Capítulo 47: Eterno II: Raíces (355-340 a. C.)

Eterno II

Raíces

(355-340 a. C.)


 

Abraham,
Buscador de las Revelaciones Sagradas
El Ritual

Jerusalén, 355 a. C.

Cada uno de los cinco vástagos elegidos estaba de pie ante su sarcófago. Cinco sepulcros de piedra caliza pulida cincelados con sumo cuidado por las manos de maestros canteros expertos. Ocho seres sobrenaturales se encontraban bajo el cementerio principal de Jerusalén. Excavado varios metros bajo tierra, se encontraba el santuario donde todo dará comienzo esta noche.

El laberinto de Mezuzás propiedad de Meir era el primero de los peligros mortales para cualquier intruso cainita o tocado por las tinieblas. Un puñado de tenebrosos zombis protegían día y noche el  santuario merodeando por los pasadizos subterráneos.

Las velas iluminaban el lugar y las sombras tintineaban al compás del aire que se colaba por las rendija de la entrada de piedra. Era un lugar protegido no solo materialmente si no por milenarios rituales ejecutados por las mentes más versadas.

Los cinco cainitas elegidos para ser los compañeros defensores de Alejandro Magno, se encontraban ya listos y dispuestos. Desdémona, la princesa de Jerusalén; Meir, el Señor de la Torá Negra; Neb-Nesut, el agente de la Profecía; Ragabash, el sabio en el cuerpo de un guerrero nórdico;  y Orison, el sombrío ilustrado venido de los bosques del oeste.

A un lado tres de los seres más poderosos del territorio: Agea, la milenaria Archimaga; Anat, la salvaje Diosa egipcia; Y Abraham, el Anciano guardián de los secretos de la Torá Negra.

Por fin, tras años de estudio, Abraham ha conseguido terminar el ritual con el cual los cinco elegidos entrarán en letargo y así se lo cuenta a los presentes, mientras su voz retumba en las paredes confeccionando un cavernoso eco que se pierde en el infinito.

Abraham, la momia viviente, es el encargado de explicar los detalles del ritual y de su nueva condición:

Cada uno de los cinco se introducirá en el cuerpo de uno de los seres cercanos al Eterno: Alejandro Magno. Los anfitriones han sido elegidos cuidadosamente por Agea, y serán los compañeros que el Príncipe de Macedonia tendrá a su lado en desde su infancia. La anciana se ha asegurado de elegirlos cuidadosamente y serán vinculados emocionalmente con cada uno de los cainitas elegidos, aquí presentes. Una vez se despierten, los vampiros se encontrarán en los cuerpos de los anfitriones y volverán a ser humanos. Serán espectadores y ocasionalmente podrán tomar el control del cuerpo para ayudar a la causa del Eterno, ese será su cometido.

Volverán de nuevo a vivir en el organismo de un ser humano, que no detectará su presencia sobrenatural, dándole seguramente alguna explicación racional a la sensación de extrañeza y ser observados que sufrirán a menudo.

Las conciencias de los huéspedes solamente podrán despertar de noche, la luz les sigue siendo negada, ya que el día los podría dañar, a pesar de encontrarse en sopor a reinos de distancia. La conciencia del humano permanecerá adormecida, descansando, mientras los cainitas elegidos tomen el control de su cuerpo. Excepcionalmente pueden tomar el mando diurno si consideran que hay un acontecimiento extraordinario en el que desean aportar algo valioso, manteniendo la conciencia del anfitrión dormida y tomando el control por medio de su propia fuerza de voluntad.

Sentirán sensaciones humanas ya olvidadas, cansancio, resaca, el dolor de un hueso roto, molestias mundanas de todo tipo… incluso la muerte. Si su avatar muriera lo más seguro es que la conciencia del elegido se desvanecería con el alma del fallecido. Esto es algo que los elegidos no sabían y que los inquieta sobremanera, aunque sabían claro que nada se puede conseguir sin cierto riesgo. Esto hará que cuiden bien de su anfitrión y se lo tomen con más seriedad si cabe.

Podrán utilizar sus habilidades con el humano anfitrión, si se diera la necesidad. Incluso determinados conocimientos podrán ser transmitidos al anfitrión si fuera preciso.

Sin embargo no podrán usar Disciplinas ni poderes de ningún tipo. Quizás en el futuro algo se pudiera desarrollar, pero de momento no será posible.

Al convivir con otra conciencia podría ser que se extrapolaran las personalidades de uno a otro, y que determinados rasgos mentales distintivos se pudieran manifestar en ambos sujetos, indistintamente de quien fueran originariamente. Miedos, odios, temores, sentimientos…

Una vez posean el cuerpo del anfitrión, tienen prohibido entrar en contacto con sus propios cuerpos, los de los cainitas durmientes. Si esto ocurriera podría poner en peligro toda la operación.

Deben ser discretos en sus conversaciones públicas y en la medida de lo posible también de las privadas. No se sabe quién puede estar escuchando.

Si sienten una amenaza extrema, pueden enviar un mensaje a Agea, diciendo la palabra “Eterno” y concentrándose en la anciana. Esto haría que la Archimaga se pudiera poner en contacto con ellos inmediatamente. Deben tener cuidado con este punto porque podrían despertarse poniendo en peligro el vinculo con el avatar, para siempre.

Mientras ellos duermen, Anat buscará y eliminará posibles amenazas sobrenaturales externas que pudieran alterar el curso de la historia.

Igualmente Abraham se encargará de velar por ellos aquí, en el santuario de Jerusalén y pudiera ser que trasladase a alguno sus cuerpos de forma segura, mientras duermen, para no poner en peligro a todos ellos en caso de un ataque exitoso al santuario.

Agea será la encargada de velar personalmente por Alejandro y será su consejera en las sombras, apartando todo mal sobrenatural que pudiera retirarle de su divino propósito: liberar al mundo de los persas y del mal y helenizar el mundo para su mayor paz y prosperidad.

Estarán años en sopor y despertarán gradualmente, en momentos concretos, viviendo en los cuerpos de sus anfitriones desde su más tierna infancia. Previsiblemente el ritual se habrá completado para la edad adulta, cuando podrán disponer del anfitrión cada noche sin peligro alguno.

Una vez los cinco ya han entendido el funcionamiento de los efectos del ritual, se disponen a meterse en cada sarcófago ayudados por los tres guardianes. Se tumban en las frías mortajas y desde fuera les cierran los sarcófagos. Solamente escuchan la voz de Abraham, susurrando palabras ininteligibles durante el resto de noche que pasan despiertos. El día llega y duermen abatidos por el cansancio emocional.

La próxima vez que despierten será dentro de años y ya no lo harán en estos cuerpos, si no el los de sus anfitriones, los compañeros de más confianza del Eterno: Alejandro Magno.

 

Fin de la regencia

Macedonia, 355 a. C.

Filipo II expulsó del trono a su joven sobrino Amintas que fue desposeído de su corona. Hasta ahora Filipo, era solamente su regente. Amintas no fue considerado como suficientemente peligroso para ser una amenaza para Filipo, que incluso le dio a su hija Cinane en matrimonio. Así  es como Filipo II deja da ser su regente para ser el rey oficial de Macedonia.

Los griegos, al mando de Filipo II querían expandirse, la conquista era algo que ya no era una mera idea. Querían saber cómo era el mundo conocido y sobre todo, querían dominarlo. La helenización debía ser un hecho indiscutible. Las tropas macedonias pretendían llegar a los confines del mundo y el rey Filipo ya lo tenía claro. Pero primero debía acabar con las guerras intestinas entre griegos, liderarlos y abalanzarse después contra el Persa.

 

Alejandro Magno, El Infante
El joven Alejandro

Este es el comienzo de la historia de un joven que se convertirá en leyenda y cómo forjó su pasado junto a sus inseparables amigos a los que llamaba: los compañeros.

Estamos en pleno siglo cuarto antes de Cristo. Alejandro es criado exquisitamente, educado finamente, a la usanza griega.

El joven Alejandro era uno de los primeros hijos del rey Filipo. No era el mayor. Su padre se casó siete veces; consideraba, dentro de una política diplomática, que una manera de afianzar alianzas era desposándose con mujeres de los territorios que se integraban en su ámbito. Se le conocen al menos siete esposas, más distintas concubinas y concubinos.

La madre de Alejandro, Olimpiade, princesa del Epiro, había tenido otro hijo anterior a Alejandro llamado Arrideo, que tenía algún tipo de problema mental. El hermanastro  mayor claramente quedaba descartado del trono.

De esta forma Alejandro fue durante mucho tiempo el único hijo varón viable de Filipo, e iba a ser el sucesor, a menos que hubiera otro hijo en algún momento. Filipo tuvo varias hijas con otras mujeres y una con la propia Olimpiade a la que llamaron Cleopatra, hermana de sangre de Alejandro. En este mundo siempre era el hombre varón el que tenía de capacidad de reinar y Alejandro fue educado como un futuro rey dejando al margen a su hermana.

Fue instruido junto a sus compañeros, los hijos de otros nobles griegos, cómo eran educados los aristócratas. Aprendió a luchar, a montar a caballo y a cazar. Su padre Filipo preparaba a Alejandro para reinar proporcionándole una experiencia militar y encomendando a los mejores sabios de la época su formación intelectual.

Su educación fue inicialmente dirigida por Leónidas, un austero y estricto maestro macedonio, que daba clases a los hijos de la más alta nobleza, que lo inició en el ejercicio corporal, lucha con armar, equitación, pero también enseño habilidades militares como la estrategia o la diplomacia. 

Lisímaco, un profesor de letras bastante más amable, se encargó de su educación intelectual y se ganó el cariño del Magno llamándole Aquiles, y a su padre, Peleo. Alejandro aprendió a recitar de memoria los poemas homéricos y todas las noches Lisímaco colocaba la Ilíada debajo de su cama para que el joven Alejandro se aficionara a la lectura.

Sus educadores, el sabio Leónidas y el erudito Lisímaco, le instruían, eran sus mentores, le enseñaban todo lo que deber saber sobre astronomía, sobre política, sobre matemáticas, sobre geografía y sobre todo le animaban a leer.

Aquí tenemos a Alejandro, con ocho años, leyendo La Ilíada y soñando. Con esos enormes ojos pedidos en el infinito, pensando en qué habría más allá de la frontera Macedonia. Seguro se abrían múltiples posibilidades, excitantes aventuras y otros mundos ignotos por conquistar. El quería realizar su propia Ilíada y estaba seguro de que lo iba a conseguir y estos sueños los compartía con sus inseparables compañeros.

Un grupo de soldados reales cuidaban de la seguridad del hijo de Filipo y de los hijos de los nobles macedonios: Clito, Hefestión, Ptolomeo, Filotas y muchos otros, estudiaban bajo la enseñanza de los mejores maestros en Mieza, Santuario de las ninfas, en Naousa, una localidad residencial donde disponían de todo lo necesario para educar a Alejandro y a sus compañeros.

 

Mieza, Santuario de las Ninfas

Los compañeros de Alejandro el infante

Mieza, santuario de las ninfas, reino de Macedonia, 348 a. C.

La isla de Mieza era un autentico paraíso donde Alejandro y sus compañeros, casi hermanos, aprendían a ser los hombres que una vez conquistarían en mundo. Alejandro tenía solo ocho años y sus compañeros edades parecidas.

Ocurría algo curioso y era que alguno de estos niños parecían tener  conductas o detalles dignos de adultos de más edad, ¿podría tener algo que ver el ritual de los cainitas de Jerusalén? Pudiera ser…

Los compañeros más cercanos a Alejandro eran:

Hefestión: un niño guapísimo al que no le gustaba demasiado combatir. Era habitual que se escapase de las clases donde se enseñaba a luchar y para él, el castigo por hacerlo era mejor que permanecer en estas lecciones que le aburrían enormemente. Cualquier práctica de habilidades físicas le fastidiaba ya que se le daba mal, cualquiera de las dos razones podía perfectamente ser consecuencia de la otra.  Curiosamente sin esforzarse mucho en estas prácticas se le daban extraordinariamente bien, para el poco caso que las hacía. Hefestión no era un niño al que le atrajeran las armas y la violencia, sin embargo si le gustaban mucho las artes, la cultura, la música, la historia, la geografía, le fascinaba la idea de conocer lugares ignotos… algo muy extraño para un niño de su edad.

Hefestión era un espíritu libre desde que nació, y ya de niño le costaba hacer caso a la autoridad. Con apenas diez años ya había intentado fugarse de la isla en más de una ocasión. Para él era una cárcel que le impedía ver el mundo que había más allá de aquellas aguas. Alguna vez había liado a sus amigos más cercanos para escaparse y en alguna ocasión habían llegado incluso a fletar una barcaza. Por supuesto un puñado de mocosos no llegaron muy lejos y el castigo por semejante infracción fue severo, cosa que a Hefestión le daba igual, el seguía fantaseando con explorar el mundo conocido de uno al otro confín; incluso cuando le encerraban por haber liado alguna de este tipo, se evadía con la imaginación llegando a lugares donde nadie más podía hacerlo, con lo que el correctivo nunca surtía efecto Había ocasiones en los que le encerraban por haberse saltado alguna clase bélica y él respondía con una amplia sonrisa a su captor: “maravilloso, necesitaba estar solo”.

Clito: era un poco más mayor que sus compañeros y sus instintos adultos estaban más desarrollados que los de los demás niños. En ocasiones le ponían al mando de los soldados de la isla, debido a su diferencia de edad. Al contrario que Hefestión a Clito le encantaban las clases donde había algo de acción. Llevar a la práctica todo lo aprendido era lo que realmente le entusiasmaba. Los estudios y filosofar no le gustaban nada, los consideraba una pérdida de tiempo al no sustraer de ellos ninguna gratificación inmediata.

Comenzaba ya a pillar sus primeras borracheras junto a los soldados o criados más inquietos. Era frecuente verle despertarse entre odres de vino vacíos, con una castaña digna de mención y un olor a vino imposible de quitar ni con diez duchas en las termas. Igualmente habían empezado a aflorar en él las tendencias más propias de la pubertad y le encantaba seguir a las jovencitas del servicio para mirar bajo sus togas o tocar sus partes bajas, al final acababa siempre huyendo de las muchachas ultrajadas.  No hay que olvidar que Clito aun era un infante, no era lo suficientemente adulto para estas vivencias, sin embargo era lo que le realmente le cautivaba.

También había un lado oscuro en Clito, no por nada se ganó el sobrenombre de “El Negro”, seguramente su atracción por las tinieblas vino de esta tierna infancia donde comenzó a sentirse extrañamente atraído por los cadáveres de los animales fallecidos. Cuando encontraba uno, lo abría en canal con su puñal y hurgaba en sus vísceras para ver que había dentro. Llegando incluso a sacrificar a algún caballo mayor para jugar con sus vísceras aun calientes.

Otra faceta de Clito era la de delincuente; era un maestro del trapicheo, robaba y revendía odres entre los soldados; organizaba timbas de juegos nocturnas completamente prohibidas, algo muy adelantado para la tierna edad de Clito, poco más de una década.

Ptolomeo: También mayor que los demás, de la edad de Clito, Ptolomeo era un niño muy brabucón. Iba diciendo entre sus compañeros que él iba a ser el mejor general de Macedonia. Lo tenía muy claro desde pequeño. Ptolomeo era lo que se suele denominar en jerga infante: “un chulo”. Siempre era el mejor en todo, aunque realmente no lo fuera. Su autoestima volaba tan alto como su ego, mucho mayor que el de cualquier niño de su edad. Tenía muy claro que alguna vez sería el rey del mundo y si ese cargo aun no existía, el lo inventaría.

Le encantaba participar de los intentos de huidas de Hefestión y de las gamberradas más oscuras de Clito. Eran sus mejores amigos. Era habitual verle peleándose contra Filotas, ya que no le gustaba que nadie fuera mejor que él en algo, y Filotas era más grande y fuerte que él, así que normalmente le ganaba en combate, algo que Ptolomeo no aceptaba jamás, él era el mejor, todos lo verían y se someterían llegado el momento. 

Filotas: Era poco hablador. Un niño más bien solitario y muy observador. Le gustaba concentrase en todo lo que hacía hasta el punto de la abstracción absoluta. Al ser el hijo del general del rey, Parmenión, intentaba impresionarle para llamar a atención de su padre, generalmente sin éxito, su progenitor nunca se lo puso más fácil que a los demás, más bien todo lo contrario. Esto hizo que Filotas adoptara en ocasiones roles adultos que no le correspondían

Filotas era un verdadero amante de los animales, le encantaba montar a caballo y jugar con los perros y los gatos del lugar. Alguna vez participaba de las orgias de vísceras con Clito, era una macabra atracción que ambos niños compartían. Esto le marcaría para siempre y sería evidente en sus participaciones en batallas futuras.

No le gustaba nada perder y mucho menos que le quitaran el merito de ser el mejor en algo. La lucha se le daba bien y solía medirse a puñetazos contra Ptolomeo para bajarle os humos al chulo de la clase. Aún así, se llevaba bien con él, para Filotas las peleas, con Ptolomeo y los con demás niños, eran un divertimento donde podía demostrar su poderío y lo hacía empleándose a fondo, en alguna ocasión tuvo que ser apartado de la pelea o de lo contrario habría matado al contrario.

 

Leónidas, Maestro de Artes Bélicas
La carrera

El sol resplandecía orgulloso en un esplendoroso día de primavera en la isla de Mieza. La temperatura era agradable y se estaba de maravilla al aire libre, bajo un inmenso cielo azul con apenas nubes.

Parmenión, general del rey Filipo II de Macedonia, había venido de visita a la isla denominada el santuario de las ninfas. Ese lugar idílico donde el joven Alejandro, hijo del rey, junto a los demás príncipes del reino de Macedonia, eran instruidos en artes para cultivar su cuerpo y su mente. Su hijo Filotas estaba aquí entre los amigos más íntimos de Alejandro, pero Parmenión no había venido a ver a su hijo, si no a comprobar que todo iba como debía por orden del rey.

Leónidas, el maestro de artes bélicas, se encontraba con Parmenión explicándole como iba todo por la isla y en que era en lo que estaba formando a los jóvenes príncipes, el futuro del reino de Macedonia.

Los niños habían empezado el día desde muy temprano con Leónidas en clases de lucha sin armas, espada, y arco; ahora tenían un descanso antes de la clase de equitación, donde los niños no solo estaban siendo enseñados a montar a caballo, si no a combatir desde el mismo y a cuidar al animal en todos los aspectos, desde cepillando su pelaje, hasta alimentándole correctamente a diario.

Cuatro niños se encontraban juntos cerca de las cuadras, apartados de los demás. Clito, Hefestión, Ptolomeo y Filotas. Solían estar juntos, la mayoría de veces con Alejandro, pero hoy no era así, al joven príncipe lo requerían para la visita de Parmenión, algo que Filotas no llevaba demasiado bien, dado que era su padre y no parecía estar muy interesado en prestar atención a su hijo.

–¿Sabes que hay un nuevo caballo de guerra en el establo? –preguntó Hefestión a Filotas intentando animarle– a tí que se te dan mejor los caballos, puedes intentar montarlo…

–A mi padre no le gustaría. Si nos pilla nos castigará –dijo Filotas con miedo en su mirada ya que sabía de la severidad de su progenitor y no tenía ganas de que coincidiera su visita a la isla con una de las travesuras de Hefestión.

–¡Yo quiero montarlo! –interrumpió Ptolomeo muy seguro de sí mismo pegando su pulgar derecho a su pecho.

Los tres niños le miraron y Clito comenzó a hablar, y cuando lo hacía era porque alguna idea loca de las suyas se le había ocurrido: 

–¿Y si hacéis una carrera? –preguntó Clito  con los ojos iluminados y mirando fijamente a Filotas– Tu Filotas, todos sabemos que eres un gran jinete, podrías montar uno de los caballos de la cuadra y correr como el viento, ya lo has hecho antes…

Parmenión,
General del rey Filipo II

–¡Yo soy mejor que Filotas! –dijo Ptolomeo interrumpiendo a Clito que lo miró sonriendo y asintiendo.

–Y tu Ptolomeo –dijo Clito mirando ahora a Ptolomeo– para equilibrar la balanza, podrías montar ese caballo de guerra e intentar ganar en una carrera a Filotas. Además un caballo de guerra debe ser montado por alguien grande ¿no crees?

Ptolomeo se sentía henchido gracias a las palabras de Clito y aumentaba su ego mientras con paso decidido se dirigía el primero hacia las cuadras.

–Mi padre se va a dar cuenta –dijo Filotas mientras seguía a los demás que iban tras Ptolomeo a buscar ese caballo de guerra, que aun no habían visto.

–¿Y qué? –preguntó Clito dirigiéndose a Filotas– culpa a alguien y te libras del marrón. ¿Tenemos carrera…verdad? –preguntó a Ptolomeo que asintió con una expresión de atrevimiento desmedido y casi demente en su cara.

–¡Tenemos carrera! –dijo Hefestión saltando y brincando de alegría rodeando a sus compañeros. Le encantaban las aventuras y mucho más las que transgredían las reglas.

–Os llevaré donde me han dicho que está el caballo –dijo Hefestión a sus compañeros contentísimo.

Clito empezó a pensar en cómo traducir la carrera en monedas y llegó a la rápida conclusión de que lo haría con una apuesta. Se apartó de sus compañeros y regresaría más tarde con cuatro criados empleado de las cuadras, a los que engatusó organizando una apuesta improvisada sobre la carrera que iban a disputar sus amigos. Los cuatro conocían a Clito, era alguien famoso entre el servicio por sus correrías nocturnas, así que fue fácil seguir al chaval. Cabe destacar que Clito solía tener la picardía de salir airoso de la mayoría de sus pequeños quebrantamientos y esto era algo que jugaba a su favor a la hora de convencer a los demás para participar en sus intrigas.

Los tres niños, Clito estaba ausente, se encaminaban raudos pero en sigilo hacia las caballerizas, hasta que Hefestión, a causa de las prisas, se tropezó y cayó sobre unos cubos que usaban para darles de comer a las bestias. El estruendo fue mayúsculo y un soldado que se encontraba cerca apareció por allí para ver que ocurría. Hefestión miró a sus compañeros, les guiño un ojo y se escondieron rápidamente; se levantó e insultó al guardia para salir corriendo después. El soldado corrió tras el zagal alejándose del establo y dejando vía libre a Ptolomeo y a Filotas. Los niños tenían claro que Hefestión había despistado al soldado para que no les desbaratara todo el plan.

Llegaron al establo y Filotas fue saludando silenciosamente a los corceles  que se encontraban cada uno en su cuadra. Los acariciaba el hocico y ellos respondían moviendo la cabeza y la cola agradecidos. El niño ya estaba eligiendo al caballo con el que iba a ganar a Ptolomeo, ya no le parecía tan mala idea la carrera, los animales le habían hecho olvidarse de su padre por un momento.

Por otra parte Ptolomeo llegó a la última de las cuadras del establo. En ella había un esplendoroso caballo gris con la crin blanca trenzada. Leónidas les había enseñado cuales debían ser las específicas características que debía tener un caballo de guerra: Debía ser un animal fuerte, ágil e inteligente, capaz de mantenerse tranquilo en situaciones de ruido y caos, para saber cómo reaccionar debidamente en una contienda. Dependiendo de su función en el campo de batalla, al animal le correspondía reunir unas determinadas condiciones; un caballo de exploración debía tener un trote ligero además de una resistencia importante. Sin embargo, si la función del caballo era combatir en primera línea se buscaba que el animal fuera más agresivo o más fuerte, sin que fueran tan importantes la rapidez o la inteligencia.

Solo con verlo impresionaba, era enorme, mucho más grande y fuerte que los demás corceles que tenían en la isla, incluido el de Leónidas. Ptolomeo recordó las palabras de su maestro sobre los caballos de guerra pero no era capaz de discernir si era un caballo de exploración o de primera línea… le daba igual, porque montarlo iba a ser toda una experiencia.

El niño ensilló al caballo con la ayuda de Filotas que ya había elegido a su jamelgo, un joven pero veloz rocín llamado Rayo, era el más rápido de la cuadra y ya lo había preparado y atado fuera para ayudar a Ptolomeo a preparar a su montura. 

Filotas también quedó sobrecogido al ver al corcel, no había visto un poderío tal en ningún otro animal, jamás. Su actitud, sus curvas perfectas, su fuerza física, sus pezuñas perfectamente herradas… una maravilla digna de admirar. Filotas tuvo celos de no ser él quien lo montara, pero la idea de Clito de que él corriera con un caballo menor por ser más diestro, le producía cierto orgullo que no podía desechar con una emoción tan primaria como la envidia. Además ganar a un caballo de guerra debía ser algo muy parecido a ganar con un caballo de guerra. En absoluto parecía tener la entereza de un niño, como si la energía de un adulto y su experiencia le acompañase desde su interior, de algún modo…

Caballo de Guerra

Cuando llegó Clito acompañado de los cuatro sirvientes, vio el caballo bélico y se quedó ensimismado con su majestuoso aspecto. Pensaba en silencio en cuanto dinero podría conseguir si vendía un jaco como ese. Pero la idea se le fue rápidamente de la cabeza cuando vio a Hefestión corriendo y sin el soldado detrás. Le había dado esquinazo.

Hefestión se detuvo y mientras recuperaba el aliento Filotas montó a Rayo. Clito ayudó a Ptolomeo a subir al caballo de batalla, y al hacerlo era como ver a  un enano en lo alto de una montaña, sin embargo Ptolomeo se sintió importante y el caballo aceptó su monta sin demasiada dificultad, parecía como si el corcel quisiera participar de la travesura, seguro que no tenía mucho tiempo para jugar entre batalla y batalla, pensaba Hefestión mientras acariciaba el suave morro del esplendoroso animal.

Los sirvientes, en un segundo plano comenzaron a apostar mirando de vez en cuando a su alrededor, no viniera nadie y les cogiera con las manos en la masa.

–Venga, venga –azuzó Clito– ¡que comience la carrera!

–Voy a dejar este pañuelo en la meta –dijo Hefestión con un pañuelo en la mano, dirigiéndose a ambos jinetes y corriendo a continuación velozmente lejos del establo, hacia los campos verdes de hierba pura y limpia.

El precioso día de primavera y aquel niño corriendo al sol trotando por el manto de hierba verde, con su figura recortando el cielo azul, pañuelo ondeante en mano, era la viva imagen de la libertad más pura y absoluta.

Mientras Hefestión regresaba de poner el pañuelo en la meta, sobre una roca rojiza junto a uno de los campos de cereal, de donde se sacaba la materia prima para cocer el pan que comían todos los días, Clito agarraba las riendas de ambos animales que se miraban inquietos.

Ptolomeo tenso, miraba hacia el firmamento, cargando de rallos de luz solar su ego desmedido. Filotas más calmado sobre Rayo le acariciaba el cuello tranquilizando al animal, deseoso de salir a cabalgar .

Hefestión hizo una señal a lo lejos brincando y sacudiendo los brazos. Ya estaba todo listo. Clito se subió a una piedra alta y dio la salida gritando:

–Preparados… listos… ¡YA!

Ambos infantes, ahora transformados en jinetes de carreras, azuzaron sus monturas y los caballos se encabritaron saltando y corriendo al trote, uno al lado del otro. Pero algo no iba bien, estaban corriendo en dirección contraria a la meta que había preparado Hefestión, que no cesaba de botar y vociferar para llamar la atención de sus amigos, queriéndoles reconducir en la dirección correcta.

Ambos caballos galopaban como el viento y se dirigían sin sospecha alguna hacia el acantilado. Ptolomeo consiguió redirigir su caballo y casi lo detuvo, comenzando la marcha hacia la meta donde esperaba Hefestión.

Filotas sin embargo continua hacia el acantilado hasta que se dio cuenta del error y con una destreza inusitada hizo que su montura cambiara de rumbo acortando distancias entre Ptolomeo,  que iba ganando la carrera.

Los corceles no corrían… ¡volaban!, salvajes por la pradera y sus pezuñas no parecían tocar el suelo en ningún momento, dejando ese sonido tan característico a su paso. Clito y el grupo de sirvientes aminaban a los chavales dando voces que se perdían en el inmenso cielo azul.

El galope de ambos caballos atravesando la pradera era hipnotizante. Filotas iba acortando distancias con Ptolomeo que veía por el rabillo del ojo como su rival se iba comiendo terreno. Ya no era tan evidente quien iba a ganar.

Filotas instigó a Rayo a correr al máximo de sus posibilidades y éste rebasó a Ptolomeo, que parecía que su caballo era más fuerte pero menos veloz, al final parecía ser un caballo de primera línea de batalla.

Ptolomeo galopaba elevado sobre la montura sobre aquel gran caballo que lo llevaba liviano como a un muñeco de trapo, sin embargo el niño lo dirigió con destreza controlando el galope a la perfección, adelantando a Rayo y ganando la carrera, rebasando el pañuelo de la meta. Hefestión saltaba de alegría dándole exactamente igual quién de los dos había ganado.

–¡Soy el mejor jinete! –gritó Ptolomeo henchido de orgullo y bravío sobre el grandioso caballo gris.

Filotas paró a Rayo con cierta dificultad. El niño apretaba con brutalidad los dientes y contenía las lágrimas de pura rabia por haber perdido la carrera. Molestándole más aun la celebración del engreído de Ptolomeo. Cualquiera le aguantaba después de esto.

Clito contaba las monedas que había ganado en el juego con los criados, cuando levantó la vista para ver aparecer a cierta distancia a Leónidas, su maestro de artes bélicas. Ahora sí que estaban de mierda hasta el cuello. Clito, sin hacer ningún movimiento brusco caminó lentamente hacia el establo donde se escondió mientras se fijó que los criados ya se habían esfumado rápidamente. Hefestión desde la lejanía también vio a Leónidas y se le cortó toda la alegría de golpe; aterrorizado y con el corazón a mil, se tiró al suelo esperando que el maestro no le hubiera visto. Sus latidos retumbaban en sus oídos mientras se quedó inmóvil en la hierba. 

La atención de Leónidas, colorado de ira, estaba puesta en los dos jinetes que venían en silencio y a trote largo en su dirección. No dijo nada, solo los miraba con rayos en los ojos… ¡estaban muertos!

Ambos niños llegaron a la altura de Leónidas y desmontaron como alma que lleva el diablo, colocándose firmes frente al maestro.

Leónidas era un coloso en la tierra. La viva imagen de un guerrero de leyenda, marcado por cicatrices en su rostro y con las suficientes canas para demostrar que su sabiduría estaba a la altura de su edad. Barba negra bien recortada y siempre vestido con la coraza de guerra y unas pieles de león que cruzaban su pecho dándole un aspecto épico.

El maestro miro a los niños, callados y con sus caras rojas como tomates al sol. La tensión podía palparse en el aire y tras una pausa eterna, Leónidas preguntó:

–¿Qué ha ocurrido?

–Estaba eligiendo el mejor caballo para la clase de equitación. Soy el mejor jinete y necesito un rocín a mi altura –dijo Ptolomeo intentando evitar el castigo que se les venía encima.

Leónidas, en un movimiento casi imperceptible lanzó un guantazo tal al niño, que arrojó a Ptolomeo al suelo de la inercia del golpe.

El maestro sin decir, nada miró a Filotas esperando una respuesta más convincente.

–… Estábamos… practicando… –dijo Filotas con pavor en su voz, a duras penas le brotaban las palabras. Sabía que el siguiente golpe iba a ser para él…

Leónidas repitió el sopapo, pero esta vez a Filotas, el hijo de su amigo Parmenión. El crio cayó al suelo como un guiñapo y escupió sangre.   

Ambos infantes se levantaron agarrándose la cara enrojecida y con lagrimas en los ojos, pero sin llorar abiertamente, se pusieron firmes al más puro estilo militar ante Leónidas, como dos pequeños soldados de juguete.

–Hoy habéis aprendido que jamás debéis mentir a un superior. Esta será la argamasa que alguna vez asentará la edificación de vuestra confianza –aleccionó Leónidas a los dos niños que no se atrevían a mirarle a los ojos.– Y no eres el mejor –dijo Leónidas dirigiéndose claramente a Ptolomeo– lo serás cuando dejes de alardear en alto sobre ello. 

Hefestión y Clito vieron la escena desde sus escondites y no se atrevieron ni a respirar por miedo a recibir ellos también un castigo.

Leónidas silbó y un par de criados, ambos habían estado apostando con Clito hace un instante, se presentaron y se llevaron por las riendas cada uno a un caballo. El maestro se fue dejando a los dos niños firmes como estacas.

Cuando Leónidas ya no estaba ni se le veía a lo lejos, Hefestión y Clito salieron de sus escondrijos y se acercaron lentamente a sus heridos compañeros en silencio.

Clito repartió los beneficios de sus apuestas entre todos sus compañeros, quedándose con la mayor parte para él y guardando una parte para Alejandro “su impuesto para la corona” como le gustaba llamar a Clito.

Experiencias como esta fueron las que unieron a los compañeros de Alejandro para toda la vida.

 

Lisímaco, Maestro de Artes Mentales
Maestro Lisímaco

Lisímaco, el profesor de artes mentales. Tenía el aspecto de un locuelo agradable. Sus togas coloradas eran solo una muestra de sus pequeñas extravagancias cotidianas. Tenía una larga barba blanca y sus cabellos largos solían estar siempre despeinados. Era habitual verle sonreír, tenía un gran sentido del humor y se había ganado el cariño y el respeto de todos los jóvenes príncipes a los que tenía por alumnos. Era uno de los maestros más sabios y respetados de toda Grecia, por eso se encontraba aquí, instruyendo a Alejandro y los suyos, formando al futuro de Grecia.

Llevaba toda la tarde dialogando con sus alumnos sobre geografía, historia y filosofía. En un descanso decidió revelarles las sucesos de actualidad:   

–Animados por un intento fallido de invasión de Egipto por el rey Artajerjes II, Fenicia y Chipre se han rebelado contra Persia. –Dijo Lisímaco a sus alumnos mientras señalaba los reinos en un mapa con su vara de freno– Sidón, el centro de la revuelta contra Persia, busca la ayuda en su ciudad hermana de Tiro y también de Egipto pero obtiene muy poca. Los persas han equipado una flota de cuarenta trirremes y han reunido un ejército de ocho mil mercenarios contra Chipre, bajo el mando del general ateniense Foción.

–Y bien mis queridos retoños… –dijo Lisímaco mirando directamente a Alejando, Ulises como lo llamaba el maestro en confianza– me gustaría saber que opináis sobre estos últimos hechos que nos incumben indirectamente, dado que nuestro presente y futuro dependen de su resolución.

–¡Malditos atenienses! –dijo Ptolomeo de forma muy impetuosa y poniéndose en pie. Todos sus compañeros lo miraron, aunque estaban más que acostumbrados a sus salidas de tono– Yo seré alguna vez el Faraón de Egipto, y entonces me deberán el respeto que ahora no nos muestran.

El maestro asintió sonriendo y sin aleccionar o corregir al niño. Era algo habitual en su forma de enseñar.

–Creo que es una estrategia correcta maestro –dijo Hefestión con palabras adultas– pero de nuevo el oro persa marca la diferencia con la compra de esos ocho mil mercenarios atenienses. Los atenienses son griegos y no deberían venderse al Persa, deberíamos unirnos todos contra el enemigo común y no guerrear entre nosotros.

 –¿Y cómo convencerías a los atenienses para unirse al los demás griegos? –preguntó Lisímaco a Hefestión. 

–Sangre y venganza –respondió el niño muy serio y entrecerrando los ojos.

–No solo el oro persa marcará la diferencia –dijo Clito tomando la palabra– habrá algún interés más, alguna motivación además de la riqueza. Habría que buscar ese estimulo y explotarlo…

–Interesante, Clito –dijo Lisímaco rumiando las palabras de sus alumnos y levantándose de su silla– ahora pensad en ello durante lo que queda del día y mañana me contáis vuestras conclusiones. Recordad que es importantísimo conocer los movimientos políticos y bélicos, tanto de nuestro reino como de los vecinos, eso nos permitirá anticiparnos a los posibles problemas.

De este modo se ilustraban en las enseñanzas que años más tarde serían aprendizajes de vital existencia, preparando a los niños para una vida llena de aventuras, guerras y conquistas.

 

Familia de Alejandro,
Filipo II y Olimpiade 
Incubando odio

347 a. C.

Con tan solo nueve años, Alejandro se encontraba en medio de una guerra, por un lado las distensiones y de las broncas continuadas entre su madre, posesiva, y por otro, su padre, más desprendido.

Alejandro estaba obsesionado con la figura de su padre, lo odiaba a muerte, solamente quería superarle, quería demostrar que podía ser tan grande como él. Esta obsesión había sido abonada sin duda por Olimpiade, su protectora madre, durante su aún corta vida.

 

353 al 343 a.C.

- Tercera invasión Persa, conquista del Bajo y el Alto Egipto.

- Los reyes de Persia serán también faraones de Egipto, del 343 al 332 a.C.

 

Alejando Magno monta a Bucéfalo
Bucéfalo, primer signo de poder

Macedonia, 347 a. C.

Filipo II se encontraba en Macedonia cuándo recibió la visita de un comerciante llamado Filoneico de Tesalia que le quiso vender un caballo. Era un corcel salvaje por el que pedía un buen precio, 13 talentos. Filipo accedió a comprarlo pero quería probarlo antes de pagarlo.  

Era un caballo negro hermosísimo; el rocín más impresionante que se haya visto por Macedonia. Había un solo problema: nadie conseguía domesticarlo, nadie había sido capaz de montar sobre sus lomos jamás.

Filipo lo organizó todo y ordenó a sus mejores jinetes que intentaran montarlo, no debía ser tan difícil para profesionales macedonios acostumbrados a la cría de corceles, someter a uno salvaje. Pero corcel no se dejaba y todos acababan siempre en el suelo, el caballo parecía indomable.

Alejandro tenía nueve años, se encontraba presente con Filotas, Clito, Ptolomeo y Hefestión; los infantes hablaban sobre sus cosas mientras contemplaban curiosos y con cierta gracia la escena. Los mejores jinetes de Macedonia se querían subir al equino pero caían estrepitosamente, la gente se reía, incluso aplaudía, ya era todo un espectáculo.

Filipo muy preocupado, empezó a cuestionarse la compra de aquel caballo, a lo mejor había cometido un error, quizás era un caballo demasiado salvaje. Ese caballo llevaba por nombre: Bucéfalo; un jamelgo al que por cierto la leyenda describiría como un híbrido entre camello y elefante.

Alejandro se percató de lo que estaba ocurriendo. Sus intensos ojos se fijaron en un detalle. El cuadrúpedo recelaba de su sombra, se asustaba ante la visión de su propia sombra.

–Yo lo voy a montar –dijo Alejandro muy decidido a Clito, su hermano de leche.

–¿Pretendes subir a ese caballo? –le preguntó Clito muy crítico.

–Es tu oportunidad Alejandro –le dijo Hefestión– yo confío en ti.

Clito vio la decisión en los ojos de su amigo y distinguió la ocasión para comenzar a promover apuestas para llenar su bolsa de monedas. Mientras Alejandro sin dudarlo se acercó a su padre y le pidió permiso para montar al animal. Viendo que Filipo no le hacía mucho caso, exigió a su padre que le dejara montar a Bucéfalo. 

–Vas a dejar perder un gran caballo sólo por que no saben controlarlo, ni se atreven a intentarlo... –dijo Alejandro insistiendo a su padre.

El padre sonriente y sabedor que el hijo siempre quería impresionarle le dijo:

–Está bien Alejandro, tienes mi permiso, pero con una condición, si eres desmontado, tú mismo pagarás el altísimo precio que me piden por este caballo –Filipo le dio su aprobación pensando que su hijo acabaría en el suelo, y pagando el caballo después y esto le daría una lección.

–Acepto el trato –dijo Alejandro a su padre con decisión.

Alejandro saltó la valla del cercado y se acercó sigilosamente hacia el caballo. Asió sus crines con fuerza y dirigió la cabeza del caballo, llevando la mirada de Bucéfalo hacia el sol. El caballo quedó deslumbrado por la luz del astro rey y quedó inmediatamente inmovilizado. Ese fue el momento que aprovecho Alejandro para asirse fuertemente a esas crines negras y de un rápido gesto, con un solo movimiento, logró subir a lomos de Bucéfalo. Alejandro se había coronado sobre la grupa de aquel caballo salvaje que ahora se mantenía inmóvil. Se hizo el silencio y todos los presentes contuvieron la respiración.

La reacción fue extraordinaria, el caballo acepto la dominación, el rocín quiso a Alejandro… ¡eligió a Alejandro! Éste empezó a trotar y después a cabalgar a lomos de Bucéfalo. El caballo parecía obedecerle en cualquier movimiento, a cualquier orden, parecían haber nacido para estar juntos.

Los compañeros de Alejandro contuvieron el aliento hasta que lo vieron regresar; en ese moemento Ptolomeo y Filotas comenzaron a aplaudir y jalear a Alejandro y le siguieron todos los presentes impresionando al rey Filipo.

Hefestión lloraba de emoción, ya que era él quien le había animado a su amigo y esto le hacía sentirse inmensamente orgulloso.

Clito recogía los beneficios de sus apuestas apartando siempre una parte para Alejandro, como siempre.

Desde entonces, Bucéfalo sería el gran caballo de Alejandro. Su mítico y legendario caballo Bucéfalo. En toda su vida no aceptará la monta de nadie que no fuera Alejandro Magno. Durante muchos años, combatirían, explorarían y conquistarían en mundo juntos...

Ese fue el primer signo de poder ofrecido por Alejandro Magno hacia su padre el rey de Macedonia.

Filipo II alborozado con los ojos bañados por las lágrimas agarro a su hijo, lo besó y le dijo:

–Alejandro hijo mío… tendrás que encontrar un reino lo bastante grande; a la altura de tusa ambiciones, Macedonia es demasiado pequeña… Grecia es muy poco para ti. –Y lo abrazó fuertemente.  

Alejandro en ese momento no entendió muy bien las palabras de su padre pero asintió.

Bucéfalo será el caballo que acompañará a Alejandro Magno durante toda su vida.

 

Hefestión,
Compañero de Alejandro Magno
Influencia en Grecia

346 a. C.

Parmenión es miembro de la delegación macedonia enviada para negociar la paz con Atenas.

 

343 a. C.

Filipo consolidó su influencia en Grecia y reconoció la independencia de Mesenia y Arcadia. Al mismo tiempo, asentó sus dominios en Iliria, reorganizó de nuevo Tesalia.

Clito, hermano de leche de Alejandro combatió por primera vez, antes que sus compañeros, junto al rey Filipo. Intervino en Epiro, expulsando a Arribas y entronizando a Alejandro de Epiro.

Firmó un tratado con el gran rey de los persas, Artajerjes III. Lo que le permitió extender sus posesiones en el territorio tracio, dirigiendo una gran expedición militar que conquistó la ciudad fortificada de Eumolpia.

 

342 a. C.

Parmenión es destinado al mando de un ejército a Eubea, para asegurar la influencia macedónica.

 

Aristóteles, Tutor de Alejandro Magno
Aristóteles será tu mentor

342 a.C.

A la edad de catorce años el padre de Filipo le encomienda al mejor profesor que se pueden encontrar en Grecia: Aristóteles. Uno de los grandes pensadores del mundo antiguo. Aristóteles se encargará de la educación del joven Alejandro y de sus compañeros. Filipo II pidió al gran maestro y sabio Aristóteles que fuera el tutor de su hijo Alejandro. Aristóteles acepto y viajó desde Aso, isla cercana a Lesbos. Fue con su sobrino Calístenes para introducirse ambos en la corte macedonia en Pella.

Alejandro se está educando con lo más florido de la juventud macedonia, jóvenes príncipes procedentes de todo el reino. Continúan su formación en el santuario de las ninfas en Mieza, alejado del mundanal ruido. Allí se recluye Aristóteles con este grupo de jóvenes para enseñarles. para participar en la educación del príncipe. En ocasiones eran trasladados a la corte real en Pella para servir como pajes reales. 

Aristóteles ya era una figura reconocida. Había pasado casi veinte años en Atenas formándose con Platón, el otro gran filósofo del mundo griego. Era una persona con una cultura enciclopédica, con un gran interés por la política, geografía,  las culturas del mundo, el conflicto entre culturas. Todo esto se lo está enseñando a Alejandro y a sus compañeros.


Clito "el Negro"
Compañero de Alejandro Magno

“Los que habitan en Asia son inteligentes y de espíritu técnico, pero faltos de brillo y por ello llevan una vida de sometimiento y servidumbre. La raza griega es a la vez brillosa inteligente por eso no solo vive libre sino que es la que mejor se gobierna y la más capacitada para gobernar a todos los demás si alcanzara la unidad política”

Aristóteles, Política 1327b.

 

Aristóteles piensa que los griegos están destinados a gobernar el mundo. Que los bárbaros son por definición por naturaleza inferiores. Es una visión teocéntrica, estamos en el siglo cuarto antes de Cristo y Aristóteles está escribiendo está hablando para griegos de esa época y señalando la clave del problema.

Si los griegos se unieran serían capaces de dominar a los bárbaros. En un joven de quince años qué es heredero de Heracles y de Aquiles, sin duda esto causó una impresión extraordinaria. Alejandro se veía ya como el que podría unir a los griegos y juntos vencer a los persas, sobre todo porque su padre Filipo estaba ya dando grandes pasos para conseguir este objetivo y le faltaba poco para lograrlo.

Alejandro se educó en este ambiente, gracias al aprendizaje con Aristóteles, el ambicioso príncipe de Macedonia adquiere una gran afición a la filosofía.

 

Aristóteles y Alejandro Magno

Rodeado de sabios

Los maestros Lisímaco y Leónidas continúan la instrucción que ya habían empezado con los infantes desde niños, ahora dictados por Aristóteles.

Maestros geógrafos le enseñan a Alejandro y los suyos cómo es el mundo, cómo es de grande, qué pueblos lo habitan y sus peculiaridades.

Alejandro es un gran lector y su libro favorito desde bien pequeño siempre había sido la Ilíada de Homero. Le encanta leer una y otra vez la Ilíada. Para él no es un simple poema, es la historia cantada de la gloria de su antepasado y que describe la lucha entre los aqueos y los troyanos, entre Europa y Asia, entre los griegos y los barbaros. Alejandro lee las anotaciones en los márgenes del libro hechas por Aristóteles, con observaciones, el maestro le hace la lectura alegórica, simbólica, la que le da pistas de comportamiento. Alejandro llevará ese libro consigo durante toda su campaña.

Alejandro está permanentemente buscando la sabiduría, el conocimiento le obsesiona y indaga constantemente para ver quien le puede aportar más sabiduría.

 

Características físicas

Alejandro era un joven de hermosa presencia y estatura inferior a la media, medía 1,60, pero estaba bien formado. De cutis blanco, la nariz algo curva inclinada a la izquierda. Su cabello era semiondulado de color castaño claro y ojos heterocromos, el izquierdo marrón, y el derecho gris. Era muy guapo, sorprendentemente apuesto. Sus enormes ojos y esa determinación provocaron que el joven desde muy pronto llamara la atención.

Plutarco y Calístenes citan que poseía un aroma físico agradable naturalmente, a lo que ellos llamaban “buen humor”. Por descripciones de Plutarco, normalmente antes de dar batalla, Alejandro lanzaba un dardo hacia el cielo, Zeus, con la mano izquierda, por lo que era zurdo.

Alejandro Magno tenía el hábito de inclinar ligeramente la cabeza sobre el hombro derecho.

 

Cazando al león
El león

Macedonia, 341 a. C.

La caza era una actividad importante para una familia real. Alejandro, ya contaba con 15 años y practicaba la caza de leones en Grecia. Cazaba con sus amigos, con los que se estaba educando, ellos formaban parte del círculo real.

Acaecía noche cerrada y Leónidas había organizado varias partidas de caza de leones para forjar a los príncipes en el noble arte de dar muerte a una presa. Su intención era que aprendieran todo tipo de habilidades y estrategias que en el futuro les sirvieran para las duras guerras y largas campañas que los esperaban. Esto forjaba a los jóvenes y los preparaba para ser fuertes y sagaces en asuntos de matar.

El grupo de Alejandro estaba formado por el aventurero Hefestión, el altivo Ptolomeo, el oscuro Clito y el silencioso Filotas.

La noche era agradable de temperatura y los jóvenes preparaban su estrategia de caza alrededor de una hoguera. Hefestión había memorizado el mapa de la zona, tenía una memoria prodigiosa y en estos casos venía de perlas.

–Comencemos haciendo una batida en uve –dijo Alejandro distribuyendo a sus compañeros y comenzando la cacería de un león. Había otros ocho grupos intentando ser los primeros en hacerlo, pero el ambicioso Alejandro había dejado claro a sus amigos que ellos debían ser los primeros en matar al letal felino.

Hefestión se agacho sobre unas huellas casi imperceptibles, parecía que había pasado uno por ese lugar hacia no mucho tiempo.

Filotas tenía muy buen olfato, siempre era el primero en saber que iban a comer ese día por que olía las cocinas desde los prados de entrenamiento. Efectivamente las sospechas de Hefestión fueron confirmadas por Filotas, ya que su percepción aguileña le alertaba de un aroma muy fuerte a animal grande y venia de una cueva cercana. 

Apagaron las antorchas a la orden de Ptolomeo y se colocaron a los lados de la cueva, armándose con lanzas, espadas y puñales.

Filotas,
Compañero de Alejandro Magno
–Tengo una idea –dijo Hefestión en susurros y mirando su antorcha aun humeante– ¿recordáis como cazábamos las ardillas cuando se escondían en los viejos robles huecos?

Clito sonrió y asintió pensando en la agudeza de su compañero Hefestión. Era un zote con la espada, pero las ideas se le daban genial.

–Podíamos hacer una hoguera cerca de la entrada de la cueva –explicó Hefestión– y meter el humo con nuestras capas, si hay un león dentro saldrá antes de asfixiarse…

–Muy buena idea Hefestión –dijo Alejandro organizando al equipo para poner en práctica el plan de su amigo, que era evidente que era mucho más que una cara bonita.

Filotas se encargo de hacer la hoguera y con sus capas a modo de mantas, Hefestión y Clito las sacudieron encima del fuego de la hoguera para meter el humo que salía de ella dentro de la cueva, esperando que ésta no fuera demasiado amplia por dentro. Ptolomeo y Alejandro estaban situados a ambos lados de la cueva, lanza en mano, esperando sorprender a su presa una vez decidiera salir para no ahogarse.

En la quietud de la noche, todo iba a pedir de boca hasta que Filotas pisó una rama sin querer y el chasquido alertó de su presencia. En ese instante un león salió de la cueva, antes de tiempo, y se dirigió raudo hacia Ptolomeo, que arrojo su lanza sin tiempo para apuntar y no pasó ni cerca del violento felino.

El león saltó sobre Ptolomeo que cayó al suelo paralizado del terror. El león había marcado al joven alertando a los demás sobre su gran fuerza.

Viéndose rodeado el felino rugió y todos los jóvenes cazadores se pusieron en guardia apuntando sus armas hacia el animal.

Ptolomeo tirado en el suelo vio las fauces del león y se asustó tanto que se levantó del suelo y corrió invadido por el pavor más elemental,  poseído por su instinto de supervivencia más primario, desapareció del lugar tras unos arbustos. 

Hefestión quedó inmovilizado sin saber cómo proceder y Filotas, Alejandro y Clito se acercaron al animal rodeándolo por tres flancos diferentes, todos ellos armados con lanzas y acorralándolo contra una pared de roca.

Ptolomeo,
Compañero de Alejandro Magno

Clito fue el primero en saltar hacia el león desde su izquierda. Dando una lanzada en el costado al animal que lo hirió haciéndole sangrar. Filotas empujó fuertemente con su lanza apuntándole al lomo e hiriéndole con una segunda punzada con la que el león rugió de dolor.

El animal viéndose acorralado dio un zarpazo que fue a parar al hombro de Clito, haciéndole soltar la lanza y arrojándolo al suelo, herido y doblado de dolor.

Alejandro aprovecho este momento, con la guardia del león baja por atacar a Clito, y se abalanzó sobre el felino dejando caer la lanza al suelo y desenfundando un puñal, más manejable en distancias cortas. Alejandro rodó por el suelo con el león y forcejearon violentamente acabando con el felino sobre Alejandro, con las fauces abiertas mientras el joven luchaba por su vida, agarrando con sus manos desnudas el cuello del león, ya que había perdido el puñal en la trifulca.

Hefestión reunió el valor suficiente para atacar al león, pero no fue capaz de acertar sobre él, fallando su lanzada.

Filotas volvió a empujar su lanza con fuerza y se la clavó de nuevo, esta vez en el costillar izquierdo, sacando la punta de la lanza mojada en sangre carmesí  mientras el feroz animal se quejaba amargamente mientras se desangraba.

Clito aprovechó este momento para agarrar al animal por el lomo y echándolo hacia atrás mostrando su pecho sangrante expuesto.

Alejandro cogió aire al verse liberado del peso del león mientras Filotas dio el golpe de gracia que acabó con el león, degollándolo hábilmente con su espada.

Bañado en sangre del león, Alejandro, se levantó del suelo y abrazó a Filotas agradeciéndole su intervención. Momento en el que aparece Ptolomeo entre la maleza diciendo:

–¿Os ha gustado mi estrategia para desviar su atención?

A lo que todo el grupo ríe estruendosamente mientras Ptolomeo asiente satisfecho.

Alejandro arrojó la cabeza del león cazado a los pies de su maestro Leónidas. Tras el príncipe, sus inseparables compañeros, algunos heridos en cuerpo y otros en orgullo.

Ellos fueron los primeros en cazar el león aquella noche y por ello ganaron el premio de haber conseguido la mejor pieza aquel año, un león adulto de casi 300 kilos.

Lo más enriquecedor fue la experiencia inolvidable de haber cazado un depredador estando heridos, aterrorizados y abatidos… pero juntos.

Habían aprendido una valiosa lección: juntos persistieron y fueron más fuertes que el vigoroso adversario.

 

Daria Farah, Embajadora Persa
La embajadora

Pella, 340 a. C.

Su padre, siempre estaba enfadado con Alejandro, permanentemente minusvalorando lo que su hijo hacía. Por otro lado la obsesión de su madre por proteger a ese niño. Olimpiade veía a ese hijo como un auténtico tesoro al que defender a ultranza, no permitiría que le pasara nada de nada. Alejandro siempre estaba custodiado por agentes de su madre, estuviera donde estuviera.

Alejandro se había criado en el santuario de las ninfas junto a los niños más refinados, más cultos, más educados de Macedonia. Los príncipes secuestrados de todas las provincias del reino eran quienes acompañaban a Alejandro siempre, eran sus compañeros, aquellos jinetes que Alejandro quería para dirigir en sus futuras grandes batallas, junto a sus inseparables e insustituibles compañeros.

A medida que Alejandro Magno fue creciendo tenía muchas dudas sobre el amor, mostraba querencia por ambos sexos, algo nada raro en Grecia. Tenía un amigo especial, un militar concido de su padre que formaba parte de la guardia real. Se llamaba Pausanias, las malas lenguas decían que también estaba muy unido a su padre.

Alejandro contaba con 16 años y se encontraba junto a sus compañeros más cercanos en la capital Pella, porque había llegado una embajada persa y el príncipe muy curioso quería estar presente.

La situación persa en la actualidad era delicada ya que el Rey persa, Atajerjes III, había sido asesinado por Bagoas, su general de confianza, lo había liquidado a traición para reinar en la sombra manipulando al heredero del trono.

Se acaba de coronar Atajerjes IV, pero Bagoas, el homicida de su padre era quien ocupaba el poder realmente tras la corona. A esto se le suma una gran revuelta contra los persas en el Alto Egipto. Khababash es coronado rey nubio del Alto Egipto y enemigo declarado de los persas.

La recepción fue preparada por Alejando, ya que su padre el rey Filipo se encontraba en la frontera tratando asuntos de estado. Su hijo se encargó de organizarla con todos los detalles posibles para causar la mejor de las impresiones ante los enviados del adversario. En este caso la embajadora era una mujer, algo inusual que podía ser tomado como un insulto, pero que el príncipe de Macedonia la acogió con los brazos abiertos, sin darle mayor importancia.

La diplomacia era uno de los puntos fuertes de Alejandro y trató a toda la comitiva de la embajadora con una delicadeza y un cariño inusual en un príncipe enemigo. 

Alejandro esperó su momento y cuando la embajadora se había liberado de sus obligaciones para con su padre, el joven rápidamente se arrimó a la representante persa para dialogar con ella.

La embajadora se llamaba Daria Farah y su piel era oscura como el ébano. Sus ojos eran verdes oscuros; el atractivo de la mujer era evidente. Tenía una cara que parecía cincelada en piedra, cada detalle era perfecto, sus labios carnosos, sus cejas bien contorneadas sus ojos intensos y afinadamente maquillados. Aunque lo que más llamaba la atención de la emisaria no era su primor, si no sus atuendos. Su vestido era violeta con detalles dorados y accesorios de oro puro. El cuello de su casaca era exageradamente largo y llegaba hasta un llamativo sombrero terminado en dos astas moradas acabadas en oro. Para rematar llevaba una gran tiara de oro macizo sobre su frente, tenía motivos de un estilo que recordaba al egipcio.

Muy curioso, el magnético Alejandro preguntó a Daria Farah sobre la forma de actuar del pueblo persa. La embajadora, alagada por el interés del atento príncipe le dio todos los detalles posibles. Alejandro la contó que era el tutelado de Aristóteles y ante el interés de la mujer le contó anécdotas de su enseñanza en el santuario de las ninfas, como aquella vez que sus compañeros hicieron una carrera de caballos saltándose la clase de equitación. El curioso Alejandro siguió mostrando interés, pero esta vez preguntó por la composición del Ejército. La embajadora persa, muy complacida por la fascinación del joven por su pueblo, le contó todo con pelos y señales. Alejandro no perdió un solo detalle memorizándolo todo y obteniendo valiosa información de la enviada persa. 

Alejandro deslumbró a la embajadora y los suyos con su inteligencia, su madurez y sus conocimientos políticos. 

Mientras Alejandro sacaba el máximo partido a la embajadora aqueménida, Ptolomeo se había fijado en una bella princesa persa que venía acompañando a la comitiva de la embajada, su nombre: Dartmoorh.

Ptolomeo reunió todo el valor necesario para entablar conversación con la bella princesa persa:

Dartmoorh era una seductora mujer con un vestido negro con escote palabra de honor y un corpiño granate que se ataba por delante. Las mangas eran traslucidas y los detalles de sus joyas eran de plata pura y rubíes encastrados. Su prominente escote recibía las miradas disimuladas de todos los hombres de la recepción, era algo que no la preocupaba en absoluto, tenía un cuerpo escultural y lo mostraba orgullosa sin ningún reparo. Su pelo era rubio y brillante, casi blanco, lago y ligeramente rizado. Una gargantilla negra lucia un camafeo persa enjoyado, de principios de la dinastía aqueménida de un valor incalculable.

Dartmoorh, Princesa persa

La mujer bebía a sorbos muy pequeños de una copa de vino y miraba curiosa como se le acercaba Ptolomeo, un joven griego vestido con las mejores galas y con un semblante excesivamente altivo.

–Soy Ptolomeo, el mejor amigo de Alejandro –dijo Ptolomeo presentándose a la princesa dándole un beso en la mano como marcaba el protocolo.

–¿Quién es Alejandro? –preguntó dejando planchado a Ptolomeo, demostrando su esquivo carácter.

–Es el príncipe de Macedonia y juntos conquistaremos el mundo –respondió Ptolomeo mirando a los ojos de la admirable dama que reía por la respuesta del joven.

–¿Cómo vais a conquistar el mundo si ya es nuestro? –preguntó la princesa persa al noble macedonio.

–Danos tiempo, uniremos a todos los griegos y seremos imparables –respondió Ptolomeo henchido de orgullo.

La mujer cogió del brazo a Ptolomeo con gran decisión ante la sorpresa del joven griego, que se dejó llevar. Ambos caminaron como pareja mientras ella parecía mostrar interés por la conversación del joven macedonio… para acabar vaciándole un vaso de vino sobre la cabeza dejándole chorreando y en ridículo ante toda la recepción.

Dartmoorh se apartó del joven, que escuchaba como alrededor se reían de él y lo apuntaban  con dedos acusatorios. El humillado Ptolomeo únicamente pudo mirar a la mujer más excitado de lo que se encontraba antes del desafortunado suceso.

Filotas tuvo que calmar a Clito, que observa la escena desde la distancia y ya estaba pensando en cómo castigar a esa sucia persa mal educada. Solo con una mirada entre ellos, los compañeros supieron que no debían meterse en la escandalosa ruptura de protocolo, sería contraproducente y podría derivar en un conflicto diplomático de mayor calado.

Hefestión acercó un pañuelo a Ptolomeo y le restó importancia para que su arrogante amigo no la liara parda.

Pero el destino conjuró extrañamente esa noche, ya que la princesa persa hizo un guiño a Ptolomeo mientras se fue a hurtadillas por una de las puertas del servicio.

Ptolomeo, sin mirarle siquiera, le dio su copa a Hefestión, que no tenía claro que esto fuera a acabar bien y perdió a su compañero en la misma puerta por la que se acababa de ir la princesa persa.

Dartmoorh aguardaba a Ptolomeo en la oscuridad e un cuarto secundario. Le agarro de las manos y ambos se besaron apasionadamente, desembocando en una sesión de sexo desenfrenado y salvaje que dejó múltiples arañazos en la espalda del joven aristócrata macedonio.

Tras la fiesta privada, ambos volvieron a la recepción con unos minutos de diferencia y ya no se juntaron en toda la noche. Únicamente se lanzaron algunas miradas cómplices y disfrutaban de sus recuerdos… sus cuerpos fundidos en una excitante y fogosa danza amatoria sobre la cálida alfombra persa de aquel cuarto oscuro.

Alejandro concluyó la recepción con un anuncio: el y sus compañeros acudirán a la primera de sus batallas juntos en breve. Las copas se llenaron de vino rebajado con agua, la bebida habitual en la corte griega, y todos los presentes alzaron sus copas y brindaron por la primera batalla del príncipe de Macedonia y sus compañeros… 

¡POR ALEJANDRO!

La embajadora se marchó convencida de que la celebrada astucia del rey Filipo no era nada comparado con el espíritu aventurero y las peligrosas ambiciones de su hijo el príncipe Alejandro.