin decir más, se dio media vuelta y desapareció en la penumbra de
la estancia.
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Parmenión, Comandante en Jefe del Ejercito Macedonio |
El calor abrasador
del desierto aún pesaba sobre la comitiva de Alejandro tras su regreso de Siwa.
En su interior, una transformación había tenido lugar. Se veía no solo como un
hombre, sino como algo más, como un dios de carne y hueso. Era hijo de Amón-Zeus,
lo había confirmado el oráculo. Esta revelación, lejos de calmar las tensiones
entre sus generales, había sembrado dudas y temores.
En su tienda,
Alejandro vestía con las túnicas de un faraón egipcio, el reflejo de su
ambición y su visión. Su presencia irradiaba una confianza casi sobrehumana.
Sus movimientos eran calmados, y sus ojos, aquellos que habían visto más
batallas de las que cualquier hombre podría soportar, parecían contemplar un
destino inalcanzable para los demás.
Pero fuera de aquella
tienda, las dudas crecían. Parmenión, el veterano general contaba con 68 años a
sus espaldas, había convocado a los demás líderes del ejército. Sus palabras
eran firmes, cargadas de preocupación.
—Viste como un egipcio,
habla como un persa y se proclama hijo de los dioses —dijo Parmenión a los
reunidos—. Este ya no es el Alejandro que conocimos. Se aleja de la sangre
macedonia, de lo que somos.
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Ritual cortesano persa |
Poco después,
Parmenión decidió enfrentar a Alejandro directamente, tras el los compañeros de
mayor confianza. Entró en su tienda, donde el conquistador, vestido con las
insignias de un faraón, contemplaba un mapa que no solo mostraba Persia, sino
territorios aún más lejanos: la India, el final del mundo conocido.
—Hemos perdido el
foco, mi señor —comenzó Parmenión con voz firme, pero cargada de respeto—. Nos
adoran en Egipto, pero nuestros soldados, los macedonios que te han llevado
hasta aquí, jamás se inclinarán ante un dios egipcio.
Alejandro alzó la
vista, sus ojos brillaban con intensidad.
—¿Dudas de nuevo de
mi liderazgo, Parmenión? —preguntó con un tono que era más un desafío que una
pregunta.
—No dudo de tu
liderazgo, Alejandro. Dudo de tu rumbo. Conozco a nuestros hombres. Necesitan
más que títulos divinos. Necesitan victorias. Proezas que refuercen su fe en
ti. No los pierdas, porque si los pierdes a ellos, lo perderás todo.
Alejandro se puso en
pie y caminó hacia Parmenión, su postura era desafiante, pero sus palabras
fueron inesperadamente calmadas.
—¿Fe, dices? ¿Crees
que no puedo ganarla? —Alejandro hizo una pausa, dejando que sus palabras
resonaran en el aire—. Me he ganado esa fe en cada batalla. En Gránico, en
Halicarnaso, en Tiro. Y me la volveré a ganar. Darío sigue vivo. Su derrota aún
no es completa. Saldré por él, hasta Babilonia y hasta el inframundo si fuera
necesario.
Alejandro alzó la
voz, como si hablara no solo a Parmenión, sino a todo su ejército.
—Exijo vuestra
lealtad, especialmente la de aquellos de los que más dependo. Os he dado
victorias, os he dado gloria. Y ahora os pido que elijáis: id con mi visión o
apartaos. Pero si me seguís, os prometo esto: un destino inmortal.
La tienda de campaña
se encontraba en completo silencio, solo el crepitar de las antorchas rompía la
quietud. En el centro, Alejandro, con la mirada ardiente y la espalda recta,
esperaba. Había convocado a sus generales no para discutir una estrategia de
guerra, sino para sellar su destino.
Los hombres que lo
rodeaban eran más que comandantes; eran sus compañeros de batalla, sus amigos…
su familia. Pero esa noche, la lealtad se ponía a prueba.
Parmenión fue el
primero en moverse. Sus ojos, cargados de años de experiencia y cicatrices
invisibles, se clavaron en Alejandro. Con un suspiro profundo, sacó su espada,
la sostuvo un instante y luego la dejó frente a su rey, inclinando ligeramente
la cabeza.
—Mi vida es tuya
—declaró, su voz grave como un juramento de hierro.
El ambiente pareció
tensarse. La decisión de Parmenión marcaba un camino que los demás debían
seguir.
Ptolomeo avanzó un
paso. En su rostro se reflejaba la devoción de alguien que había compartido más
que batallas con Alejandro: una hermandad forjada en fuego y sangre. Sin dudar,
cayó sobre una rodilla y bajó la cabeza.
—Eres mi hermano… mi
Dios.
Alejandro entrecerró los
ojos, su pecho se elevó en una respiración contenida. No respondió, pero la
intensidad en su mirada bastaba.
Calístenes permanecía
en la sombra, observando con sus penetrantes ojos de filósofo. No era soldado,
ni tenía acero que ofrecer, pero su mente era su espada. Finalmente, cruzó los
brazos y dejó escapar una leve sonrisa.
—Tengo un libro que
terminar —dijo con tono enigmático.
Calas asintió, sus
manos firmes sobre la empuñadura de su espada.
—Estamos contigo,
Alejandro.
Filotas se adelantó,
inclinando la cabeza con respeto.
—Hasta
Babilonia.
Parmenión recogió su
espada del suelo y la alzó, como quien jura ante los dioses. Su voz resonó como
un trueno en la tienda.
—Y hasta el
inframundo.
Alejandro los
recorrió con la mirada, su pecho hinchado de orgullo. En ese momento, entendió
que no estaba solo. Sus generales no solo lo seguían por la gloria ni por el
deber, sino porque creían en él.
Y con eso, Babilonia
y el mundo entero le pertenecían.
Nuevo Apodo
El ejército se movió
nuevamente, con la promesa de gloria como estandarte. Las tensiones entre
Alejandro y sus hombres seguían latentes, pero nadie podía negar el magnetismo
de su líder. Era un conquistador, un visionario, un dios en la tierra.
Y en las tierras que
cruzaron, en las batallas que libraron, nació un nuevo apodo para el rey
macedonio. Un nombre que resonaría a través de los siglos: Alejandro el
Invencible.
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Demetrio, Guardián de Barsine |
Ptolomeo irrumpió en
la tienda con la fuerza de una tormenta. Sus pasos resonaron pesados sobre el
suelo de tierra batida mientras apartaba con un solo movimiento las cortinas de
la entrada. Filotas y su guardián, Demetrio, lo esperaban dentro, ambos con la
espalda presta y la mirada fija en él.
Sin mediar palabra,
Ptolomeo cruzó la distancia en un instante y, con un movimiento rápido, estampó
la palma de su mano contra la mejilla de Demetrio. El golpe resonó en la
tienda. Demetrio apenas pestañeó.
—¿Qué pasa con la
princesa? —exigió Ptolomeo, con el ceño fruncido y la mandíbula tensa.
Demetrio se llevó la
mano a la cara, palpando el ardor de la bofetada, pero su expresión seguía
imperturbable.
—Nada —respondió con
frialdad.
Ptolomeo entrecerró
los ojos, su instinto no le fallaba.
—Ha llegado a mis
oídos, de una fuente muy fiable, que estás enamorado de ella.
Demetrio esbozó una
sonrisa burlona.
—¿Y? —replicó,
cruzándose de brazos—. Mi corazón no es asunto tuyo, Ptolomeo, más aún cuando
mi señor Filotas está conforme con mi trabajo.
Filotas, que había
permanecido en silencio, asintió con la cabeza, corroborando las palabras de su
guardián.
—No entiendo tu
enfado —añadió Filotas con tono mesurado—. No ha ocurrido nada malo.
Demetrio alzó una
mano en gesto tranquilo.
—Sé cuál es mi deber.
Protegerla con mi vida. Y lo haré.
Ptolomeo lo estudió
unos instantes, con la respiración aún agitada por la ira.
—Más te vale no
tocarle un solo pelo —amenazó en voz baja.
Demetrio inclinó la
cabeza, sus ojos brillaban con un destello de diversión.
—Yo no he cruzado esa
línea… no como otros —dijo con tono venenoso.
El aire pareció
volverse más denso en la tienda.
—¿Quién? —gruñó
Ptolomeo, desenfundando su espada y colocándosela al instante en el cuello de
Demetrio.
El filo de la hoja
presionó la piel de su adversario, pero Demetrio ni se inmutó.
—Si esperas que
delate a uno de mis superiores, mejor mátame aquí mismo —dijo sin
pestañear.
Filotas se levantó de
su asiento, su tono ahora más firme.
—Estás exagerando,
Ptolomeo. Ya te ha dicho que no ha hecho nada. Su deber es protegerla, y lo
está cumpliendo, justo como Alejandro ordenó.
El nombre de
Alejandro pareció calmar un poco la furia de Ptolomeo. Sus ojos oscilaron entre
Filotas y Demetrio antes de dar un paso atrás. Con un resoplido de frustración,
guardó la espada en su vaina.
—Si algo la sucede y
Alejandro se entera… lo lamentarás —sentenció, antes de girarse y salir de la
tienda con la misma furia con la que había entrado.
![]() |
Dartmoorh, Espía de Ptolomeo |
Ptolomeo,
Los vientos que recorren Babilonia traen consigo el hedor
de la incertidumbre. El caos se filtra como veneno en las venas del imperio, y
Darío, aferrado aún a un trono que tambalea, se niega a aceptar lo inevitable.
Recluta mercenarios con la desesperación de un hombre que siente la soga
tensarse en su cuello, mientras los nobles, siempre al acecho, tejen intrigas
en la penumbra de sus palacios.
Han pasado dos años desde Issos, pero el eco de aquella
derrota sigue resonando en cada rincón de Persia. El orgullo de esta tierra
sigue sangrando, y el nombre de Alejandro es una herida abierta que muchos
ansían cerrar… de cualquier manera posible.
No me hago ilusiones sobre el curso de los
acontecimientos. Sé que la tormenta se avecina, y sé también que estarás en su
ojo cuando finalmente estalle. Mantente alerta, Ptolomeo. La guerra no ha
terminado.
D.
Dartmoorh,
No suelo escribirte, pero esta noticia no puede esperar.
He recibido un augurio en el oráculo de Siwa, y aunque no soy hombre de fe
ciega, lo que me dijeron no deja lugar a dudas: vamos a ser padres.
No sé qué dirás al leer esto, pero lo sé con certeza. El
destino ha hablado y nada puede torcer lo que está escrito. No sé si esta
noticia te alegra o te desconcierta, pero sé que debes saberlo. Cuídate, cuida
lo que llevas dentro.
Ptolomeo.
Ptolomeo,
No sé qué clase de delirios te han vendido en Siwa, pero
te aseguro que no estoy embarazada. No hay augurio, ni dios egipcio, ni destino
que cambie ese hecho.
Te lo repito: no estoy esperando un hijo. No sé por qué
insistes en ello, pero espero que esto deje el asunto zanjado.
D.
Dartmoorh,
Entiendo tu escepticismo, pero no necesitas creer en los
dioses para que la verdad sea la verdad. No me retracto: estás embarazada.
Puede que aún no lo sientas, pero lo estás.
No es un presentimiento ni un capricho. Es un hecho. Y
aunque lo niegues ahora, el tiempo me dará la razón.
Ptolomeo.
La Línea que No se
Cruza
Ptolomeo avanzó entre
las sombras de la tienda de Alejandro, con el pergamino en la mano y la mirada
cargada de gravedad. Afuera, el campamento macedonio vibraba con el murmullo de
los soldados, las fogatas ardiendo como estrellas errantes en la noche. Pero
dentro, solo el crujir del papel al desenrollarse rompía el silencio.
Alejandro, con los
codos apoyados sobre la mesa y la barbilla descansando sobre los nudillos,
aguardó a que su general hablara. Sabía que Ptolomeo no traía noticias
triviales.
—Majestad —dijo
finalmente, tendiéndole la carta—. Dartmoorh ha conseguido información valiosa.
Podría servirnos.
Alejandro tomó el
pergamino y comenzó a leer en voz baja. Sus ojos se movieron de un lado a otro,
su ceño se frunció, y cuando terminó, dejó el documento sobre la mesa con un
golpe seco.
—Así que el veneno ha
empezado a recorrer las venas de Persia —murmuró.
Ptolomeo cruzó los brazos,
observando atentamente la reacción de su rey.
—Podemos usarlo,
Alejandro —dijo, sin rodeos—. Si propagamos esto entre los persas, si dejamos
que el rumor se extienda como fuego en un campo seco, la desconfianza hará
nuestro trabajo por nosotros. Las disputas internas debilitarán a Darío más de
lo que cualquier ejército podría hacerlo.
Alejandro alzó la
mirada, sus ojos relampagueaban.
—¿Quieres que gane
con intrigas? —preguntó, su tono bajo pero afilado como una espada
desenvainada—. ¿Qué me convierta en un mercader de rumores, en un tejedor de
mentiras?
Ptolomeo no
retrocedió ante la intensidad de su rey.
—Quiero que venzas,
Alejandro. Y esta es una oportunidad de acelerar la caída de Darío sin
desperdiciar hombres en una batalla que aún no necesitamos librar.
Alejandro se levantó
de su asiento y caminó hacia la entrada de la tienda, apartando la tela con una
mano. Observó el campamento, sus hombres riendo y conversando, afilando sus
armas bajo la luz de las antorchas. Hombres que habían dejado todo por
seguirlo, que confiaban en que su líder no les pediría luchar por una causa
indigna.
—Yo no soy Darío —dijo
al fin, sin girarse—. No gano con argucias ni con veneno. Si he de reinar sobre
Persia, será con la espada y la frente en alt. No con susurros en la
oscuridad.
Volvió a enfrentarse
a Ptolomeo, su decisión inamovible.
—Quemad la carta. No
dejaremos que la guerra se manche con conspiraciones.
Ptolomeo exhaló
lentamente. No estaba de acuerdo, pero conocía a Alejandro lo suficiente como
para saber que su palabra era definitiva. Sin decir más, tomó el pergamino, lo
acercó a la llama de la lámpara de aceite y lo dejó arder hasta que las cenizas
cayeron al suelo.
—Como desees,
Majestad.
El silencio se
instaló entre ellos, roto solo por el crepitar del fuego. En ese instante,
Ptolomeo comprendió una vez más por qué Alejandro era distinto. Y por qué, con
cada decisión que tomaba, se acercaba más a la inmortalidad.
Encuentro en las Sombras
La revelación cayó
sobre Calas como un jarro de agua helada. Demetrio, hombre de confianza de
Filotas, amaba a Barsine. El ardor de los celos se encendió en su pecho con la
fiereza de un incendio en un campo seco. No podía ignorarlo, no podía
soportarlo.
Sin perder tiempo, se
dirigió a la parte del campamento donde moraba la corte persa. El crepúsculo
teñía de púrpura y oro las tiendas ricamente adornadas, y el aire estaba
cargado con el perfume de los ungüentos orientales y el murmullo de lenguas
extranjeras. Las criadas lo observaron con cautela antes de conducirlo a una de
las tiendas.
Adentro, la penumbra
lo envolvió. Solo el parpadeo de una lámpara de aceite rompía la oscuridad,
proyectando sombras erráticas sobre los tapices. Un leve aroma a mirra flotaba
en el ambiente.
No hubo
palabras.
Las manos de la mujer
lo atrajeron, firmes, decididas. La tela de sus ropas cayó sin resistencia, y
la calidez de su piel se fundió con la suya. En aquel silencio cargado de
deseo, el lenguaje del cuerpo fue el único necesario. Se entregaron el uno al
otro como si el mundo más allá de esa tienda no existiera.
Cuando todo terminó,
Calas se incorporó lentamente. Su respiración aún era pesada, su mente, un
torbellino. Giró hacia la mujer, y cuando la luz de la lámpara iluminó su
rostro, sintió cómo el suelo se desvanecía bajo sus pies.
¡No era Barsine!
Era Moira. La
prometida de Calístenes.
El impacto le golpeó
el pecho con la fuerza de un mazazo. Moira lo observaba sin decir nada, su
expresión inescrutable, su piel aún resplandeciente por el encuentro
prohibido.
Calas no encontró
palabras. Solo se apartó, recogió su túnica y salió de la tienda con el corazón
desbocado. La brisa nocturna lo recibió como un cuchillo frío contra la piel
ardiente.
Regresó a su tienda
con pasos inciertos, la mente aún atrapada en la oscuridad de aquel
encuentro.
Había cruzado un
umbral del que no había regreso.
![]() |
Calas, Oficial de Alejandro Magno, Hijo pequeño de Parmenión |
Defendiendo el Honor
La noche envolvía el
campamento macedonio, y la brisa arrastraba el aroma de la leña ardiendo en las
hogueras. Dentro de su tienda, Parmenión afilaba su espada con la paciencia de
un veterano. El sonido áspero de la piedra contra el metal llenaba el silencio,
solo interrumpido por la presencia de su hombre de confianza, de pie en la
entrada.
—Habla, Calas —ordenó
sin levantar la vista—. No tengo tiempo para juegos.
El soldado avanzó con
cautela, sintiendo que el peso de las palabras le oprimía el pecho. No era
fácil confesarle algo así a Parmenión.
—He cometido un error
—dijo al fin.
El veterano general
no se inmutó. Continuó afilando su espada con movimientos firmes y
meticulosos.
—Dime algo que no
sepa.
Calas tragó saliva y
soltó la verdad de golpe:
—Moira y yo... hemos
yacido juntos.
La piedra dejó de
moverse. Durante un largo instante, el único sonido en la tienda fue el
crepitar del fuego en el exterior. Parmenión alzó la mirada y fijó sus ojos
fríos en el soldado.
—La prometida de
Calístenes.
—Sí.
Parmenión dejó
escapar una breve risa, más un susurro de ironía que una verdadera muestra de
diversión.
—¿Y vienes a pedirme
consejo o a que te prepare una tumba?
Calas no se dejó
intimidar.
—Sabes que no temo a
Calístenes.
—No, no lo temes.
Pero si crees que esto no traerá consecuencias, eres más ingenuo de lo que
pensaba.
Parmenión dejó la
piedra a un lado y se levantó. Caminó lentamente hasta quedar frente a Calas,
evaluándolo con la mirada.
—El historiador no es
un guerrero, pero no subestimes el filo de su pluma. Si se siente humillado, si
su orgullo es herido, no necesitará una espada para matarte. Un rumor, una
acusación en el oído adecuado... y tu cabeza rodará antes de que puedas
desenvainar tu arma.
Calas apretó los
dientes.
—Entonces, ¿qué debo
hacer?
Parmenión le puso una
mano en el hombro, sujeta con la firmeza de quien ha visto a demasiados hombres
caer por impulsividad.
—Ser prudente. No
provoques a un hombre que escribe la historia. Un rey puede morir, pero lo que
se cuenta de él perdura.
Calas asintió en
silencio. Había entendido la advertencia.
—Ve —ordenó
Parmenión, volviendo a tomar su espada—. Y la próxima vez que metas la espada
en la vaina equivocada, asegúrate de que no sea en la historia que el mundo
recordará.
El soldado se retiró
sin decir más. Parmenión volvió a su tarea, afilando su acero con la paciencia
de quien sabe que la guerra, ya sea con espadas o con palabras, nunca termina.
La Sangre de los
ReyesEstatira, Reina Persa
La tragedia llegó con
el alba.
Un llanto rasgó la
quietud de la mañana. No era el llanto de un recién nacido, sino el de una hija
que acababa de perderlo todo. Barsine, con el rostro desencajado por el dolor,
emergió de la tienda donde su madre, la reina Estatira, yacía sin vida.
El parto había sido
su condena.
El hijo que llevaba
en su vientre, el que habría sido sangre de Darío y carne de Alejandro, no vio
la luz del mundo. Madre e hijo se fueron juntos, dejando un vacío imposible de
llenar.
La noticia se propagó
como un incendio entre la multitud. Guerreros endurecidos por la guerra bajaron
la vista en señal de respeto. Los persas que aún quedaban en el campamento
lloraron en silencio. Alejandro, al recibir la noticia, se mantuvo en pie, inmóvil
como una estatua esculpida por los dioses. Nadie pudo leer sus pensamientos,
pero en su mirada había un destello de algo insondable.
Moira caminaba con
paso firme entre las tiendas del campamento, el peso de la verdad oprimiéndole
el pecho. Encontró a Calístenes junto a la lumbre, con la mirada perdida en las
llamas, el ceño fruncido en el gesto de quien siempre está desentrañando un
misterio invisible para los demás.
Moira y Calístenes
observaron la escena desde la distancia.
—El destino no permite
alianzas imposibles —susurró él.
Moira apretó los
labios.
—O tal vez,
simplemente no tolera la sangre mezclada.
El viento arrastró
los últimos lamentos de Barsine. La sombra de la tragedia se cernía sobre el
campamento. Y el destino, implacable, seguía marcando su camino con muerte y
gloria.
El Luto y la Guerra Corte Persa
Calístenes aguardó en
la penumbra de la tienda real, sus manos cruzadas tras la espalda, su mente
calculando cada palabra. Frente a él, Alejandro, con el semblante de mármol, escuchó
la noticia sin apenas pestañear.
—Ha muerto —dijo
Calístenes con la solemnidad de quien sabe que no habla de una simple pérdida,
sino de un giro en la historia.
Alejandro permaneció
inmóvil. Solo sus ojos, dos brasas encendidas en la penumbra, delataron que la
noticia lo atravesaba como una espada invisible.
—¿Cómo? —preguntó al
fin.
—El parto se tornó en
tragedia. Ni ella ni el niño sobrevivieron.
Por un instante, el
silencio fue absoluto. Luego, Alejandro se puso en pie y caminó hacia la entrada
de la tienda, donde la brisa nocturna agitaba los estandartes macedonios. Desde
allí, observó su campamento, las antorchas titilando como estrellas en la
oscuridad.
—Daremos un funeral
digno de una reina —dijo al fin, con voz de hierro—. Que su lecho de muerte no
sea el olvido, sino la llama que avive nuestra marcha.
Calístenes inclinó la
cabeza.
Alejandro se volvió
hacia Calístenes.
—Darío recibirá esta
noticia —dijo con la frialdad de un juez que dicta sentencia—. Pero no con
piedad, sino con el peso de la verdad.
El embajador
asintió.
—¿Debo suavizar el
mensaje?
Alejandro esbozó una
sonrisa breve, casi cruel.
—No. Quiero que
sienta cada palabra como un puñal. Quiero que sepa que no pudo proteger a su
esposa, que el hijo que podría haber heredado su trono nunca respiró en este
mundo. Quiero que entienda que su linaje se apaga... y que yo seré quien cierre
el círculo.
Calístenes partiría
con el mensaje, y en la distancia, en la sombra de su derrota, Darío recibiría
la noticia como el golpe final a su tambaleante trono.
El destino ya había
tomado su decisión.
![]() |
Calístenes, Historiador de Alejandro Magno y Embajador Macedonio |
La Misión de un
Embajador
La tienda de
Calístenes estaba iluminada por lámparas de aceite, proyectando sombras
alargadas sobre las telas de lino. La convocatoria había sido inusual, lo que
generaba un aire de expectación tensa entre los compañeros. Moira fue quien les
recibió, con su porte firme pero inquieto, mientras Calístenes esperaba en el
centro de la estancia con el rostro endurecido por la gravedad del
momento.
Parmenión, siempre
observador, notó el intercambio de miradas entre Moira y Calas. No eran simples
gestos de camaradería, sino destellos de una complicidad más profunda. No hizo
comentario alguno, pero archivó el detalle en su mente con la frialdad de un
estratega.
Finalmente,
Calístenes habló, y su voz llevó el peso de la tragedia:
—Estatira ha muerto.
Su hijo también. No sobrevivieron al parto.
Un silencio denso
cayó sobre la tienda. La noticia no solo marcaba el fin de una vida, sino el
fin de una posibilidad. El hijo de Estatira habría sido un heredero legítimo de
Darío, un posible factor de unión en el destino incierto del imperio persa.
Ahora, ese destino estaba sellado.
—Alejandro no dejará
que esta muerte sea solo una tragedia —continuó Calístenes—. Quiere convertirla
en un arma contra Darío. Me ha ordenado viajar a Babilonia para llevarle la
noticia en persona.
Parmenión, con los
brazos cruzados sobre su pecho, asintió lentamente.
—Es lo mejor —dijo,
sin titubeos—. La muerte de Estatira debilita aún más a Darío. La guerra se
decide no solo en el campo de batalla, sino en el espíritu de los hombres.
El veterano general
avanzó hasta Calístenes y le tendió la mano.
—Ha sido un placer
conocerte. Si caes en Babilonia, que sea con honor.
Calístenes aceptó el
gesto con firmeza, sin dejar entrever emoción alguna. Sabía que su misión podía
ser una sentencia de muerte, pero también comprendía su importancia.
Luego, giró la mirada
hacia Ptolomeo.
—Necesito que vengas
conmigo.
Ptolomeo alzó una
ceja, pero no pareció sorprendido.
—Babilonia no es un
lugar seguro para un macedonio, mucho menos para un emisario con malas
noticias.
—Por eso quiero que
vengas —insistió Calístenes—. Y necesito también la ayuda de tu espía.
Dartmoorh conoce los pasadizos oscuros de la ciudad, sus rutas clandestinas. Si
alguien puede asegurarnos el paso, es ella.
Ptolomeo meditó unos segundos antes de asentir.
Hegeloco, Hijo bastardo de Parmenión
Parmenión, siempre
pragmático, tomó la última decisión de la noche.
—No iréis solos —dijo
con voz firme—. Os dejaré a mis cuatro mejores hombres. Entre ellos, mi
hijo.
Hegeloco, que hasta
entonces se había mantenido en segundo plano, dio un paso adelante. Su mirada
reflejaba orgullo.
—Cumpliremos con
nuestro deber —afirmó.
La reunión terminó
sin más palabras innecesarias. La misión estaba trazada, y con ella, el destino
de quienes se atrevían a desafiar al rey de Persia en su propio trono.
Afuera, el viento
agitaba las banderas macedonias, como si presagiara la tormenta que estaba por
venir.
Funeral de una DiosaFuneral de la Reina Estatira
Alejandro, quien
había mostrado en vida un respeto calculado hacia Estatira, se sumió en un luto
solemne. Ordenó un funeral digno de una reina, una ceremonia que rivalizaba con
las pompas funerarias de los faraones de Egipto. El cuerpo de Estatira fue
adornado con sedas y oro, envuelto en telas persas que hablaban de su linaje
real. Los fuegos funerarios iluminaban el cielo mientras los soldados, tanto
macedonios como persas, rendían tributo. Alejandro no escatimó en lujos,
consciente de que cada detalle sería observado y juzgado. Este no era solo un
acto de piedad; era un movimiento calculado en el tablero político.
La muerte de
Estatira, reina de Persia, no fue solo una tragedia personal, sino un arma en
las manos de Alejandro. Sabía que su pérdida sería una herida profunda en el
orgullo de Darío, un recordatorio de su incapacidad para proteger a su familia
y su pueblo. Decidido a aprovechar cada oportunidad para desmoralizar a su
enemigo, Alejandro envió un mensaje devastador al gran rey persa.
Calístenes, embajador
de Alejandro, uno de los generales más cercanos fue designado como emisario. Su
misión no era solo llevar las noticias de la muerte de Estatira, sino
entregarlas con todos los detalles, con toda la crudeza. Alejandro quería que
Darío sintiera cada palabra como un golpe, como un recordatorio de su derrota y
su impotencia.
Viaje a
Babilonia
El sol abrasaba las
arenas del camino cuando la embajada de Alejandro emprendió su marcha hacia el
corazón del imperio enemigo. Calístenes, al frente de la comitiva, avanzaba con
la cabeza alta, consciente de la magnitud de su misión. Ptolomeo cabalgaba a su
lado, su mano nunca lejos de la empuñadura de su espada, y Moira, con su porte
regio, mantenía una expresión serena, aunque sus ojos analizaban cada sombra en
el horizonte.
La caravana no se
ocultaba. Calístenes había insistido en que su entrada a Babilonia debía ser
ostentosa, ruidosa, imposible de ignorar. Sabía que en la oscuridad acechaban
los asesinos persas, y la única manera de sobrevivir era privarlos del sigilo
que necesitaban para actuar. Así, viajaban rodeados de trompetas, estandartes
ondeando al viento y una escolta de jinetes de élite, entre ellos los hombres
de Parmenión, con Hegeloco a la cabeza.
El trayecto fue
largo, cruzando caminos donde el polvo se alzaba como una cortina espectral. En
cada pueblo y ciudad que atravesaban, la gente se detenía a observar a los
emisarios del conquistador macedonio, algunos con curiosidad, otros con
desprecio. Babilonia, la joya de Oriente, les esperaba al final del camino, y
con ella, la mirada del Gran Rey.
Cuando las murallas
doradas de Babilonia aparecieron en el horizonte, la comitiva redujo el paso.
La ciudad, un monumento a la grandeza persa, se alzaba imponente, sus torres
reflejando la luz del sol como si fueran de fuego. Las puertas se abrieron con
lentitud, revelando un camino de ladrillos esmaltados que conducía al palacio
de Darío.
Los soldados persas
les recibieron con semblantes duros. Eran los "Inmortales", la
guardia de élite del rey, vestidos con túnicas ricamente bordadas y armados con
lanzas relucientes. Sus rostros, ocultos tras velos de lino fino, no mostraban
emoción alguna.
Un capitán persa se
adelantó, su mirada de halcón fija en Calístenes.
—El Gran Rey os
recibe bajo su techo, pero sabed esto, macedonios —dijo con voz firme—: Un paso
en falso, y no saldréis de Babilonia con vida.
Calístenes no
parpadeó.
—Venimos a hablar, no
a pelear. Aunque dudo que vuestras lanzas nos teman menos que vuestras
palabras.
El capitán frunció el
ceño, pero se apartó para darles paso.
El aire en el palacio
era denso, cargado de perfumes y el susurro de seda contra mármol. Columnas
gigantescas, decoradas con escenas de batallas y festines, se alzaban hasta un
techo pintado con los cielos de Persia. En cada rincón, cortesanos observaban a
los macedonios con desprecio.
Sin embargo, no todos
miraban con recelo. En la penumbra de una galería, un grupo de nobles
intercambiaba miradas furtivas. Babilonia ya no era un bastión impenetrable;
era una fortaleza llena de grietas.
El Encuentro con el
Rey Rey Darío III, Rey de Reyes
Finalmente, cruzaron
un salón inmenso donde el propio Darío les esperaba. Aún vestido con ropajes de
oro y púrpura, el Gran Rey se mantenía erguido en su trono, pero sus ojos
delataban el peso de la guerra y la incertidumbre. A su lado, los nobles
murmuraban, mientras los guardias Inmortales mantenían sus manos sobre las
empuñaduras de sus espadas curvas.
Calístenes avanzó un
paso, inclinando la cabeza con la mínima cortesía necesaria.
—Ptolomeo, si algo se
tuerce, córtale la cabeza de Darío —susurró Calístenes con frialdad, sin
apartar la vista del trono.
Ptolomeo, con la
lealtad grabada en cada fibra de su ser, ni siquiera dudó al responder:
—Darío es de
Alejandro.
Calístenes nervioso
entrecerró los ojos y susurró con calma calculada:
—Entonces asegúrate
de que ningún otro viva para contarlo.
El aire en la sala
del trono de Babilonia era denso, cargado de expectación y resentimiento. A
cada lado del gran salón, los inmortales, la legendaria guardia de élite persa,
se mantenían firmes, sus ojos oscuros clavados en los emisarios macedonios. El
mármol reluciente bajo sus pies reflejaba el brillo de las antorchas, creando
sombras alargadas que danzaban con cada movimiento.
Calístenes respiró
hondo, dio un paso al frente y, con un tono firme y una expresión medida, habló
en perfecto persa:
—Rey Darío, vengo en
nombre de Alejandro, a hablarte de aquello que has perdido. No solo de tu
trono, no solo de tus ejércitos, sino de algo más íntimo, más doloroso. Vengo a
hablarte de Estatira.
El nombre de la reina
muerta flotó en el aire como un lamento. Pero Darío no se inmutó. Su semblante
era de piedra. Aun así, Calístenes prosiguió, su tono cargado de gravedad.
—Desde la batalla de
Issos, cuando cayó en nuestras manos, Estatira no fue tratada como una
prisionera, sino como una reina. Al igual que toda tu familia. Alejandro, en su
grandeza, le otorgó respeto y protección, no como un acto de conveniencia
política, sino movido por un sentimiento que se transformó en algo más
profundo.
Calístenes hizo una
pausa, dejando que sus palabras se asentaran en la mente del rey.
—Con el tiempo, los
muros entre ellos se desmoronaron. Lo que comenzó como un deber se convirtió en
devoción, y lo que pudo ser solo cortesía se transformó en amor. Alejandro la
vio no solo como la esposa de su enemigo, sino como una mujer digna de su
afecto. Compartieron confidencias, temores y esperanzas. Y finalmente,
compartieron un lecho.
El murmullo de los
presentes se extendió como un eco sordo por la sala. La noticia, dicha así, con
una crudeza que no buscaba humillar sino herir, había atravesado el orgullo
persa como una lanza.
—Estatira llevó en su
vientre la sangre de dos imperios. El hijo que esperaba habría sido el nexo
entre Macedonia y Persia, la prueba de que incluso en tiempos de guerra podía
florecer algo más que destrucción. Pero los dioses son caprichosos. La vida que
se gestaba en su seno se apagó antes de ver la luz del mundo.
El silencio era
absoluto.
—Alejandro le dio el
funeral de una reina, como correspondía a su linaje. Sus cenizas fueron
devueltas al viento envueltas en oro y seda, como símbolo de su grandeza. Pero
su muerte es más que una tragedia. Es un mensaje.
Calístenes fijó la
mirada en Darío, con la seguridad de quien sabe que está clavando la daga en lo
más profundo.
—Todo lo que has
amado, todo lo que has construido, todo lo que creíste eterno… se desvanece
entre las manos de Alejandro. Y tú, Rey de Reyes, solo puedes observar cómo se
desmorona tu mundo.
Darío no pestañeó. Su
rostro era una máscara de mármol, pero sus nudillos, al aferrarse con fuerza a
los reposabrazos del trono, revelaban la tormenta que bullía dentro de él. No
daría a los macedonios la satisfacción de una respuesta.
Entonces, con un
rechinar de bisagras, las enormes puertas del salón se abrieron. La luz del
exterior se derramó como un presagio de su inminente partida. Por un instante,
la comitiva macedonia no supo si aquello era un gesto de hospitalidad o la
apertura de una trampa mortal.
Pero el gesto hacia
la salida de un heraldo disipó la incertidumbre.
Calístenes inclinó la
cabeza con un leve gesto de respeto, sin apartar la mirada de Darío. Luego, sin
más palabras, giró sobre sus talones y salió junto a Ptolomeo y Moira. Atrás
quedaba el peso de una guerra aún sin resolver, y la certeza de que aquel
encuentro solo avivaría las llamas del conflicto.
La noticia sería una
daga en el corazón del rey persa. No solo perdía a su reina, sino también una
pieza clave de su legitimidad y poder. En su dolor, Alejandro buscaba dejar una
marca indeleble en su enemigo, al tiempo que reafirmaba su dominio sobre
Persia.
Y así, entre el humo
del funeral y la inestabilidad creciente en el imperio persa, la sombra de
Alejandro se alargaba aún más sobre la tierra de Darío. La muerte de Estatira
no sería solo un evento más en la campaña, sino un recordatorio de que, en este
juego de ambición y poder, Alejandro jugaba cada pieza con un propósito claro y
devastador.
La Tentación de MaceoMaceo, General Persa y
Gobernador de Babilonia
Dartmoorh se movía
entre sombras, una presencia invisible en la ciudad de Babilonia, donde el
aroma de las especias y la podredumbre de la guerra se mezclaban en el aire. La
espía de Alejandro, siempre sigilosa, había tejido su red con paciencia,
buscando el momento oportuno para plantar la semilla de la traición.
El objetivo era
Maceo, general de Darío, un hombre que hasta ahora había permanecido leal a su
rey, pero cuya posición era más frágil de lo que parecía. La guerra había
desgarrado Persia, y Alejandro lo sabía. No todos los generales de Darío
estaban dispuestos a seguir luchando por un trono que se tambaleaba.
Aquella noche, en los
jardines ocultos del palacio, Dartmoorh finalmente encontró la oportunidad.
Bajo la luz tenue de las antorchas, Maceo la observó con recelo.
—Habla rápido, mujer
—gruñó el general, cruzándose de brazos—. Si me ven contigo, mañana estaré
muerto.
Dartmoorh sonrió con
frialdad.
—No, general
—susurró—. Mañana podrías ser más poderoso que nunca.
La espía deslizó
entre sus dedos un pequeño cilindro de papiro, sellado con el emblema de
Alejandro. Maceo lo tomó con cautela, lo rompió y leyó en silencio. Sus ojos
recorrieron las líneas con incredulidad.
El mensaje era claro:
Alejandro no le ofrecía servidumbre, sino poder. Si Maceo aceptaba la alianza,
seguiría gobernando Babilonia en nombre del nuevo rey del mundo. No sería un
súbdito más, sino un aliado privilegiado. Y más aún: podría casarse con su
prometida, la princesa persa, consolidando así su posición tanto ante su pueblo
como ante el conquistador macedonio.
Dartmoorh dio un paso
adelante, inclinándose levemente.
—Sabes que Darío está
acabado. Que su causa está perdida. Pero tú, general, aún puedes elegir tu
destino.
Maceo apretó los
labios. Sabía que la decisión que tomara esa noche marcaría su futuro… o su
tumba.
Las Orillas del
Destino
Alejandro, siempre un
estratega, no confiaba en la incertidumbre. La guerra se ganaba tanto con la
espada como con la palabra, y en ese momento, la palabra podía abrir más
puertas que el acero. Ordenó a Parmenión llevar a cabo la negociación con
Maceo.
—No es solo una
oferta —le dijo Alejandro al veterano general antes de partir—. Es una elección
de destino. Hazle ver que su futuro no está con un rey condenado, sino con
nosotros.
Parmenión, curtido en
mil batallas, asintió con la solemnidad de un hombre que comprendía el peso de
la misión. No iría solo. Se llevó a sus dos hijos, Calas y Filotas, no solo
como guardia personal, sino como testigos de la historia que estaba a punto de
escribirse.
Al amanecer,
partieron hacia el punto acordado: un tramo desolado entre Babilonia y el
campamento macedonio, donde las ruinas de un antiguo templo se alzaban como
vestigios de un tiempo olvidado. Allí, en tierra de nadie, la traición y la
lealtad se decidirían con palabras, pero también con la espada si la ocasión lo
exigía.
La luna brillaba alta
sobre un río serpenteante, cuyas aguas murmuraban como si guardaran los
secretos de aquel encuentro. En este lugar, un terreno neutral donde ningún
ejército extendía su sombra, Parmenión, el hombre más cercano a Alejandro,
aguardaba junto a un pequeño campamento improvisado. La noche era fría, y las
estrellas parecían vigilar desde los cielos, testigos silenciosas de la reunión
que estaba por ocurrir.
Al otro lado del río,
escoltado por un pequeño contingente que permaneció a la distancia, llegó
Maceo, el primer general de Darío y gobernador de Babilonia. Su figura, erguida
y envuelta en ricas telas persas, reflejaba la dignidad de un hombre que había
soportado años de guerra. Cruzó las aguas poco profundas acompañado de dos
asistentes, pero al llegar a la orilla del lado macedonio, hizo un gesto para
que se quedaran atrás. Esto era algo que debía enfrentar solo.
Frente a frente, Parmenión
y Maceo intercambiaron miradas tensas. El macedonio, con su porte seguro y
mirada firme, representaba la ambición de Alejandro. El persa, con su semblante
grave y orgulloso, personificaba la resistencia de un imperio que se negaba a
caer.
—General Maceo
—comenzó Parmenión, inclinando levemente la cabeza en un gesto de respeto—,
agradezco que hayas aceptado esta reunión. Mi señor Alejandro valora a los
hombres que saben reconocer el destino cuando se presenta ante ellos.
Maceo cruzó los
brazos, evaluando al enviado.
—Habla. Pero sé
breve. No soy un hombre que se deje tentar fácilmente, macedonio.
Parmenión sonrió
apenas, un gesto calculado.
—Mi señor Alejandro
reconoce tu valor, Maceo. Gobernador de Babilonia, primer general de Darío...
Tu nombre resuena incluso en nuestras filas. Es precisamente por eso que estoy
aquí, para transmitirte una oferta que pocos hombres recibirían en toda una
vida.
Maceo arqueó una
ceja, curioso a pesar de sí mismo. Parmenión continuó:
—Alejandro te ofrece
conservar tu título como gobernador de Babilonia. No solo eso: tu posición se
verá fortalecida bajo el estandarte de Macedonia. No habrá necesidad de más
derramamiento de sangre. Tú, Maceo, puedes ser el hombre que asegure la
estabilidad en Babilonia mientras se forja un nuevo orden.
Maceo permaneció en
silencio por un instante, pero sus ojos reflejaban desconfianza.
—¿Y qué hay de Darío?
¿Qué hay de Barsine? —preguntó con un tono frío, refiriéndose a su prometida y
la hija del Gran Rey.
Parmenión avanzó un
paso, firme pero no amenazante.
—Barsine está bajo la
protección personal de Alejandro. Mientras él viva, no le ocurrirá nada. Pero
debes saber, Maceo, que si Alejandro cae, ni siquiera el cielo podrá garantizar
su seguridad. Mi señor no te ofrece esto por crueldad, sino por pragmatismo.
Ambos sabemos que las guerras no son solo batallas; son decisiones. Y la
decisión que tomes aquí no solo afectará a Barsine, sino al futuro de Babilonia
y de Persia misma.
El río continuaba
susurrando entre ellos, como si intentara calmar la tensión que se acumulaba
con cada palabra. Maceo, orgulloso y leal, endureció su postura.
—Alejandro puede ser
muchas cosas, Parmenión, pero no es inmortal. No me arrodillaré ante un hombre
que se proclama dios mientras sus manos están teñidas con la sangre de mi
pueblo.
Parmenión asintió
lentamente, sin mostrar decepción.
—No se te pide que te
arrodilles, Maceo. Se te pide que elijas el camino de la razón. Babilonia no
necesita más cadáveres, más sufrimiento. Necesita un líder fuerte, un hombre
que pueda gobernar con sabiduría.
Maceo lo miró
fijamente, su rostro con el orgullo herido.
—Dile a tu rey que
Babilonia es persa y que seguirá siendo persa. Alejandro no es más que un
conquistador pasajero. Mi deber es con Darío, y mi lealtad no está a la
venta.
Parmenión respiró
hondo, aceptando la respuesta. Pero antes de que Maceo pudiera retirarse,
añadió:
—Recuerda esto,
Maceo: los vientos del destino siempre cambian. Aquellos que no se adaptan a
ellos son arrasados. Alejandro no olvidará esta conversación. Y si algún día
decides escuchar a la razón, las puertas de Babilonia estarán abiertas para ti,
pero bajo nuestro estandarte.
Maceo, sin responder,
dio media vuelta y cruzó nuevamente el río. Sus asistentes se unieron a él, y
en la distancia, su figura desapareció en la penumbra.
Desde la otra orilla,
Parmenión observó cómo el agua se calmaba después del paso del persa. Sabía que
Alejandro había calculado cada palabra de aquella oferta. No era una derrota;
era solo una jugada en un juego más grande.
Lejos, en su tienda
de campaña, Alejandro escuchó atentamente el informe de su fiel emisario. No
hubo enfado ni frustración en su rostro. En su mente, Maceo aún era una pieza
que podría inclinarse hacia su lado cuando el momento fuera el adecuado. Las
guerras, después de todo, no siempre se ganaban con espadas.
Un Nuevo Amanecer
La noche había sido
larga, teñida por la incertidumbre del regreso. Babilonia había quedado atrás,
y con ella, el peligro inmediato. En el lecho, entre el calor de las sábanas y
el murmullo de un viento suave que agitaba las telas de la tienda, Moira y
Calístenes se encontraron no solo como amantes, sino como dos almas que habían
bordeado la muerte y ahora anhelaban algo más que guerra y política.
Moira deslizó una
mano por el pecho de su prometido, sintiendo el ritmo pausado de su respiración.
—Pensé que no
volverías —susurró, su voz apenas un eco en la penumbra.
Calístenes sonrió
levemente, con esa expresión suya de quien siempre parece ver más allá de lo
evidente.
—Tampoco yo estaba
seguro de regresar —admitió—. Pero aquí estoy… y aquí estás tú.
Moira se incorporó
ligeramente, apoyando la cabeza en su hombro. Había pasado demasiado tiempo
debatiéndose entre el deber y el deseo, entre la lealtad a su posición y la
certeza de lo que realmente quería.
—No quiero esperar
más, Calístenes —dijo al fin, con una seguridad que no había sentido antes—.
Quiero una familia.
Él la miró en la
penumbra, sus ojos iluminados por la débil luz de una lámpara de aceite. No
respondió de inmediato. Era un hombre de palabras cuidadas, de pensamientos hilados
con paciencia. Finalmente, exhaló y esbozó una sonrisa.
—Un par de hijos,
quizá… y una hija —murmuró, como si ya pudiera verla corriendo por los pasillos
de una casa aún inexistente.
Moira rió suavemente,
rozando sus labios con los de él.
—¿Y qué harás cuando
la guerra termine? —preguntó, sabiendo que los años venideros aún estaban
teñidos de sangre y conquistas.
Calístenes cerró los
ojos por un instante, imaginando un futuro que, por primera vez, no estaba
escrito en el polvo de la batalla.
—Alejandría —dijo al
fin—. Construirán una ciudad que llevará su nombre. Y en ella, la mayor
biblioteca que el mundo haya conocido. Quiero estar allí, escribir, preservar
el conocimiento de este tiempo para los que vengan después.
Moira lo contempló
con ternura.
—Y yo estaré contigo
—susurró.
Se besaron entonces,
con la certeza de que la guerra aún no había terminado… pero su destino, por
fin, comenzaba a tomar forma.
Septiembre-Octubre,
331 a.C.
Tras las reformas
realizadas en Egipto y con el dominio del Nilo consolidado, Alejandro Magno
volvió su mirada hacia el corazón del Imperio Persa. La amenaza de Darío III
aún pendía sobre su cabeza como una espada, y el joven conquistador sabía que
la soberanía de Asia solo podría ser alcanzada con una victoria definitiva. Por
su parte, Darío, humillado tras las derrotas en el Gránico, Issos y Tiro,
comprendía que la supervivencia de su imperio dependía de un último
enfrentamiento. Ambos líderes sabían que la siguiente batalla decidiría el
destino del mundo conocido.
El rey persa eligió
cuidadosamente el campo de batalla: las vastas llanuras de Gaugamela, cerca del
río Bumelos, en la actual Irak. Allí, en ese terreno despejado, sus fuerzas
podrían desplegar toda su magnitud. Durante días, sus hombres trabajaron
incansablemente para limpiar el terreno de obstáculos, preparando un espacio
perfecto para que su vasta caballería y sus mortíferos carros de guerra
avanzaran con libertad. Darío no escatimó en nada. Reunió un ejército que, según
algunos historiadores, contaba con un millón de soldados de infantería, 100,000
jinetes y 200 carros armados con hoces de acero. Estas máquinas de guerra,
diseñadas para segar las filas enemigas, eran un espectáculo aterrador, y
estaban pensadas para destruir la famosa falange macedonia de Alejandro.
Pero Alejandro no se
intimidó. Cuando sus generales, liderados por Parmenión, inspeccionaron las
posiciones persas, quedaron asombrados por la magnitud del ejército enemigo.
Alarmados, sugirieron
un ataque nocturno para aprovechar la oscuridad y evitar el terror que los
carros persas podían infundir a las tropas macedonias.
Fue entonces cuando
Alejandro pronunció una de sus frases más célebres:
—No robaré mi
victoria.
El joven rey estaba
decidido a que, si derrotaba a Darío, no habría excusas ni sombras que
empañaran su triunfo. Quería que el mundo supiera que la derrota del gran rey
persa sería absoluta, definitiva e indiscutible.
Ptolomeo
El polvo de la estepa, al norte de Babilonia, se arremolina
bajo un cielo teñido de rojo oscuro. Gaugamela, la tierra del camello, aguarda
con la paciencia de un verdugo el choque que decidirá el destino de imperios.
Sobre nosotros, la luna ha comenzado a oscurecerse, devorada por una sombra
carmesí que la transforma en un orbe de sangre. Un presagio, dirán algunos. Un
aviso de los dioses, susurrarán otros. Pero aquí abajo, en la tierra que pronto
se cubrirá de cadáveres, no hay más verdad que la espada y la sangre.
En el campamento persa, Darío III se aferra a sus
rituales. Magos y astrólogos han proclamado el eclipse como un augurio de
triunfo, y el gran rey se ha asegurado de que su ejército lo crea. La fe,
Ptolomeo, es un arma más afilada que el acero. Sin embargo, he visto el temor
en los ojos de sus hombres. En los pasillos de su tienda, entre sus generales y
cortesanos, los murmullos de duda se filtran como veneno en la carne de un
hombre moribundo. Una luna roja nunca es solo un presagio, sino un juicio. Y
ellos temen ser los condenados.
La batalla está cerca. Darío confía en sus números, en la
amplitud de la llanura que le permite desplegar su caballería. Pero los
presagios, como el destino, son volubles. La sombra de Alejandro se cierne
sobre él más que la de cualquier dios.
Sigo observando.
D.
Dartmoorh,
Mientras en el campamento de Darío sus hombres se
refugian en supersticiones y temores, aquí, entre los nuestros, alzamos las
copas y brindamos. La luna roja no es para nosotros un presagio de ruina, sino
el anuncio de la sangre que se derramará en Gaugamela. No la nuestra, sino la
de nuestros enemigos.
Alejandro, con su calma impenetrable, ha declarado que
los dioses han hablado, pero no en favor de los persas. Que esta luna teñida de
carmesí es un espejo del campo de batalla que pronto cubriremos con sus
cadáveres. Y nosotros lo creemos, porque hemos visto lo que ocurre cuando
Alejandro marcha al combate: la voluntad de los dioses se dobla ante la
suya.
Así que sigue observando y aguarda. Nosotros bebemos en
honor a la victoria que está por venir.
Ptolomeo.
¡Alejandro!Batalla de Gaugamela
Al otro lado del
campo, en el campamento macedonio, la situación no era menos tensa. Alejandro y
sus hombres estaban agotados, sus cuerpos flacos por días de marcha sin comida
suficiente. Mientras el eclipse dominaba el cielo, los sacerdotes de Alejandro
proclamaron que el fenómeno anunciaba el fin de Darío, un mal augurio para
Persia. Pero Parmenión, siempre el pragmático, no compartía esa confianza.
—Cinco a uno —murmuró
el viejo general, mirando el horizonte donde se alzaba el inmenso campamento
persa—. Estamos rodeados por un ejército que está bien alimentado, bien
descansado, y bien armado... Y aquí estamos, bajo una luna que nos hace ver
como los presagiados perdedores.
Parmenión se acercó a
Alejandro, su voz baja pero cargada de preocupación.
—Alejandro, los
hombres están nerviosos. Esta luna, estas sombras... Pareciera que los dioses
nos abandonan.
Alejandro, envuelto
en un manto que lo hacía parecer más un faraón que un rey macedonio, observó el
cielo desafiante. Su rostro, iluminado por la luz carmesí, mostraba una fuerza
que rozaba lo sobrenatural.
—Los dioses no nos
han abandonado, Parmenión. Nos están observando. Esto no es un mal presagio
para nosotros; es un juicio para Darío.
El general asintió,
aunque su mente aún dudaba. Lo que más le preocupaba no era la magnitud del
ejército enemigo ni los augurios, sino la creciente divinización de Alejandro.
La línea entre hombre y dios en su líder se volvía cada vez más tenue, y
Parmenión temía que Alejandro cruzara el umbral hacia la locura.
La noche, cubierta
por un manto de estrellas apagadas, había descendido con una quietud ominosa
sobre el campamento de Alejandro. A lo lejos, el cielo se teñía de rojo, como
si los propios dioses hubieran desbordado su ira sobre el mundo mortal. La
luna, teñida de sangre, flotaba en el horizonte, un presagio tanto para amigos
como para enemigos. Bajo su luz, las sombras de 50 mil hombres se estiraban en
el suelo árido de la estepa de Gaugamela. Los susurros entre las filas cesaron
y una pesada calma envolvía el ejército macedonio, como si todos esperaran que
la luna hablara.
Pero fue Parmenión,
el general veterano de batallas, quien rompió el silencio. Su figura, imponente
y segura, se erguía en el centro del campamento, rodeado de oficiales y
soldados. Con la mirada fija en el cielo sangriento, respiró profundamente y,
sin previo aviso, alzó la voz como un trueno, cortando la quietud de la noche.
—¡Alejandro!
El nombre salió de su
garganta con tal fuerza que vibró en el aire, un rugido primitivo que no pedía
permiso, sino que ordenaba. Un eco de reverencia y poder que se expandió
rápidamente entre los hombres. Con furia, sin dudar, la voz de cada soldado
replicó el grito de guerra.
—¡Alejandro!
El eco se multiplicó
en oleadas, recorriendo filas y filas de guerreros, hasta convertirse en una
ola que envolvía todo el campamento.
—¡Alejandro!
La sangre en las
venas de cada hombre parecía latir con la fuerza de aquel nombre. El aire se
llenó con un rugido que reverberaba como si toda la tierra misma se preparara
para estallar en un solo y único grito de victoria.
—¡Alejandro!
Desde las líneas
traseras hasta el frente de batalla, el grito de guerra de los macedonios llegó
hasta el último rincón de su ejército. Como un rugido indomable, atravesó el
aire cálido de la noche y alcanzó, casi enloquecido, los oídos del campamento
persa. Los hombres de Darío, aquellos que aún se aferraban a las supersticiones
y augurios de la luna roja, temblaron al escuchar ese grito. Era como si los
propios dioses, alzados en cólera, hubieran sellado el destino de la batalla.
El cielo rojo parecía
presidir la fatalidad, pero en el campamento macedonio, el nombre de Alejandro
resonaba más fuerte que nunca, un canto de guerra y fe que desbordaba la
oscuridad, llevándose consigo toda esperanza de los enemigos que lo oían.
La Oferta de
Darío
En medio de la
incertidumbre, un emisario persa llegó al campamento macedonio, escoltado bajo
bandera de tregua. Traía consigo una oferta directamente de Darío. El mensaje
era claro: treinta mil talentos de plata, todo el territorio al oeste del
Éufrates, y la mano de Barsine, la hija del Gran Rey, quien estaba prometida al
general persa Maceo.
Filotas entregó el
pergamino a Alejandro, quien lo leyó en silencio mientras su rostro permanecía
inescrutable. Cuando terminó, levantó la mirada hacia sus generales reunidos.
La tensión en el aire era palpable.
—¿Treinta mil
talentos? ¿Todo al oeste del Éufrates? ¿Y la mano de Barsine? —preguntó
Alejandro, casi con burla. Luego, su tono se volvió más frío, más afilado—.
¿Cree Darío que puede comprarme? Que puede detenerme con promesas y
monedas.
Los generales
intercambiaron miradas, pero ninguno se atrevió a hablar. Alejandro dejó el
pergamino sobre la mesa con un golpe seco y añadió:
—Declino. No se
negocia con un rey derrotado.
Sin embargo,
Alejandro no dejó pasar la oportunidad de usar la oferta en su favor. Ordenó
que el mensaje fuera llevado a Maceo, el prometido de Barsine, quien se
encontraba en el campamento persa. El mensajero tenía instrucciones claras de
añadir unas palabras finales de Alejandro:
—Dile a Maceo esto:
“Tu prometida es mi trofeo. Mientras yo viva, ella estará protegida. Si caigo,
no puedo decir lo mismo.”
Tormenta en el
Corazón Barsine, Princesa persa
En el campamento
persa, cuando Maceo recibió el mensaje, sintió que el suelo bajo sus pies se
tambaleaba. Las palabras de Alejandro, crueles y calculadas, le golpearon con
fuerza. Pero lo que más le dolió no fue la amenaza del macedonio, sino el
subtexto del mensaje de Darío. ¿Por qué había ofrecido la mano de Barsine como
moneda de cambio? ¿Acaso Darío estaba dispuesto a sacrificar a su prometida
para salvar su trono?
Maceo, un hombre de
lealtades férreas, comenzó a cuestionarlo todo. ¿A quién servía realmente? ¿A
un rey que negociaba a su propia sangre como un simple recurso? ¿O a un
conquistador que prometía el mundo pero empuñaba su amenaza con el filo de una
espada?
El río cerca de
Gaugamela, que había sido testigo de tantas intrigas, ahora reflejaba la luna
roja en su superficie. Mientras el eclipse llegaba a su fin, Maceo caminó solo
hacia la orilla, su mente un torbellino de dudas y lealtades enfrentadas. El
peso del destino de dos imperios parecía haberse posado sobre sus hombros.
La Calma Antes de…
En ambos campamentos,
la tensión se transformó en preparación. Las tropas persas afilaban sus armas y
repetían los mantras de sus magos, buscando en ellos la fuerza para enfrentar
lo inevitable. En el lado macedonio, los hombres, hambrientos pero endurecidos
por las victorias pasadas, se preparaban para otra prueba contra la historia
misma.
Mientras tanto,
Alejandro, de pie bajo el cielo despejado tras el eclipse, observaba el
horizonte. La luna de sangre había desaparecido, dejando un manto de estrellas
que cubría la vasta oscuridad. En su mente, no había espacio para el miedo. Sus
ojos ardían con la convicción de un hombre que creía estar guiado por los
dioses.
—Mañana, los dioses
decidirán —murmuró para sí mismo, antes de volver a su tienda, donde un mapa de
Gaugamela esperaba bajo la tenue luz de una lámpara de aceite.
En la vasta llanura
de Gaugamela, la historia aguardaba a ser escrita con sangre. En Gaugamela se
decidirá el futuro del mundo.
…la BatallaBatalla de Gaugamela
Calístenes apartó la
lona de la tienda de Alejandro y entró con paso firme, cargando con un baúl de madera
gastada por los años. Dentro, como siempre, estaban los mapas y las miniaturas
de ejércitos que habían utilizado desde su juventud. Aquel ritual, aquel juego
de estrategia, les había acompañado en cada campaña, convirtiéndose en una
tradición antes de la batalla.
—Traigo los mapas
—anunció, dejando el baúl sobre la mesa con un golpe sordo—. Como en Gránico,
como en Issos...
Alejandro, sentado en
una silla baja, ni siquiera levantó la mirada. Sus dedos tamborileaban sobre el
borde de su copa. El reflejo del aceite de las lámparas bailaba en sus ojos,
perdidos en pensamientos insondables.
—No esta vez
—respondió, su voz grave, arrastrada por el cansancio.
Calístenes frunció el
ceño.
—¿No quieres revisar
la estrategia?
Alejandro exhaló un
suspiro lento.
—La batalla ya está
decidida, solo falta que el mundo la alcance.
El historiador lo
observó en silencio. La seguridad de Alejandro siempre había sido su mayor
fortaleza, pero esta vez había algo distinto. No era la confianza de un
estratega que había medido todas las posibilidades; era la certeza de un hombre
que se creía por encima de ellas.
Sin más que decir,
Calístenes se inclinó con respeto y salió de la tienda, sintiendo una inquietud
que no se disipó ni con el aire fresco de la noche.
Bajo el cielo
estrellado, Parmenión compartía vino con sus hijos, riendo entre anécdotas de
batallas pasadas. Pero no todos podían permitirse el descanso. En una tienda
más apartada, Ptolomeo y Calístenes extendían un mapa sobre la mesa de campaña.
Con pequeñas piezas de madera representaban las posiciones del enemigo,
eligiendo la mejor forma de contrarrestar los mortales carros falcados de
Darío.
—Si intentamos
detenerlos, seremos masacrados —señaló Ptolomeo, moviendo una pieza con el
dedo—. Son como cuchillas vivas, abrirán nuestras filas en dos.
Calístenes
asintió.
—Entonces, no los
detendremos. Los dejaremos pasar.
Ptolomeo lo miró con
curiosidad.
—Explícate.
El historiador tomó
varias piezas y las desplazó en línea recta.
—Los carros avanzan
con fuerza, pero dependen del caos para ser efectivos. Si nuestras tropas
forman pasillos bien alineados, los carros no encontrarán resistencia. Cruzarán
de largo, sin cortar ni una sola lanza.
Ptolomeo se quedó en
silencio, asimilando la idea.
—No atacamos… los
dejamos avanzar… y una vez que hayan pasado…
—Los rodeamos y
atacamos a los conductores antes de que puedan girar —completó Calístenes con
una sonrisa.
Ptolomeo asintió,
golpeando la mesa con el puño.
—Es arriesgado, pero
puede funcionar.
Pasaron la noche
ajustando la estrategia, moviendo las piezas, preparando a los soldados para
ejecutarla. Mientras tanto, el campamento persa hervía de actividad. Se oían
órdenes gritadas, el martilleo de herreros reforzando armas, el incesante movimiento
de caballos y soldados. Su inquietud era palpable.
Pero en el campamento
de Alejandro, el silencio reinaba.
En el corazón de la
tienda real, el conquistador dormía profundamente, como un hombre que ya había
visto la victoria en sus sueños.
Y al amanecer, cuando
sus ayudantes entraron para despertarlo, lo encontraron tranquilo. Se incorporó
sin prisa, se colocó la coraza con movimientos pausados y sonrió al salir.
El destino lo
aguardaba en el campo de batalla.
El Amanecer de la
Gloria Falange macedonia
El primer rayo del
alba deslizaba su luz sobre el campamento macedonio cuando Alejandro emergió de
su tienda. Su armadura resplandecía con el oro del amanecer, pero sus ojos
ardían con un fuego más intenso. Caminó entre sus hombres, observando sus
rostros curtidos por la guerra, sus corazones estaban endurecidos por las
batallas que habían librado juntos. No eran solo soldados, eran su familia, los
forjadores de un imperio aún por nacer.
Se subió a una roca
elevada para que todos pudieran verle. Parmenión, Ptolomeo, Calístenes, Filotas
y los demás generales estaban cerca, pero Alejandro no les dirigió la palabra a
ellos, sino a cada hombre allí presente. Cuando habló, su voz cortó el viento
de la mañana como la espada que pronto empuñarían.
—¡Hermanos! —bramó, y
el murmullo del ejército se apagó de inmediato—. ¡Hoy decidiremos quién
gobernará Asia!
Señaló el horizonte,
donde el inmenso ejército persa oscurecía la llanura como un mar de lanzas y
estandartes dorados.
—Nos superan en
número, sí. ¡Pero su número es su debilidad! No luchan como nosotros, no
confían en sus compañeros como vosotros confiáis en el hombre que tenéis al
lado. Su fuerza está dispersa, la nuestra es una.
Los soldados se
miraron entre sí, afirmando con cabezas llenas de cicatrices. Sabían que lo que
decía era verdad.
Alejandro sacó su
espada y la alzó hacia el cielo naciente.
—¡Hoy no luchamos
solo por la victoria. Luchamos por la eternidad! Nuestros nombres no serán
olvidados, serán susurrados por generaciones, temidos por nuestros enemigos y
honrados por aquellos que nos seguirán. ¡Cada golpe que demos, cada lanza que
arrojemos, cada vida que arrebatemos, forjará el imperio que construiremos
juntos!
El rugido del
ejército hizo temblar la tierra. Los soldados golpearon sus escudos, alzaron
sus lanzas y repitieron su grito de guerra:
—¡Por Alejandro! ¡Por
Macedonia!
Ptolomeo, de pie a su
lado, le dirigió una mirada cómplice y murmuró con una sonrisa:
—Lo has vuelto a
hacer.
Alejandro, aún con la
mirada fija en el horizonte, sonrió de medio lado.
—Ahora, veamos si los
persas pueden decir lo mismo.
El amanecer había traído
consigo la gloria. Ahora, solo quedaba reclamarla.
A Ptolomeo
A Ptolomeo
Las arenas de Babilonia aún no han sepultado del todo su antigua grandeza, pero suenan los ecos de su ruina. En este momento, en el otro extremo del campo de batalla, Darío se aferra a su trono con las uñas gastadas y la voz quebrada. Lo he visto con mis propios ojos, y he escuchado sus palabras dirigidas a sus tropas.
"Hoy decidiremos quién gobernará Asia. No luchamos
solo por la victoria, sino por un legado que el mundo recordará para siempre.
Nuestros nombres resonarán en cada rincón del imperio que construiremos juntos.
No temáis la magnitud del enemigo, porque su número es su debilidad, y nuestra
unidad es nuestra fuerza."
No ha sido un discurso de un rey confiado, sino de un
hombre desesperado, de alguien que siente el abismo abrirse bajo sus pies. Sus
generales lo miraban con recelo, sus hombres con incertidumbre. No hay honor en
su mirada, solo miedo.
La batalla está por comenzar. No sé aún cómo se escribirá
el final, pero sí sé que en los ojos de Alejandro se refleja el brillo de un
destino que ya ha aceptado como suyo.
Que los dioses decidan lo que está por venir.
D.
La Batalla de
GaugamelaRey Darío-III, Rey de Reyes
1 de octubre de 331
a.C.
La historia los había
conducido hasta aquel amanecer. En las llanuras de Gaugamela, bajo un cielo que
aún vacilaba entre la penumbra y la luz, dos ejércitos aguardaban, inmóviles,
como si el propio mundo contuviera el aliento antes del choque.
En el bando persa,
Darío III contemplaba la inmensidad de su ejército desde su carro dorado. Bajo
su mando, doscientos mil hombres, cientos de carros falcados y una caballería
imponente esperaban su señal. Durante días, sus soldados habían trabajado sin descanso,
alisando el terreno para permitir que los carros de guerra avanzaran sin
impedimentos. Las hoces de acero, afiladas como la furia de los dioses,
resplandecían en la luz naciente.
—¡Que corran como el
viento y desgarren sus filas! —Su voz sonó firme, aunque su mano tembló un
instante sobre el borde del carro—. ¡Hoy, Persia sepultará a ese macedonio y su
arrogancia! Los generales asintieron, aunque el silencio que siguió fue más
elocuente que cualquier respuesta. En el aire flotaba la misma tensión de
Issos, la misma incertidumbre.
Al otro lado del
campo, en una loma que dominaba el valle, Alejandro y sus hombres observaban el
despliegue enemigo. La brisa matinal agitaba su manto rojo mientras sus ojos
recorrían las interminables filas persas.
Ptolomeo, a su lado,
dejó escapar un silbido.
—Son demasiados.
Alejandro sonrió, sin
apartar la mirada del enemigo.
—Nos superan en
número, no en inteligencia.
Calístenes, inclinado
sobre un mapa improvisado en la tierra, señaló la línea de carros falcados.
—Si embisten de
frente, la falange será destrozada.
—No embestirán de
frente —respondió Alejandro—. Los dejaremos pasar.
Parmenión, de brazos
cruzados, arqueó una ceja.
—¿Dejarlos pasar?
—Sí. Abriremos
corredores en nuestras filas. Entrarán convencidos de que nos destrozan y,
cuando se vean rodeados, su ventaja se volverá su perdición.
Un murmullo recorrió
a los generales. Era arriesgado, pero Alejandro ya había demostrado antes que
la audacia podía inclinar la balanza.
—¿Y Darío? —preguntó
Parmenión.
Alejandro montó en su
caballo y desenfundó su espada, alzándola hacia el sol naciente.
—Cuando caiga su rey,
caerá su ejército. Vamos a cazarlo.
Los oficiales
asintieron y se dispersaron, llevando las órdenes a las tropas. En el horizonte,
los persas comenzaban a moverse. La batalla estaba a punto de comenzar.
Frente a la Marea
PersaBessos, Noble Persa y
General de Darío
El amanecer se alzaba
pálido sobre el campo de batalla, teñido del color de la guerra inminente.
Frente a la marea persa, los macedonios tomaban sus posiciones, sus siluetas
recortándose contra el horizonte. El polvo, levantado por miles de botas y
cascos de guerra, flotaba como un velo que presagiaba la tormenta de acero y
sangre que estaba a punto de desatarse.
Alejandro cabalgó
hasta el flanco derecho, donde cinco mil jinetes aguardaban tensos, sus lanzas
en alto reflejaban los primeros rayos del sol. Frente a ellos, el general
Bessos desplegaba a su propia caballería, una fuerza colosal de persas y
bactrianos listos para el choque.
—¡Hoy no somos cinco
mil, somos el puño de Macedonia. Y vamos a romper esa línea como una ola sobre
las rocas! —Alejandro giró su caballo y alzó su espada—. ¡Esperad mi señal y
cabalgad como si el Olimpo ardiera tras vosotros!
Los jinetes rugieron
en respuesta, golpeando lanzas contra escudos.
En el flanco
izquierdo, Parmenión ajustaba la posición de sus diez mil hombres de
infantería. A su lado, Filotas y Calas, con mil jinetes cada uno, observaban el
despliegue enemigo. Frente a ellos, el general Maceo, con sus formaciones
cerradas de arqueros y lanceros persas, esperaba el momento de atacar.
Filotas escupió al
suelo.
—Nos superan.
—¡Entonces, que nos
recuerden cuando caigamos! —Parmenión desenfundó su espada y su mirada se
endureció— ¡Pero no será hoy!
En el centro,
Ptolomeo comandaba treinta mil soldados, su falange alineada con precisión
implacable. Frente a él, el propio Darío III, en su carro dorado, observaba el
campo de batalla con expresión inescrutable. Sabía que todo dependía de él.
Calístenes, apostado
en el flanco izquierdo, mantuvo la mirada en Alejandro. Su papel era claro:
reforzar a Parmenión y a sus hijos si la línea comenzaba a ceder.
El viento trajo
consigo un sonido lejano. Un cuerno persa resonó, largo y grave.
Alejandro sonrió.
—Es la señal.
Alzó su espada hacia
el cielo.
—¡Macedonios! ¡Haced
temblar la tierra!
Y con aquel grito, la
batalla comenzó.
El primer rugido de
la batalla fue el estruendo de los carros falcados persas. Las ruedas
rechinaron sobre la tierra, y las hoces afiladas como la muerte giraron en un
torbellino de acero. Atravesaron el campo de batalla como bestias desbocadas,
abriendo carne y hueso con despiadada precisión. Hombres y caballos caían en un
caos de gritos y sangre; cabezas decapitadas rodaban por el suelo, sus ojos aún
abiertos en una última expresión de horror.
Pero los macedonios
no se desmoronaron. Ptolomeo, alzando su espada, gritó por encima del
estruendo:
—¡Abrid los pasillos,
ahora!
Los hombres de la
falange, disciplinados hasta la médula, obedecieron al instante. Se replegaron
con precisión, creando corredores por los que los carros pasaron sin encontrar
carne que destrozar. En cuanto los vehículos enemigos quedaron atrapados en
medio de las filas, los arqueros y lanceros macedonios desataron una lluvia de
muerte. Jabalinas perforaron los costados de los caballos; flechas se hundieron
en los cuerpos de los aurigas. Uno a uno, los carros falcados cayeron, y la
ofensiva inicial de Darío quedó reducida a un cementerio de cadáveres y madera
astillada.
A la izquierda del
campo, la situación era distinta. Calas, inexperto en el mando de mil jinetes,
luchaba por controlar a sus hombres. La visión de los carros falcados
desmembrando soldados había sembrado el pánico en sus filas.
—¡Formación, maldita
sea! ¡Formación! —gritaba, pero sus órdenes se perdían entre los relinchos y el
miedo.
Desde la distancia,
Calístenes observó el desastre en ciernes. Maldijo entre dientes y, espoleando
a su caballo, cabalgó hasta el flanco.
—¡Miradme! —rugió,
mientras su voz cortaba el estruendo de la batalla—. ¡Si corréis ahora,
moriréis como perros! ¡Si aguantáis, escribirán canciones sobre vosotros!
Los jinetes, al verlo
tomar la delantera con firmeza, se reagruparon. Inspirados por su convicción,
recuperaron el control y se prepararon para la carga. La crisis estaba
contenida, al menos por ahora.
En el flanco derecho,
Alejandro ejecutaba su propio movimiento maestro. Mezclando infantería con
caballería, creó un frente flexible capaz de atacar y defender con igual
efectividad. Entonces, con una frialdad calculada, ordenó avanzar, atrayendo a
las alas persas y desmoronando su formación como un cuchillo hundiéndose en
carne blanda.
En el centro del
campo, Darío observaba la batalla desde su carro dorado, su rostro pétreo. Su
ejército se tambaleaba. Sus carros falcados estaban destruidos, sus flancos
debilitados y su infantería comenzaba a perder terreno. El Gran Rey tragó
saliva. Era Issos otra vez.
Y entonces, lo
vio.
Alejandro, bañado en
polvo y sangre, se abría paso entre la marea de soldados con la furia de un
dios guerrero. Su caballo se alzó sobre sus patas traseras, y con un grito
ensordecedor, el rey macedonio señaló a Darío.
—¡Darío es mío!
Los persas intentaron
detenerlo, pero fue inútil. Uno tras otro cayeron ante su espada, formando
montañas de cadáveres alrededor del carro real.
Darío sintió que el
pánico se aferraba a su garganta. Sus hombres gritaban, morían a su alrededor,
y su carro quedó atascado en la carnicería.
—¡Los dioses nos han
abandonado! —susurró.
El miedo lo consumió.
Soltó las riendas, abandonó su armadura y saltó del carro. Un soldado le tendió
una yegua. No dudó. Montó y, sin mirar atrás, huyó.
Atrás dejó su
ejército. Atrás dejó su honor.
Pero no su vida.
Porque sabía que mientras viviera, Persia aún tenía un mañana.
![]() |
Filotas, Primogénito de Parmenión y Capitán de Caballería |
El estruendo de cascos
y gruñidos se mezclaba con el clamor de la batalla. Filotas cargaba al frente
de su millar de jinetes, pero él no era un simple guerrero más. Era una
tormenta desatada, un huracán de furia y acero. Aullaba como una bestia
poseída, con los ojos inyectados en sangre, la espuma de la rabia en los
labios.
A su izquierda, su
jauría de perros de guerra avanzaba con la ferocidad de una manada de lobos
hambrientos. Rabia, su mastín más feroz, lideraba la carga con las fauces
abiertas, los colmillos reluciendo bajo el sol. A su derecha, Tiro, el joven
león, corría sin cadena, su melena al viento, los músculos tensos en cada
zancada.
Los persas vieron
venir la pesadilla y algunos titubearon. Pero otros, más valientes o más
necios, se quedaron a enfrentarlo.
Un oficial enemigo
espoleó su caballo y alzó la lanza, apuntando directo al pecho de Filotas. El
macedonio ni siquiera aminoró la marcha. Se inclinó apenas, esquivando la punta
por un susurro, y con un rugido desgarrador, embistió con su caballo. El persa
salió despedido del lomo de su montura y aterrizó de espaldas en el suelo.
Apenas tuvo tiempo de gritar cuando la jauría se le echó encima.
Los perros lo destrozaron en cuestión de segundos. Sus alaridos se fundieron con el aullido de Rabia, que desgarraba su garganta con frenesí.
Rabia, Sabueso de Guerra de Filotas
—¡Tiro, es tuyo!
—bramó.
El león saltó. Su
cuerpo dorado se alzó en el aire como un relámpago vivo, y con un solo zarpazo,
derribó al enemigo de su caballo. Cuando el persa cayó al suelo, apenas tuvo
tiempo de levantar la vista. Tiro ya estaba sobre él. Sus fauces se cerraron en
torno a su cuello, y con un crujido seco, la vida del soldado se apagó.
Filotas apenas prestó
atención. Con el rostro salpicado de sangre, continuó su carga, cortando carne
y quebrando huesos.
A lo lejos, los
jinetes macedonios lo seguían, envueltos en la locura de su líder. Aquel no era
un combate ordinario. Era la cacería de un depredador suelto en medio del campo
de batalla, Filotas era un animal de guerra.
El Giro Decisivo
El rugido del combate
sacudía el aire cuando Parmenión vio lo inevitable: su flanco izquierdo estaba
al borde del colapso. La caballería persa de Maceo presionaba con fuerza
brutal, destrozando sus líneas y empujándolo cada vez más cerca de la
aniquilación. Apretó los dientes y desenvainó su espada, derribando a un
enemigo con un tajo feroz. Pero sabía que aquello no era suficiente.
—¡Calas! —bramó,
girándose hacia su hijo, el jinete más veloz—. Ve con Alejandro, dile que nos
estamos desmoronando. Si no llega pronto, no quedará nadie a quien salvar.
¡Corre!
Calas asintió y giró
las riendas de su caballo.
—¡Diez conmigo!
—ordenó.
Sus hombres le
siguieron sin vacilar. La única forma de llegar hasta Alejandro era cruzar un
campo infestado de persas y los letales carros falcados. Era una misión
suicida, pero no dudaron.
La carga comenzó a
toda velocidad. Los cascos retumbaban contra la tierra seca cuando la primera
amenaza apareció: un escuadrón de arqueros persas.
—¡Aguantad la
formación! —gritó Calas.
Las flechas surcaron
el aire como una lluvia de muerte. Dos jinetes cayeron con gritos ahogados,
desplomándose pesadamente sobre la arena.
No había tiempo para
mirar atrás.
Más adelante, los
carros falcados se desplegaron con sus cuchillas brillando al sol. Calas vio
cómo uno de sus hombres era partido en dos, su sangre salpicaba la tierra. Otro
jinete trató de esquivar, pero una hoz atrapó la pata de su caballo, haciéndolo
rodar junto con su montura.
Cinco lograron
atravesar la pesadilla. El polvo y la sangre cubrían sus rostros cuando
finalmente divisaron a Alejandro.
El rey macedonio
estaba en plena persecución de Darío.
Su caballo Bucéfalo
relinchaba con fiereza, avanzando entre la marea persa con una velocidad
devastadora. Cada golpe de su espada era una muerte segura. Alejandro estaba
cerca de su presa, su enemigo mortal al alcance de la mano.
—¡Mi rey! —Calas se
abrió paso desesperado—. ¡Parmenión no puede resistir más! ¡Nos aplastarán si
no acude ahora!
Alejandro tiró
bruscamente de las riendas. Su mirada ardía con una furia indecible. Darío huía
delante de él, su carro abandonado tambaleante entre los cadáveres. Un golpe
más, una carga más, y podría acabar con la guerra de una vez por todas.
Apretó los
puños.
Maldijo.
—¡Maldición, Darío!
—gruñó entre dientes.
Y entonces, con la
mente fría y la decisión tomada, giró su caballo.
—¡Conmigo! —rugió a
su caballería—. ¡Vamos a salvar a Parmenión!
Bucéfalo se alzó
sobre sus patas traseras y luego se lanzó al galope. La falange de Alejandro
giró con él, y juntos se abalanzaron como una tormenta sobre la caballería
persa.
El impacto fue
devastador. Las líneas de Darío, ya debilitadas, no pudieron resistir la
embestida macedonia. Alejandro cortaba como un dios de la guerra. Su espada
segaba soldados sin esfuerzo, su lanza atravesaba corazas, su sola presencia
sembraba el terror entre sus enemigos.
Los persas
resistieron… hasta que no pudieron más.
El colapso fue total.
La formación de Darío se quebró y se convirtió en una estampida desordenada. La
victoria de Alejandro era completa.
Cuando la noche cayó
sobre Gaugamela, el campo estaba cubierto de cadáveres persas. Sus bajas se
contaban por decenas de miles. En cambio, los macedonios habían perdido apenas
unos cientos de hombres.
Alejandro desmontó de
su caballo, respirando profundamente. La batalla había terminado.
Pero la guerra… la
guerra aún no.
El Terror de FilotasArte Terrorífico de Filotas
La batalla había
terminado, pero la masacre no.
Filotas caminaba
entre los cuerpos esparcidos por el campo de Gaugamela con una mirada febril,
el rostro cubierto de sangre seca y polvo. Su respiración era agitada, pero no
por el cansancio, sino por la emoción. Había vencido.
Pero la victoria no
era suficiente.
El terror era el arma
más poderosa.
Giró la cabeza y
encontró a su hermano Calas, aún montado en su caballo, con la mirada perdida
en el horizonte. Aún quedaba trabajo por hacer.
—Ven conmigo. —Su voz
era un susurro rasposo, pero no admitía réplica.
Calas lo observó con
recelo. Conocía ese tono.
—¿Qué planeas,
Filotas?
—Dar a los persas una
lección que jamás olvidarán.
No preguntó más.
Acompañó a su hermano, sabiendo que lo que estaba a punto de presenciar sería
repugnante.
Avanzaron entre los
cadáveres, el hedor de la muerte impregnaba el aire y los buitres ya descendían
con sus graznidos ansiosos. Filotas no apartó la vista. Buscaba algo. Algo
grande.
Y lo encontró.
Un caballo persa, un
magnífico corcel de guerra, yacía destripado junto a su jinete. El animal había
caído sobre el hombre, aplastándolo hasta hacerlo irreconocible. A pocos pasos,
un oficial persa, aún con los ojos abiertos, tenía la mitad del torso destrozado
por un golpe de hacha. Eran perfectos.
Filotas sonrió.
—Trae los
cuchillos.
Calas dudó un
instante, pero luego obedeció. No discutiría con su hermano.
La tarea comenzó al
anochecer. Filotas, con la precisión de un carnicero, cortó y cosió. Sus
hombres, algunos tan salvajes como él, trajeron más cuerpos, más extremidades,
más partes de caballos y hombres que se mezclaban en una aberrante amalgama de
carne y hueso.
Uno de los soldados
se apartó para vomitar.
—Dioses… esto es una
monstruosidad.
—No, esto es un
mensaje. —Filotas alzó la mirada, su rostro manchado de sangre ajena—. Un
mensaje para Darío.
Horas después, la
obra estuvo terminada.
Un titán hecho de
cadáveres se alzaba sobre una montaña de cuerpos persas.
Tenía cuatro brazos,
cada uno con una espada clavada en la tierra. Dos cabezas cosidas en grotesca
armonía miraban en direcciones opuestas, como si la muerte misma observara el
campo de batalla.
Y en el centro de su
pecho, escrito en sangre, un mensaje:
"DARÍO
COBARDE"
Filotas dio un paso
atrás para contemplar su creación.
Sonrió.
—Dejemos que
amanezca.
Cuando los
supervivientes persas despertaran al día siguiente y vieran aquello, el miedo
haría lo que la guerra no pudo.
La Conquista de
Babilonia Entrada de Alejandro a Babilonia
Con la victoria en
Gaugamela, Alejandro se erigió como el indiscutible rey de Asia. En aquella
vasta llanura bañada por sangre, donde el estruendo de los caballos y el fulgor
de las lanzas escribieron el destino de un imperio, el dominio persa llegó a su
fin. La superioridad numérica de Darío se desmoronó ante la inteligencia, la
audacia y la voluntad inquebrantable del macedonio. Gaugamela no solo aseguró
la caída del poder persa, sino que elevó a Alejandro al panteón de los más
grandes estrategas de la historia, consolidando una leyenda que resonaría por
siglos.
Con la victoria aún
ardiendo en sus venas, Alejandro puso rumbo a Babilonia, la joya de
Mesopotamia, el corazón de un imperio que ahora le pertenecía. Frente a la
imponente silueta de sus murallas, no halló resistencia. Sus ciudadanos,
temerosos pero sabios, abrieron las puertas sin lucha, ofreciendo su lealtad al
conquistador a cambio de clemencia. Alejandro cumplió su promesa: preservó la
ciudad, sus templos, sus riquezas y, sobre todo, su gente.
El día de su entrada,
Babilonia se rindió no solo ante un guerrero, sino ante un nuevo soberano.
Alejandro marchó por sus amplias avenidas entre columnas de soldados y
multitudes silenciosas. La grandeza de la ciudad, con sus zigurats tocando el
cielo y sus jardines colgantes desafiando la aridez del desierto, reflejaba el
esplendor de un reino que ahora se doblaba ante el Hijo de Zeus.
En la sala del trono,
se detuvo ante el imponente trono de oro donde los reyes persas habían
gobernado por generaciones. Sus oficiales lo miraban expectantes, pero
Alejandro no se sentó.
—No soy rey mientras
Darío viva —declaró, su voz firme, resonaba como un decreto de los dioses.
El silencio cayó como
un manto. Alejandro no gobernaría sobre un reino sin antes erradicar toda
sombra de su antiguo dueño.
A la corte se
presentaron dos figuras clave: Maceo, gobernador de Babilonia y general de
Darío, y Barsine, hija del gran rey persa. La tensión era un filo de daga en el
aire. Maceo, sabiendo que la derrota era inevitable, había cambiado de bando,
traicionando a su antiguo señor. Su gesto era un acto de pragmatismo, una
apuesta por sobrevivir en el nuevo orden. Barsine, con una dignidad que no se
quebraba, avanzó hasta Alejandro y, en un acto simbólico, se arrodilló y besó
su mano.
—Acepto vuestra
soberanía —susurró.
Era más que una
rendición: era el primer eslabón de una alianza, la unión de dos mundos bajo un
solo mando.
Pero la sangre
macedonia aún hervía con el recuerdo de antiguas afrentas. Durante un recorrido
por la ciudad, un grupo de soldados encontró una estatua de Jerjes, el
saqueador de la Acrópolis, derribada y olvidada en el polvo. La furia de los
macedonios se avivó como un incendio en la hierba seca.
—¡Que siga en el
suelo! —bramó un soldado—. ¡Así deben yacer todos los persas!
El clamor creció. Los
guerreros exigían venganza por Gránico, por Halicarnaso, por cada gota de
sangre vertida en la guerra. Alejandro, sin embargo, no respondió con ira. Se
acercó a la estatua caída y, con una calma que imponía más que cualquier grito,
ordenó:
—Levantadla.
El silencio se tornó
más pesado que el bronce de la estatua. Algunos lo miraron con incredulidad;
otros, con rabia contenida. Junto a Maceo, Alejandro mismo ayudó a erigir la
figura del antiguo rey.
—¿Cómo puedes honrar
a un hombre que saqueó nuestras tierras y mató a nuestros hermanos? —cuestionó
Parmenión.
Alejandro lo observó,
su mirada encendida por una fuerza que ninguno podría quebrar.
—Babilonia no es un
botín. Es parte de nuestro imperio. No gobernaremos con el filo de la espada,
sino con justicia. Este lugar es ahora nuestro hogar, y su pueblo, nuestro
pueblo.
Sus palabras se
esparcieron como un eco entre los presentes. Algunos bajaron la mirada, otros
cruzaron los brazos con renuencia. Pero Alejandro ya no era solo un general;
era un rey con una visión más allá de la guerra. En aquella ciudad, bajo su
mando, el mundo comenzaba a transformarse.
Mientras tanto, en
algún lugar del este, Darío huía, intentando recoger los fragmentos de un
imperio roto. Pero el destino ya había marcado su curso. Alejandro no solo
había conquistado Babilonia; había comenzado a forjar un nuevo orden. Y el
mundo entero, desde el Helesponto hasta los confines de Asia, se preparaba para
rendirse ante su estandarte.
La Caída de
Persépolis: El Fin de un ImperioCaída de Persépolis
Año 331 a. C.
Alejandro, tras su
aplastante victoria en Gaugamela, avanzó con la frialdad de un depredador hacia
el corazón del Imperio Persa. La antigua capital, Susa, cayó sin apenas
resistencia, sus muros se rindieron al peso del destino. Era un símbolo del
dominio que los aqueménidas habían ejercido durante siglos, y con su ocupación,
el macedonio aseguraba no solo su supremacía, sino también un torrente
inagotable de riquezas. Desde Susa, su mirada se posó en el premio mayor:
Persépolis, el corazón palpitante del poder persa, un trono de oro y fuego que
esperaba ser tomado.
Para los griegos,
Persépolis era mucho más que una ciudad; era el epicentro del mal, el baluarte
de los reyes que habían humillado a sus antepasados. El recuerdo de la quema de
Atenas a manos de Jerjes aún ardía en la memoria colectiva. Ahora, Alejandro y
su ejército avanzaban para devolver el golpe, con la venganza latiendo en cada
paso, en cada lanza empuñada con furia.
La llegada a
Persépolis marcó el inicio de un éxodo de desesperanza para los persas. Antes
de que transcurrieran cuatro meses desde su victoria en Gaugamela, Alejandro se
apoderó del palacio real y de la ciudad. Con ello, no solo aseguraba el control
político, sino también una fortuna colosal: más de 180,000 talentos de oro y plata,
suficientes para erigir imperios y doblegar voluntades. En ese instante,
Alejandro no solo era el conquistador más poderoso del mundo conocido, sino
también el hombre más rico que la historia hubiera visto.
Al recorrer las
avenidas majestuosas de Persépolis, el conquistador macedonio se detuvo ante el
palacio de los reyes persas. Sus muros de piedra parecían susurrar los nombres
de Ciro y Darío, y la gloria de generaciones pasadas pesaba en el aire. Con voz
firme, declaró:
—Esta es la ciudad
más odiosa de Asia.
La Noche que Redibujó
la Historia Saqueo de Persépolis
La victoria en
Gaugamela había sellado el destino del Imperio Persa, pero fue en Persépolis
donde Alejandro escribió el epílogo con fuego y cenizas. En una noche de
celebraciones desbordadas, el vino corrió como un río entre los macedonios,
embriagados tanto por la ebriedad como por la gloria. Las antorchas danzaban
entre los patios del majestuoso palacio, iluminando el rostro exaltado de los
vencedores.
Fue entonces cuando
un cortesano, con la lisonja en los labios y el rencor en el corazón, sugirió
que Alejandro vengara la destrucción de Atenas quemando el palacio real de los
aqueménidas. La idea encendió el ánimo de los guerreros. Entre risas y júbilo,
Alejandro tomó una antorcha, alzó la vista hacia los techos dorados y, con una
sonrisa delirante, lanzó la primera llama.
El fuego se propagó
con furia, devorando las sedas, los tapices bordados con historias de antiguos
reyes, las estatuas de marfil y oro que adornaban las salas. Las columnas se
iluminaron como si el cielo mismo dictara un nuevo orden, mientras las sombras
de los macedonios bailaban sobre los muros moribundos de la ciudad.
El Caos de la
VictoriaMatanza en Persépolis
La destrucción desató
una bestia incontrolable. Las puertas de Persépolis, abiertas por el
conquistador, se convirtieron en la entrada de un infierno de avaricia y
brutalidad. Los soldados, enceguecidos por el saqueo, irrumpieron en templos y
hogares, arrancando joyas, despedazando obras de arte, vaciando los graneros.
El oro fluyó como el agua, y con él, la sangre de aquellos que intentaron
proteger lo que quedaba de su mundo.
Demetrio, la sombra
oscura de Filotas, un hombre endurecido por el crimen y la guerra, halló en la
anarquía la excusa para liberar sus instintos más primitivos. En cada esquina,
los gritos de los vencidos se mezclaban con las carcajadas de los saqueadores.
Macedonios y griegos, aquellos que alguna vez lucharon como hermanos, ahora se
volvían unos contra otros por un fragmento de tesoro. La locura se apoderó del
ejército, hasta el punto de que algunos, cegados por la codicia, se amputaban
las manos entre sí para arrebatarse un botín.
El Amanecer de las
Cenizas
Cuando los primeros
rayos del sol acariciaron las ruinas humeantes de Persépolis, la euforia había
dado paso al desconcierto. Lo que había comenzado como una venganza gloriosa se
revelaba como un acto de destrucción sin medida. Los macedonios, que la noche
anterior habían reído entre las llamas, ahora caminaban entre los restos de la
grandeza persa con un silencio pesado como la culpa.
Alejandro, el
conquistador, el rey de Asia, se erguía sobre las ruinas del palacio. Sus ojos,
oscurecidos por la resaca del vino y la guerra, se fijaron en el desastre que
había provocado. Durante un instante, pareció abrumado por la revelación de su
propia humanidad. Persépolis ya no era un símbolo de la tiranía persa. Ahora,
era la prueba de que incluso los dioses hechos hombre podían errar.
El Legado de una
Noche
Con la caída de
Persépolis, el Imperio Aqueménida dejó de existir. Darío III, abandonado y
humillado, huía hacia el este, una sombra de lo que alguna vez fue el "Rey
de Reyes". Pero Alejandro no se contentaría solo con la ruina de
Persépolis. Su ambición exigía más.
La historia había
sido reescrita en una sola noche, en un torbellino de llamas y desenfreno.
Persépolis había ardido como un sacrificio a la gloria del macedonio, pero
también como un recordatorio de que incluso el más grande de los conquistadores
podía sucumbir a sus propias pasiones.
El fuego de
Persépolis no solo consumió los muros de un imperio, sino que encendió la llama
de una nueva era: la era de Alejandro, el monarca del mundo conocido.
El Crepúsculo de los
Aqueménidas Caza de Darío
Verano del 330 a. C.
La caza había
comenzado. Alejandro, insaciable en su ambición, no se conformaba con la
victoria en batalla. Gobernar Asia no bastaba; necesitaba a Darío III, no para
matarlo, sino para capturarlo vivo. Era una cuestión de legitimidad. Si el rey
derrotado reconocía su autoridad, Alejandro no solo sería un conquistador, sino
el monarca indiscutible de Persia, el heredero del linaje aqueménida. Más aún,
mantener a Darío con vida garantizaba el fin de su dinastía: sin él, ningún
pretendiente falso podría reclamar el trono.
La persecución se extendió
a través de las vastas llanuras y los traicioneros pasos montañosos del este.
El fugitivo rey persa, abandonado por gran parte de su círculo, viajaba con
apenas unos cientos de hombres leales. Su otrora glorioso imperio se
desmoronaba ante sus ojos, reducido a una huida desesperada. Pero el peligro no
venía solo de los macedonios. Bessos, sátrapa de Bactria y primo de Darío, vio
en la caída de su rey una oportunidad. Para él, Alejandro era una amenaza, sí,
pero Darío era un estorbo.
Cartas entre Darthmoorh
y Ptolomeo
Ptolomeo
Las sombras del Hindu Kush se alzan como testigos de la
última desesperada huida de Darío. Su destino se cierne sobre él como un filo
inexorable.
Los últimos informes han cambiado el juego. Darío ya no
es un rey fugitivo, sino un prisionero. Bessos, su propio general, lo ha
traicionado y ha tomado el mando de lo que queda del ejército persa.
D.
Darthmoorh,
Alejandro, indiferente al cansancio, ha ignorado los
consejos de sus oficiales y ha emprendido una persecución sin tregua. No es
solo orgullo ni venganza, sino la necesidad de cerrar un ciclo: con Darío en su
poder, su dominio sobre Asia será absoluto.
La marcha ha sido implacable. Los hombres caen, los
caballos desfallecen, pero él sigue avanzando. En su mente, cada paso es un
paso hacia la inmortalidad.
Alejandro ha redoblado el paso. La captura de Darío es
ahora una cuestión de honor, no solo de poder. Si los traidores lo ejecutan
antes de que lleguemos, su muerte podría convertirse en un estandarte de
resistencia en lugar de un símbolo de rendición.
Nos acercamos. El desenlace es inminente.
Ptolomeo
El Asesinato del Rey
Persa Muerte de Darío III
Junio de 330 a. C.
Cabalgaban como si el
destino los empujara. Tras dieciocho horas sin tregua, con el polvo adherido a
sus rostros y los caballos al borde del colapso, Alejandro y sus jinetes
alcanzaron a las fuerzas de Bessos. Pero no encontraron resistencia, solo
desorden y rendición. La moral del ejército persa, ya deshecha tras Gaugamela,
se desplomó ante la inminencia del macedonio. Hombres desertaban, lanzaban sus
armas al suelo o se arrodillaban en súplica.
En medio de la
persecución, la montura de Ptolomeo, agotada hasta el límite, se desplomó. La
caída lo arrojó violentamente contra el suelo, partiéndole el brazo. Aun así,
gritó a los suyos que siguieran. Alejandro no tenía tiempo para mirar
atrás.
Pero Bessos, primo de
Darío y uno de sus generales más ambiciosos, no tenía intención de permitir que
el monarca persa cayera vivo en manos de su enemigo. Vio en la derrota una oportunidad:
si lograba eliminar a Darío, él mismo podría proclamarse Rey de Reyes y liderar
la resistencia o pedir clemencia a Alejandro por haber acabado con Darío.
El destino se decidió
en una llanura seca y polvorienta, cerca de Hecatompilo. Los traidores se
acercaron al carro de Darío. Sabían lo que debía hacerse.
—Corre, mi rey
—susurró uno de los generales, una última invitación a la huida.
Pero Darío no se
movió. Estaba sentado, encadenado, la mirada perdida en un horizonte
lejano.
—No huiré. Los dioses
ya han dictado mi sentencia. Prefiero enfrentarme a la justicia en manos de
Alejandro que rebajarme a la traición.
Sus palabras fueron
la chispa de la ira de Bessos. No necesitaba más excusas. Con un movimiento
rápido, su lanza se hundió en el costado de Darío. Luego vino otro golpe, y
otro. Como chacales sobre un ciervo moribundo, los traidores apuñalaron a su
propio rey y lo arrojaron al suelo, desangrándose en el polvo. Para asegurarse
de que no escapara, hirieron a los caballos que tiraban del carro y luego
huyeron en la confusión.
Cuando las tropas
macedonias llegaron, encontraron un escenario de abandono y muerte. Parmenión
fue el primero en hallar a Darío, tendido sobre la tierra seca, su sangre
formaba pequeños riachuelos oscuros en la arena. Apenas respiraba.
—Agua… —susurró el
rey persa.
Parmenión, pese a los
años de guerra y odio entre sus pueblos, vio en él a un hombre vencido, no a un
enemigo. Se arrodilló a su lado y le ofreció un cuenco con agua. Darío bebió
lentamente, con la poca fuerza que le quedaba. Luego, con voz débil pero firme,
pronunció sus últimas palabras:
—Tu rey es un hombre
noble… proteged a mi familia… él… él será un gran monarca…
Y exhaló su último
aliento.
Alejandro llegó poco
después, su pecho aún agitado por la carrera, pero al ver la escena, su
expresión se tornó sombría. Se acercó al cuerpo inerte de Darío y, en un gesto
de respeto, se quitó su capa de guerra y cubrió el cadáver.
—Nunca quise que esto
llegara a tanto… —murmuró con amargura. Se inclinó y tomó la mano de Darío,
deslizando uno de sus anillos de sello de su dedo. Lo sostuvo en su palma por
un momento, como si pesara el significado de aquel objeto. Luego, con voz
solemne, dijo:
—Era el Rey de Reyes.
Y merece el respeto que corresponde.
Parmenión, aún con la
rabia en la mirada, se volvió hacia Alejandro.
—Déjame cazarlos. A
los traidores. Lo haré personalmente.
Alejandro asintió sin
dudar.
—Encuéntralos.
Tráelos vivos, haremos que paguen.
Bessos y sus hombres
habían sellado su destino. La caza no había terminado.
El Funeral y la
VenganzaFuneral de Darío III
El Funeral y la
Venganza
El cuerpo de Darío
III, el último Rey de Reyes, no quedó abandonado en el polvo. Alejandro,
conmovido por el trágico destino de su antiguo enemigo, ordenó que fuera
tratado con todos los honores de un monarca legítimo. Sus embalsamadores
trabajaron con esmero, preparando el cadáver para su viaje final. Luego,
envuelto en ricas telas, fue escoltado hasta Persépolis, donde descansaría
junto a sus antepasados en la necrópolis real de los Aqueménidas.
Antes de partir,
Alejandro se dirigió a Barsine, hija del difunto monarca.
—No era mi intención
que muriera de esta forma —dijo, con el peso de la guerra reflejado en su voz—.
Lo envío a su descanso con la dignidad que merece.
Barsine, con el
rostro bañado en lágrimas, cayó de rodillas junto al cuerpo de su padre.
—Gracias, Alejandro…
—murmuró entre sollozos—. Mi padre te temía… pero también te respetaba.
Este gesto de
clemencia no pasó desapercibido. Los persas, al ver cómo Alejandro honraba la
memoria de Darío, comenzaron a reconocerlo no solo como un conquistador, sino
como un soberano digno de su lealtad.
Pero si Alejandro
trató a Darío con honor, no tuvo la misma misericordia con los traidores. La
venganza sería despiadada.
La Cacería de los
Traidores
Parmenión, con sus
hijos a su lado, encabezó la persecución de los conjurados. No habría refugio
para ellos. A través de montañas y desiertos, los cazaron uno por uno. Hubo
escaramuzas en aldeas olvidadas, emboscadas en cañadas solitarias y luchas
desesperadas entre hombres condenados. Uno tras otro, los conspiradores cayeron
bajo la espada macedonia, hasta que solo Bessos y unos pocos seguidores
permanecían con vida.
Finalmente, Bessos
fue capturado y llevado ante Alejandro. Despojado de su armadura, sucio y atado
de manos, el traidor fue arrojado al suelo frente al conquistador y pidió
clemencia. Alejandro lo observó con desprecio.
—Mataste a tu rey
como un vil ladrón en la noche —le espetó—. Y ahora quieres que te perdone la
vida como si fueras un mendigo.
Bessos, con el rostro
pálido y el sudor empapando su frente, intentó levantar la mirada.
—No fue traición
—balbuceó—. Persia necesitaba un nuevo líder…
Alejandro alzó una
mano, silenciándolo.
—No mereces llamarte
persa.
Fue entonces cuando
Parmenión se adelantó y soltó una orden que resonó entre los presentes.
—Traed a Tiro.
Un rugido gutural
cortó el silencio. De entre las sombras emergió Tiro, el león de Filotas, una
bestia enorme, de melena oscura y mirada encendida por el hambre.
Bessos gritó y
forcejeó con sus ataduras, pero era inútil. Sujetado por los guardias, no pudo
escapar cuando la fiera saltó sobre él. De un solo bocado, el león le arrancó
las partes nobles, dejándolo agonizante, gritando hasta que su voz se quebró en
puro dolor.
Y aún no había
terminado.
Sus verdugos lo
ataron a dos árboles doblados con cuerdas. Cuando cortaron las amarras, los
troncos recuperaron su forma con brutalidad, desgarrando su cuerpo en dos.
Los demás conjurados
no corrieron mejor suerte. Fueron juzgados en tribunales improvisados y
ejecutados sin piedad. La traición no tendría perdón.
Cuando la última
cabeza rodó sobre la arena, Alejandro se dirigió a sus soldados, su voz
resonaba como un trueno en el crepúsculo.
—Así mueren los que
mancillan el honor de un rey.
Nadie discutió su
justicia. Persia tenía un nuevo amo. Y su nombre era Alejandro.
El Nuevo Rey de
Asia
La muerte de Darío
III marcó el fin de una era y el alba de otra. Con su último aliento, se
extinguió la estirpe de los Aqueménidas, y con ella, el antiguo orden persa. La
victoria de Alejandro no era solo el fruto de seis años de campañas incesantes,
sino la consumación de un destino divino. No se veía a sí mismo como un simple
conquistador, sino como el elegido de Zeus, enviado para esculpir un nuevo
mundo a su voluntad.
Mientras los
oficiales celebraban el fin de la guerra con vino, mujeres y cánticos,
Alejandro permanecía en silencio, observando las llamas de su campamento danzar
con el viento del desierto. Para ellos, la lucha había terminado. Para él,
apenas comenzaba.
Parmenión, junto a
sus hijos, reía alzando su copa, bebiendo con la satisfacción del deber
cumplido. Calístenes y Moira hacían planes para una vida juntos a orillas del
Nilo, soñando con días de paz. Ptolomeo se veía gobernando Babilonia, rodeado
de jardines y lujos merecidos. Calas, siempre más interesado en los placeres
que en la guerra, buscaba ya una princesa persa con quien compartir su
linaje.
Pero Alejandro no
compartía sus deseos. Convocó a sus generales en un consejo solemne. Bajo los
estandartes capturados y la mirada expectante de sus comandantes, habló con la
pasión de un hombre tocado por los dioses.
—La muerte de Darío
no es el fin —dijo, su voz resonaba entre las tiendas como un trueno—. Es el
principio de algo aún mayor. Hemos cruzado océanos de arena, aplastado
ejércitos que nos superaban en número, conquistado la gloria de Babilonia y la
magnificencia de Persia. Pero esto… esto no es suficiente. Este mundo aún no ha
sido conquistado.
El aire en la tienda
se tensó. Algunos oficiales sonrieron con orgullo, ansiosos de más victorias.
Otros se removieron en sus asientos, inquietos. Para muchos, la muerte de Darío
significaba el cierre de una epopeya, la oportunidad de regresar a casa con
gloria. Para Alejandro, solo era el prólogo de un destino mucho mayor.
—Volver a casa ahora
sería un insulto a los sacrificios de nuestros hombres —continuó—. No somos
solo guerreros, no somos saqueadores. Somos arquitectos de un imperio que
cambiará el curso de la historia. No solo gobernaremos Persia, sino que
uniremos Oriente y Occidente en una sola civilización.
Los murmullos
crecieron. Parmenión, el más veterano y sabio de sus generales, frunció el
ceño. Había seguido a Alejandro desde que era un muchacho, lo había visto
crecer en el fragor de la guerra, pero ahora veía en sus ojos algo más que
ambición: veía un sueño sin límites, un fuego inextinguible.
—Merecemos volver a
casa, Alejandro —dijo con voz firme—. Macedonia nos espera.
Alejandro lo miró, y
por un instante, el silencio se hizo pesado. Luego, con una sonrisa afilada,
replicó:
—¿Volver a casa?
¿Abandonarlo todo ahora? —Su mirada recorrió a cada uno de los presentes,
desafiándolos—. ¿Dejar este imperio a merced de los bárbaros? No. Yo no soy un
rey que se conforma con la mitad del mundo.
El peso de sus
palabras cayó sobre sus generales como un presagio. Algunos desviaron la
mirada, otros apretaron las mandíbulas. Entonces, Ptolomeo se puso de pie y
alzó su copa.
—Si los dioses han
decidido que sigamos adelante, entonces adelante seguiremos.
Uno a uno, los demás
oficiales se levantaron, alzando sus copas en señal de aceptación.
El destino estaba
sellado. Alejandro Magno no solo se veía como el rey de Persia, sino como el
forjador de una nueva era. Bajo su estandarte, los macedonios no solo
marcharían como conquistadores, sino como los heraldos de un mundo sin
fronteras, donde Oriente y Occidente serían uno solo.
Desde Macedonia hasta la India, desde el Helesponto hasta los confines del mundo conocido, Alejandro guiaría a su ejército hacia el horizonte. Y su nombre, escrito con sangre y gloria, resonaría en la eternidad. .