Capítulo 62: Eterno XVII: La caída del León (330-328 a. C.)

 Eterno XVII

La caída del León

 (330 - 328 a. C)

 

 

Filotas, Comandante de Caballería
Regalo a Filotas

330 a. C.

El banquete en Persépolis se celebraba en un gran salón de mármol, iluminado por antorchas y abarrotado de soldados que brindaban por la victoria. El saqueo había sido generoso: oro, seda, especias… y mujeres. 

Entre las prisioneras liberadas por Alejandro no solo había nobles persas, sino también extranjeras que el imperio de Darío había reducido a la miseria. Entre ellas estaba una griega, una hetaira de Corinto llamada Antígona.

Parmenión, siempre pragmático, la observó con interés y se volvió hacia Filotas con una sonrisa astuta y ofreció un brindis ante todos para celebrar el regalo que le hacía a su primogénito. 

—Has peleado bien, muchacho. Ya es hora de que tengas una esposa.

Filotas alzó una ceja. 

—¿Y me ofreces una prostituta? 

—Una mujer griega que ha sobrevivido en la antigua capital persa no es poca cosa. Sabe más del placer y la intriga que cualquier princesa.

Filotas miró a Antígona. No parecía una mujer quebrada por la guerra. A diferencia de las persas, no se arrodillaba ni bajaba la cabeza. Mantenía el mentón en alto, desafiante.

—¿Y tú qué dices? —preguntó el macedonio, cruzándose de brazos. 

Antígona sonrió con sutileza. 

—Digo que no necesito un esposo. Pero si debo tener uno, prefiero que sea un hombre que sabe lo que quiere. 

Filotas rió con sorna y miró a Parmenión. 

—Está bien, viejo. Lo haré. Pero no esperes que juegue a los matrimonios felices.

Parmenión le dio una palmada en la espalda. 

—No lo haría, Filotas. No lo haría.

 

Antígona, Esposa de Filotas
La Boda

El matrimonio fue rápido y sin ceremonia pomposa. Un sacerdote macedonio bendijo la unión, los soldados brindaron, y Antígona se convirtió en la esposa de Filotas con la misma facilidad con la que se conquistaban ciudades. 

Cuando quedaron solos en sus aposentos, Filotas se desabrochó la coraza y la arrojó a un lado. Esperaba obediencia. 

Pero Antígona, en lugar de temblar o actuar sumisa, se acercó con la misma sensualidad que había usado para sobrevivir en Persia. No era una esclava. Sabía cómo manejar a los hombres. 

—Debo decir que me esperaba algo más… violento de Filotas el Salvaje. 

Filotas sonrió con arrogancia y la atrajo hacia él. 

—No soy un bárbaro. Y tú no eres ninguna virgen.

 

Juego de Poder

A la mañana siguiente, Filotas despertó satisfecho con la sensación de haber sido devorado.

Antígona ya estaba vestida, sirviéndole una copa de vino con la misma elegancia con la que lo hacía en los banquetes persas. 

—Bebe, esposo mío. Hay una guerra que seguir ganando.

Filotas la miró desconcertado. Se suponía que él la poseería, pero ella se comportaba como si lo hubiera conquistado a él. 

Y lo peor de todo… es que no le molestaba en absoluto. 

 

Alejandro Magno,
Emperador de toda Asia
Ambición sin Igual

330 a. C.

El polvo de la guerra aún flotaba en el aire cuando Alejandro cruzó las puertas de Babilonia por segunda vez. La gran capital de Asia caía a sus pies, y con ella, todo un imperio. 

Los soldados macedonios, cubiertos aún de la sangre de sus enemigos, alzaban sus lanzas en señal de victoria. Las murallas de la ciudad, que alguna vez habían parecido inexpugnables, ahora se abrían de par en par para recibir a su nuevo rey. Desde los balcones de mármol, los babilonios observaban en silencio, sin saber si debían celebrar o temer. 

Alejandro desmontó de Bucéfalo y avanzó con paso firme, sus ojos recorrían la ciudad que, durante siglos, había sido el corazón del mundo persa. Ahora, era suya.

Los generales lo rodeaban. Parmenión, con su rostro curtido por la guerra, se acercó y susurró: 

—Hemos tomado la joya de Oriente, mi rey. Ahora todo Asia es tuya.

Alejandro no respondió de inmediato. Sabía que la conquista no terminaba con una victoria. 

Persépolis había ardido bajo su mando. Las llamas devoraron los palacios persas, reduciendo a cenizas el símbolo del enemigo. Y, sin embargo, la guerra no estaba del todo acabada. Darío había muerto. Había que cerrar la herida antes de que supurara rebelión. Alejandro miró a su alrededor. Las estatuas de los reyes persas lo observaban, impasibles. Ellos habían gobernado con la convicción de su inmortalidad, parecía que la historia estuviera escrita solo para ellos. 

 

Alejandro recorre Persia
Ahora Él era la Historia

La administración persa quedó en su mayoría intacta. Los sátrapas conservaron sus cargos, pero bajo la atenta mirada de oficiales macedonios. Alejandro no solo conquistaba con la espada, sino con la inteligencia. Helenizar Asia era el siguiente paso. 

Pero su ambición no tenía límites. 

En su tienda, esa misma noche, a manos de Dartmoorh, Alejandro recibió una carta de su madre, Olimpiade. Sus dedos recorrieron el pergamino antes de abrirlo. Conocía a su madre demasiado bien. 

Olimpiade de Epiro,
Madre de Alejandro

El mensaje era claro: 

"Quiero ser nombrada Princesa de Babilonia." 

Alejandro dejó escapar una risa seca. ¿Princesa de Babilonia? Su madre no tenía fin en su hambre de poder. 

Arrugó el pergamino y lo lanzó al fuego de la lámpara de aceite. La llama devoró la petición sin dejar rastro. 

Murmuró para sí mismo: 

—A mi padre no lo mató una daga persa… sino la ambición de su propia esposa, mi madre. 

Bucéfalo resopló en la oscuridad. Alejandro montó en su lomo y miró al horizonte. 

Miles de kilómetros estaban bajo su dominio. Y otros miles aún esperaban ser conquistados. 

 

Moira, Prometida de Calístenes
El Hombre de Mármol

Moira no temblaba. No podía permitirse temblar. 

Cruzó la tienda de Calístenes con pasos firmes, la mirada fija en el hombre que ahora era su juez, su verdugo o, quizás, su única salvación. Él estaba sentado junto al fuego, tallando con la yema de los dedos el contorno de una copa de bronce. No levantó la vista cuando ella entró. 

—Necesito hablar contigo.

 Su voz sonó clara, pero contenida, como si cada palabra fuera un filo de obsidiana que debía manejar con precisión. 

Calístenes finalmente alzó la mirada. Sus ojos, siempre perspicaces, la examinaron con la paciencia de un hombre que escucha para comprender, no para reaccionar. 

—Lo ocurrido con Calas… —Moira tomó aire—. Quiero que lo sepas por mí, no por rumores. 

El silencio que siguió fue un abismo. La tela de la tienda ondeó con la brisa nocturna, el fuego crepitó, y sin embargo, Calístenes permaneció inmóvil, impenetrable. 

—Ya lo sabía. 

No había ira en su tono. Ni sorpresa. Solo una verdad pronunciada como si ya estuviera escrita en la historia. 

Moira frunció el ceño. 

—¿Por qué no has dicho nada? ¿Por qué me miras así?

Calístenes esbozó una sonrisa amarga. 

—¿Por qué crees que me importa? 

Ella sintió un escalofrío recorrerle la espalda. 

—Porque soy tu prometida.

—Eres muchas cosas más que eso, Moira. —Calístenes giró la copa entre sus dedos—. Eres una mujer con el oído del rey, una jugadora en este gran tablero. No somos niños jugando a la fidelidad. 

Moira apretó los labios. Sabía que, de todos los hombres en el campamento, Calístenes era el único capaz de tomar esta traición y desarmarla con razón en lugar de ira. Pero había algo más en su voz, en la forma en que la observaba. Algo que no alcanzaba a descifrar. 

—Lo hice por desesperación. —Sus palabras salieron antes de que pudiera detenerlas—. Quiero un hijo, Calístenes. Y pensé que si lo concebía con Calas, en la oscuridad, sin nombres ni promesas, tendría lo que deseaba sin hacerte daño. Solo lo utilicé. 

Esta vez, el embajador apartó la mirada del fuego. 

—¿Y crees que eso me hace daño?

Moira bajó una mirada, incapaz de sostenerle los ojos. El silencio que cayó entre ambos fue espeso, casi doloroso.

—¿Por qué? —dijo Calístenes al fin, en un susurro cargado de tristeza—. Si me lo hubieras contado… podíamos haber buscado una salida juntos.

Se acercó a la mesa, tomó la jarra de vino y sirvió en dos copas. El líquido rojo se deslizó con un sonido suave que rompió el silencio como una herida abierta. Le tendió una copa sin mirarla, y luego bebió de la suya con lentitud.

—Ahora tenemos dos problemas —continuó con la voz más firme—. Primero, tu posición. Los rumores pueden devorarnos si no los contenemos. Y segundo… la confianza.

Dejó la copa sobre la mesa con un golpe seco. Moira alzó la cabeza, pero él no se movió.

—Ya no me fío de ti, Moira. —Sus palabras eran un filo limpio—. Esto que ha pasado… es una grieta. Puede abrirse más, hasta rompernos. O podemos empezar a repararla. 

La miró entonces, sin dureza, pero sin indulgencia.

—Tú decides.

Moira tragó saliva. 

—No se repetirá. 

Calístenes la observó un instante más. Después, sin decir nada, se levantó y salió de la tienda, dejándola sola con su confesión.

En la noche, la guerra continuaba su marcha.

 

Parmenión,
General de Alejandro,
Segundo al Mando
Los Cuatro de Parmenión

La luna proyectaba sombras alargadas sobre el campamento macedonio. El aire olía a la lejana ceniza de las ciudades conquistadas. En una de las tiendas de los oficiales, algo no iba bien. Dentro apestaba a cuero, vino agrio y sudor seco. Las antorchas crepitaban lanzando sombras en las paredes de lona, y la brisa nocturna traía el olor sangriento de los campos conquistados.

Nicanor y Filotas discutían con la furia contenida de quienes llevan tiempo acumulando rencor.

—Nos lo hemos ganado, Nicanor. Hemos tomado Persia, hemos aplastado a sus ejércitos, y sin embargo, Alejandro sigue empujándonos hacia lo desconocido. ¡Merecemos regresar a casa! ¡Quiero formar una familia con mi esposa! —la voz de Filotas vibraba con frustración

Nicanor lo miró con desprecio, su mandíbula tensa.

—¿Una familia? —escupió la palabra con amargura—. Hablas como si todos hubiéramos vivido la misma guerra. Como si tuvieras derecho a decidir por todos. Pero tú, Filotas, has tenido privilegios que yo nunca he conocido. Creciste al lado de Alejandro, compartiste su mesa, su ambición, su gloria. Yo, en cambio, siempre fui relegado a un segundo plano, como lo fue Hegéloco, nuestro hermano bastardo.

El nombre de Hegéloco pendió en el aire como un desafío. Filotas frunció el ceño y dio un paso hacia su hermano.

—¡Hegéloco es casquería! No me culpes por la sangre que corre por nuestras venas. Yo he luchado tanto como tú. No es mi culpa que tú siempre hayas sido una sombra. Los dioses me han elegido. No te queda más que admirarme.

Antes de que pudiera responder, un estrépito rompió el enfrentamiento. Nicanor, que había escuchado cada palabra, se lanzó sobre Filotas con la furia de un lobo acorralado. Lo derribó con un golpe brutal y rodaron por el suelo en una explosión de violencia contenida durante demasiado tiempo. Puños se estrellaban contra carne y hueso, gruñidos y jadeos rompían el silencio. Filotas intentó zafarse, pero Nicanor era una bestia desatada. Un último golpe lo dejó tendido en el suelo, humillado frente a los soldados y oficiales que observaban en silencio.

Con fuego en los ojos, Calas animaba a Filotas a levantarse y ajustar cuentas con Nicanor de una vez por todas.

Parmenión cerró la entrada con un golpe seco de su brazo, y su mirada, endurecida por décadas de campañas, barrió la estancia como una espada desenvainada.

—¡Basta! —La voz de Parmenión retumbó como un trueno.

El veterano general se adelantó, su sola presencia bastó para que Nicanor soltara a Filotas. Miró a sus hijos con la severidad de un hombre que había visto demasiado.

—¡Fuera! —tronó, y los sirvientes, soldados y escribas se esfumaron como ratas ante el trueno.

—No permitiré que os despedacéis entre vosotros. Nicanor, guarda tu ira. Filotas, has hablado como un necio. Pero en esto, he de darle la razón. Nos lo hemos ganado, pero nuestro deber aún no ha terminado.

Se volvió entonces hacia sus hijos. Uno a uno, les clavó los dedos en los hombros, como un herrero prueba la firmeza del hierro antes de forjarlo. Primero Filotas, después Nicanor. Los apretó y después los liberó. Los sentó casi a la fuerza sobre los cojines alrededor de la mesa baja. Filotas obedeció como el general que era. Calas, callado, observó como una sombra tranquila. Pero Nicanor permaneció de pie, con su mandíbula tensa y los ojos oscuros como la tormenta que precede al trueno.

Parmenión sirvió el vino. Cuatro tazas. Un gesto ceremonial, ancestral, casi sagrado.

—Bebamos como hombres, como hermanos, cómo familia —gruñó.

Nicanor no se movió. Su voz cortó el aire como un cuchillo:

—¿Bebamos como hermanos? ¿Cómo familia? ¿Desde cuándo, padre?

Parmenión entrecerró los ojos. El silencio se espesó.

—No empieces —advirtió, bajando la jarra con fuerza.

—¿Que no empiece? ¡He sido segundo plato toda mi vida! Primero Filotas, el primogénito glorioso, y ahora Calas, el pequeño perfecto con futuro. ¿Y Hegéloco y yo...? los que tragamos el fango, los que cargamos con la sombra de vuestro orgullo.

—¡Siéntate! —rugió Parmenión, levantándose un palmo del suelo.

Pero Nicanor no se sentó. Agarró la jarra de vino y la estrelló contra el poste central de la tienda. El líquido rojo resbaló como sangre fresca por la lona.

—¡Estoy harto! Nos hemos peleado, él y yo. ¡Pero sólo a mí me señalas! ¡Siempre es así! ¡Siempre ha sido así! Una mujer para Filotas… ¿y para los demás?

Filotas, con una sonrisa maliciosa lanzó una daga verbal entre el humo y la tensión:

—Eres el peor de nosotros, y lo sabes.

—Te lo mereces, Nicanor —añadió, sin mirarlo siquiera—. Padre tiene razón.

—¡Cállate! —bramó Parmenión, golpeando la mesa con el puño—. ¡Basta los dos!

Se giró hacia Calas, que observaba en silencio con los labios apretados, el cuerpo tenso como un resorte.

—Y tú, Calas... Gracias por tener la dignidad que a estos les falta.

Calas asintió sin palabras.

—Nicanor —dijo entonces Parmenión, ya más bajo, pero con voz de hierro—. Eres más astuto que todos nosotros. Te respeto por eso. Por eso no te he atado con cadenas ni cargado de laureles. Te he dejado espacio para ser tú, para jugar el juego de la política, para crecer sin mis grilletes.

—¿Espacio? —Nicanor escupió las palabras—. ¡Ausencia! ¡Eso me diste! ¡Un padre que no estuvo! ¡Un general, pero nunca un padre!

—¡Malnacido! —explotó Parmenión, dando un paso violento hacia él—. ¡Mide tus palabras!

—¿O qué? ¿Vas a mandarme a la muerte como a los demás? ¿Vas a fingir que no prefieres a Filotas aunque te escupa en la cara? ¿Vas a acusarme de traición?

Parmenión se encaró a su hijo mediano rojo de ira. Nicanor retrocedió, furioso, pero no respondió.

—¡Fuera! —gruñó su padre—. ¡Antes de que digas algo que me obligue a matarte!

Nicanor los miró a todos, uno por uno. A Filotas, con odio. A Calas, con resignación. A su padre, con una herida que no sangraba, pero que nunca cicatrizaría. Luego, sin decir más, cruzó la tienda y desapareció en la noche.

El silencio se instaló como un cadáver entre los tres que quedaban.

Parmenión se dejó caer sobre su asiento.

—Hijos —murmuró, mirando el vino derramado—. Maldición o bendición... aún no lo sé.

En contraste, fuera, en el campamento entre las tiendas, se oían los vítores de los soldados celebrando otra noche de conquista. Pero en el corazón de los hijos de Parmenión, la guerra aún no había terminado.

 

Dartmoorh,
Espía persa de Alejandro Magno
y amante de Ptolomeo
Espía en la Sombra

Dartmoorh aguardaba en la penumbra, su figura apenas una sombra recortada contra la luz de las antorchas que danzaban en la entrada de la tienda de Ptolomeo. El sonido de la guerra distante se desvanecía en la quietud del campamento, pero él traía consigo un conflicto más peligroso: el que se gestaba en los corazones de los hombres. 

Ptolomeo, con el ceño fruncido y la mirada afilada por el cansancio, lo observó en silencio. Sabía que cuando Dartmoorh hablaba, era porque había escuchado algo que podía cambiar el curso del destino. 

—¿Qué tienes que decirme? —preguntó el macedonio con un tono seco. 

Dartmoorh dio un paso adelante, el brillo de su mirada astuta reflejaba la gravedad de sus palabras. 

—He oído a Parmenión y Filotas. Hablan en la sombra, con palabras envueltas en veneno. 

Ptolomeo se tensó. 

—¿Contra Alejandro? 

La espía asintió lentamente. 

—Dudan de él, de su juicio, de su ambición. Parmenión, el viejo león, piensa que nuestro rey ha ido demasiado lejos. Que no es el Alejandro al que juró lealtad en Macedonia. Y Filotas… —Dartmoorh dejó que la frase flotara en el aire antes de soltar el golpe— Filotas lo respalda. 

El nombre del hijo de Parmenión pesó como una lanza clavada en el pecho de Ptolomeo. Filotas, comandante de la caballería, uno de los hombres más cercanos a Alejandro… 

—¿Y qué más dijeron? —insistió Ptolomeo, avanzando un paso. 

—Nada que aún sea traición, pero suficiente para sembrar la duda. —Dartmoorh hizo una pausa y añadió en voz más baja—. Y los hermanos han peleado por ello. 

Ptolomeo sintió la sangre arderle en las venas. Sabía lo que esto significaba. No era solo una disputa entre generales; era una grieta que podía fracturar el imperio que Alejandro estaba construyendo. 

—¿Alejandro lo sabe?

—Aún no. Pero debe saberlo. 

El silencio entre ambos se prolongó como el filo de una espada desenvainada. Ptolomeo sabía que en los días venideros, la lealtad sería puesta a prueba. Y cuando la confianza en un rey se quiebra, la única consecuencia posible es la sangre. 

Tomó aire, sopesando sus siguientes palabras. Pero en su mente aún latía otro pensamiento, uno que había intentado ahogar en los deberes de la guerra. Sus ojos se posaron en el vientre de Dartmoorh, y con voz más baja, casi vacilante, preguntó: 

—¿Y el niño?

Dartmoorh no desvió la mirada, su expresión permaneció pétrea, impenetrable. Su respuesta fue corta, tajante, como el filo de un cuchillo: 

—No era el momento para ser madre.

Ptolomeo sintió una punzada en el pecho, pero no respondió. Sabía que no había espacio para debilidades en el mundo que habitaban. Sin más, se ajustó el manto y salió de la tienda. 

El destino de hombres grandes se decidía no solo en el campo de batalla, sino en las sombras donde se forjaban las traiciones.

 

Descontentos

Con Persia bajo su dominio y el cadáver de Darío abandonado en el polvo de una huida desesperada, Alejandro Magno había alcanzado el objetivo que durante años había guiado su marcha implacable. Sin embargo, la guerra era solo una parte de la conquista; ahora se enfrentaba a dilemas aún más complejos, desafíos que ningún filo macedonio podía resolver con sangre.

El descontento comenzó a enraizarse en el corazón del ejército tras la gloriosa victoria en Gaugamela. Para muchos soldados, aquella batalla había sido el clímax de su empresa, el momento en el que finalmente podían decir: "Hemos cumplido nuestra misión". Habían destruido el Imperio Persa, vengado las ofensas de Jerjes contra Grecia y aniquilado al último gran monarca de Oriente. Entonces, ¿por qué seguían marchando? ¿Por qué no volvían a casa con la gloria que les correspondía?

Los murmullos se esparcían por los campamentos, en las sombras de las hogueras nocturnas y entre el tintineo de las copas de vino. No era una rebelión abierta, no todavía, pero el cansancio y la incertidumbre carcomían la lealtad de muchos. Para los veteranos que habían seguido a Alejandro desde Pella, la pregunta se hacía cada vez más difícil de ignorar: ¿hasta cuándo seguirían persiguiendo los sueños de su rey?

 

Ptolomeo,
General y el Biógrafo de Alejandro
Antes de la Tormenta

Parmenión apartó los mapas con el dorso de la mano, sin mirarlos. El vino ya esperaba en la jarra de plata, brillando oscuro. Cinco copas sobre la mesa. Cinco asientos.

—Clito no viene —dijo, justo antes de que abrieran la lona de la tienda.

Entraron uno a uno. Filotas primero, con la espada aún colgando de la cadera. Calas detrás, más comedido. Ptolomeo, con paso tranquilo. Hefestión y Calístenes al final, murmurando entre ellos.

Parmenión les señaló los bancos.

—Bebed. No es un banquete, pero no pienso hablar sobrio.

Sirvió las copas. Ninguno dudó. Filotas bebió como si esperara una mala noticia.

—¿Y Clito? —preguntó Ptolomeo.

—No está invitado. El día que cierre la boca, tal vez —respondió Parmenión, sin alzar la voz.

—Ya no me queda mucho... —empezó el viejo general.

Un silencio cayó como piedra. Calístenes lo rompió.

—Llevas veinte años diciendo que no te queda mucho. Empiezo a creer que eres inmortal.

Parmenión soltó una carcajada seca. Luego apoyó las dos manos sobre la mesa.

—No he venido hasta aquí para morir. Lo que os quiero decir es que Alejandro ha cruzado una línea. Nadie puede conquistar el mundo entero.

Hefestión alzó la copa.

—¿Y quién se lo impedirá? ¿Tú? Él ya es más que un rey. Es una leyenda.

—Y las leyendas acaban mal —dijo Filotas, con voz ronca.

—No seáis ingenuos —añadió Calas—. La mitad de los hombres apenas arrastran los pies. No son dioses.

Ptolomeo miró a todos.

—Yo sí lo creo capaz. ¿No le habéis visto en el campo de batalla con mis ojos? Cuando alza la lanza, el mundo se aparta.

—O se quema —masculló Parmenión—. Nos arrastra con su fuego.

Calístenes dejó la copa sobre la mesa con un golpe.

—Discutir no sirve. Estamos aquí. Y no podemos dividirnos.

Parmenión le sostuvo la mirada.

—Tú lo sigues por tus libros. Yo por mis hombres. Y mis hombres están cansados.

—¡Pues háblale tú! —saltó Hefestión—. O tú, Filotas. O tú, Ptolomeo. Decidle lo que pensáis.

—Si va a escuchar a alguien Hefestión, —dijo Calas, alzando la voz por primera vez—. A ti sí. Eres su hermano de sangre, su otro corazón. Si quieres ayudarnos, hazlo tú.

Los ojos de todos se volvieron hacia Hefestión. El joven general bajó la cabeza un instante.

—Le diré lo que pienso —dijo al fin—. Pero no prometo nada.

Parmenión asintió.

—No queremos promesas. Queremos que nos oiga. Antes de que sea demasiado tarde.

La lona volvió a moverse. El viento del este se coló en la tienda como un presagio.

 

Hefestión Consejero y
Comandante de Caballería
¿Crees en Mí?

La tienda de Alejandro estaba apartada, lejos del bullicio del campamento. Una lámpara de aceite colgaba sobre una mesa con mapas, pero él no los miraba. De pie, con la mirada fija en la oscuridad que rodeaba las colinas, parecía estar a punto de atravesarla.

Hefestión entró sin anunciarse. No llevaba capa ni escolta. Solo su espada, el sudor del camino y la voz de sus compañeros aún resonando en los oídos.

—¿Has hablado con ellos? —preguntó Alejandro sin volverse.

—He hablado —respondió Hefestión—. Y he escuchado.

Alejandro cogió una jarra de agua. No ofreció. No bebió.

—Parmenión no sabe cuándo callar —dijo Alejandro.

—No era solo Parmenión.

Alejandro se giró. El fuego dibujaba líneas duras en su rostro.

—¿También tú?

—Tú eres mi rey. Pero hay cosas que debes oír.

—Habla.

Hefestión se acercó a la mesa. Trazó con los dedos una línea sobre el mapa, de oeste a este.

—¿Recuerdas la isla del santuario? Cuando nadábamos hasta la roca de las ninfas y Aristóteles nos esperaba al sol.

Alejandro no respondió.

—Tú eras el primero en llegar. El primero en preguntar. El último en marcharte. Ahora sigues igual. Pero el ejército no es una escuela. No todos pueden seguirte.

—No quiero que me sigan. Quiero que lleguen —replicó Alejandro.

—Entonces dales algo. Un punto en el horizonte. No puedes pedirles todo sin darles nada.

—¿Quieres que les prometa volver?

—Quieren saber que los ves. Que su lealtad no se pierde en el polvo.

Alejandro se acercó, lento. Sus pasos no hacían ruido sobre la alfombra. Se detuvo a un palmo de Hefestión.

—¿Tú crees en mí?

—Desde siempre.

—¿Y ellos?

—También. Aunque tengan miedo.

Alejandro volvió a mirar el mapa. Señaló una ciudad más allá del Éufrates.

—Cuando dije que sería rey, nadie lo creyó. Cuando crucé el Helesponto, me llamaron loco. Cuando vencí a Darío, dijeron que había sido suerte.

Dejó caer la mano.

—Ahora este imperio es nuestro. ¿Y lo próximo? También lo dudarán. Siempre lo hacen. Y nunca han tenido razón.

Hefestión bajó la mirada. Alejandro alzó la suya hacia el norte, donde la noche era más oscura.

—Mañana hablaré a los soldados. Que preparen el ágora.

Hefestión alzó la vista.

—¿Qué les dirás?

—La verdad. Y lo que viene después.

Salió de la tienda sin esperar respuesta. Hefestión se quedó solo, frente al mapa, donde el futuro aún no tenía nombre.

 

Alejandro en el Ágora

El sol no había terminado de alzarse cuando Alejandro subió a la tribuna improvisada en el ágora. Frente a él, los soldados formaban un mar de armaduras gastadas, ojos enrojecidos por las noches sin descanso, cuerpos curtidos por mil jornadas. Alejandro levantó la mano, y el murmullo se apagó.

—Compañeros —dijo, con voz clara—. Hermanos.

Su capa ondeó tras él. El viento le rozaba la cara. Habló sin gritar, pero cada palabra golpeó como un tambor.

—Hemos cruzado montañas, ríos e imperios. Vencimos a Darío, tomamos Babilonia, conquistamos ciudades que vuestros padres solo conocían por historias. Nada se nos ha negado. Y sin embargo, ahora escucho dudas. Escucho miedo. Escucho la palabra “fin”.

Se detuvo. Nadie se movió.

—¿Queréis volver? ¿A qué? ¿A qué tierra os ata ya el alma? ¿A los campos que abandonasteis? ¿A los hombres que no os creyeron capaces de nada?

Se inclinó hacia delante. Había rabia, pero también calor en su voz.

—Mirad lo que sois ahora. Sois leyenda. Sois los hijos del rayo. Donde pisáis, tiemblan los tronos. Donde lucháis, nace el recuerdo.

Hizo una pausa. Bajó la vista. Su tono se volvió más suave, más humano.

—Sé que estáis cansados. Yo también lo estoy. He enterrado amigos. He sangrado con vosotros. No os hablo desde un trono de oro, sino desde el polvo, la espada y el sudor. Nadie os ha dado nada. Todo lo habéis arrancado al mundo con las manos.

Se alzó otra vez. Su voz creció como el fuego de una antorcha.

—No os pido que sigáis por mí. No quiero eso. Os pido que sigáis por vosotros. Por los nombres que llevaréis de vuelta a casa. Por la historia que escribirán los nietos de los hombres que hoy os miran con envidia.

Se giró y extendió el brazo hacia el este.

—Allí está el final. O la gloria. O los dioses. Nadie lo sabe. Pero si volvemos ahora, volveremos con la duda clavada en el pecho. Si avanzamos… lo sabremos.

Volvió la mirada a sus soldados.

—No sois parte de un ejército. Sois el ejército. El único capaz de crear un mundo nuevo. Os seguiré donde el sol caiga. Hasta el fin y más allá.

Un silencio se quebró con un grito. Luego otro. Luego cien. El campamento se estremeció con lanzas alzadas y escudos golpeados. No había marcha atrás. Nadie la quería.

 

Campaña hacia Bactria

El invierno en las montañas de Bactria mordía la piel como una bestia hambrienta. La tierra era hostil, el enemigo aún más. Alejandro avanzaba hacia el norte y el este, enfrentándose a tribus que no se doblegaban con facilidad. Los bactrianos no eran como los persas. No tenían un imperio que proteger, sino su tierra, sus hogares y su orgullo. Eran duros, implacables y conocían el terreno mejor que nadie. 

La ciudad de Bactra se alzaba sobre una colina rocosa, protegida por murallas gruesas y escarpadas. Un asedio aquí no sería cuestión de días, sino de semanas o incluso meses. 

Alejandro estudió la fortaleza desde una colina cercana, con su séquito de generales a su alrededor. 

—No podemos permitirnos perder tiempo aquí. —Hefestión habló con su tono calmado habitual, pero su ceño fruncido delataba preocupación—. Cada día que pasamos, los enemigos se reagrupan.

—No tenemos opción. —Clito el Negro, con su expresión pétrea, clavó la mirada en las murallas—. Si pasamos de largo, nos emboscarán. Si no los aplastamos aquí, lo lamentaremos después. 

Filotas bufó con desdén, pasando la mano por la melena enmarañada. 

—Aplastar. Sí. Eso es justo lo que haré. —Miró a su padre, Parmenión, con una sonrisa salvaje—. ¿No es así, viejo? 

Parmenión no respondió de inmediato. Su rostro curtido por los años de guerra apenas dejó entrever su pensamiento. 

—La victoria fácil nunca existe. —Finalmente, su voz sonó grave—. Tomaremos Bactra, pero sin caer en la locura. 

—Yo llevaré la caballería por el flanco derecho. —Ptolomeo, siempre leal a Alejandro, habló con firmeza—. Si logramos que abran las puertas, la ciudad caerá en horas. 

Alejandro asintió. 

—Entonces que así sea. Esta noche marcharemos contra ellos. 

 

Batalla por Bactra
Batalla por Bactra 

El estruendo de los arietes contra las puertas resonaba como truenos. Desde las murallas, lluvias de flechas y piedras caían sobre los asaltantes. La resistencia era feroz. 

Calístenes había observado el hielo trepar por las murallas al caer la noche. La escarcha endurecía la piedra, pero también la volvía quebradiza. Propuso atacar justo antes del alba, cuando el frío aún mordía la ciudad y el enemigo dormía confiado tras los muros.

Y así fue.

Cuando la luna se ocultó tras las nubes, los macedonios avanzaron en silencio, con los cascos bajo el brazo y las lanzas cubiertas de trapos. Al llegar a las puertas, las hachas golpearon la madera helada que se astilló como vidrio. Las murallas, agrietadas por el hielo, cedieron bajo los arietes.

Bactra despertó envuelta en llamas y gritos.

—¡Escudos arriba! —gritó Calas, el joven hijo de Parmenión, con la valentía de quien no conocía el miedo. Sus hombres se cubrieron justo cuando una lluvia de proyectiles se estrelló contra sus filas. 

Filotas, a lomos de su corcel, rugía órdenes con la furia de un animal salvaje. Su caballería cargó por el flanco, cortando a los defensores como una tormenta de acero y sangre. 

—¡Arrasadlos! ¡Que sus dioses lloren por ellos! —gritó, al tiempo que su espada se hundía en el cuello de un bactriano. 

Desde la retaguardia, Clito el Negro observaba el caos con su habitual frialdad. 

—Filotas es una bestia sin rienda. —murmuró. 

—Pero es nuestra bestia. —respondió Ptolomeo, con una sonrisa feroz. 

Arriba, en la muralla, los defensores resistían con ferocidad. La batalla se alargaba. 

Alejandro, viendo el estancamiento, se volvió hacia Parmenión. 

—¿Opciones? 

El viejo general observó el campo de batalla y entrecerró los ojos. 

—Si no caen por la fuerza, caerán por la astucia. 

Con un gesto breve, Alejandro dio la orden. Hefestión montó sin decir palabra y lanzó su caballo ladera abajo, seguido por Nicanor y la guardia personal de Parmenión: jinetes endurecidos por la guerra, con lanzas prestas y siempre alerta.

Los cascos golpeaban la piedra y la escarcha. Atravesaron el paso oculto entre las rocas, una senda apenas más ancha que un hombre de pie, con la misión de bordear la ciudadela y encontrar una grieta en su coraza de piedra.

Desde una loma cercana, Calístenes no parpadeó. Sostenía la tablilla sobre el muslo y grababa cada instante: la salida en silencio, la huella de vapor que dejaban los caballos en la madrugada, la forma en que Hefestión no miró atrás. Si había un punto débil en Bactra, ellos lo encontrarían. Y él se encargaría de que nadie lo olvidara.

—Si logramos rodearlos… —murmuró Calístenes, anotando con precisión— este será otro ejemplo de la grandeza de Alejandro. 

El jinete más veloz de entre los hombres de Parmenión galopó para entregar el mensaje a Alejandro.

Horas después, cuando los bactrianos vieron a los macedonios tras sus líneas, su resistencia colapsó. 

Bactra había caído. 

Pero la victoria exigió su tributo.

 

Al regreso de la expedición dirigida por Hefestión, los jinetes cruzaron un paso angosto entre las colinas cuando una sombra surgió desde las rocas: ¡una escaramuza! era, emboscada rápida y feroz. Los bactrianos cayeron sobre ellos con arcos y gritos salvajes. Hefestión tomó la lanza de uno de sus hombres y arremetió sin dudar. El grupo resistió el choque, mató a los asaltantes y despejó el paso sin bajas... salvo una.

Una flecha rozó el pómulo de Nicanor. La herida fue leve. El veneno no.

Esa noche, en la tienda médica, Filotas se sentó junto a su hermano. Lo observó sin decir nada. El sudor perlaba su frente, y su respiración sonaba irregular, como un fuelle maltratado. Uno de sus ojos se había nublado, y la hinchazón le deformaba el rostro hasta hacerlo irreconocible.

—No me jodas, Nicanor... —murmuró Filotas, apretando los puños sobre las rodillas—.Ahora no.

No hubo respuesta. Solo el siseo áspero del aire entrando y saliendo de los pulmones de su hermano.

Fuera, el viento soplaba con una voz antigua, como si la montaña misma esperara un desenlace.

—Hermano, esto no es más que otra batalla. Lucha. 

Nicanor intentó sonreír, pero la debilidad le robó las fuerzas. 

—No todas las guerras se luchan con acero. —Filotas le sostuvo la mano con firmeza—. Resiste, hermano. Véncela… Véncela tú solo. 

Por un instante, sus viejas rencillas parecieron desvanecerse, borradas por algo más hondo que el orgullo: la sangre, el miedo, el amor silencioso.

Y esa noche, el hijo mediano de Parmenión libraba su personal batalla contra la parca. 

La campaña hacia Bactria continuaría, pero la sombra de la muerte ya comenzaba a cernirse sobre los macedonios.

 

Nicanor, Hijo Mediano de Parmenión

El Adiós de Nicanor

Bactria, 330 a. C. 

Calístenes discutía con un anciano de barba trenzada mientras Hefestión, con la espada envainada pero la mirada firme, observaba cada gesto. El traductor sudaba entre ambos.

—Dice que hubo un curandero en las colinas del norte. Preparaba venenos… y antídotos —dijo el intérprete.

—¿Sigue vivo? —preguntó Hefestión.

—Tal vez. Su hija fue vista en la aldea de Barzak.

Calístenes ya caminaba antes de que terminaran la frase.

Horas más tarde, una joven envuelta en harapos sostenía un cuenco de barro tembloroso entre sus manos.

—¿Esto servirá? —preguntó Hefestión.

—Si la flecha fue de ajenjo negro… vivirá —respondió la muchacha sin levantar la vista.

—Entonces hazlo. Y hazlo rápido —ordenó él—. La vida de un general depende de tus manos.

Calístenes se inclinó sobre la mesa de mezclas y murmuró: 

—Esta vez no luchamos con espadas.

La fiebre lo había consumido por días. Nicanor yacía en su tienda, empapado en sudor, con la piel pálida y los labios agrietados. Su respiración era entrecortada, apenas un susurro en la quietud de la noche. 

Parmenión estaba sentado junto a él, con los ojos oscuros de preocupación. Había visto a demasiados hombres morir en campaña, pero jamás imaginó que perdería a un hijo sin que una espada o una flecha lo reclamaran. 

Filotas permanecía de pie en la entrada, con los brazos cruzados, observando a su hermano con una expresión inescrutable. 

—¿Qué dice el curandero? —preguntó, rompiendo el silencio. 

Parmenión no apartó la vista de Nicanor. 

—Que no verá otro amanecer. 

Alejandro apartó la tela de la tienda y entró sin escolta. La luz de las lámparas oscilaba sobre los rostros sombríos. Se acercó al lecho sin pronunciar palabra. Nicanor respiraba con esfuerzo, envuelto en sudor y vendajes.

Parmenión se incorporó. No saludó. Solo bajó la cabeza.

—He venido a despedirme —dijo Alejandro—. Y a honrar a quien no ha dejado de servirnos, ni un solo día.

Filotas bajó la mirada. Calas y Hegéloco, en un rincón, permanecían en silencio. Uno se aferraba al puño de su espada; el otro, al medallón de la madre que no compartían.

Alejandro apoyó una mano sobre el pecho de Nicanor.

—Te esperaré en la próxima marcha, general. No tardes.

Nadie respondió. Solo el chasquido de una lámpara al apagarse llenó el vacío.

Un suspiro se escapó de Filotas, pero su rostro no mostró tristeza. Si lamentaba la muerte de su hermano, no lo dejó ver.

Parmenión se consumía de culpa. La última vez que cruzaron palabras, lo había echado de su presencia como a un perro, herido por la cólera. Ahora, el destino no le concedía siquiera el consuelo de una despedida. Nicanor yacía inmóvil, sin fuerza para abrir los ojos, atrapado ya entre este mundo y el otro.

Nicanor abrió los ojos con esfuerzo y su mirada se posó en su padre. 

—Padre… —su voz era apenas un murmullo—. No quiero morir aquí… en esta tierra extraña. 

Parmenión le tomó la mano con fuerza. 

—Hijo mío, lo que conquistamos será nuestro hogar. No temas. 

Los labios de Nicanor se curvaron en una mueca débil. 

—Siempre fuiste bueno mintiendo. 

Parmenión apretó la mandíbula, pero no respondió. ¿Qué podía decirle? Que su cuerpo nunca volvería a Macedonia, que su tumba quedaría en la lejana Bactria, olvidada por la historia y los suyos. 

Filotas dio un paso adelante. 

—Si hubieras sido más fuerte, seguirías en pie. 

Parmenión alzó la cabeza de golpe y lo fulminó con la mirada. 

—¡Mide tus palabras!

Filotas se encogió de hombros. 

—No he dicho ninguna mentira. 

A Filotas se le cruzó una idea sombría: tal vez la única forma de liberar a su hermano del sufrimiento era ofrecerlo en sacrificio a su padre. Un acto final, piadoso y brutal, que le ahorrara más agonía a Nicanor… y más dudas a Parmenión. Pero el tiempo no les concedió esa decisión. La muerte ya caminaba entre ellos.

El cuerpo de Nicanor se estremeció con un último aliento y su mirada se perdió en la nada. El silencio cayó sobre la tienda.

Hefestión y Calístenes regresaron con el antídoto cuando ya era tarde. Parmenión los recibió en silencio, con la mirada endurecida por el dolor que no quería mostrar. Los abrazó a cada uno como a hijos condenados, apretando los labios para que no se le escaparan las lágrimas.

Parmenión sintió que el mundo se volvía un poco más frío. Había perdido un hijo, y en su corazón nació una sospecha oscura, una pregunta que no se atrevió a hacer en voz alta. 

¿Había sido la enfermedad… o había sido Filotas? 

Parmenión desterró la duda de su mente como si fuese una serpiente venenosa. No. Su hijo mayor había velado a Nicanor noche tras noche, y jamás habría cometido un acto tan vil. No de esa forma. No contra su propia sangre.

Con el rostro endurecido por la pérdida, Parmenión se volvió hacia Calístenes.

—Prepara el entierro —ordenó con voz áspera—. Que la pira se alce alta, que el fuego sea digno de despedir a un guerrero. 

En sus propias manos colocó las dos monedas para los ojos de Nicanor, ofrenda última al barquero del Hades. Ninguna lágrima brotó de sus ojos curtidos por la guerra, pero su alma entera crujía con cada preparación. Cuando el cuerpo ardió y las llamas consumieron hasta el último vestigio de carne, el silencio se apoderó del campamento. Nadie osó interrumpir el rito. Nadie se atrevió a hablar mientras el fuego danzaba.

Anciano Bactriano
busca el antídoto

Parmenión miró las llamas y no pudo evitar pensar: "Si hubiésemos vuelto a casa a su debido tiempo… Nicanor estaría vivo."

Cuando todo terminó, le entregaron las cenizas envueltas en lino. El viejo general las sostuvo con la reverencia de quien carga algo más pesado que la muerte.

—Llévalas a Macedonia —susurró volviendo el rostro hacia Hefestión—. A Pella. A su hogar. Como él hubiera querido.

Hefestión recibió las cenizas con manos firmes y mirada ardiente.

—Las tomo, viejo amigo… pero te aseguro que serás tú quien las lleve. Tú, viejo testarudo, llevarás las de todos nosotros.

Y en ese momento, bajo un cielo sin estrellas, Parmenión sintió por primera vez que quizás, solo quizás, no estaba del todo solo. 

 


Resistencia en Frada

Las montañas de Drangiana se alzaban imponentes bajo el sol abrasador. El aire seco arrastraba el polvo y el olor de la guerra. Alejandro y su ejército avanzaban con paso firme, abriéndose camino entre riscos y valles mientras aseguraban su dominio sobre la región. 

El control del río Frada era clave. Sus aguas alimentaban rutas comerciales y servían como vía de comunicación entre las tierras conquistadas. Sin él, el avance hacia el este sería imposible. 

Desde una colina, Alejandro observaba el curso del río. A su lado, Hefestión, siempre sereno, analizó la situación con calma. 

—Las tribus locales han fortificado sus aldeas. No se rendirán sin luchar. 

Ptolomeo, con las riendas de su caballo firmes en la mano, escupió al suelo. 

—Entonces no les daremos la opción. 

Alejandro sonrió con la confianza de quien sabía que la victoria le pertenecía. 

—Tomaremos el control antes del anochecer. 

 

Calas, Decarco,
Hijo Pequeño de Parmenión
El Asalto a las Tribus del Frada 

Las trompas resonaban como truenos de bronce en el valle de Frada. Bajo un sol ardiente, las filas macedonias cargaban como una ola imparable contra las tribus rebeldes. La tierra temblaba bajo el galope de los caballos, y el aire se llenaba de polvo, gritos y acero. Los macedonios avanzaron en formación cerrada, las lanzas brillaban al sol. Desde las aldeas fortificadas, las tribus locales respondieron con una lluvia de flechas. 

Parmenión, el viejo general, mantenía su puesto en la retaguardia, observando el desarrollo de la batalla. 

—No te adelantes demasiado, Filotas. —gruñó. 

Pero su hijo ya había desenvainado la espada y espoleado su caballo. Filotas nunca esperaba órdenes. 

—¡Conmigo, perros! ¡Vamos a arrancarles la piel! 

Sus jinetes cargaron como una tormenta, chocando contra las líneas enemigas con una brutalidad inhumana. El sonido del acero desgarrando carne y el estruendo de los cascos levantando polvo cubrieron el campo de batalla. 

Filotas, montado sobre su corcel oscuro, encabezaba un ala de caballería, el rostro endurecido y la mirada fija en el enemigo. La sangre hervía en sus venas. Era su momento.

Entonces, entre el estrépito de la batalla, una voz familiar cortó el estruendo.

—¡Hermano!

Calas, el más joven de los hijos de Parmenión, irrumpía desde la retaguardia con cien jinetes a su mando. Su estandarte ondeaba como una lengua de fuego en medio del caos.

—¡Llegas tarde a la gloria, Calas! —rugió Filotas, sin volver el rostro.

—¡Nunca es tarde para luchar a tu lado! —replicó Calas, espoleando su caballo hasta alcanzarlo.

Ambos hermanos se lanzaron juntos contra la línea enemiga, cortando, empujando, derribando. El fragor era total. Las tribus de Frada, feroces y salvajes, no se replegaban con facilidad. Peleaban como bestias acorraladas.

Calas, con su característico porte gallardo, lideró a los hipaspistas en un asalto directo contra la empalizada. 

—¡Derribad las puertas! ¡Que sientan el peso de nuestra lanza! 

Los soldados se lanzaron contra las barricadas, mientras Clito el Negro, con su expresión de piedra, combatía sin piedad. Cada tajo de su espada era certero, cada golpe, letal. 

—Estos salvajes no nos harán perder más tiempo. —murmuró mientras hundía su hoja en el cuello de un defensor. 

Entonces ocurrió. Un grito ahogado. Un silbido seco.

Una flecha silbó entre los escudos, y se incrustó con un golpe sordo en el brazo izquierdo de Calas. El joven tambaleó sobre la silla y casi cae del caballo.

—¡Calas! —vociferó Filotas, abriéndose paso hacia él mientras cubría su retirada.

El muchacho apretaba los dientes, el rostro blanco como el mármol.

—No... puedo seguir —murmuró entre jadeos.

—¡Fuera de la línea! ¡Llévenlo atrás! —gritó Filotas a dos jinetes cercanos.

Mientras arrastraban a Calas fuera del combate, su mirada se cruzó un instante con la de su hermano mayor. No hubo palabras. Solo una promesa callada: la lucha continuaría.

Filotas volvió a girar su caballo, alzó la lanza ensangrentada y se arrojó otra vez al corazón del combate, con el rugido de la batalla resonando en sus oídos… y el dolor de su hermano ardiéndole en el pecho como una herida invisible.

Alejandro, siempre en el fragor de la batalla, encabezó la carga final. Las puertas cedieron y los macedonios irrumpieron en la aldea. 

Hefestión, que siempre equilibraba la furia de Alejandro con la razón, se acercó entre el caos. 

—¿Ordenamos la masacre? 

Alejandro miró alrededor. Los enemigos caían de rodillas, arrojando sus armas al suelo. 

—No. Que vean que soy generoso con los que se someten. 

Ptolomeo, cubierto de polvo y sangre, sonrió. 

—Siempre el diplomático. 

 

Tras la Batalla
La Conquista de Drangiana 

Con el río Frada bajo control, el siguiente paso fue la sumisión de toda Drangiana. Las aldeas cayeron una tras otra, y la región fue asegurada. 

Los curanderos trabajaron sin descanso bajo la lona ensangrentada de la tienda de campaña. El olor a vino hervido, hierbas machacadas y carne quemada impregnaba el aire. Calas, tendido sobre un lecho improvisado, apretaba los dientes mientras retiraban la flecha de su brazo izquierdo y cosían con hilo crudo la herida profunda. No emitió un solo grito.

—El tendón ha quedado dañado —murmuró uno de los curanderos, mientras envolvía el brazo en vendas gruesas—. Con suerte, vivirá. Pero ese brazo no servirá para luchar en muchos meses.

Calas abrió los ojos, aún sudando, y clavó la mirada en el techo de lona como si buscara en él el rostro de Ares.

Horas después, ya incorporado en su lecho, con el brazo izquierdo inmóvil como un madero dormido, Calas sujetó una daga en la mano derecha y la hizo girar entre los dedos. Luego la pasó torpemente a la mano zurda. Su cuerpo tembló al intentar cerrar los dedos, pero no se detuvo. Repetiría ese gesto miles de veces si fuera necesario. Porque un hijo de Parmenión no abandonaba el campo de batalla. Porque un hermano de Filotas no conocía el verbo rendirse.

Fuera, el viento de Frada agitaba las banderas aún teñidas de sangre y dentro, Calas ya entrenaba para su siguiente guerra.

Calístenes, el historiador, observaba la escena con su tablilla en mano, tomando nota. 

—Esta será otra historia que contar al mundo. 

Parmenión, con los brazos cruzados, no compartía el entusiasmo. 

—Las historias no alimentan a los hombres ni ganan guerras. 

—No, pero nos aseguran la inmortalidad. —Dijo Filotas aún con el frenesí de la batalla en sus ojos y sonrió con desdén. 

—Y de sus hazañas nacen leyendas… y hombres que se convierten en héroes —añadió Calístenes con solemnidad.

 Alejandro montó en su caballo y miró al horizonte. Más allá de Drangiana, el este seguía llamándolo. 

—La guerra aún no ha terminado. 

Y el ejército macedonio marchó hacia su próximo destino.

 

Heracles contra el león de Nemea
Heracles

Calístenes alzó la mirada hacia el horizonte ennegrecido por el humo de la batalla. El viento traía aún el olor a sangre y a ceniza, como si los dioses se deleitaran en recordarles su fragilidad. Entonces pensó en Heracles. En sus doce trabajos, en las ciudades que había fundado, en los monstruos que había vencido… y en su propia Ilíada, el libro favorito de Alejandro, no escrita por Homero, sino por los ecos de su leyenda.

Se acercó aandro,  Alejandro, aún con la capa manchada de polvo y gloria, y habló en voz baja, pero firme:

—¿Hasta dónde llegó Heracles en su Ilíada, Alejandro? No se detuvo ante bestias ni ante reyes. Cruzó mares, descendió al Hades y aún así regresó para alzarse como semidiós. 

Alejandro giró apenas el rostro, sin mirarlo del todo, pero Calístenes vio cómo se tensaban sus labios en una sonrisa contenida.

—¿Y yo? —murmuró el rey—. ¿Crees que he ido más lejos que él?

Calístenes guardó un instante de silencio, y luego respondió:

—Tú no caminas tras sus huellas, las borras. La historia te seguirá a ti.

 

Parmenión,
Capitán General de Alejandro
Padre Lejos

Diciembre de 330 a. C.

El viento frío del invierno barría el campamento macedonio. La marcha interminable hacia el este había desgastado a los hombres. Llevaban años lejos de casa, luchando, sangrando, enterrando a sus compañeros en tierras extrañas. Cada nueva victoria solo parecía anunciar otra campaña, otro enemigo, otro sacrificio. 

Pero Alejandro no se detenía. No podía. 

Sentado en su tienda, con la mirada perdida en un mapa cubierto de anotaciones, tamborileaba los dedos sobre la mesa. Algo lo inquietaba.

—Todos están cansados. —La voz de Hefestión, su amigo más cercano, rompió el silencio—. Si seguimos adelante sin descanso, la moral se quebrará.

Alejandro levantó la vista lentamente. 

—No podemos detenernos. —Su tono fue cortante, definitivo—. Cada día que pasamos quietos es un día en el que alguien conspira contra mí.

Hefestión frunció el ceño. 

—¿Hablas de Filotas? 

Alejandro se reclinó en su silla, entrecerrando los ojos. 

—De todos. 

El ambiente se volvió pesado. Alejandro empezaba a desconfiar de casi todos.

Horas después, en la tienda de los generales, Parmenión escuchó la orden sin apenas pestañear. 

—¿Media? —su voz sonó grave, controlada, pero en su interior hervía la indignación. 

Alejandro asintió. 

—Necesito un hombre fuerte allí.

—¿Quieres alejarme de la campaña? ¿Dudas de mí, Alejandro? —rugió Parmenión, con la voz cargada de años, lealtades y heridas—. 

Sin vacilar, desenvainó su antigua espada de bronce, aún tan afilada como el día en que juró servir a Filipo. Se la ofreció al rey, sosteniéndola por la hoja, con el puño hacia adelante.

—Si eso crees... si en tu corazón ya no hay sitio para mi fidelidad, termina con esto aquí y ahora. Clava esta hoja en mi pecho y acaba con el último de tus viejos leones.   

El rey no respondió. El silencio fue más elocuente que cualquier palabra.

Parmenión observó a su rey, a su antiguo pupilo, al hijo que nunca tuvo pero que había guiado durante toda su vida. Y vio algo en sus ojos que no le gustó. 

—Alguna vez confiaste en mí, Alejandro.

Alejandro sostuvo su mirada sin pestañear. 

—Alguna vez confié en muchos. 

Parmenión rodeó a Alejandro con sus brazos endurecidos por los años y la guerra. El joven rey, por un instante, dejó caer su corona invisible y le devolvió el abrazo con fuerza contenida.

—Que los dioses te acompañen en tus futuras conquistas, Alejandro... hijo mío —murmuró el viejo general, con una voz áspera por la emoción—. Yo esperaré tus noticias, como un centinela que aguarda el amanecer.

Y al soltarlo, supo que aquel adiós era también una rendición al destino.  

 La conversación terminó ahí. Al día siguiente, Parmenión partió hacia Media, exiliado sin cadenas, pero prisionero de una desconfianza que solo crecería. 

 

Filotas, Primogénito de Parmenión
y Capitán de Caballería
Lengua de Serpiente

La noche en Frada era un manto de sombras y fuego, con el campamento macedonio vibrando entre cánticos de victoria y el resplandor de las hogueras. La conquista de Drangiana había sido aplastante; Alejandro se alzaba como el nuevo señor de la región y sus hombres celebraban con vino y mujeres. Pero no todos compartían el mismo júbilo. 

En una tienda apartada del bullicio, Filotas yacía con Antígona, su amante. Ella, de piel dorada y mirada afilada como una daga, se acomodó sobre su pecho y, con la voz susurrante de quien sabe que el poder se obtiene en la intimidad, dejó caer su pregunta con la suavidad de un veneno vertido en la copa de un rey: 

—Dime, amor mío… ¿de quién es realmente esta victoria?

Filotas, embriagado por el vino y por la calidez de su amante, sonrió con desdén. 

—¿Acaso lo dudas? —su tono destilaba orgullo—. Sin mi padre, sin mí, esta campaña habría sido un desastre. Parmenión dirigió la estrategia que nos trajo hasta aquí, y yo he llevado al frente la caballería que quebró las líneas persas. Alejandro es el rey, sí… pero no es el único que ha forjado este imperio. 

Antígona deslizó los dedos por su brazo, trazando líneas invisibles sobre su piel. 

—¿Y crees que Alejandro lo reconoce? 

Filotas bufó, su ceño se frunció con un dejo de amargura. 

—Alejandro quiere que el mundo crea que todo es obra suya, que los dioses lo han elegido. Pero dime, ¿qué es un rey sin sus generales? Sin mi padre, sin mí, Alejandro no sería más que un joven audaz con sueños demasiado grandes. 

Antígona lo miró con atención. Las llamas del brasero iluminaban su rostro con un brillo traicionero. 

—Entonces, ¿quién es el verdadero artífice de este imperio? 

Filotas la observó, y por un instante dudó. Había hablado demasiado, había dicho palabras que no debían ser pronunciadas ni en la penumbra. Pero el vino y el orgullo ya las habían arrancado de su lengua. 

—Lo sabemos tú y yo, Antígona. Lo sabemos todos.

 Ella le sonrió, una sonrisa que no revelaba ni aprobación ni condena, sino algo mucho más peligroso: un secreto guardado en la sombra. 

Esa misma noche, después de yacer juntos, mientras Filotas dormía con el sueño de un hombre que se cree intocable, Antígona abandonó la tienda. Entre las sombras, alguien la aguardaba. 

El eco de sus palabras viajaría pronto a oídos más peligrosos que los suyos. 

 

¿Complot?

La noche caía sobre el campamento macedonio, envolviéndolo en un mar de sombras y murmullos. En la tienda de Filotas, el vino corría lento en las copas, pero la conversación tenía filo de daga. 

Hegéloco, su hermano bastardo, se reclinó en el diván con una media sonrisa, el destello de una burla en sus ojos. Siempre había existido rivalidad entre ambos, pero esa noche traía consigo algo más que el desprecio de costumbre. 

—Se dice en el campamento que tramas algo contra Alejandro. 

Filotas, que había estado sirviendo más vino en su copa, se detuvo. Lo miró fijamente, evaluando si aquello era una provocación más o una advertencia velada. 

—¿Quién ha dicho semejante estupidez? 

Hegéloco se encogió de hombros con fingida indiferencia. 

—Los rumores nacen en la oscuridad y crecen como maleza en los oídos adecuados. Dicen que crees que la gloria de esta campaña pertenece a ti y a tu padre, que Alejandro solo es un muchacho tocado por la suerte. Dicen que en tu corazón late la ambición de un rey.

Filotas bufó, bebiendo de un trago. 

—¿Ambición de un rey? Que digan lo que quieran. Mi padre y yo hemos ganado batallas, pero Alejandro es el conquistador de Asia. Y aunque quisiera traicionarlo, ¿con qué ejército? ¿Con qué aliados?

Hegéloco lo observó en silencio un instante antes de soltar una carcajada seca. 

—No he dicho que sea verdad. Pero ya sabes cómo son estas cosas. Las palabras son más letales que las espadas cuando llegan a los oídos equivocados.

Filotas soltó un suspiro y negó con la cabeza. 

—Este rumor es ridículo. No merece la pena mencionarlo. 

Se sirvió más vino y bebió con la despreocupación de un hombre que no veía peligro en las sombras. Pero Hegéloco no dejaba de sonreír. 

Porque los rumores nunca mueren en la nada. Siempre encuentran un camino hasta el trono. 

 

Alejandro debe saber

El murmullo del campamento se apagaba bajo el peso de la noche cuando Antígona, con paso firme pero medido, cruzó el umbral de la tienda de Alejandro. Sus ojos brillaban con temor, sabía que las palabras que estaba a punto de pronunciar podrían cambiar el curso de la historia. 

—Se habla de conspiración, mi rey. Y el nombre de Filotas está en boca de muchos. 

Alejandro dejó la copa de vino sobre la mesa, el dorado líquido oscilando bajo la luz de las lámparas de aceite. Su mirada, antes relajada, se endureció como el bronce de su armadura. 

—¿Quién dice eso?

—Hegéloco... Y no solo él. He oído a muchos susurrar. Filotas se jacta de que los mayores logros de esta campaña son mérito suyo y de su padre. No oculta su desprecio hacia quienes creen que la gloria solo pertenece a ti.

 Alejandro inspiró hondo, como quien contiene el rugido de un león enjaulado. Había oído murmullos antes, pequeñas chispas de insatisfacción en su ejército. Pero esto... esto era distinto. 

Horas después, cuando Hegéloco fue llamado a la tienda real, el bastardo no ocultó su satisfacción. Se inclinó con respeto, pero su voz destilaba el veneno de quien ha esperado este momento. 

—Mi señor, los rumores son ciertos. Filotas habla con soberbia y se rodea de hombres que no te son leales. Incluso cuando le advertí del peligro de esos rumores, se negó a mencionártelos. ¿Por qué callaría, si no tuviera algo que ocultar? 

Las palabras de Hegéloco avivaron el fuego de la sospecha. Filotas era hijo de Parmenión, el más veterano de sus generales, el hombre que había estado con él desde los inicios de la campaña. Alejandro había confiado en él como en un padre. Y ahora... ahora le decían que su propio hijo podría estar urdiendo su caída. 

Pero si esto era cierto, si Filotas había conspirado en su contra, la traición no se detenía en él. Alcanzaba a Parmenión, a su linaje, a todo lo que alguna vez había sido piedra angular de su reino. 

Alejandro se levantó con lentitud, como si las sombras mismas del destino se alzaran con él. 

—Convoca a mis generales. Si hay conspiración en mi campamento, quiero saberlo todo. Y quiero saberlo ahora.

 Las llamas de las antorchas temblaron con el viento de la noche. La caza había comenzado.

 

Calístenes, Historiador y
Embajador de Alejandro
La Duda del Embajador

La brisa nocturna soplaba débilmente a través de las cortinas, agitando la luz tenue de las antorchas que iluminaban la estancia. El silencio del lugar no era completo, pero la calma en la que se sumía todo aquello era más incómoda que relajante. Calístenes, sentado en su silla, mantenía la vista fija en la mesa de madera tallada frente a él, sus dedos rozaban distraídamente el borde de un mapa sin mirarlo realmente. Moira estaba de pie a su lado, su silueta recortada por la luz temblorosa de las llamas.

—Moira —comenzó Calístenes con voz grave—. He pensado en una solución.

Ella levantó una ceja, no se giró hacia él. La conversación había estado tenue durante semanas, pero había algo en su tono que no le gustó.

—¿Una solución? —respondió ella, la incredulidad—. ¿De qué hablas, Calístenes?

Él dejó de jugar con el mapa y la miró muy serio.

—Sé que llevamos tiempo intentando... —sus palabras se desvanecieron en la tienda, como si él mismo las desechara antes de decirlas—. Lo que propongo es... que busquemos una forma de confirmar que el problema no está en mí.

Moira lo miró por fin con una expresión oscura en su rostro.

—¿Qué estás sugiriendo? —preguntó en voz baja.

Él tragó saliva antes de hablar, como si cada palabra le pesara más que la anterior.

—Necesito que me dejes hacerlo, Moira. Acostarme con otras mujeres. Ver si logro embarazar a alguna. Así sabremos si el problema está en ti, o en mí.

El aire se volvió espeso entre ellos. Moira se quedó inmóvil un instante, sus ojos clavados en él como si quisiera atravesarlo. Un silencio denso ocupó el espacio, donde antes había palabras suaves. De repente, Moira se dio la vuelta, como si ya no quisiera mirarlo.

—¿Me pides eso? ¿Me pides follar con otras? —La pregunta flotó en el aire, cortante.

Calístenes, de pie ahora, sintió que el suelo cedía bajo sus pies. La mirada de ella lo atravesaba, y por un momento, se sintió más pequeño que nunca. Pero no retiró la mirada. Había tomado una decisión, o eso creyó.

—Es lo que debemos hacer, Moira. Solo así podremos... aclararlo todo —dijo con voz firme, más por necesidad que por convicción.

Sin previo aviso, ella lo alcanzó con la mano, un golpe rápido, seco, que lo hizo tambalear hacia atrás. Su rostro ardía por el impacto, pero más aún por el rechazo, por la furia contenida en ella. El sonido del golpe resonó en la habitación vacía.

—¡Cállate! —gritó Moira, su tono cortante como una espada afilada—. ¡Nunca vuelvas a hablarme de eso!

Calístenes, abrumado por la dureza de la reacción, permaneció en silencio, sin atreverse a moverse. Moira ya estaba de espaldas, dando pasos largos hacia la puerta.

—No te quiero ver, Calístenes.— dijo ella, sin girarse. Y cerró la puerta detrás de sí con un estrépito que resonó en su pecho como una sentencia.

El embajador permaneció allí, solo, con la mano sobre la mejilla donde aún ardía el golpe. Había querido hallar una solución, pero ahora parecía que sólo había abierto una herida más profunda.

 

Reunión con los suyos

El interior de la tienda real estaba iluminado por la danza errática de las antorchas. Los hombres de confianza de Alejandro rodeaban la mesa de guerra, donde los mapas de las tierras conquistadas yacían desplegados como el testamento de su grandeza. Pero aquella noche no se discutían campañas ni estrategias de invasión; la sombra de la traición se cernía sobre ellos. 

Alejandro recorrió con la mirada a sus generales y consejeros. Ptolomeo, Clito, Hefestión, Calístenes, todos leales. Enfrente de él, Filotas, hijo de Parmenión, con el ceño fruncido y los puños apretados. 

—He escuchado cosas preocupantes, Filotas —dijo Alejandro con la calma de un hombre que ya ha tomado una decisión—. Hegéloco vino a mí con información inquietante. Se habla de un complot contra mi vida... y tu nombre está implicado. 

Un murmullo recorrió la tienda como un viento helado. Filotas miró a su hermano bastardo con incredulidad.

—¡Ridículo! —exclamó—. No hay conspiración alguna. Y si la hubiera, ¿crees que yo me rebajaría a esas intrigas? ¡Mi lealtad ha sido probada en cada batalla, con cada gota de sangre que he derramado por ti! 

Alejandro entrecerró los ojos. 

—Si sabías que se te acusaba de traición, ¿por qué no me lo dijiste? 

Filotas se tensó. 

—Porque no tenía sentido dar crédito a habladurías. Era un rumor estúpido.

—Y sin embargo, Hegéloco sí me lo dijo. Antígona también. ¿Por qué ellos, al enterarse, lo trajeron de inmediato a mis oídos y tú no?

El silencio se volvió insoportable. Filotas abrió la boca para responder, pero ninguna palabra llegaba a sus labios. 

—Si callaste, fue por una razón —continuó Alejandro, su voz ahora afilada como una hoja de bronce—. O no te importaba la conspiración contra mí… o eras parte de ella. 

Un peso invisible cayó sobre los presentes. La sospecha ya estaba sembrada y la lógica era implacable. Filotas había tenido la oportunidad de advertir a su rey y no lo hizo. 

—¡Mi señor, esto es una trampa! —protestó Filotas—. Me quieren fuera del camino. 

Pero Alejandro ya no escuchaba. 

—Guardadlo bajo arresto. Esta noche dormirá como un prisionero. Mañana decidiremos su destino. 

Los guardias se adelantaron y tomaron a Filotas por los brazos. Intentó resistirse, pero sabía que cualquier gesto de desafío solo sellaría su destino. 

Mientras lo arrastraban fuera de la tienda, Alejandro cruzó los brazos y exhaló con lentitud. 

—Si hay una serpiente entre nosotros, la desenmascararemos pronto. 

Y así, en la quietud de la noche, comenzó el juicio de Filotas. 

 

 

Hegéloco, Hijo Bastardo de Parmenión
El Eco del Sol Caído

—Filotas no es un traidor —dijo Hefestión, con los brazos cruzados y la mirada fija en el fuego que crepitaba entre ellos—. No lo es.

Los ojos de Calístenes se desviaron hacia Hegéloco, que removía su copa de vino con aire ausente. No encontró vacilación en su rostro, ni rastro de miedo. Solo una extraña serenidad, como si aquel joven bastardo supiera más de lo que decía.

—Lo sabremos pronto —murmuró el historiador.

Esa misma noche, Hefestión y Calístenes caminaron por el campamento envuelto en penumbras. Las antorchas iluminaban rostros curtidos, el eco de las conversaciones apagadas seguía vivo entre las tiendas. Entraron en la de Hegéloco sin anunciarse.

—¿Tú sabías algo? —preguntó Calístenes sin rodeos.

—Nada que pueda condenarlo —respondió Hegéloco—. Y nada que lo salve.

—¿Qué hablaste con Antígona? —insistió Hefestión.

—Lo mismo que ella os dirá. Que Filotas era arrogante, que confiaba en su sangre más que en su rey. Que nunca entendió a Alejandro.

Horas después, interrogaban a Antígona. Su voz no tembló.

—Me habló de planes, de ambiciones. Pero nada concreto. No sé si quería derrocar a Alejandro o simplemente sentirse más alto que él.

—¿Algo más? —dijo Calístenes, observando sus manos.

—Solo que hablaba demasiado y escuchaba poco. Eso lo perdió.

Al salir de la tienda, Hefestión caminó en silencio. Se detuvo al borde de un promontorio desde donde el campamento se desplegaba como una constelación dormida.

—No era un traidor —dijo al fin—. Solo voló demasiado cerca del sol. Y no se lo dijo a tiempo a Alejandro.

—Ese error —replicó Calístenes— puede ser tan mortal como una daga.

Mientras tanto, en el extremo opuesto del campamento, Ptolomeo se recostaba entre almohadones perfumados, frente a una mujer envuelta en velos oscuros. Dartmoorh, su amante y espía, lo miraba sin pestañear.

—¿Su esposa Antígona podría tener algo personal contra Filotas? —preguntó él.

—Nada que haya dicho. Ni celos, ni rencores, solo información y miedo. El tipo de miedo que se respira cuando alguien poderoso cae. Ptolomeo la observó con detenimiento.

—Entonces… ¿nadie mueve los hilos desde las sombras?

—Si lo hicieran —respondió Dartmoorh—, serían más que humanos. Una conspiración que manipula a Alejandro, a Filotas, a ti... no existe tal poder. O es más grande que todo lo que podemos ver. Los mismísimos dioses.

En ese instante, un sonido extraño le rozó el oído. Un siseo, era apenas un susurro. No venía del viento. No venía de ninguna voz, venía de su interior.

Ptolomeo se irguió.

—¿Has oído eso?

—¿El qué?

Él no respondió. La sensación se desvaneció. Pero algo había dejado una semilla incómoda en su mente.

Horas después, en una tienda donde la luz parpadeaba sin cesar, Hefestión vertía vino sobre una copa mientras Calístenes afilaba sus pensamientos.

—Alejandro envió a Parmenión a la retaguardia justo antes de todo esto.

—Lo sé.

—¿Coincidencia?

—O previsión.

Ambos callaron. Afuera, el cielo parecía más oscuro que nunca.

 

El Precio del Silencio

La tienda donde Filotas yacía encadenado era un pozo de sombras y suplicios. Sus muñecas, hinchadas y ensangrentadas, colgaban de los grilletes que lo mantenían suspendido. Los verdugos habían trabajado con pericia, desgarrando su piel sin matarlo, quebrando huesos sin apagar su voz. Pero a pesar del dolor, Filotas no confesó.  

—Habla y pondremos fin a esto, Filotas. —susurró uno de sus torturadores, con voz serena, como si intentara razonar con un hombre atrapado por su propio orgullo. 

Filotas levantó la cabeza con esfuerzo, sus labios resecos y partidos por la brutalidad del castigo. 

—Solo hay una verdad… No he traicionado a mi rey. 

Los verdugos intercambiaron miradas. No habría confesión esta noche. 

Los guardias de la tienda se irguieron cuando Calas apareció entre las sombras del campamento. Uno de ellos deslizó la mano hacia la empuñadura de su espada, pero Calas no se detuvo.

—Vengo a ver a mi hermano —dijo sin levantar la voz.

—No está permitido. —El más alto clavó la mirada en él, sin apartarse del paso.

—¿También sois hijos únicos? —preguntó Calas, acercándose un paso más—. Porque si no, sabréis lo que duele.

El silencio pesó un instante. Uno de los soldados miró al otro, dudando. Finalmente, el alto suspiró y echó un vistazo hacia el interior de la tienda.

—Cinco minutos —gruñó, apartándose.

Dentro, el calor era denso y el olor a sudor seco y hierro viejo llenaba el aire. Dos hombres se mantenían junto a una mesa con herramientas. No levantaron la vista hasta que Calas habló.

—Necesito un momento a solas.

Uno de los torturadores rió con la garganta.

—¿Vienes a suplicar por el traidor?

—Vengo a hablar con mi hermano. Vosotros ya habéis hecho bastante.

El segundo verdugo cruzó los brazos. Su expresión no mostraba ni furia ni compasión. Sólo cansancio. Calas dio un paso más, y al hacerlo, sacó una pequeña moneda de plata del cinto. La dejó caer sobre la mesa.

—No hablará. Vosotros lo sabéis. Yo lo sé. ¿Queréis que muera sin lengua? No sería justo. Ni para él ni para nosotros.

El primero miró la moneda, luego a su compañero. Tras un momento de duda, asintió con un leve cabeceo.

—Cinco minutos. Luego no respondemos por lo que ocurra.

Calas se acercó al rincón donde yacía Filotas. Las cadenas le sujetaban de muñecas y tobillos. La sangre seca le marcaba los pómulos y el labio partido. Sonrió en cuanto reconoció a su hermano.

—Creí que no vendrías.

—¿Eres culpable?

Filotas tosió antes de responder.

—En absoluto.

—No sé qué puedo hacer para ayudarte.

—Probablemente nada. —Levantó la mirada con una sonrisa torcida—. Los dioses ya han elegido cómo acabaré. Y será... memorable.

Calas apartó la vista un momento. La impotencia pesaba más que las cadenas.

En ese momento, la lona se levantó. Hefestión y Calístenes entraron sin una palabra. El primero cruzó los brazos junto a la entrada. El segundo se acercó con el ceño fruncido.

—¿Has confesado?

Filotas escupió sangre a un lado, sin dejar de sonreír.

—¿Tiene vagina Zeus?

Calístenes no respondió de inmediato. Lo miró como si viera a un niño perdido.

—Eres un estúpido.

—¿Desde cuándo?

—Desde siempre, parece.

Calas se agachó de nuevo junto a su hermano.

—¿Alguien te tendió una trampa? ¿Hegéloco? ¿Antígona?

Filotas suspiró.

—Creo que son tan culpables como yo. Pero a mí me tocaba caer primero.

Calístenes se volvió hacia los verdugos. En voz baja, pero firme.

—Ya es suficiente.

—Tenemos órdenes —protestó uno de ellos.

—Y yo tengo ojos. No va a hablar. ¿Queréis que se pudra en la mesa como un cerdo?

El más joven de los torturadores bajó la vista. El otro negó con la cabeza, resignado.

—No lo tocaremos más.

Calístenes volvió junto a Filotas. Le ofreció una mano que el encadenado apenas logró estrechar.

—Fue un placer, Filotas. Siempre fuiste un compañero fiel.

Filotas asintió.

—Y tú, el más ingenuo de todos.

Hefestión no dijo nada. Le bastó con un leve gesto, y salió tras Calístenes. Calas se sentó junto a su hermano y no se movió en toda la noche. No habló, no lloró, no rogó. Solo estuvo allí, como habría hecho Filotas por él.

Y en el exterior, los primeros cuervos empezaban a rondar el campamento.

 

La Ejecución de Filotas
El Juicio

Al amanecer, lo llevaron ante la asamblea del ejército macedonio. La explanada de Frada se convirtió en un tribunal improvisado, donde la turba de soldados, endurecidos por la guerra, se congregó para juzgar a uno de los suyos. El aire era denso, cargado de murmullos y miradas expectantes. 

Alejandro permanecía en el centro, de pie, con su manto escarlata ondeando con el viento. Su mirada era de mármol, insondable. 

—Filotas, hijo de Parmenión, se te acusa de conspirar contra la vida de tu rey. 

Filotas, apenas en pie, miró a la multitud y luego a Alejandro.

 —¿Dónde están las pruebas? ¿Acaso no he derramado mi sangre por Macedonia? ¿Acaso no he sido tu general más leal? 

Los murmullos crecieron. Pero Alejandro alzó una mano y el silencio cayó como un peso sobre todos. 

—No avisaste de la conspiración cuando tuviste oportunidad. Guardaste silencio. ¿Acaso no es eso prueba suficiente de tu traición? 

—¡No podía avisarte de algo que no existía! —rugió Filotas, pero su voz sonó desesperada. 

El juicio no fue más que una formalidad. Sus enemigos lo querían muerto, la sospecha pesaba demasiado y Alejandro, más dios que hombre a los ojos de sus soldados, había señalado su destino. La asamblea, con un rugido unánime, lo condenó. 

La ejecución fue rápida. Filotas murió por lanza, atravesado una y otra vez hasta que su cuerpo dejó de moverse. Cuando cayó al suelo, Alejandro observó sin pestañear. No hubo lágrimas, no hubo piedad. 

Filotas había sido su amigo, su compañero de armas… y, sin embargo, su muerte fue necesaria. Un escarmiento, una advertencia para cualquiera que albergara la idea de desafiar su reinado. 

Desde aquel día, la lealtad en el ejército macedonio dejó de ser un asunto de honor y se convirtió en una cuestión de supervivencia.

 

Parmenión,
Comandante en Jefe del
Ejercito Macedonio
Cazando al Padre

El destino de Parmenión estaba sellado antes de que siquiera recibiera la noticia. En Macedonia, la ley no distinguía entre culpables y parientes: cuando un hombre era condenado, su sangre debía extinguirse con él. Y Alejandro, con el peso de un imperio sobre los hombros, no podía permitirse excepciones. 

Desde el momento en que Filotas cayó bajo las lanzas de sus propios compatriotas, Alejandro supo que su padre, el anciano general que había sido su escudo en los primeros días de la campaña, se convertiría en un enemigo potencial. Parmenión había servido a su padre, Filipo, y había sido su más fiel consejero. Pero la fidelidad no era sinónimo de sumisión. En demasiadas ocasiones había osado contradecir sus órdenes, aconsejándole prudencia donde él buscaba audacia, equilibrio donde él imponía su voluntad. Y ahora, con su hijo muerto, Alejandro no dudaba de cuál sería su reacción: buscaría venganza. 

El rey no podía esperar a que la sangre se enfriara. Con el pulso firme, dictó las órdenes: Parmenión debía morir.

La misión recayó en Clito, un veterano de muchas batallas, un hombre que había servido junto a Parmenión bajo el mando de Filipo. Alejandro lo convocó en privado y, sin rodeos, le entregó la orden. 

—Llévale esta carta. Déjale leer la muerte de su hijo antes de darle la suya.

Clito sostuvo el pergamino con una mueca grave. Alejandro le extendió un puñal. 

—Que no haya juicio, que no haya dudas. 

Los ojos de Clito se oscurecieron, pero no protestó. Sabía que discutir con el rey era tan inútil como intentar frenar el curso de un río con las manos desnudas. 

Así partió la expedición a Ecbatana. Junto a Clito, Alejandro envió instrucciones a los sátrapas de la región, Cleandro, Sitalces y Ménidas, asegurando su cooperación. No habría resistencia. 

El día de la ejecución, Parmenión estaba en su residencia, ajeno al filo de la traición que se cernía sobre él. Cuando Clito entró en la sala, acompañado por los sátrapas, el viejo general los recibió con la confianza de quien no teme nada. Clito le entregó la carta. 

El anciano leyó en silencio. Sus manos, firmes como el acero, apenas temblaron al descubrir la noticia de la muerte de su hijo. Sus ojos se alzaron para encontrar los de Clito, con una frialdad que heló a todos los presentes.

 —Entonces, he servido a un rey que no conoce la lealtad. 

Clito no respondió. No había palabras que cambiaran el destino de ese día.

 

Clito, el Negro,
Lugarteniente y
General de Alejandro
La Última Orden

El salón de piedra guardaba un silencio que pesaba más que el bronce. Parmenión, con el rostro vencido por la sombra de la pérdida, alzó la vista hacia Clito. No pidió permiso con palabras. Solo sostuvo su mirada, buscando algo que aún no se había roto del todo.

Clito asintió con apenas un movimiento.

Parmenión se acercó al ventanal. El reflejo de las antorchas arañaba el cielo. Las estrellas parpadeaban como testigos inmóviles.

—No voy a fingir que esto es justicia —dijo, sin girarse—. Estoy cansado. Cansado de ver morir a mis hijos uno tras otro, mientras yo sigo aquí, aferrado a una causa que ya no distingo.

Dejó que el viento helado le golpeara el rostro.

—Los dioses nos miran. Que vean también esto.

Se volvió. Sus ojos brillaban como cuchillas.

—¡Por Ares que así será!

La espada de bronce abandonó la vaina con un zumbido seco. Parmenión la alzó hacia sus propios soldados.

—Os harán falta más hombres si queréis frenar mi paso. ¡Vosotros, venid conmigo! ¡Sed verdugos de vuestro general!

Nadie se movió.

—El resto, apartaos. No interferid. Es mi última orden.

La hoja apuntó al cielo. El gesto era puro fuego.

—A los que sintáis esta espada en vuestras entrañas… sabed que no moriréis como traidores, sino como parte de mi leyenda. Porque yo soy Parmenión, general de generales del gran reino de Macedonia. Siervo del dios emperador Alejandro y del rey Filipo, padre de gigantes.

Avanzó un paso. Luego otro.

—Y a quienes viváis, os dejo una promesa: llevad esta espada a manos de Alejandro. Que sepa que nunca dudé. Que la sangre que derramé hoy fue por él.

Se detuvo.

—He hablado. Estoy listo.

Y sin esperar respuesta, se lanzó hacia sus hombres.

El primer golpe fue un tajo limpio que abrió una garganta. El segundo, una estocada directa al pecho. El tercero cortó un grito antes de nacer. Uno a uno, los soldados cayeron bajo el avance imparable de su general. Siete gritos. Siete cuerpos en el suelo.

El octavo logró clavarle la lanza en el costado.

Luego vinieron los demás. Uno por la espalda. Otro en la pierna. Parmenión rugió, giró, cortó aire y hueso, pero ya no era un hombre, sino una hoguera apagándose bajo una lluvia de cuchillas.

Cuando cayó, no se quejó.

Clito esperó.

Solo cuando el último soldado retrocedió, se acercó. Se arrodilló junto al cuerpo, aún tibio.

Parmenión miraba el techo con los ojos muy abiertos, la boca entreabierta como si aún desafiara a los dioses.

Clito cerró sus párpados con dos dedos.

—Que los dioses te den la batalla que mereces, viejo león.

Parmenión sabía que la muerte era la única respuesta posible. Clito, con el peso de los años compartidos en batalla sobre sus hombros, hizo lo que se le ordenó, se agachó ante el general abatido, a punto de perecer. La daga encontró su camino dando el golpe de gracia hundiéndose en su cuello.  El viejo general cayó sin un grito, sin un último gesto de ira. Solo una mirada de desprecio antes de que la vida abandonara su cuerpo. 

Clito se inclinó junto al cuerpo sin vida de Parmenión. La sangre aún goteaba de la hoja, como si la espada también respirara. La tomó con cuidado, la sostuvo un instante entre las manos, y luego la limpió a conciencia, hasta que el bronce volvió a brillar bajo la luz de las antorchas. La envainó con solemnidad, como si encerrara dentro el alma del viejo general.

Alzó la mirada.

—Lo prometo —murmuró.

Y sin decir una palabra más, se levantó sin volver la vista atrás y emprendió el camino hacia dónde se encontraba Alejandro, sabiendo que esa espada, bañada en lealtad y muerte, sería para el emperador un legado más valioso que cualquier corona.

Con su muerte, Alejandro había eliminado la última amenaza de una revuelta entre sus oficiales veteranos. Pero el precio fue alto. No había pruebas contra Parmenión, solo el miedo y la conveniencia de su muerte. 

Desde aquel día, el ejército macedonio comprendió que servir a Alejandro no significaba solo luchar a su lado, sino también temerle.

 

¿Sublevación?

La noticia de la muerte de Parmenión cayó sobre el campamento como una tempestad. Los soldados que habían servido bajo su mando, curtidos en mil batallas, recibieron la noticia con incredulidad primero, luego con rabia. Se alzaron voces entre las tiendas, llamando a la rebelión, exigiendo explicaciones. 

El veterano general no solo había sido el más experimentado de los comandantes macedonios, sino también un pilar de estabilidad en el ejército. Con su muerte, la confianza de muchos flaqueó. ¿Quién sería el siguiente? 

El descontento amenazaba con convertirse en motín. Pero Alejandro, previendo la tormenta, había actuado con la precisión de un estratega. Antes de que la ira se transformara en un alzamiento, había enviado una misiva destinada a ser leída ante las tropas. 

Cuando el pergamino fue desplegado y su contenido proclamado, la multitud rugiente quedó en suspenso. Alejandro no solo explicaba la traición de Filotas, sino que justificaba la ejecución de su padre. 

"¿Hubiera Parmenión aceptado en silencio la muerte de su hijo?" 

Las palabras resonaron en los corazones de los soldados. Sabían la respuesta. No. Parmenión, hombre de honor y de sangre, jamás habría permanecido impasible ante la ejecución de Filotas. La revuelta habría sido inevitable. 

Alejandro presentó su decisión como una acción necesaria para preservar la unidad del ejército. No había sido una ejecución, sino un acto de prevención. 

Las palabras del rey, tejidas con la astucia de un conquistador y la frialdad de un monarca, surtieron efecto. Las llamas de la rebelión se apagaron antes de consumir el campamento. 

Los soldados, aún con el peso del luto en el pecho, bajaron la cabeza. La confianza en el rey no había sido restaurada por completo, pero el miedo y la necesidad de seguir adelante se impusieron. 

Al final, en la balanza de la guerra, la lealtad a Alejandro valía más que el recuerdo de un viejo general caído.

 

Calmando las Aguas

Parmenión había servido fielmente a Alejandro, tal como antes había servido a Filipo II. Su pericia en el manejo de las tropas y su astucia en el campo de batalla habían sido cruciales en muchas de las victorias del joven rey. Sabía hablar a sus hombres, infundirles valor en el fragor del combate, mantener la línea cuando el enemigo arremetía con furia. Pero ni su experiencia ni su lealtad bastaron para salvarlo de la sombra de la sospecha.

Alejandro no perdonó. No hubo súplicas ni honores que detuvieran su decisión. Parmenión, el viejo león de Macedonia, fue ajusticiado por orden de aquel al que había ayudado a encumbrar.

Su muerte dejó un vacío difícil de llenar, y con ella, la moral de los soldados se tornó sombría y pesada. Muchos murmuraban en las sombras de las tiendas, preguntándose si la gloria valía la sangre derramada, incluso la de los propios macedonios. Pero Alejandro no permitió que la duda se enraizara. Ante sus hombres más cercanos, justificó su decisión:

—Parmenión estaba en la retaguardia, con el aprovisionamiento de mi ejército bajo su control. Tras la ejecución de su hijo Filotas, ¿podía alguien dudar de que no intentaría vengarse? ¿Que no levantaría una rebelión en nuestras propias filas? No podía arriesgarme a que un solo hombre, por venerable que fuera, pusiera en peligro todo lo que hemos construido.

Para cubrir el puesto de Filotas, Alejandro nombró a Clito jefe de la caballería junto con Hefestión. Confiaba en ellos, pero sobre todo confiaba en que su autoridad se mantuviera incuestionable.

Algunos decían que Alejandro nunca había confiado del todo en Parmenión y su linaje. Que la acusación contra Filotas solo había sido el pretexto que necesitaba para deshacerse de una familia cuyo poder ya resultaba incómodo. Que los comentarios de Antígona no hicieron más que avivar una sospecha que llevaba años en su mente. Y si había aprendido algo en su camino hacia la inmortalidad, era que en la grandeza no hay espacio para la duda… ni para los lazos que puedan volverse cadenas.

 

El Juicio del León
El Juicio del León

329 a. C.

El aire de la sala del trono pesaba más que una armadura. Unos pájaros graznaban afuera, invisibles, rompiendo el silencio como si se burlaran de los hombres reunidos.

Alejandro estaba de pie. Ni la corona ni la espada lo hacían más alto. Lo era por sí mismo.

—Han muerto Filotas y Parmenión —dijo, sin levantar la voz—. ¿Debo acabar también con su estirpe?

Los oficiales no se miraron entre ellos. Solo lo miraban a él, esperando.

—La ley macedonia lo exige —aventuró Antígono, uno de sus oficiales, con las manos cruzadas detrás de la espalda—. No castigar a la sangre abre la puerta a nuevas traiciones.

Ptolomeo avanzó un paso, los ojos brillantes.

—¿Y desde cuándo somos solo Macedonia? —alzó una mano hacia los mapas colgados—. Esos ríos y desiertos no conocen tus leyes, solo tu nombre. Ya no eres un rey, Alejandro. Eres el emperador del mundo. Tú decides qué merece ser llamado ley.

Alejandro bajó la vista. Su pulgar rozó la empuñadura de su espada. Una vieja cicatriz en el dorso de su mano parecía latir.

Calístenes se adelantó sin esperar turno. Sus pasos eran suaves, pero firmes.

—Sabes mi respuesta —dijo, casi en un susurro—. He compartido mesa con los hijos de Parmenión. Los he visto luchar por ti. Los he querido como hermanos. No merecen morir.

Alejandro no respondió. Se volvió hacia Hefestión.

El general no tardó en hablar.

—Ambos te han servido. Han derramado sangre en tu nombre. Son sus hijos… pero también tuyos. Sus espadas ya no responden a su linaje, sino al tuyo. Perdónalos.

Los pasos que rompieron el silencio llegaron desde la entrada.

Clito caminó por la sala. El peso del mundo le aplastaba los hombros. Al llegar al trono, se arrodilló y alzó una espada envainada. No dijo nada.

Alejandro la tomó. Reconoció el bronce trabajado por artesanos de Egas. La desenfundó. La hoja, limpia, brillaba como si aún ardiera con la sangre de quienes la habían tocado por última vez.

Con una respiración profunda, entregó su propia espada a Clito.

—La suya me pertenece ahora.

Una lágrima le cayó por la mejilla. No se la limpió.

—No es pena —dijo—. Es orgullo.

Calístenes se acercó despacio, con un pergamino enrollado en la mano.

—¿Quieres que deje fuera sus nombres? —preguntó sin adornos—. Que la historia no sepa lo que has hecho. Que no haya registro de que rompiste la ley.

Alejandro giró la muñeca, dejando que el reflejo de la espada acariciara el suelo.

—No. Escríbelos. Que sus nombres queden grabados. Calas y Hegéloco… son el legado de Parmenión. Y merecen ser inmortales como él.

Se giró hacia los dos hermanos. Aguardaban, erguidos, sin saber si debían temblar o arrodillarse.

Alejandro no los llamó por sus nombres.

Solo levantó la espada y los miró.

—Un imperio que olvida a sus fundadores no merece sobrevivir.

Nadie habló. Nadie se movió. Solo Calístenes, que en silencio, ya escribía lo que Alejandro decía...

   

Espada de Parmenión, ahora de Alejandro